Partida Rol por web

Llorando Pecados

Testamento

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25/10/2009, 14:03
Margarett Heisell

Margarett se permitió una media sonrisa ante la rebelde declaración de Lord Duff acerca de la fiesta organizada con motivo de la muerte de su tío, algo más propio de una mentalidad adolescente que de la de un caballero adulto. La expresión de su rostro, similar a la de un niño al que hubieran pillado con las manos en un pastel de jengibre aún caliente, no hacía sino corroborar tal impresión. Sin duda, una reacción no demasiado madura, aunque perfectamente comprensible a la luz del odio que se le había cultivado durante años y que el cuarto Conde de Fife se había granjeado a pulso. Y no, no iba a escandalizarse por algo tan mundano.

Pero Margarett Heisell analizaba a Lord Duff con espíritu crítico mientras le escuchaba. En sus palabras, gestos y donaire, poco o nada podía percibirse de la apocada personalidad de su progenitor, el difunto Alexander Duff. Sin duda, por sus venas corría la apasionada sangre de los pictos que, hacía centurias, habían colonizado las tierras de Fife. La misma sangre de James. Y, tal vez, su misma inicua y retorcida inteligencia, pensó al escuchar su última reflexión.

- Sir James Duff, ¿vivo? – replicó -. Permitidme deciros que dicha afirmación es un sinsentido – el tono de voz de la mujer se había vuelto duro, frío, cortante -. Y una broma de pésimo gusto. Por no añadir que, de ser verdad, resultaría terrible.   

Margarett calló. Nada había tan peligroso como la sospecha que germina en terreno abonado y ella lo sabía. Pero el mal ya estaba hecho y su mente empezó a trabajar, febrilmente, en la línea que el caballero había marcado. El propio Alexander acababa de señalarle que no le había sido comunicada la muerte de su tío, algo a todas luces absurdo y carente de sentido en razón de su relación sanguínea, razón por la cual no había acudido a su sepelio. Cierto era que ambos habían recibido la citación a la lectura del testamento, y que en buena lógica tal cosa no sería factible si antes no hubiera un cadáver. El de Sir James para ser más exactos. Que Alexander no hubiera sido invitado a las exequias, podía deberse a un postrer deseo del finado. Sin embargo, la idea ya se había aferrado a ella y envenenaba su mente. ¿No era igualmente cierto que la muerte del Conde de Fife hubiera constituido un verdadero revulsivo social, objeto de titulares en la prensa, corrillos en la calle y conversaciones en todos los niveles sociales? Y nada de ello había ocurrido. ¿Por qué?

- Está bien, Lord Duff, acepto vuestra invitación. Juguemos con vuestro siniestro rompecabezas detectivesco. Nos servirá para distraer lo que nos queda de recorrido – dijo luciendo una extraña sonrisa -. Aunque debéis reconocer que es un divertimento… peligroso por sus connotaciones. Partamos del presupuesto según el cual vuestro tío no hubiera fallecido. Una realidad que lamentaríamos, todo sea dicho de paso, pues la justicia divina a la que ambos aspiramos no habría tenido lugar. Aunque he de reconocer que una pantomima tan grotesca y cruel se ajusta perfectamente a la enferma y sádica personalidad de James. Para ello me basaría en que el óbito no solo no os fue comunicado, sino que la prensa ni siquiera se ha hecho eco de lo que constituiría una notable pérdida para Escocia – dijo con notable cinismo -. Claro que una representación de este tipo, no puede hacerse sin ayuda. El más evidente colaborador resultaría ser Charles Buchanan, el abogado personal de James y quizá la única presencia constante en su vida – añadió reflexiva -. Él es quien me ha citado y quien me ha proporcionado los medios para acudir una vez más a WetStones. E imagino que ha hecho lo propio con vos. Aunque en justicia, tan solo cuento con una carta que bien podría haber sido escrita y enviada por cualquier otro bajo su nombre. Charles Buchanan siempre se mostró amable conmigo y me pareció un buen hombre, razón por la cual me costaría verle involucrado, aunque también hay algo que me queda claro. La lealtad de Buchanan siempre fue para con James Duff.  Por lo tanto, asumiendo esta realidad, nos encontraríamos con una cruel parodia organizada por vuestro tío y en la que su abogado representaría el papel de títere. Ahora bien, ¿con qué objeto? Mucho me temo que, sin más datos, soy incapaz  de ir más allá. 

