Partida Rol por web

La diestra de Gherim inicia un viaje sin retorno hacia uno de sus colmillos, aquel conocido como Castigo.

El Ejecutor traza un arco horizontal y asesino, tan repentino como un infarto al corazón. Hay una singular e indómita belleza en la forma de esgrimir la espada por parte del joven, firme y la vez delicada, elegante incluso. El mordisco del acero en el cuello, hendiendo carne, separando hueso de Shadha al Qanan hace restallar una estela carmesí en el aire, una estela que salpica al propio Gherim, regando su banda de plata y la parte inferior de su rostro con lágrimas de sangre. Un golpe letal de necesidad. Un regalo piadoso de un cazador experto a una bruja.

La cabeza de Shadha se precipita congelada en una mueca de asombro, impactando el suelo con un escalofriante golpe seco.

Gherim permanece estoico, imperturbable. Su respiración se acompasa al silencio que sucede a la muerte. Vuelve a erigirse en esa efigie aterradora y despiadada, el segador de púrpura y plata.

El Ejecutor extiende el brazo y agarra la cabeza decapitada de la hechicera, una mujer por la que juró luchar para traer un nuevo amanecer a Alurnia. La mujer por la que estaba dispuesto a abandonar el camino exigido por el Dicasterio. La mujer por la que estaba dispuesto a arriesgar una vida entregada al odio más cáustico.

La mujer que asesinó a su padre.

Gherim extrae el puñal de su cinto y lo dirige impertérrito a los ojos muertos de Shadha, dispuesto a grabar una vieja sentencia de muerte, la advertencia de que el pasado regresa para cobrar las deudas con supervivientes.

Culmina el ritual.

Para horror del Maestre, cuando el Ejecutor le dedica una torva sonrisa de soslayo, el anciano cree ver cómo en sus característicos ojos esmeralda ahora relucen en un maligno e hipnótico tono ambarino, dorado. Sostiene la cabeza mutilada de Shadha al Qanan agarrándola inclemente de su otrora lisa cabellera oscura.

—Esta noche... Kaden se une a la cacería.

Con un contundente golpe del talón de su bota, el último de los Van Wayden destroza el espejo maldito.

La caída fue dolorosa pero más lo fue la espera, la incertidumbre de no saber si Heinrich aparecería entre aquellas llamas y cuando lo hizo Laurien fue acercándose poco a poco hasta él para ayudarle a llegar a donde estaba el alcalde, aunque iba sujetándose el brazo con cierta expresión de dolor.

- Heinrich... Apenas me quedan fuerzas y creo que solamente seré capaz de pedirle un milagro a Fenre una última vez... Puedo pedirle que nos sane a los tres o pedirle que nos ayude a localizar a nuestros hermanos... Temo por ellos y por lo que la bruja y la extranjera hayan podido hacerles... ¿No los notaste raros? Anoche, cuando Rostro de Plata me acompañó a mis aposentos estaba... Muy raro... Creo que quizás hayan podido afectar también sus mentes... 

Hablaba mientras intentaba contener el dolor y mientras observaba si había algo que ella pudiera hacer con las heridas de los tres. 

El denso tapiz de aquel misterio, tejido durante décadas, comenzaba a tomar forma y mostrar una cada vez más clara escena a Cornelius. 

En ella veía la sangre y la venganza derramadas, tiempo ha, y cómo un poderoso círculo de maldad se cernía, para cerrarse, frente a sus gastados ojos.

Ser Gherim van Wayden, Rostro de Plata, el Inquisidor, el hijo torturado, su hermano; él estaba en el centro de ese cerco perverso.

Su venganza ya no era suya, y Kotzträppus temía que fuera Él y no otro el enemigo con quien, al final de este doloroso proceso, tuviera que bregar.

El erudito sintió una profunda punzada de dolor en su viejo corazón.

-¡No!¡No he de permitirlo! ¿Entendéis?

El anciano abofeteó con fuerza la mejilla siniestra de Ser Gherim, mientras lloraba su rabia.

- ¡Humildad, hermano! ¡No es vuestra la venganza, no oséis! Estáis a tiempo de alcanzar la redención. ¡Sed fuerte ahora!.

- Los huérfanos, el boticario... ¡Está claro, hemos de regresar a Novokovo!

