Partida Rol por web

La situación se había ido de las manos y pudo verlo cuando Andrei estaba recibiendo esos ataques que le dolieron en el alma mientras intentó detener al del cañón. Todo sucedió tan rápido que sólo pudo centrar su atención en ella, justamente la persona más odiosa que había conocido Annalise y tras escuchar aquella exigencia luego de confesar que había asesinado a las personas que más quería, la alquimista se hundió interiormente mientras la magia comenzó a fluir por su cuerpo. 

—NUNCA. Si no tienes la voluntad para enfrentarme sola y necesitas de cuatro para intentar matarme, yo también usaré mis recursos—aseveró enojada y gritó— ¡COBARDE! ¡MALNACIDA! ¡PREFIERO MORIR LUCHANDO!

Y no dijo nada más, el elemental de aire como si tuviera una conexión telepática con su invocadora se colocó delante suyo y esas manos que en movimiento comenzaron a crear algo más, algo más sólido y más duro. Un elemental de roca se fue forjando mientras el odio se tradujo a lágrimas en los ojos de la alquimista, decidida a no rendirse, decidida a dar batalla con sus elementales mientras tenía a su peor enemiga delante suyo. 

El elemental también por orden de su invocadora, se plantó delante de ella protegiéndola. Tendrían que pasar por ellos para matarla ya que escudada por esos dos seres, no sería tan fácil dispararles. Incluso dada la astucia de la joven, se colocó se aferró a la espalda del elemental de piedra. No le importaba destruir el barco, pero no cedería por nada del mundo. 

Sinceramente, aquello ya se había ido a la mierda. La poca esperanza que tenía Andrei de poder salvar algo de la situación se esfumó cuando el jodido Walter disparó aquel cañón, destruyendo uno de los mástiles del barco. Antes estaban perdidos, pero es que ahora ni siquiera podrían navegar. Sin embargo, el isleño se rehusaba a morir así como así, por lo que no cejó en su esfuerzo, y aunque sangraba por varias heridas, aparte del daño recibido por la caída del asta, se las arregló para mover el pesado cañón hasta apuntar a Hendrika y los secuaces que habían emergido con ella de debajo de cubierta.

El tiempo pareció ralentizarse, y el espadachín pudo apreciar cómo la muerte se enseñoreaba en aquel lugar. Lo había intentado por todos los medios, pero simplemente habían preferido matarse unos con otros. ¿Acaso sólo respetaban la fuerza? Tal vez algo se quebró dentro del rubio.

Antaño, hubiese intentado hablar con Hendrika. Antaño. Andrei disparó el cañón, pues la pirata estaba más allá de todo convencimiento y redención. Con algo de suerte, la bala no penetraría la quilla y el navio no se hundiría. Claro, suerte era lo que menos habían tenido hasta ahora.

Podría decirse que el peligro había rebajado su categoría, pasando de un vehemente mortal a un tenue inminente. Tecnicismos. Aún estaban en una situación complicada, atrapados en aquel campo de batalla sembrado de cadáveres llamado enfermería, pero vivos al fin y al cabo.

Hans había dado en el clavo: La fuente de los Eternos traía de cabeza a las altas esferas del Rapaz. Desde un punto de vista comparativo, Hendrika parecía tener más interés incluso que Suzanne Matatigres en el vetusto y arcano volumen. En un pensamiento extrañamente filantrópico para el estándar de Hans Grüber, el egregio ladrón no quería imaginar qué nefastas consecuencias traería un poder semejante como el que parecía sugerir el autor del libro en manos de una déspota sanguinaria como Hendrika van Haas. 

Fue así como decidió que el valioso libro, mal que pesase a Hendrika, jamás caería en sus manos.

Cuestión de principios.

Hans se aproximó hacia Wanda evidenciando un ligero temblor en un selecto músculo facial, próximo a su superlativa napia. Su mirada penetrante tenía un matiz vidrioso y febril. Aunque su temple y su sangre fría eran proverbiales, era evidente que el anciano había acusado un miedo atroz.

—En condiciones normales, jovencita, serías un precioso cadáver decorando en esta habitación. Me estoy preguntando por qué estoy a punto de salvarte la vida. Si he alcanzado mi avanzada edad como un excelso exponente en mi oficio ha sido porque nunca me he permitido cargar con lastres —En sus ojos podía leerse una dura recriminación—. Quien actúa sin pensar a menudo muere sin trascender en lo más mínimo. No sé si tendrás una segunda oportunidad... Pero si sales de esta, espero que reflexiones sobre lo fácil que es perder la vida en este mundo, niña.