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25/10/2009, 15:00
Bruce Keenan

Bruce asintió algo turbado tras el rodeo del sr.Murray para hacer referencia al paisaje y al trayecto en sí en lugar de a su pregunta, la cuál había esquivado sin dar detalle alguno. Parecía dejar claro que el propio joven no era el único que tenía un destino poco deseado así que tampoco insistió, pues hubiera sido de mala educación y tampoco era de su incumbencia. Desde luego tenía muy mala suerte, de todos los pasajeros debía tocarle uno de los pocos no dispuestos a la charla trivial.

-Conozco bastante bien mi tierra y las Highlands sin duda tienen un encanto singular... pero no me traen demasiados b-buenos recuerdos- observó la ventana para contemplar el extenso y verde paisaje que se habría ante ellos. Maravilloso, y a la vez catastrófico, pues le llevaba a la memoria encuentros que en realidad no deseaba recordar. Si asistía a aquel lugar era para conseguir, definitivamente, enterrarlo todo en un agujero oscuro que no pudiera abrirse nunca jamás y fuera olvidado.

Dejó el libro cuidadosamente junto a él y apoyó las manos en sus rodillas, moviendo ligeramente los dedos.
-No estoy muy s-seguro de poder describirlo con tanta facilidad- admitió tomándose unos segundos antes de decirse a proseguir -Lo cierto es que he sido convocado para la l-lectura de una herenc-cia que espero solucionar lo más p-pronto posib-ble- el aumento repentino de su tartamudeo dejó más que claro que era precisamente ese asunto el que provocaba su incertidumbre y además la afirmación fue acompañada de un aumento en el movimiento de sus dedos.

-¿Tiene la menor idea de cuánto podría durar el viaje?- preguntó en un intento de cambiar nuevamente el rumbo de la conversación, llevándose la mano al bolsillo de su chaleco para extraer un reloj algo desgastado y desde luego muy sencillo pero que siempre había funcionado a la perfección.

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25/10/2009, 15:31
Alexander Duff

Alexander escuchaba con creciente interés a aquella mujer. Su inteligencia y capacidad de deducción era sorprendente, brillante.

Su bastón golpeaba suavementeen el suelo de madera mientras atendía a Margarett.
Le hubiera gustado que aquella mujer se riera amablemente de su hipótesis, que le dijera cuan alocada era dicha posibilidad.
Pero sus divagaciones no habían hecho más que afirmar y dar fuerza a la idea de Alexander. Y eso no era bueno.
Para ninguno de los dos.

Los golpecitos de bastón, casi inaudibles, cesaron al momento de acabar de hablar Margarett.

Att. Sr. Alexander Duff
Estimado señor,
Por la presente solicito su asistencia a la lectura del testamento de Sir James Duff, cuarto Conde de Fife, el cual según su propia voluntad tendrá lugar en WetStones, su mansión en Loch Lommond, el día 9 de Marzo del presente.
Como su albacea y su representante legal, le ruego encarecidamente que acuda a dicho acto.
Para facilitarle que así sea, le hago llegar un billete de tren con destino a la estación de Balloch, para el primer tren de la mañana que saldrá de Edimburgo el día 9 de marzo. En dicha localidad lo estará esperando un carruaje del Conde que le llevará hasta WetStones.
Esperando verlo pronto, reciba usted un cordial saludo.
Su servidor, Charles Buchanan, abogado y testamentario del Conde de Fife.

Conrad & Buchanan abogados.

Alexander le recitó de memoria, con una total ausencia de tonalidad en la voz, de expresión en la cara, aquella carta.

La leí tantas veces que creo que desgasté la tinta con mis ojos. En estos momentos estoy de acuerdo con todas sus observaciones. Su abogado siempre me ha parecido una buena persona, pero seguramente si lo analizamos detenidamente incluso eso puede quedar en entredicho. Mi tio durante toda su vida habrá realizado acciones totalmente deleznables en todos los aspectos de su vida. Entre ellos el jurídico. Estoy seguro de que como abogado habrá tenido que defenderle, aconsejarle y encubrirle en causas realmente terribles. Y eso día tras día, año tras año. Si alguna vez Charles Buchanan fué bueno, en algún momento dejó de serlo al lado de mi tio. Nada noble y honrado sobrevive a su lado.