Heinrich corrió por las escaleras escapando de uno de sus instrumentos de trabajo: el fuego. Una viga le impidió salir todo lo rápido que el querría, pero contra viento y marea, consiguió escapar a la mortal trampa, no sin pagar unas duras consecuencias. Su costillar derecho dolía, y con cada punzada de dolor, salía sangre. La cuchillada, pese al efecto de la brigantina, había sido buena. También su pierna renqueaba, la viga le había aplastado la zona de la rodilla y caminaba a duras penas, cojeando y aguantando el dolor mordiendo el labio.

Estaba vivo, al menos de momento, y parecía que Laurien y el alcalde también, aunque el panorama era desolador. Escuchó las palabras de Laurien. No podía tomar aquella decisión, no sabía que era lo mejor:

-Hermana Laurien, me alegra poder encontrarnos de nuevo. - hizo una mueca de dolor, y escupió algo de sangre sobre su propia chaqueta- realmente no soy capaz de decidir ahora mismo. Por un lado, saber donde están nuestros hermanos, seguramente podríamos hacer mejor nuestro trabajo o incluso ayudarlos si sus mentes están perdidas, si bien es cierto que yo, cuando di relevo de guardia, todo parecía correcto. Por otro lado, dudo que el alcalde sobreviva sin tus cuidados. Tú misma pareces bastante magullada y yo...sinceramente, apenas puedo andar, ni sostener el estoque de manera efectiva. Puedo seguir, eso si, y lo haré con gusto, pero no seré de la misma utilidad que hasta ahora. ¿Y si rezáis a Fenre por ayuda, y que el decida como obrar?* Solo el conoce nuestro destino, y solo el sabrá guiarnos correctamente.

Heinrich se giró entonces hacia el ayuntamiento, que ardía, y dedicó unos segundos al hipnotizante fuego, que ocultaba la masacre que allí se había dado, escondida a los ojos de los demás, si no fuera por los cadáveres a la puerta del edificio de gobierno.

>>No me respondáis aún, tomaros unos instantes para recuperar el aliento, he de hacer algo, antes de nada.

Poniéndose de espaldas al ayuntamiento, en el medio de la plaza, y revisando quienes aún asomaban a las ventanas, cogió aire, y habló con todo el torrente de voz que le quedaba, si es que le quedaba alguno.

-Buenas gentes de Novokovo. Se que muchos estabais hace un momento aquí, amotinados, pero las pasiones a veces nos llevan a ello, lo importante es que os redimisteis al darle la espalda a esta rebelión sin sentido. TODOS los rebeldes yacen muertos, bien a las puertas o bien en el interior del ayuntamiento - dijo mientras señalaba aquellos cuerpos, con la punta de su estoque ensangrentado, para enfatizar no solo el qué, si no el quién - Erik incluido, yace muerto por su locura, que le impedía ver la luz de Fenre, la luz que nos lleva por el camino del buen obrar, la luz que nos mantiene unidos y que nos mantiene vivos. YO, Heinrich von Bassenhein, formo parte de su brazo armado, y acabo de hacer mi trabajo, pero necesito que vosotros, sus leales siervos, hagáis algo mucho más importante. NECESITO que salvéis vuestra ciudad, necesito que frenéis este incendio. NOSOTROS, la inquisición, os salvaremos de la bruja, pero solo VOSOTROS podéis salvar Novokovo. Bajad buenas gentes, bajad y entre todos carretad agua y apagad el incendio, antes de que llegue a vuestras propias casas. Y que la luz de Fenre os bendiga.

Dicho lo cual se volvió hacia Laurien, y la miró a los ojos.

-Confío en ti hermana. Lo que Fenre te diga, lo que tu le pidas, estará bien.

Shadha al-Qanan no tiene últimas palabras. La muerte se yergue sobre ella sin preámbulo: es acero, frío y cruel, veloz, que avanza raudo sobre su cuello desprotegido cuando ella está mirando al espejo de frente. Lo último que llega a captar es que aquello contenido en el espejo le dedica una sonrisa torcida. Su cabeza se precipita a los pies de Ser Gherim van Wayden. El profesor Cornelius tiene tiempo a ver cómo los ojos de Shadha parpadean una última vez. En su rostro no hay miedo; muere con el mismo semblante de altanera determinación con el que la conocisteis, tal vez porque no tuvo oportunidad de prever su muerte.