No añadió nada más. Hans decidió emplearse a fondo para salvar la vida a Wanda sin detenerse a pensar por qué diablos había mostrado a Hendrika van Haas su única debilidad en la negociación. No era propio de él. No era propio del excepcional Barón de Münchausen.

—Presta atención, Wanda —comentó mientras examinaba la herida, tratando de tranquilizar a la niña con su voz—. ¿Qué hemos aprendido de nuestros enemigos? Que son una jauría de lobos. Los lobos, en manada, son una fuerza digna de temer. Son animales sociales que respetan una jerarquía. Siguen sin dudar los pasos de su alfa. Y sabemos quién es ese alfa. Conocemos sus necesidades. Usaremos eso en nuestro beneficio, llegado el momento.

>> Ahora debemos salir de aquí. Confío en que esa precaria puerta no sea obstáculo para ti... —dijo mientras vendaba de modo improvisado las heridas de Wanda.

Hans recargó sus pistolas y se aproximó a Eva.

—Suerte habéis tenido de pasar por muerta. ¿Podéis poneros en pie?

Sorprendentemente, las cosas marcharon mucho mejor de lo que hubiese imaginado en un principio. Habían salvado la vida y disponían de un instante de respiro en ese vaivén de emociones y caos que era ahora el Rapaz. Wanda tuvo que recibir la reprimenda visual y verbal por parte de Hans con la cabeza gacha, sin demasiadas ganas de rebatirle en su discurso. El hombre tenía toda la razón del mundo; su temperamento le había jugado una mala pasada y por poco no lo contaba, si no llega a ser por la crucial intervención del veterano. Le debía una.

Mientras era atendida de su herida en el costado, reprimiendo algunas muecas de dolor o llantos lastimeros por el poco decoro con el que este llevaba a cabo el improvisado vendaje, la mirada dispersa de la joven se encontraba clavada, fija, en la puerta. Les habían encerrado para que no tuvieran ocasión de escapar hasta que se solucionasen los problemas en cubierta. Empero, Wanda tenía la corazonada de que aunque Hendrika les hubiese hecho una oferta irrechazable, no tardaría en romperla para beneficiarse solo ella en exclusiva, dejándolos varados en medio de la nada o con la garganta cercenada y los restos a merced de tiburones o cualquier animal carroñero.

—Lo siento... —dijo, con un nudo en la garganta—. No quiero sentirme inferior a nadie, por eso actué por instinto. Pero es verdad que a veces es mejor callar y aguantar el golpe que ser impulsiva —explicó, coincidiendo con él—. Trataré de abrir la puerta para enmendar ese error...

Se incorporó con esfuerzo, aún llevándose una mano al costado, sintiendo un dolor agudo acompañado de notorias punzadas recorriendo esa zona concreta de su enjuto físico. Cogiendo su puñal, se aproximó con cuidado hasta la cerradura, tratando de introducir parte de la hoja en la misma para tirar después hacia atrás en una maniobra que si salía bien, les permitiría salir de allí.

Hans sutura como puede las heridas de Wanda, la del costado y la del muslo. Al coser la abertura en la pierna, se le van las manos un poco más hacia allí, luego un poco más hacia allá, tocando cosas que no debía, como por ejemplo un nervio. A la pelirroja le duele como mil demonios. Al final del procedimiento, la salud de Wanda está estabilizada, pero cojea de la pierna [1].

A pesar del dolor, Wanda no ha perdido la destreza en las manos: forzar la cerradura no le lleva más de treinta segundos [2]. No veis a nadie afuera, ni en el pasillo ni en la sala principal de la cubierta inferior, que es donde están todas las hamacas para dormir.

Por otro lado, sí se escuchan los sonidos de una auténtica batalla campal provenientes de la cubierta superior. Gritos de guerra, gritos de moribundos, disparos de mosquete, de pistolas, sablazos, alfanjazos, cuchillazos... y un cañonazo. Parece que alguien ha tenido la brillante idea de usar uno de los cañones de la cubierta sobre la propia tripulación. Y ha salido mal, porque lo que escucháis a continuación es el ruido de la madera astillándose, quebrándose y, acto seguido, el estruendo que produce el mástil roto al golpear la cubierta.

Por primera vez desde su puñalada, Suzanne balbucea algunas palabras delirantes.

—Adrian... Adrian... Adrian...

Y vuelve a sumirse en la niebla.

Eva necesita cinco intentos para ponerse de pie. Para mantenerse parada tiene que apoyarse sobre una espada que usa de bastón. Vomita un manojo de sangre antes de hablar. Tiene las piernas flojas.

