Partida Rol por web

En esos momentos más gente confluyó en el patio central de las ruinas de aquel castillo. Con el resplandor de las carretas ardiendo por las flechas incendiarias (así como con los cuerpos de los conductores de carretas yaciendo y dispersos por allí), en el centro luchaban, como ya habíais visto, Fernando, Jorge y Alejandro, los tres acompañantes originales de Dionisio. Luchaban contra los cinco encapuchados, que tenían ahora sus arcos a la espalda y portaban cuchillos en sus manos.

Sin embargo, alguien más entró en escena.

Por un lado fray Bernat apareció saliendo de la torre principal, pisando ahora el patio. Y del otro extremo apareció Zubaida, saliendo de entre las carretas, tratando de pasar inadvertida. Ambos se vieron y vieron a los tres asalariados de Dionisio penando contra aquellos violentos. Zubaida trató de continuar con su sigilo, pero uno de los asaltantes la agarró por una pierna para tratar de tirarla al suelo.

Fray Bernat veía cómo agarraban a su compañera de viaje.

Diste un rodeo por la muralla.

Había que estar loco para internarse por aquel portón, superando la carreta y encontrarse con aquellos enemigos. Sin embargo, así lo hizo Zubaida. Oías desde fuera, mientras caminabas entre la oscuridad, los gritos de lucha justo al otro lado del muro, en el patio central de las ruinas. El caso es que palpabas el lienzo de muralla para ver si había algún hueco entre aquellos vestigios.

De momento nada.

Seguistes andando y rápidamente bordeaste la parte derecha de las ruinas, llegando a la parte trasera de la torre central. Allí había, un hueco. Tras empujar una gran piedra (la cual no estaba encajada en el suelo ni en la propia torre), ésta se venció hacia delante.

En consecuencia, enseguida entraste en el interior de la torre principal. Estaba llena de cascotes, ni no había mobiliario alguno, denotando que aquel lugar había estado en tal mal situación desde hacía mucho tiempo.

Eso sí: allí estaban dos personas: Ilariñe, hirviendo un poco agua, y Dionisio, tumbado en el suelo, con la flecha en el cuerpo clavada. No esta muerto, pero sí agonizando un poco, aunque vivo. Al frente había un acceso sin puerta, que daba al patio central.

Mientras hervías agua, Ilariñe escuchó un ruido a su espalda, y entonces se giró.

Una gran roca que hacía de sillar natural de la torre se movió, cayéndose hacia delante. Alguien apareció allí...¡ Era Abel! Parecía haber encontrado una salida (aparte de la propia de aquella torre). El ladrón entró en la torre, y vió a Ilariñe y a Dinionisio. Afuera, en el patio, se escuchaba aún el ruido y jaleo de una batalla. El humo de fuera entraba todavía en la torre.

Zubaida se vio sola por un momento en aquel caos, pues Abel había desaparecido. El fuego, la noche y el fragor del combate había hecho que aquel lugar pareciera un infierno. O una pesadilla, pues la bandida sentía como el dolor y la sangre se apoderaba de su cuerpo. Tenía como destino el torreón principal, donde se supone que los demás estarían refugiados mientras los hombres de Dionisio daban muerte a los que parecían los asaltadores del camino.

La bandida iba aprovechando cada rincón para llegar a su destino. Hacía tiempo que había perdido de vista a los demás viajeros, así que se sorprendió cuando de repente se encontró con el cura, el monje... o lo que fuera. ¿Qué hacía alli? Pero sus pensamientos apenas tuvieron tiempo de reacción, porque notó como uno de los ladrones la agarró con fuerza.

— ¡Suéltame, bastardo! — le dijo mientras desenvainaba su cuchillo y se lo clavaba en el cuello.

Corrí tras aquellos hombres, saliendo al patio y encontrándome en medio de la refriega. Los aceros entrechocaban y su sonido acompañaba al del crepitar de los fuegos circundantes. A un lado apareció la mujer encapuchada, misteriosa como era, para tratar de ayudar; pero un bandido la sorprendió y trató de tirarla al suelo. La mujer, rápida y ágil, pareció zafarse del tipo. Al ver que la mujer se desenvolvía bien, decidí ir a echar una mano a los toros, que estaban en desventaja numérica. Corrí hacia el cuarto bandido y me emparejé con él. Enarbolé el cuchillo que le había tomado prestado a Dionisio y traté torpemente de asestarle una puñalada a aquel hombre que quería nuestra muerte.

Cuando trataste de advertir qué llevaba entre sus manos, el tipo se echó a un lado. Fue entonces cuando sacó de entre sus ropas un cuchillo. Estaba claro para él que serías un estorbo en su carrera, fuera donde fuera. El paquete lo arrojó al suelo un instante, y pudíste ver que estaba envuelto en telas y harapos. Debía ser una caja, un libro, algo por el estilo.

Ya te has metido suficiente en este asunto... Te vi merodear unas noches atrás por las carretas, estúpido -te dijo-. No sabes dónde estás metiéndote.

Y tal que así, se lanzó contra tí, dispuesto a hendirte el cuchillo en las tripas. Allá a lo lejos seguían viéndose las ruinas, pues en su interior ardía algo que expulsaba cuantioso humo.