Observó durante un momento a Margarett, sin añadir nada más a esa frase. ¿Quién iba a saberlo mejor que ella?. Si alguién sacó algo decente y bueno de su tio fue Margarett, y seguramente esa fue la razón por la que se deshizo de ella. El demonio no puede encapricharse de un angel, y menos de uno al que no solo no logre corromper, sino que sea el quién consigue sacar luz de donde solo deberían haber sombras.

Como bien dice, apenas tenemos datos y ese es, por ahora, nuestra pista principal. No ha habido ni un sola noticia sobre su fallecimiento por lo que en estos momentos mi tio solo está muerto para los que hemos recibido esa carta.

Por sus ventanillas empezó a circular a toda velocidad una ciudad, que desapareció al instante como si jamás hubiese existido.

En verdad esto no nos lleva a ninguna parte, salvo a amenizar el viaje. Creo que hasta que no lleguemos a nuestro destino y lean ese testamento poco más podremos averiguar sobre este asunto. Quién sabe, ojalá como usted dice mi tio haya querido remendar todos sus errores e injusticias con su última voluntad.

¿Por que le costaba tanto creer aquello?

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25/10/2009, 16:18
Margarett Heisell

- El destino nos lo dirá - afirmó Margarett con un leve encogimiento de hombros -. No negaré que todo este ejercicio de paranoia ha resultado divertido. A la par que inquietante. Pero ciñámonos a la realidad, Lord Duff, aunque solo sea por devolver algo de paz a nuestros atormentados espíritus. Reconozcamos que vuestro tío ha dejado una huella indeleble en nosotros, una marca infernal de la que es posible jamás lleguemos a  deshacernos, mal que nos pese, y que nos hace temerle incluso más allá de la muerte - dijo al tiempo que sacaba de su bolso de viaje un pequeño pañuelo de encaje de Chantilly y un frasquito de Agua de Lavanda -. Y la realidad a la que hacía mención no es otra que Charles Buchanan es el albacea de Sir James Duff, el encargado de ejecutar su herencia, lo cual solo es posible tras la muerte del testador - afirmó refrescándose las muñecas y la nuca con el pañuelito previamente empapado -. O mucho han cambiado las leyes en nuestra amada Escocia. Y no olvidemos que en la ejecución de la misma, el albacea ha de seguir las instrucciones que se le hayan dejado, lo cual pasaría por mantener en secreto, y durante un tiempo, el fallecimiento del cuarto Conde de Fife si así se hubiera estipulado. ¿Por qué? Quizá hasta que se haya clarificado quién será el receptor de su legado. Tal vez, querido Lord Duff, la última voluntad de vuestro tío no sea otra que la de enfrentarnos a los posibles beneficiarios de la herencia. Sería también una estrategia muy propia de él y que, sin duda, le reportaría buenos momentos que lo aliviarían del tormento eterno al que su alma está condenada - señaló de un modo casual -. Lo cual me lleva a pensar que esta no será una reunión limitada a nuestras dos personas. No, querido Lord Duff, de buen seguro que WetStones acogerá a más gentes. Y ante tal eventualidad, contar con un aliado puede resultar... ventajoso - dijo mirando por la ventana antes de volverse hacia el caballero y clavar sus ojos en él -. ¿No lo creéis así? 

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25/10/2009, 17:50
Allan Murray

La incomodidad no pasó desapercibida para Allan, quien se sintió turbado por haber permitido que volviera a renacer. Contempló al joven frente a él por unos segundos, en la expectativa de que su observación le permitiera no volver a equivocarse. Al fin de cuentas, el camino al infierno siempre estaba pavimentado de buenas intenciones. Su gesto se relajó visiblemente cuando Bruce miró al reloj y lanzó entre ellos una nueva pregunta trivial. Pareció hasta complacido por el cambio de conversación, lo que al joven escocés no se le pudo pasar por alto. Lo que Bruce no podía saber era si el motivo del cambio era no seguir escarbando en aquellos temas que ninguno parecía querer tocar, o por el simple hecho de que el joven había relajado el nerviosismo.