—Has pactado con Hendrika —le dice a Hans con tono de reproche—. Sois conscientes de que os matará a ambos, ¿no? A traición. Igual que hizo con Amputapatas —los ojos se le ponen vidriosos al ver el cadáver del cirujano.

El mástil termina por resquebrajarse del todo y se viene abajo. El ruido cuando golpea la cubierta se siente como una explosión. Madera choca contra madera, vuelan las astillas; el barco es un desastre, el mástil queda acostado sobre la cubierta en posición horizontal. La maraña de sogas y cabos atados al mástil queda despatarrada sobre el suelo. La vela de tela de tela del palo caído cubre buena parte del suelo.

El escenario es caótico, anárquico, y empeora cuando un hombre muere aplastado bajo el peso del mástil, que cae sobre él y le rompe la columna, aunque es imposible saber si era un hombre de Hendrika o de ustedes. Andrei se aparta a tiempo para evitar que el mástil le destroce la cabeza, pero no logra esquivarla del todo y la cofa del mástil hace contacto con su hombro izquierdo, provocándole un dolor fortísimo, tal vez dislocando el hueso, aunque no está seguro [1]. El pirata que Andrei tenía a su lado, Walter, el que disparó el cañonazo, queda sepultado bajo la cofa.

Mientras tanto, Annalise invoca a un elemental de piedra. Tiene a tres elementales bajo su mando. Hendrika ordena a su manada de piratas que abran fuego. Los mosquetes rugen al unísono, es una descarga ordenada; son dos disparos que hubieran aniquilado a Annalise pero que impactan en la superficie rocosa del nuevo elemental, que protege a su creadora y a Wilbur como si fuera un escudo viviente [2]. El elemental de aire no tiene tanta suerte: los otros dos piratas de Hendrika le disparan. Un tiro erra, pero el otro le da entre los ojos y lo mata al instante. La criatura se deshace en el viento, sollozando en un idioma mágico que sólo Annalise conoce [3].

En ese momento, Andrei, haciendo oídos sordos al fuego que siente en el hombro y al corte que le ha rajado la espalda, manipula el cañón. Apunta, coloca la pólvora, la bala y la mecha, la cual enciende. La detonación es feroz y deja un repulsivo zumbido en los oídos del espadachín. El proyectil cruza la distancia que lo separa del grupo de piratas que acosa a Annalise. La pesada bola de hierro le da a un pirata en la cabeza y directamente se la arranca de cuajo. La bola sigue su camino y hiere a otros dos hombres aunque sin matarlos [4]. Al mismo tiempo, el elemental de aire que todavía está vivo hunde sus garras en el vientre del pirata que estuvo a punto de matar a Wilbur, dándole muerte de una vez por todas [5].

Hendrika no presta atención al cañonazo que bien podría haberla matado. Está demasiado concentrada en Annalise. Levanta el mosquete. Camina en círculos alrededor del elemental de piedra, bien lejos, asegurándose de que no pueda golpearla. Busca un punto ciego en la defensa y lo encuentra. Tiene el rostro de Annalise en la mira, el tiro perfecto, Annalise puede darse por muerta.

Aprieta el gatillo.

El cañón del mosquete tiene un desperfecto técnico y estalla. La bala sale disparada a cualquier lado, vuelan chispas y nubecillas de pólvora. El mosquete a veces es un arma traicionera [1]. Hendrika suelta un furioso aullido de rabia, más bestial que humano, y tira violentamente el mosquete dañado a un lado. El mosquete, destrozado y chisporroteante, cae sobre la vela del mástil que se vino abajo por el cañonazo. El fuego prende sobre la vela de tela y comienza a expandirse, lenta pero inexorablemente. Si alguien no lo detiene, muy pronto la cubierta estará en llamas.

Hendrika, ajena al incendio, busca entre los muertos otro mosquete para seguir disparando.

La situación era muy difícil, Annalise vio caer a su elemental de aire y se le rompió el corazón en mil pedazos mientras seguía acorralada por aquella mujer. Así que aprovechó el fallo de Hendrika para enviar el elemental de aire hacia un ataque directo mientras invocó otro de tierra así juntos eran un escudo para la joven y Wilbur. No quería dejar espacio libre, así que se quedó agachada junto al hombre para observar la situación entre los cuerpos de aquellos seres. Eran dos muros, fuertes, pero ella como invocadora ya estaba debilitada y no podría hacer nada más. 