Shadha al-Qanan no tiene últimas palabras. Tampoco tendrá epitafios. No salvará su ciudad natal, aquella que fue asolada por un cataclismo y que juró restaurar a su antigua gloria. No encontrará a la portadora. No habrá epitafios para Shadha. En pocos años nadie la recordará. Su memoria será polvo en el viento, y nadie sabrá nunca que Shadha al-Qanan no cumplió con sus objetivos, ni que fracasó en su intento de contener a la entidad del espejo, aquella que no debía ser liberada bajo ninguna circunstancia.

Shadha al-Qanan no tiene últimas palabras. Solo silencio. El silencio de quienes mueren en el olvido.

Con la muerte de Shadha, el espejo, que estaba flotando en el aire, cae al suelo. El inquisidor lo rompe de un pisotón. Y así, de esta manera, aquello que estaba contenido en el espejo escapa a su prisión infinita.

Dentro de la cueva la oscuridad se mueve. Se reacomoda, como si las sombras temieran a lo que ahora se está moviendo entre ellas. Algunos susurros insondables recorren la cueva. No hay persona que los pronuncie: pertenecen a otro plano, a un éter infernal que durante un instante colisiona con el mundo mortal, y que trae consigo una criatura abisal.

No hay nada que salga desde dentro del espejo. Aquello que lo habitaba aparece a vuestras espaldas, como si siempre hubiera estado allí. Es un hombre alto, fornido, y Cornelius y Gherim lo ven tan claro como el agua. El profesor no pasa por alto las terribles similitudes físicas entre Rostro de Plata y el recién aparecido. Una cicatriz espantosa, una suerte de zarpazo de oso, recorre su cara.

Camina lentamente hasta Ser Gherim. Sus ojos son dos piezas de ámbar resplandecientes, idénticos a los que ahora exhibe Rostro de Plata, cuyos ojos han perdido su tono esmeralda.

—Lo has hecho bien, Gherim —le dice, ignorando a Cornelius—. Tus colmillos son de hierro. Como los míos.

Y entonces aquel hombre, tan parecido a Gherim, desaparece. Un segundo está allí, y al siguiente no. Ahora, en su lugar, hay un hombre anciano, que se asemeja a Cornelius. La triste mirada del viejo se posa sobre el profesor.

—¿Por qué, hijo? ¿Por qué no pudiste liberarme? —dice con decepción—. Has fallado, hijo.

Un parpadeo. El anciano ya no está allí. Ahora es Shada al-Qanan.

—He fracasado —dice, atormentada, mientras una lágrima rueda por su mejilla.

Pese a la aparición, el cadáver decapitado de la extranjera se pudre a escasos metros vuestra.

—Todo aquello por lo que luché... todo... todo... es... cenizas...

Shadha desaparece y en su lugar aparece el demonio. No tiene rostro. ¿O acaso esa máscara que lo cubre es su rostro? Es una figura andrógina pero es evidente que aquello no es un hombre y mucho menos es una mujer. Su cuerpo está cubierto de jirones de piel seca. Piel humana.

El demonio no mira con ojos sino con dos cuencas vacías que no abrigan nada más que oscuridad. Su voz suena como mil voces distintas, femeninas y masculinas, gritando al unísono.

—Hambre —dice, acariciando la mejilla de Cornelius—. Tanta hambre. Tanta prisión. Tantos milenios —se da la vuelta, y pasa sus afiladas garras por la sangre que mancha el acero de Gherim—. Hambre. Una portadora. Hija de Marya, hija de Gavril, hija de nadie, llena de odio. Y saciará el hambre.

El demonio desaparece entre jirones de sombra. Deja tras de sí un enmascarado, un anciano, una mujer decapitada y un espejo roto.

Allá, a lo lejos, veis cómo unas nubes negras se alzan sobre Novokovo. Un trueno quiebra los cielos; su furia retumba en la cueva. Una columna de humo asciende desde el pueblo, desde donde está el ayuntamiento. Humo negro, provocado por un incendio.

Rostro de Plata ladea la cabeza hasta emitir un audible crujido, sus ojos ahora dorados clavados impertérritos en la entidad que moraba en el espejo, en la silueta de polvo que pende en el vacío al volatilizarse.

