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LA TORRE ABANDONADA DE LA CIÉNAGA - PARTE II. Sección 1

Gremio de luchadores por Isolda

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13/09/2014, 14:49
Narrador
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Retazo de historia:

El campamente de los mercenarios:

La vida militar no había sido tan fácil como Isolda había pensado inicialmente, salir de la casa de sus padres y cabalgar por los caminos que había recorrido desde niña fue sencillo, pero más allá el mundo era inmenso, salvaje y desconocido.

No pasó mucho tiempo sin que unos falsos mendigos la engatusaran para que les entregara gran parte de los magros recursos con que contaba y pronto se dio cuenta de que no contaba con dinero, lugar donde descansar ni auxilio en medio de un espacio extraño y a menudo hostil.

No tenía la menor idea de hacia dónde dirigirse para incorporarse al ejército en el que había servido su padre y tampoco tenía muy claro que ese fuera su verdadero destino. Las aventuras parecían emocionantes y divertidas en las novelas de caballerías, pero la realidad parecía mucho más aburrida, sucia y maloliente.

Viajó de un pueblo a otro, pero nadie parecía necesitar a una valiente guerrera. Pensó que lo estaba haciendo todo mal, los hombres armados, se decía a sí misma, deben encuadrarse en unidades reglamentarias y servir en el séquito de señores nobles que los guíen, de lo contrario caerían en el caos.

Finalmente la suerte le sonrió cierta mañana en la que paseaba por la plaza de un pueblo desconocido para ella llevando a su caballo de la brida. Parecía ser día de feria, porque el lugar andaba bastante concurrido, Isolda se sentía, como siempre, extraña y absurda, mirando aquí y allá en la esperanza de que algún menesteroso se acercase suplicando ayuda, quizá unos huérfanos perseguidos pr un ogro o algo así....

En cambio encontró a Piquet. Estaba en medio de la plaza proclamando a grandes voces, con dos lanzas clavadas en el suelo cruzadas y un escudo frente a ellas y una mesa donde se sentaba un escriba. Piquet vestía al modo de un heraldo, pero ceñía una espada como si fuera un caballero. Unas calzas rojas de fina hechura y una librea de colores brillantes en la que ostentaba la misma divisa que estaba dibujada en el escudo al pie de las lanzas eran su atuendo, que se completaba con una gorra coronada con una larga pluma.

Piquet hablaba en alta voz exhortando a cuanto hombre joven veía a alistarse en su banderín de enganche, para servir a su señor Baclar con las armas. Encarecía con las más asombrosas hipérboles la nobleza y bravura de su señor Baclar, la largueza con la que recompensaba a sus soldados y la justicia de las causas que defendían. Tenía cierta habilidad con las palabras y sabía evocar imágenes de aventuras y gloria en las mentes de quien le escuchaba, por eso, las familias con hijos en edad militar trataban de apartar a éstos del puesto de Piquet, temiendo que les sorbiera el seso con sus historias de aventuras, trapisondas, asaltos, combates, guerras y botines.

Pero Isolda no tenía quien le amparase y se quedó embobada oyendo las cosas que decía el heraldo. Naturalmente, había partes del discurso que a la muchacha se le escapaban y ni tan siquiera paraba en mientes, pero el aspecto general la fascinaba, pensó que quizá al fin había encontrado lo que buscaba.

Isolda se unió a la compañía de Baclar sin sospechar que se tratab de vulgares y viles merccenarios a quien se le daba un ardite los altos ideales de la andante caballería, una banda de zafios engreídos con pocas luces y escaso valor que se dedicaban a alquilar sus servicios a quien pagara unas míseras monedas.

La mayoría de los hombres de la compañía ni siquiera eran verdaderos soldados, mozos de cuadra, hijos de granjeros, aprendices de artesano escapados de los gremios e hijos perdidos de familias numerosas engrosaban las filas de la compañía del señor Baclar.

Los cabos y sargentos los encuadraban sin miramientos en pelotones y les proporcionaban una somera instrucción con lanza y escudo, no mejor de la que cualqueir milicia urbana o leva de campesinos. Tras las primeras semanas de instrucción básica, el furriel los llevaba a una tienda dónde guardaban la impedimenta, allí se armban con lanza, casco y escudo de las muchas y dispares piezas que allí tenían, siempre de segunda o tercera mano y siempre bastante deteriorados.

Nunca veían al Señor Baclar, que moraba en una ciudad cercana llamada Robleda dedicado a buscar contratos y vender sus servicios a quien fuera tan estúpido de comprarlos, sino que vivían sometidos a los caprichos del condestable Ariosto, que ostentaba el mando del campamento y respondía directamente ante Baclar. Era un hombre gordo, malhumorado y brutal, preso de sus vicios, pero trataba razonablemente bien a los reclutas, ya que eran la mercancía que su compañia vendía. Carecía del más elemental sentido de los valores militares, para él el honor era solo una palabra y lealtdad una necedad absurda, pero era inteligente y sabía organizar una patrulla o una escolta de caravanas con razonables garantías de seguridad. Era más un adminsitrador que un táctico y veía las capacidades que proporcionaban sus hombres más como un elemento disuasorio que como una auténtica herramienta de combate.

Piquet era agradable e inteligente y trataba a todos bien, pero muchos soldados le tenían cierta manía, ya que parecía moverse por el campamento sin obligaciones, no participaba en la instrucción ni los adiestramientos y sin embargo comía y cobraba como si fuera un oficial. Una vez a la semana, tenía que dar una clase a los reclutas sobre heráldica y sobre organización, pero casi nunca lo hacía, sino que perdía casi todo el tiempo de la teórica contando anécdotas graciosas. Aunque su trato personal era, como decíamos, agradable, nunca movía un dedo para ayudar a nadie.

El único auténtico guerrero de todo el campamento era un sargento viejo y medio ciego, que se encargaba de adiestrar en el uso de las armas a los reclutas más prometedores. Tenía por nombre Gamelin y era temido por todos los reclutas por la severidad de sus lecciones. En los entrenamientos era recio y se preocupaba mucho por que sus pupilos adquirieran las habilidades marciales que les permitieran sobrevivir en combate, pero esta es una tarea dura y exigente que sus alumnos apenas comprendían. Isolda en cambio disfrutaba entrenando con el viejo Gamelin. En efecto la muchacha, entrenada desde niña por su propio padre y animada de un noble espíritu combativo, le daba la réplica a Gamelin sin importar la dureza del esfuerzo ni los moratones que se ganaba, hasta el punto de llegar a apreciar sinceramente al caduco y gastado mílite, único de entre todos los hombres de la compañía que parecía entender los fundamentos del Camino del Guerrero, el ideal de vida castrense que ella había visto desde niña en su padre.

El campamento se encontraba a unas pocas leguas de Robleda en una posición razonablemente fácil de defender, aunque no era una pieza maestra del arte de la castramentación. Tenía una plaza de armas espaciosa en el centro y dos calles principales perpendiculares que lo recorrían de norte a sut y de este a oeste. El perímetro exterior era cuadrado y estaba protegido por un terraplén de tierra rodeado de un foso no muy profundo. En cada una de las esquinas se alzaba una pequeña atalaya donde montaban guardia los mercenarios sin mucha diligencia. Las tiendas de los soldados estaban plantadas sin mucho orden dentro del recinto y entre las calles principales.