En ese momento mientras su criatura lanzó el ataque, observó los alrededores buscando desesperada alguna forma de librarse de ello. De alguna manera tenía que acabar esto, el riesgo de morir era demasiado alto y ni siquiera con el disparo que ejecutó Andrei con el cañón pudo acertar a esa mujer. Le daba muchísima rabia, todo era demasiado injusto y en medio de un barco que está cayendo a pedazos, se vio obligada a librar una batalla sin igual. 

¿Dónde estaban los otros?

Wanda salió de la enfermería caminando con pies de plomo. Si de por sí se iba a mover con sigilo y diligencia, la cojera que arrastraba ahora era como para ser aún más precavida en sus movimientos. Ese Hans y sus supuestas dotes de cirujano... Por poco no le había abierto una herida mayor en la pierna. No le culpaba porque en el fondo le acababa de salvar la vida, pero en caso de necesitar una asistencia médica en el futuro no recurriría a sus servicios a no ser que se hubiesen extinguido el resto de curanderos y expertos en enfermería.

—¿Hacia dónde vamos? Inmiscuirnos en mitad de la pelea no parece lo más aconsejable —musitó, haciéndose oír en el griterío que imperaba en el navío. Era evidente que ella no estaba en condiciones de luchar contra nadie; bastante es que se podía tener en pie.

El repentino estruendo que estremeció el barco hizo que la joven se apostara contra la pared más cercana, mientras se iba moviendo con lentitud, para observar cómo de complicada era la situación en cubierta después de aquel cañonazo. Si el barco amenazaba con hundirse, ellos debían lanzarse prestos a por el bote salvavidas. Y ni aún así estaba garantizada su supervivencia, escasos de provisiones como se encontraban.

—Es Hendrika la que ha pactado con el Diablo... —replicó Hans con mirada torva al reproche de Eva tras sobresaltarse con el golpe sordo que sacudió el casco del barco de proa a popa. Desde luego, el estruendo delataba que la contienda en cubierta era encarnizada y caótica.

Al escuchar la cerradura de la enfermería ceder ante la pericia de Wanda, Hans se permitió una taimada sonrisa antes de volcar de nuevo la mirada en la malherida pirata.

—Y no tengo ninguna intención de cumplir mi promesa con esa víbora, señora mía. Ahora, la pregunta acuciante es... ¿Podéis caminar?

Viéndola tomarse cinco intentos para mantener la verticalidad, Hans chasqueó la lengua al tiempo que comprendía el curso de acción más lógico a seguir.

—Hmmmm... Lo tomaré como un no. Manteneos sentada. Será mejor para vos.

Sin previo aviso, Hans apuntó su pistola contra el pecho de Eva, la boca del cañón presionando peligrosamente cerca del corazón.

—Creedme: No es nada personal.

¡BLAM!

Luego sacó su segunda pistola reglamentaria y apuntó a Mauritz.

—Tenía grandes planes para ti, mi ininteligible amigo. 

¡BLAM!

Hans apretó el gatillo sabiendo que el caos que rugía en la cubierta era el mejor silenciador posible. No le alegraba aplicar la unción de enfermos, pero no podía permitirse rémoras. No ahora. Bastante tendría cargando con Wanda dando saltos a la pata coja.

Hans lanzó un vistazo de soslayo a Wanda.

—No podían acompañarnos. Sabían nuestra auténtica identidad. Y además, no vamos a discutirlo ahora. Lección del día: cada uno es responsable de sus actos —dijo con apabullante frialdad, como si el mero hecho de saber su auténtica identidad fuese pecado capital—. En primer lugar, no vamos a unirnos a la refriega. Nos da igual quién se quede con esta carcasa hedionda. Son piratas. Además, creo que estarás de acuerdo conmigo en que esta tripulación, además de una lealtad quebradiza, tiene una preocupante falta de mollera. ¡Demonios! ¡Parece como si el mástil del barco hubiese sido seccionado por una explosión! 

Hans agitó un dedo mientras entornaba los ojos, adoptando una perturbadora risilla.

—Hmmmmm-hm-hm-hm... No, no. Vamos a hacer algo mejor... Vamos a prender fuego a este condenado barco. ¿Recuerdas haber visto algún bote? —inquirió el ladrón de aquilino rostro.

—Por otra parte... ¿Qué deberíamos hacer con la auténtica capitana del Rapaz...? —Hans se aproximó lentamente a Suzanne y le retiró con esmero un mechón de cabello dorado de su febril rostro. Aún conservaba una pistola en la mano.

—Adrian no está aquí, me temo... —musitó, lúgubre.