- No, disculpe, no lo sé - respondió Allan, llevando la mano a su bolsillo y extrayendo por segunda vez su reloj. Lo contempló un momento, mientras las agujas avanzaban hacia su destino, imparables. El tiempo, al igual que la distancia, era siempre inexorable - Pero el tren va a buena velocidad... Al menos, eso creo. No parece que vaya a tener una parada imprevista, como suele suceder - se acomodó en su asiento, y miró a Bruce, con una leve sonrisa - Hace unos cuantos años, en Liverpool teníamos un par de problemas con los rieles que comunicaban con Londres, y todo el tiempo las locomotoras se varaban a un par de kilómetros al sur de la estación central. Traía grandes dolores de cabeza a los pasajeros, pero a los comerciantes les encantaba. No vendían tantos refrigerios desde 1790. ¿Conoce Inglaterra, señor Keenan?

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25/10/2009, 18:58
Alexander Duff

Alexander sonrió mientras volvía a apoyar su espalda en la butaca.
Con una de las piernas cruzada por encima de la otra mientras sujetaba firmemente su bastón -rematado este con una pequeña cabeza de león plateada- Alexander parecía un emperador romano en su trono. Aunque más que sus gestos y su porte era su mirada. Una mirada casi abrasante de intensidad de la cual su jovial sonrisa solo una mera comparsa, relegada por el poder de aquellos cuasi ígneos ojos que se posaron en su interlocutora.

De eso, mi querida Margarett, no me cabe ni la menor duda.
Tras sus palabras levantó su mano libre hacia ella, en señal de un invisible brindis que sellara aquellas palabras.

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26/10/2009, 08:37
Director

Localizado apenas a unas veinte millas al norte de la emergente Glasgow, Balloch resultaba humillada en comparación con la gran urbe. Un pequeño pueblecito que se había sumado a los vientos calientes del progreso y había experimentado un aumento importante de población en los últimos años. Su situación privilegiada, acunado en el extremo meridional del resplandeciente Loch Lommond, lo había convertido en puerta preferente de acceso a las Highlands y todo el norte de Escocia.

Era aún temprano cuando el tren hizo su entrada en la estación de Balloch, un edificio moderno, de construcción reciente, que se había inaugurado apenas siete años antes. Tanto su edificación como el despliegue de las vías del ferrocarril hasta esta localidad habían sido financiados por el Conde de Fife. Una más de sus muestras públicas de generosidad, una muesca más en su falsa máscara.

Cuando el silbato del tren resonó en la estación y el revisor anunció a voz en grito la localidad de Balloch, ambos experimentaron un sobresalto de asombro. Tan metidos habían estado en la conversación que no habían sido consciente del transcurrir del tiempo. Tomaron sus maletas y bajaron al andén de piedra. Les sorprendió comprobar el gran número de pasajeros que se apeaban del tren en una población como aquella.

Mientras atravesaban el edificio en dirección a la calle pudieron reconocer sin ninguna dificultad a través de los ventanales los dos carruajes del Conde de Fife, fácilmente identificables por su tonalidad oscura y el escudo del noble tallado sobre las puertas de los mismos. La lluvia arreciaba y un buen número de personas se habían agolpado a la salida de la estación a la espera de un momento mejor para abordar la calle.

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26/10/2009, 09:38
Director

Entre aquella pequeña multitud Margarett logró localizar a uno de los cocheros del Conde, Edwin, un hombre educado y reservado que ya servía al noble por el tiempo en el que vivía con él. ¡En cuantas ocasiones había utilizado ella aquellos mismos carruajes! Junto a Edwin había un muchacho, un joven que vestía su mismo uniforme y que con toda seguridad sería el segundo cochero.

A su alrededor se congregaban un grupo de personas de entre las cuales Margarett tan sólo reconoció a una: ¡Eminé Leary!, la joven hija del embajador turco por la cual James la abandonó y con la que poco después contraería matrimonio. Su presencia provocó una breve conmoción en Margarett. ¿Qué hacía ella allí? Aunque, si lo pensaba detenidamente, resultaba hasta lógico.

