Partida Rol por web

Diste un rodeo, pensando que abandonar al grupo podrías ganar en discreción.

Tras caminar con cierto paralelismo, tratando de seguir huellas de los hombres de los que hablaba Abel. Para tu sorpresa, no viste ninguno de ellos, pero a medida que te acercabas, veías la razón de aquella luminaria que minutos antes se antojaba lejana: procedía del interior del fortín, un fortín que se dibujaba un poco en ruinas (aún no estabas lo suficientemente cerca como para verlo en detalle). Eso sí, veías que aquella fortificación de tales ruinas estaban compuestas y formadas por una torre y una pequeña muralla con dos torres de vigilancia adosadas al único portón existente, y algo ardía en el interior, pues se veía cierto humo reflejado subiendo del interior del patio de las ruinas hacia el cielo... ¿qué estaría pasando allí dentro?

Con las dudas en el cuerpo, te diste cuenta de dos cosas: unas pisadas leves, muy leves que se digían a dichas ruinas. Pisadas en solitario, aunque paralelamente, tras buscar un poco en mitad de la noche, viste otras que también iban hacia allí. ¿Habría tal vez más? ¿serían de aquellos que comentaba el ladrón Abel? Y por otro, y no por ello menos importante... viste una figura, cruzar transversalmente a través del campo. Es más, era como si huyera en dirección contraria de las runas. Lo más probable, dado lo remoto de tal punto campestre, es que habría huido de allí. La figura corría a unas diez varas de tí, y no te había visto (la negrura te ocultaba), pero tú si a él.

Era el momento de pensar qué podrías hacer: acudir a las ruinas y ver qué estaba ardiendo, seguir a la figura o buscar más huellas*.

¿¿Escapar...?? -preguntó Alertado el médico-cocinero, quien atendía a Dionisio-, ¿Somos los únicos con ¡¡vida!!? ¿Han vuelto esos bandidos? -preguntó, desesperado el de Lucena-.

¡No pararán hasta encontrar el libro! -dijo entonces el contable-. ¡Los Tordos Negros nos quieren muertos! ¡Y quieren el libro! -entonces rebuscó entre sus pertencias, una vez más, pero no halló lo que buscaba (todo ello en vuestra presencia y la de su patrón Dionisio)-. ¡Maldición! ¡El libro! ¡Ya no está! -anunció-. ¿De qué diantres estaría hablando el contable?

Afuera escuchábais ruido, ruido de lucha y más voces, junto al crepitar de llamas, muchas llamas... El humo comenzó a entrar en la torre-fortaleza donde estábais...

Los instintos profesionales de Roderic le impulsaron a seguir al tipo que escapaba. Era como un reflejo ya tras tantos años de oficio. Acechó a quien fuera que se iba a perder de vista.

Poniendo la punta de la lanza en sus costillas susurró: no te muevas ni una pulgada o morirás.

Miré preocupado al contable. Al final parecía que sabía más de lo que decía.

-"¿Un libro? ¿De cuál se trata y quiénes son esos tunantes? ¿Y por qué lo tenéis vos y lo quieren recuperar? ¡Desembuchad, por Dios!" Le apremié con la voz.

Si no salíamos pronto de la torre y de la fortaleza, acabaríamos todos muertos, bien achicharrados, ahumados, ensartados por flechas o muertos por tajos de espada... Seguramente si no fuera por el contable, estarían vivos todos los demás.

A Zubaida no le gustó la situación. Estaba sola con Abel, que no por eso estaba preocupada, ya que había demostrado que era valiente y sabía utilizar un arma; sino por lo que tenía delante de ella. No había tenido una gran amistad con ninguna de aquellas personas tanto de dentro como fuera de la caravana, pero por unos días, habían sido sus compañeros y sentía un pequeño vínculo. Tanto fuego y el sonido del metal chocando, no auguraba nada bueno. El problema no era ya solo lo que podrían encontrarse dentro, sino el estado en el que estaban. La bandida tenía todavía las heridas doloridas y entablar combate en ese estado sería mortal para ella, con casi toda seguridad.

— Tenemos que encontrar a los demás, Abel, antes de que nos descubran. Estamos magullados como perros apaleados y de una estacada nos mandan al otro barrio — le comentaba mientras se escondía a las afueras de aquel castillo, entre las sombras —. Si tú quieres cruzar espadas allá tú, pero no voy a medirme en duelo como ha hecho Alejandro sin saber quien más puede haber.

La acompañase o no, Zubaida se preparó para pasar al otro lado intentando llamar la atención lo menos posible. Encontrarse con los demás miembros de la caravana era su principal preocupación.

— ¿Vienes o no?

Aquel tipo se giró en seco, al verte salir de entre el pasto natural y resguardo entre la oscuridad. Lanza por delante, tras darle el alto el tipo se detuvo. Llevaba en su mano, ahora lo veías bien, un fardo pequeño. El tipo miró la punta de la lanza un instante.

Gracias a Dios -te diste cuenta que era uno de los conductores de carreta, un hombre joven, que os había acompañado durante aquellas jornadas-. Los bandidos... han asaltado las carretas... ¡están en llamas! Dionisio me dijo que llevara esto a Toledo, antes de que cayera en malas manos... ¡tienes que ayudarle! -añadió, mirando una vez más allá, a unas doscientas varas, la luz que sobresalía de las ruinas.

