Partida Rol por web

La muchacha hizo un gesto difícil de interpretar, tan a la mitad estaba entre el inconveniente y la esperanza.

-Es claro que tenéis mucha prisa, así que lo primero será lo vuestro. Os respondo que esos que buscáis os llevan un buen trecho, al menos diez jornadas si sois veloces y no os entretenéis más. Janosh puede ayudaros, es cierto. Es un torpe gañán, pero sabe anticiparse a los demás y es bueno encontrando senderos. 

En cuanto a mí, si os fiáis, puedo prometer que os esperaré aquí. Sin embargo, no prometo que os acompañe. Una vez acabada vuestra tarea, si me convencéis de que vaya a Altdorf, lo haré, pero la sombra de la muerte por herejía no es la mejor manera, así que tendré que saber que estaréis dispuestos a mentir por mí para que me acepten.

La mujer miró al sacerdote, quien apretó los labios.

-Se me ocurre -dijo el padre, de repente- que si en verdad es tanto lo que debéis recuperar quizá yo os estorbe tanto como Marco piensa que lo haría la chica. Quizá mi lugar, mi destino, haya sido seguiros hasta aquí para encontrarla a ella. Es tanto o más preciosa que nuestro enemigo, pues ella es un mal que puede convertirse en un gran bien, mientras que lo que perseguimos es una sombra completamente oscura y perdida más allá de cualquier salvación. Para matar sombras hace falta alguien como tú, Hans. Para liberar espíritus, para la redención, hace falta alguien como yo.

El padre Sigmund parecía imbuido de la energía de Sigmar, o parte de ella, al menos. La suficiente, en todo caso, como para encargarse de la muchacha y de todo lo que de ella derivaba. Calmó al posadero, llevó a todos de vuelta al pueblo, allí habló en la plaza, sin rebozo alguno, para la multitud (si apenas un centenar de cabezas cuentan como tal). En su disertación, él se comprometió a contener la magia de la muchacha mientras siguieran en el pueblo, a asegurar la piedad de sus acciones así como la de los habituales de las tabernas. Por otro lado, no permitiría conducta impropia de mujer o varón del pueblo hacia ella, y eso incluía malos gestos, esputos a ella o al suelo y otra suerte de supersticiones locales que buscaran su mal.

A la reunión acudieron los posaderos de los establecimientos enfrentados por la calle, y Marco y Hans constataron que eran dos hombres exactamente iguales. Gemelos, los llamó el sacerdote en un aparte, una circunstancia que mucho tiempo atrás se tuvo como mágica, incluso inquietante, pero que a fuerza de ocurrir entre miembros de la nobleza se ha normalizado.

Ambos hermanos idénticos se guardaban las distancias; era evidente que entre ellos existían pendencias por resolver. El llamado Vasili no se atrevía a alejarse de su protegida y Syza, que se mantenía muy prudente, blanca, resplandeciente como una luz del alba, lo agradecía con la mirada.

Una vez las cosas claras, con el alcalde presente para atestiguar el acuerdo y hacerlo oficial, quedó la despedida, que también fue breve. Janosz, por cierto, andaba por ahí, expectante, porque no había olvidado las curiosas palabras de Hans y, por qué no decirlo, porque le interesaba mucho lo que estaba sucediendo en el pueblo.

No había mucho que decir, pese a que no le gustara perder toda ausencia de magia posible a su favor, entendía que aquello era una carrera contrarreloj y no podían permitirse el llevar un nutrido grupo que les ralentizara en demasía, por eso no había más remedio que dejar al anciano sacerdote en aquel ajado pueblo. Antes de despedirse de él, el estaliano le pidió que mandara una misiva al conde elector que les había contratado para contarle todo acerca de sus avances en la misión.

Tras eso Marco aceptó la contratación del tal Janosh, el cuál, al parecer conocía los caminos y podía guiarles hacia senderos más rápidos para poder conseguir recortar distancia a sus perseguidos. Era sin duda la mejor opción posible. Por eso tras elegir dejar en las sabias manos del sacerdote a la muchacha pelirroja y una cortés despedida a ambos, el estaliano se preparó para continuar su camino, rumbo a la persecución del mal.

El hombretón sonrió con un brillo de inteligencia en los ojos. Escupió una astilla que estaba masticando y dijo: "A por mis cosas voy. Esperarme, que no tardo".

Al punto estuvo listo y se avino a la calle ya menos transitada, porque los aldeanos, uno a uno, se habían convencido de que ya poca novedad iban a disfrutar. Sigmund se despidió de ellos y se encerró en la taberna con la joven, quien, por todo saludo, les envió una sonrisa llena de luz de primavera, y un beso que lanzó con la mano hacia ellos.

-¿Vamos, pues, señores?

Fin de escena, pasamos a "El oscuro camino, lleno de secretos".