Margarett repasó mentalmente lo que había oído de ella durante los años posteriores a su marcha. Por lo que sabía el Conde se cansó pronto de la muchacha, apenas unos meses después, y la relegó a una vida de abandono y soledad en alguna de sus muchas mansiones. Así pasó diez años de anodina existencia, hasta que cierto día fue acusada de adulterio y así Sir James Duff logró la anulación del matrimonio. Nada había vuelto a saber de ella desde entonces.

Tres hombres completaban el grupo.

El primero de ellos era un caballero ya de cierta edad, cuyos ropajes no conseguían ocultar los apuros económicos por los que debía estar pasando.

El segundo era un muchacho de clase baja pero que le resultaba vagamente familiar. Margarett no tenía demasiadas amistades entre la clase obrera, entonces, ¿Cómo podía ser aquello posible? Vestía un traje que trataba de ocultar su origen humilde, pero que no lograba engañar a los sagaces ojos de la mujer. Sus rasgos, sin embargo, tenían un aire de aristocracia que no le pasó desapercibido.
¡Le recordaba a alguien!
Lo miró unos instantes intrigada, dando vueltas en su cabeza al origen de aquella sensación hasta que, de pronto, cayó en la cuenta. ¡Era una imagen casi idéntica de Sir James Duff, Conde de Fife, pero con cincuenta años menos!

El tercer hombre, situado a su lado, era el mejor vestido con diferencia. Su aspecto irradiaba posición y dinero. Sus ropajes eran de excelente calidad, no obstante su pose y sus ademanes revelaban que no se trataba de un noble, quizás un empresario afortunado.

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26/10/2009, 09:39
Director

Entre aquella pequeña multitud Alexander logró localizar a uno de los cocheros del Conde, Edwin, un hombre educado y reservado que servía a su tío desde hacía muchos años. Junto a Edwin había un muchacho, un joven que vestía su mismo uniforme y que con toda seguridad sería el segundo cochero.

A su alrededor se congregaban un grupo de personas de entre las cuales Alexander tan sólo reconoció a una: ¡Eminé Leary!, la joven hija de un embajador turco por la cual James abandonó a Margarett y con la que poco después contraería matrimonio. Alexander notó que su presencia provocó una breve conmoción en Margarett. ¿Qué hacía ella allí? Aunque, si lo pensaba detenidamente, resultaba hasta lógico.

Alexander repasó mentalmente lo que había oído de ella durante los años posteriores a su marcha. Por lo que sabía el Conde se cansó pronto de la muchacha, apenas unos meses después, y la relegó a una vida de abandono y soledad en alguna de sus muchas mansiones. Así pasó diez años de anodina existencia, hasta que cierto día fue acusada de adulterio y así Sir James Duff logró la anulación del matrimonio. Nada había vuelto a saber de ella desde entonces.

Tres hombres completaban el grupo.

El primero de ellos era un caballero ya de cierta edad, cuyos ropajes no conseguían ocultar los apuros económicos por los que debía estar pasando. Alexander tenía la sensación de conocerle. Muy atrás en el tiempo. Hizo un esfuerzo que su memoria recompensó al poco. No recordaba su nombre, pero sí su rostro. Era un economista que se asoció con Sir James Duff para crear una entidad bancaria en Stirling. En poco tiempo ésta se convirtió en la empresa más rentable de la zona y el Conde se las apañó para librarse de él con una jugarreta legal. Se quedó con todo y lo dejó en la ruina.

El segundo era un muchacho de clase baja pero que le resultaba vagamente familiar. Alexander no tenía demasiadas amistades entre la clase obrera, entonces, ¿Cómo podía ser aquello posible? Vestía un traje que trataba de ocultar su origen humilde, pero que no lograba engañar a los sagaces ojos del noble. Sus rasgos, sin embargo, tenían un aire de aristocracia que no le pasó desapercibido.
¡Le recordaba a alguien!
Lo miró unos instantes intrigado, dando vueltas en su cabeza al origen de aquella sensación hasta que, de pronto, cayó en la cuenta. ¡Era una imagen casi idéntica de Sir James Duff, Conde de Fife, pero con cincuenta años menos! Alexander se sorprendió tanto que casi estuvo a punto de detener su caminar. ¿Era posible? ¿Podría aquel muchacho ser realmente su hijo? ¿Un hijo no reconocido? Si eso fuese verdad, su derecho al título de Fife se vería claramente amenazado.