Ese libro... -contestó Fernando ante la insistencia de fray Bernat-, habla de los orígenes de una secta, cuyos miembros se hacen llamar "los Tordos Negros", y está escrito en el lenguaje latino y codificado. Mi intención es llevar el tomo a un grupo de nobles toledanos que ansían derrotarles... ¡No podemos perderlo, fraile! ¡Y quizá lo de ahí fuera sea para recuparar el libro, pero no está aquí!

¡Maldito estúpido! -dijo Jorge, al escuchar las palabras del contable-. Habéisnos puesto, y a la caravana también, en peligro por un libro! ¿¡Y ahora estamos atrapados delante de esos fanáticos!?

Jorge se levantó, sacó un cuchillo que tenía asido en el cinturón, en su costado y lo empuñó con fuerza.

Tenemos que defender a Dionisio, y a nuestras propias vidas. Esta torre no tiene salida, y no quiero perecer calcinado... Vamos... fraile, Ilariñe, vos también -y no tardó mucho en desaparecer, puerta afuera, para tratar de luchar contra quienes habían llegado al patio de armas...-.

De la misma manera, Fernando hizo lo propio. Sacó una daga pequeñita, propia de las armas de noble, que más bien valía para aparentar que para luchar, pero aún así tenía una bonita punta. Luego salió al patio, detrás de Jorge de Lucena.

Justo antes de que Abel respondiera, queriendo Zubaida penetrar al interior de la fortaleza, en el patio, ambos vísteis que, mientras Alejandro luchaba contra los arqueros (quienes ahora empuñaban un cuchillo), salían de la torre principal, la más alta, dos figuras. Una era Jorge de Lucena, y la otra era Fernando Jimeno, el contable de Dionisio. Ambos salían a toda prisa, empuñando armas cortas, cuchillos y dagas. Parecían querer confrontar con los asaltantes En medio de las varias carretas en llamas, los tres hombres trataron de luchar, aún en inferioridad, contra los cinco hostigadores.

¿Ayudar? Claro, tranquilo. Agáchate. No te preocupes, yo soy la ley, ¿sabes? Pero tengo que asegurarme de que es lo que tenemos que llevar. Puede que tú seas el señuelo, ¿entiendes? Entonces nos dedicaríamos a dejar huellas para que nos persigan a nosotros. De lo contrario, procuraría no hacer ruido. Es peligroso ser un señuelo, y me gusta saber qué soy. Déjame ver...

Ay, ay, aaayyy!!! Di mientras miraba por el portón y veia todo el escenario: carretas con fuego, los arqueros armados, compañeros luchando... Cogí a Zubaida de la manga y le dije con una sonrisa maliciosa: Vamos a morir verdad? Este es nuestro fin, no? Pero sabes, aunque me no quiero morir es un escenario interesante. Que tal sinos colamos, cogemos algo valioso y nos vamos? Mi corazon de ladron me dice eso mismo, no creo que podamos salvarlos a todos. 

Cogí mi cuchillo nuevo y se lo ofrecí. La veia en mejor estado que yo.

Ten esto para ti. Para tu defensa. Me quedo con mi viejo cuchillo, fiable y certero. Deberemos encontrar otro lugar para colarnos.

Indicando el torreon por donde salieron dos personajes: Podemos ir hacia aquel torreon donde estan dos de los nuestros.

Mis ojos se entrecerraban por el esfuerzo de soportar el dolor y no distinguia quienes eran, pero si podia discernir que eran de los nuestros.

Zubaida pensó unos segundos en lo que le dijo Abel y la verdad... no le desagradó. El hecho de coger algunas riquezas aprovechando el revuelo era una buena idea. Pero la bandida no se encontraba con fuerzas, así lo único que hizo fue dejarse llevar tras Abel, a quien no pudo seguirle el ritmo como quería.

— Sí... creo que vamos a morir... — murmuró entre jadeos evitando ser vista entre los enemigos.

La verdad que tuve un momento de grandilocuencia e intentaba alzarme el animo, pero viendo la reacción de Zubaida ante mis ideas, decaí totalmente. En voz baja le contesté: creo que tienes razón...

Me volví a llevar la mano a mi herida y no pude mas que escupir un poco de sangre al suelo. Junto a ella intenté buscar algún cobijo para escondernos y pasar inadvertidos. Miré hacia matorrales, alguna entrada a la fortaleza entre las paredes derruidas. Se podian ver que eran bastante numerosos y no solo a los cinco hombre que me encontré. La situacion era realmente complicada.

No sabiendo muy bien qué hacer, dado que era un hombre de fe, no de armas, decidí agacharme junto a Dionisio y cogerle prestado el cuchillo que este llevaba en el cinturón. Enarbolando el arma, y santiguándome a la vez, decidí seguir a los otros al exterior para intentar luchar. No sabía manejar el arma, ni me gustaba la violencia, pero intentaría ayudar en lo que pudiera.

-"Ilariñe, vamos, intentemos ayudar." Le dije con voz aflautada.

Salí afuera, entre volutas de humo que se arracimaban en la entrada de la torre, desapareciendo en el exterior. En mis pensamientos estaba toda esa historia sobre la secta de los Tordos Negros...

Ambos dos entrásteis por la fortaleza, aunque Zubaida se escurrió por la carreta que taponaba la entrada y Abel prefirió dar un rodeo por fuera de la muralla de las ruinas*. Fue entonces cuando os separásteis.

Pese a que habías incitado a Ilariñe acompañarte, la mujer quedó dentro de la torre*. Tú saliste afuera, corriendo.