Andrei intenta apartarse, pero el mástil desciende demasiado rápido como para poder hacerlo del todo. Aún así, logra librarse de lo peor, no siendo el mismo caso con Walter, quien acaba enterrado bajo kilogramos de madera. El isleño traga en seco, pensando en que ese habría podido ser su destino de haber reaccionado un instante más tarde.

Sin embargo, no hay demasiado tiempo para autocompadecerse, pues el combate sigue arreciando alrededor del espadachín. Como puede, endereza el cañón para que apunte a Hendrika y a sus seguidores, prepara el disparo y finalmente abre fuego, aunque no es todo lo letal que le hubiese gustado. Chasquea los dientes, pero otra cosa llama su atención: el infierno, esta vez más literalmente hablando, que se extiende por la cubierta.

Annalise parece tener la situación medianamente controlada con los elementales, en especial ahora que le ha quitado unos cuantos de encima con el cañonazo, así que se apresura a tumbar el barril de agua dulce cerca del inicio del fuego para apagarlo.

Después, de ser posible, correría hacia Hendrika con la intención de atacarla.

Andrei lleva un barril de agua dulce hasta el principio del fuego, lo rompe de un mandoblazo y deja que el agua cubra las llamas que se extienden sobre la vela del mástil caído. Evita así que el navío se incendie. El cocinero Alvin lo mira todo desde un rincón, sentado con las rodillas contra el pecho, llorando, tembloroso. Súbitamente se levanta y atraviesa la cubierta. Se mete por las escaleras que llevan abajo, a la cubierta inferior, para ponerse a salvo de la batalla. Alvin es, después de todo, un cobarde.

Otro elemental de roca se materializa en el barco: ahora son dos. Entre ambos cubren a Annalise y Wilbur de una nueva ráfaga de disparos. Las balas, sin embargo, son certeras, y son suficientes para perforar su dura piel de roca. Los elementales sueltan un gruñido ronco, inhumano, y se deshacen en terrones de tierra seca que quedan esparcidos sobre el suelo de madera [1].

Entretanto Hendrika se bate con el elemental de aire sobreviviente. Recoge un mosquete del suelo y le dispara, pero erra, y el elemental le suelta un zarpazo que la hubiera degollado de no ser porque la mujer es hábil [2]. Se agacha a tiempo y desenfunda el sable, golpeando a diestra y siniestra hacia la criatura, con más rabia que precisión. Le hace gestos a uno de sus secuaces para que la ayude a librarse de la criatura.

—Tus trucos —grita entre sablazos concentrada en ensartar al elemental—... Tus trucos no van a salvarte, Annalise... Siempre lo supe —corta a la derecha—... Lo que mató a mi tío Ludo... No se ahogó —corta a la izquierda—... Fueron tus criaturas... Empecé por Bjorn... Y Grigori... Y ahora es tu turno...

Y es en ese momento cuando Annalise se da cuenta.

El mástil que se cayó a pedazos por el cañonazo asoma por la borda del barco. Había muchas sogas atadas al mástil que ahora están desperdigadas por el suelo, formando una suerte de telaraña de cabos sueltos. Uno de los cañones de la cubierta estaba atado al mástil mediante una de esas sogas. En este momento, Hendrika tiene el pie en una ondulación de la soga. Está pisando una trampa mortal.

Si el mástil termina de caerse por la borda, arrastrará consigo al cañón... y se llevará a Hendrika, que tiene el pie atrapado allí.

No tiene tiempo a reaccionar. Un segundo disparo atraviesa a Eva, esta vez en el medio del pecho, destrozando el esternón y todo lo que hay detrás. Su cuerpo golpea pesadamente el suelo. Mueve los labios, intenta decir algo. No mira a Hans sino a Wanda, como si el reproche fuera hacia ella. No consigue reunir las fuerzas suficientes para mascullar unas míseras últimas palabras. Eva cierra los ojos y se deja morir.

El segundo disparo es al enfermo, Mauritz. Hans tiene sus ojos puestos en Suzanne. Arriba el sonido de la batalla amaina poco a poco. Los disparos son menos, los gritos también. Hay un bando que está ganando, aunque no estáis seguros de cuál. En cuestión de minutos todo llegará a su fin. Los botes para huir del infierno en que se ha convertido el barco están en la cubierta superior.

Y entonces lo veis. Parado en la puerta de la enfermería, no sabéis desde hace cuánto tiempo, está el cocinero, Alvin. Sus ojos están tan abiertos como su boca. Mira a Hans, lleno de terror. El cocinero, tembloroso, da unos pasos hacia atrás, y se dispone a huir por donde ha venido.