El tercer hombre, situado a su lado, era el mejor vestido con diferencia. Su aspecto irradiaba posición y dinero. Sus ropajes eran de excelente calidad, no obstante su pose y sus ademanes revelaban que no se trataba de un noble, quizás un empresario afortunado.

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26/10/2009, 09:40
Director

Entre aquella pequeña multitud Bruce logró localizar a los cocheros del Conde. Uno de ellos era un hombre de cierta edad y el otro un muchacho, un joven que vestía su mismo uniforme, y que con toda seguridad sería el segundo cochero.

A su alrededor se congregaban un grupo de personas de entre las cuales Bruce no logró reconocer a ninguna. Se trataban de dos mujeres y dos hombres.

La primera de ellas era una mujer mayor, rondaba ya los setenta. A pesar de ello aún conservaba una buena porción de lo que en un día fue una extraordinaria belleza. Su porte y su elegancia resultaban incomparables, así como la dureza de su mirada.

La segunda era una mujer mucho más joven que apenas había superado la treintena. En cuanto la vio le resultó muy difícil apartar la mirada de ella. Era una de las mujeres más excitantes que Bruce había visto en su vida. El tono moreno de su piel la distinguía de entre la multitud y la marcaba como extranjera. Sus ojos negros, en competición con su pelo, sus rasgos delicados… el muchacho tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por girar la cabeza en otra dirección.

El primero de los hombres era un caballero ya de cierta edad, cuyos ropajes no conseguían ocultar los apuros económicos por los que debía estar pasando. El segundo, sin embargo, mostraba toda la opulencia y la elegancia de un noble orgulloso de sí mismo. Era poco mayor que Bruce pero la vida lo había situado en un mundo muy diferente al suyo. Poseía aquella mirada característica de quienes pensaban que el mundo les pertenecía.

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26/10/2009, 09:40
Director

Entre aquella pequeña multitud William logró localizar a los cocheros del Conde. Uno de ellos era un hombre de cierta edad y el otro un muchacho, un joven que vestía su mismo uniforme, y que con toda seguridad sería el segundo cochero.

A su alrededor se congregaban un grupo de personas de entre las cuales William no logró reconocer a ninguna. Se trataba de una mujer y tres hombres.

Ella era una mujer mayor, rondaba ya los setenta. A pesar de ello aún conservaba una buena porción de lo que en un día fue una extraordinaria belleza. Su porte y su elegancia resultaban incomparables, así como la dureza de su mirada.

El primero de los hombres era un muchacho de clase baja pero que le resultaba vagamente familiar. William era muy bueno con las caras y sabía que en ésta había algo especial. Vestía un traje que trataba de ocultar su origen humilde, pero que no lograba engañar a los sagaces ojos del economista. Sus rasgos, sin embargo, tenían un aire de aristocracia que no le pasó desapercibido.
¡Le recordaba a alguien!
Lo miró unos instantes intrigado, dando vueltas en su cabeza al origen de aquella sensación hasta que, de pronto, cayó en la cuenta. ¡Era una imagen casi idéntica de Sir James Duff, Conde de Fife, pero con cincuenta años menos!

El segundo hombre, situado a su lado, mostraba un aspecto muy refinado. Sus ropas irradiaban posición y dinero, eran de excelente calidad, no obstante su pose y sus ademanes revelaban que no se trataba de un noble, quizás un empresario afortunado.

El tercer hombre sí que llevaba escrita en la frente la palabra nobleza. Mostraba toda la opulencia y la elegancia de un aristócrata orgulloso de sí mismo. Era un poco más joven que él, pero la vida lo había situado en un mundo muy diferente al suyo. Poseía aquella mirada característica de quienes pensaban que el mundo les pertenecía.