Extiende el brazo hasta alcanzar la cabeza decapitada de Shadha al Qanan, desfigurando su cara con precisión quirúrgica con su cuchillo. Dos cortes surcando sus ojos muertos hacia las comisuras de sus labios. El rastro que los colmillos del lobo dejan en las mejillas de sus víctimas.

Gherim se permite una torva y lúgubre sonrisa tras profanar la cabeza decapitada de la hechicera.

La sostiene sin miramientos de la lacia y negrísima melena que lucía en vida Shadha al Qanan.

—¿Dónde está vuestro Fenre ahora, Maestre? —Sus ojos se posan con aire indolente en Cornelius, impredecibles y pavorosos.

¿Quién habla al otro lado de la máscara?

—El hombre que olvida el nombre de su padre no merece piedad —advierte de modo categórico el Ejecutor mientras admira satisfecho la columna de humo y fuego que emerge de las entrañas de la aldea, atestiguando caos y anarquía.

Tras mirar a Cornelius de soslayo, añade:

—He de enviar un mensaje... Uno que solo yo puedo enviar.

>> La Eisenzahn ha vuelto.

Lo pronuncia con orgullo, con reverencia, mirando a los ojos la cabeza decapitada de Shadha, sonriéndole satisfecho.

—El Eisenwolfe no olvida.

A lo lejos, en lo profundo de la espesura, resuena un aullido.

¿Premonición...?

Los curiosos que siguen asomados a la plaza escuchan la solicitud de Heinrich con una mezcla de apatía y temor. El ayuntamiento arde y desprende un denso humo negro que se eleva hacia las nubes aún más negras que encapotan el cielo. De a poco, con timidez, algunos se acercan hasta el borde de la plaza.

En eso aparece el sacerdote Timur, el párroco de Novokovo. El día anterior Heinrich había descubierto que no era un sacerdote real sino un desertor del ejército llamado Waldo, fingiendo ser un hombre de Dios. Renguea a causa de la herida provocada por el batidor. Timur hace un guiño a Heinrich y luego vuelve a dirigirse a los observadores.

—¡Vamos, amigos, vamos! ¡Que los hermanos inquisidores han dado una orden! ¡Es nuestra aldea la que arde, amigos! ¡Acercaos y dad una mano mientras ellos se encargan de la puta bruja!

Luego se dirige a vosotros en voz baja.

—Que no se diga que no os ayudo, ¿eh? Qué puto desastre —dice, mirando al malherido alcalde.

El alcalde, perdiendo sangre por las heridas de la cabeza y el estómago, desvaría y farfulla sinsentidos.

—O-o-otra vez... o-o-otra v-vez los c-c-c-ortac-c-aras... quieren m-matarme... e-eran d-diez... l-la m-mujer... la m-mujer... me q-quitó el o-ojo... c-cortacaras... co-co-cortacaras...

De a poco se organiza un pasamanos para apagar el fuego. Motivados por el pedido de Heinrich y del párroco Timur, los vecinos se van pasando cubos de agua para apagar el fuego del cabildo que amenaza con extenderse hacia los edificios contiguos. Las llamas son abundantes y harán faltan unas horas para extinguirlo. Entre los aldeanos que están colaborando veis a la tabernera Izolda y a la camarera Tanya. Ha de haber unas trescientas personas en total: una cantidad inmensa de personas.

El boticario Stanislav aparece entre el gentío. Anda desgarbado, cargando su maletín de cuero y conservando la fría calma que lo caracteriza.

—Hermanos, bienhallados. Oh, es una desgracia. Una verdadera desgracia. ¿Hay algo que pueda hacer por vosotros? He cargado mi maletín de medicinas, ungüentos y utensilios médicos. Estoy completamente a vuestra disposición, hermanos. Son tiempos difíciles y hemos de ayudarnos entre nosotros.

Laurien respiró mientras cerraba los ojos, dejando que las voces del ambiente llegaban hasta ella, mientras las llamas iban devorando aquel edificio y su calor llegaba hasta ella y cuando las voces se hicieron más cercanas abrió los ojos y suspiró.

- Queridos vecinos y vecinas... Ahora más que nunca necesitamos de vuestra ayuda... ¿Saben dónde están nuestros otros dos hermanos? Necesitamos estar de nuevo reunidos...

Cuando el boticario apareció miró al alcalde.