Aquel encapuchado trataba de sujetar a Zubaida, pero ésta logró endosarle una puñalada por contra, logrando así zafarse de sus garras y pudiéndose reponer. Por su parte fray Bernat corrió hasta otro de los bandidos que atacaban a vuestros compañeros, los siervos de Dionisio, y sacó su cuchillo. Aquel fraile no parecía tener reparos en causar daño, cosa impensable en un siervo de Dios, pero la cosas así se preciaba. Pese al intento, no pudo el fraile endosarle el acero en las carnes, pues éste se dio cuenta*.

La lucha se sucedía, y ahora, parecía que aquel tipo estaba frente a Bernat, pues había logrado atraer su atención. Parecía no tener reparos en acuchillar a un fraile.

La bandida sabía que era cuestión de vida o muerte. Aquel lugar marcaría sí podría seguir su camino hasta Toledo, el cual se le había olvidado por completo, pues mantenerse en vida era más que primordial. Zubaia se revolvió como pudo asestando cuchillazos a su par. Todos combatían en aquel aquel, incluso el fraile. Si un señor de Dios podía dar muerte, ella estaba más que perdonada.

— ¡Hay que acabar con ellos, dadle muerte!

Vaya, no se le daban bien las triquiñuelas verbales, estaba claro. Tocaba batirse...

Era bastante torpe con el arma y el bandido lo sabía. Solo pude ir reculando, mientras lanzaba estocadas sin sentido para protegerme de sus embestidas. En unos momentos puede que me sentara al lado de mi señor en el cielo, con una flecha aún clavada en la nalga y varias cuchilladas en el torso. No me gustaba la violencia, pero aquí luchaba el mal contra el bien, y como soldado de Dios, debía combatirlo de todas las formas posibles.

-"¿Cómo osáis combatir contra un súbdito de nuestro creador? ¡Serás castigado por toda la eternidad en el Infierno!" Traté de amedrentarle.

Con esfuerzo pude tirar esa piedra y crear un hueco en la pared para entrar al castillo. La imagen que vi no era más placentera, pero sabía que no era momento para dudar, ni caer en mis ideas de ladrón. Allí en el suelo esta Dionisio con una flecha insertada en su cuerpo mientras aquella chica rubia la estaba atendiendo.

Salid rápido de aquí! Puede andar Dionisio?! Dije ipsofacto entrando dentro.

Aunque se echó encima de tí, tú ya tenías la lanza sujetada y preparada. No hizo falta más: te giraste un instante ante su ataque y después, por tu parte, le endosaste una lanzada que le atravesó el costillar... La flecha quedó empalada un instante y el tipo cayó al suelo. Cuando desempalaste el arma, aquel hombre había muerto allí, delante de tí. Su cuerpo cayó junto al fardo que había soltado unos instantes antes.

PNJOTIZADO.

Ilariñe te miró, entre sorprendida por tu entrada posterior como alegre por ver otra salida, aparte del acceso principal.

No, está delirando, miradlo vos -efectivamente, Dionisio, quien estaba tumbado con la flecha panza arriba, estaba sumido en sudores y moviendo sus labios sin decir nada, con los ojos cerrados-. En ese estado poco puedo moverse. Fray Bernat ha salido por ahí -indicó el acceso principal, a su espalda-, para luchar con los de ahí fuera... ¿Qué hacemos, Abel? -te preguntó Ilariñe*-

No parecían calar en ellos las palabras del fraile, y no pudo Bernat sino sentir las heridas de aquel hombre empuñando el cuchillo. El ataque del fraile no llegó a buen puerto; no así la cuchillada que le devolvieron, que le rasgó las vestiduras y la carne.

Daño Bernat: 1 contador de estado.

Por otro lado, Zubaida trató de atacar a aquel encapuchado que estaba empeñado con ella, no logrando acertarle. De la misma manera, aquel tipo no logró acertar a la bandida, quien no era la primera vez que se enfrentaba a gente tal que así.

Zubaida sabía que escapar era una muerte segura. Pero luchar también, aunque de forma digna. La bandida se revolvió hacia atrás pensando que había acabado con la vida de su enemigo, pero este seguía en pie. Aquellos ladronzuelos parecía que no eran como los que se habían encontrado en el camino. Zubaida estaba débil, notaba como el cansancio y el sudor se hacía con cada uno de sus miembros, pero las pocas fuerzas que tenía las prefería gastar en combate que corriendo.

Tras agacharte y coger el fardo*, tenías entre tus manos aquel objeto voluminoso, aunque pesaba menos de lo que parecía. Tras retirar los harapos, viste que era un libro. Un libro encuadernado en piel oscura, muy trabajado. Abriste en la oscuridad de la noche las tapas y pudiste ver sus hojas. Gruesas y amarillentas, sin duda un trabajo para un buen copista. Leerlo sería, en esos momentos, algo imposible, dada la escasa luz. Sin embargo, ya tenías algo en tu poder. ¿Sería aquel tipo que acababas de derrotar el ladrón que andabas buscando?

Ocultó el cadáver lo mejor que pudo, pero antes le registró bien, por si tenía alguna otra cosa. Por ejemplo, unas cartas. Luego guardaría todo en su morral y tenía la intención de seguir su plan originario, que era acercarse a los asaltantes por detrás.

Las únicas zonas para ocultar un cuerpo eran el matorral que crecía del suelo. A plena luz del día podría verse, pero ahora, en la noche, quedándolo allí y recubierto de matojos podría pasar desapercibido. Había pasado ya un buen rato desde que te separaste de tus compañeros, por lo que...*