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26/10/2009, 09:42
Director

Entre aquella pequeña multitud Eminé logró localizar a uno de los cocheros del Conde, Edwin, un hombre educado y reservado que ya servía al noble por el tiempo en el que ella era la Condesa de Fife. ¡En cuantas ocasiones había utilizado ella aquellos mismos carruajes! Junto a Edwin había un muchacho, un joven que vestía su mismo uniforme y que con toda seguridad sería el segundo cochero.

A su alrededor se congregaban un grupo de personas de entre las cuales Eminé tan sólo reconoció a una: Alexander Duff, sobrino del Conde de Fife. Era un hombre aproximadamente de su misma edad, que mostraba toda la opulencia y la elegancia de un aristócrata orgulloso de sí mismo. Eminé sabía que era un espíritu ambicioso y que no ocultaba sus intenciones de convertirse en el quinto Conde de Fife. Hijo del hermano menor de Sir James Duff, también de nombre Alexander, desde siempre ha culpado a su tío por la muerte de su padre y su odio hacia él es bien notorio.

¿Sólo conocía a una persona de entre los allí presentes? Eminé se quedó mirando a una mujer mayor, que debía rondar ya los setenta. . A pesar de ello aún conservaba una buena porción de lo que en un día fue una extraordinaria belleza. Su porte y su elegancia resultaban incomparables, así como la dureza de su mirada. Su rostro… ¡Imposible! ¿Podría ser ella? Sabía que el Conde había tenido una amante con la que compartió casi treinta años de su vida, lo que suponían veintinueve más de los que le dedicó a ella. En una ocasión encontró en la mansión un retrato de esa mujer, Margarett se llamaba. Ahora, mirando a la señora que se encontraba frente a ella con detenimiento no le quedaron dudas. ¡Tenía que ser ella!

Su presencia provocó una breve conmoción en Eminé. ¿Qué hacía ella allí? Aunque, si lo pensaba detenidamente, resultaba hasta lógico.

Otros dos hombres completaban el grupo.

El primero de ellos era un muchacho de clase baja pero que le resultaba vagamente familiar. Eminé no tenía demasiadas amistades entre la clase obrera, entonces, ¿Cómo podía ser aquello posible? Vestía un traje que trataba de ocultar su origen humilde, pero que no lograba engañar a los sagaces ojos de la mujer. Sus rasgos, sin embargo, tenían un aire de aristocracia que no le pasó desapercibido.
¡Le recordaba a alguien!
Lo miró unos instantes intrigada, dando vueltas en su cabeza al origen de aquella sensación hasta que, de pronto, cayó en la cuenta. ¡Era una imagen casi idéntica de Sir James Duff, Conde de Fife, pero con cincuenta años menos!

El segundo hombre, situado a su lado, era el mejor vestido con diferencia. Su aspecto irradiaba posición y dinero. Sus ropajes eran de excelente calidad, no obstante su pose y sus ademanes revelaban que no se trataba de un noble, quizás un empresario afortunado.

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26/10/2009, 09:42
Director

Entre aquella pequeña multitud Allan logró localizar a los cocheros del Conde. Uno de ellos era un hombre de cierta edad y el otro un muchacho, un joven que vestía su mismo uniforme, y que con toda seguridad sería el segundo cochero.

A su alrededor se congregaban un grupo de personas de entre las cuales Allan no logró reconocer a ninguna. Se trataban de dos mujeres y dos hombres.

La primera de ellas era una mujer mayor, rondaba ya los setenta. A pesar de ello aún conservaba una buena porción de lo que en un día fue una extraordinaria belleza. Su porte y su elegancia resultaban incomparables, así como la dureza de su mirada.

La segunda era una mujer mucho más joven que apenas había superado la treintena. En cuanto la vio le resultó muy difícil apartar la mirada de ella. Era una de las mujeres más excitantes que Allan había visto en su vida. El tono moreno de su piel la distinguía de entre la multitud y la marcaba como extranjera. Sus ojos negros, en competición con su pelo, sus rasgos delicados… el inspector tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por girar la cabeza en otra dirección.

El primero de los hombres era un caballero ya de cierta edad, cuyos ropajes no conseguían ocultar los apuros económicos por los que debía estar pasando. El segundo, sin embargo, mostraba toda la opulencia y la elegancia de un noble orgulloso de sí mismo. Era aproximadamente de la misma edad del inspector y poseía aquella mirada característica de quienes pensaban que el mundo les pertenecía.