- Ocúpese de él, por favor y después debería ver a mi hermano Heinrich...

Heinrich sonrió al ver a Timur, parecía que el perdón con aquel hombre, había causado el efecto deseado. Sonrió no solo por eso, si no por ver que, aunque con ayuda, su discurso había servido para que los vecinos evitasen que novokovo ardisese.

Sonrió también ante la llegada de Stanislav. Nunca un parche levino tan bien. Usando su mosquete como muleta, se acercó al boticario:

-Buenos días Stanislav, no voy a negarme a que me hagas unas vendas compresivas, me urge bastante frenar estas hemorragias.

Mientras el boticario le atendía, vio como Laurien se desplazaba preguntando a los vecinos. Él, maltrecho como estaba y siendo atendido, lo hacía con los que pasaban por su lado.

-Disculpa, no habrás visto a alguno de los otros dos inquisidores, he de reunirme con ellos.

—Claro, hermano —dice Stanislav mientras revisa el torso y la pierna de Heinrich—. Veo que la lucha ha sido salvaje. Qué lamentable. Siempre es una verdadera lástima tener que dar sepultura a tantas personas.

Para cuando el boticario termina, el batidor está recubierto por sendos cataplasmas ungidos en hierbas pisadas y líquidos medicinales extraídos de su maletín. Las heridas recibidas por Heinrich son serias, y esto son apenas unos parches improvisados, pero bastarán para contener lo peor. El boticario, por último, entrega a Heinrich un frasquito con un líquido rojizo dentro.

—Si el dolor llegara a ser demasiado, hermano, bebed esto. Calmará el sufrimiento y despejará vuestra mente —se gira hacia el alcalde—. Pediré a alguien que me ayude a trasladarle hasta mi botica. Haré lo que pueda por él.

El alcalde Minsky sigue desvariando. La baba se derrama por las comisuras de su boca.

—S-se llevó m-mi o-o-ojo... a-aquella m-m-mujer... co-cortó m-mi ojo... le d-disparé... p-pero... n-no m-murió... c-cortacaras... c-cortacaras...

Stanislav pide ayuda a los aldeanos para trasladar a Minsky. Se lo llevan en una parihuela improvisada en dirección a la botica.

Preguntando entre los aldeanos, Laurien encuentra a alguien que sabe algo sobre Rostro de Plata y Cornelius. Es una mujer anciana, que ha de tener más de setenta primaveras.

—Oh, sí, yo vi algo hoy mismo, antes del amanecer. Vi a ese amigo vuestro, el enmascarado, subido a su corcel, junto a ese otro amigo vuestro, el anciano. Cabalgaban a toda prisa. Mi hijo, que vive en el límite del pueblo, me dijo que también les vio, cabalgando hacia el noroeste. No sé qué querrán hacer allí, que por esos lares no hay nada más que un pequeño arroyo...

Heinrich agradeció las atenciones del boticario, aunque por las muecas que hacía, mordiéndose los labios, no lo pareciese.

-Gracias Stanislav, has hecho mucho, al menos ahora podré continuar. -miró al hombre, mientras este le daba el frasco con contenido rojizo, no sin cierto recelo-. Gracias de nuevo, lo reservaré para una urgencia.

Dicho lo cual, se puso en pie como pudo, y caminó hacia su hermana, donde escuchó la conversación con una anciana que parecía tener todos los años que uno podía cumplir. Sonrió a la anciana y esperó cortesmente a que esta se distanciase un poco.

-Hermana, creo que con esta información ya podemos, y deberíamos, ponernos en marcha. Me resulta extraño que se marchasen sin aviso, y la situación que acabamos de vivir no me tranquiliza precisamente. Iré a por los caballos.

Heinrich comenzó a cojear en dirección al establo, debía que acostumbrarse al dolor. Tenía.

Laurien miró a su hermano Heinrich y suspiró mientras miraba después su brazo.

- Hermano Heinrich, id vos yo... No puedo cabalgar con el brazo en estas condiciones... - Su brazo estaba dislocado o quizás roto tras la caída y tras proteger al alcalde - Yo me quedaré ayudando a los habitantes y viendo si descubro o me cuentan algo más... Las visiones que me envío Fenre estaban relacionadas con lo que ha acontecido aquí... Id a buscarles y venir después a recogerme.