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26/10/2009, 14:53
Margarett Heisell

El imaginario brindis de Lord Alexander Duff fue correspondido con una sonrisa y un guiño cómplice de Margarett Heisell, que se vio súbitamente sobresaltada por el inesperado silbato del tren y los gritos del revisor anunciado su llegada a la estación de Balloch.

- Parece que hemos llegado. Puntuales como corresponde – dijo con satisfacción, mirando la hora en su relojito de cadena.

Escasos minutos después, ambos se hallaban en el andén de piedra, en medio de una sorpresiva barahúnda de gentes que parecían haber elegido aquella localidad como destino. Margarett hizo un imperioso gesto, interceptando a uno de los mozos de estación para que se hiciera cargo del traslado de su equipaje y tomando del brazo a Lord Alexander inició, en silencio, la marcha hacia la salida donde, sin duda, debería estar esperando el carruaje prometido por Charles Buchanan y que los trasladaría a WetStones, extremo este que pronto pudo confirmar al distinguir el escudo de la casa de Fife, no en uno sino en dos coches, así como la presencia de alguien a quien conocía muy bien, Edwin, el cochero de Sir James. Su presencia provocó en Margarett una agradable y cálida sensación de familiaridad, como si el tiempo no hubiera transcurrido y los últimos veinte años de exilio, amargura y soledad jamás los hubiera sufrido. Sin embargo, la sensación duró tan solo unos pocos segundos, los que tardó en distinguir entre la multitud agolpada a Eminé Leary. La mano que descansaba en el brazo de Lord Duff se cerró en una presa involuntaria y su rostro reflejó las emociones que la embargaron durante un breve instante, antes de cubrirse con una máscara de frialdad. Dolor, odio y desprecio. Que la supiera tan víctima como ella de los excesos y veleidades de su antiguo amante no lograrían jamás mitigar sus emociones.

Su mirada recorrió entonces al resto del grupo que se concentraba junto a los carruajes. Tres hombres desconocidos, a los que analizó detallada y rápidamente. Un caballero venido a menos, un burgués adinerado y aquel joven que, a pesar de todo, le resultaba vagamente familiar y cuya identidad pugnaba por asomar entre los recuerdos de Margarett, hasta finalmente lograrlo. La boca de Margarett se abrió en una muda mueca de asombro ante la revelación experimentada.

- Querido Lord Duff, parece que finalmente seremos multitud en WetStones, tal y como sospechaba. Una reunión con todos los visos de convertirse en tumultuosa, como sin duda deseaba vuestro difunto tío. Nada con lo que ambos no podamos bregar – añadió con total serenidad, soltando el brazo del caballero -. ¿Vamos? – dijo enfilando sus pasos hacia los carruajes.

 

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26/10/2009, 14:56
Margarett Heisell

Margarett se dirigió resuelta hacia el viejo cochero al que sonrió con calidez.

- Edwin, me alegra verle de nuevo a pesar de las circunstancias. Ha pasado tanto tiempo y, sin embargo, sigue usted igual. Alguna arruga más, pero el tiempo ha sido benigno con usted, algo que no todos podemos decir. ¡Mozo! Deje aquí el equipaje y haga un favor a una mujer ya mayor. Tome este dinero – dijo dándole unas monedas – y tráigame la prensa de hoy. Si se muestra rápido, se ganará un penique.

Margarett contempló, una vez más, el pequeño grupo arremolinado junto a los carruajes. No le cupo duda de que todos ellos habían sido citados, al igual que ella, por el albacea de Sir James y que todos tenían WetStones por destino final. Ya habría tiempo para las conversaciones, pero una presentación se hacía perentoria.

- Caballeros – dijo -, permitan que me presente. Soy Lady Margarett Heisell. Si no me equivoco, a todos nos aguarda WetStones, un lugar seco y cuyos salones serán el perfecto marco para mantener una conversación, a diferencia de esta estación bajo la lluvia. Señorita Leary. Nosotras ya tenemos el dudoso placer de conocernos. Sobran las presentaciones – dijo con tono cortante -. Edwin, ¿tendría la amabilidad de ayudarme a subir? – pidió dirigiéndose al primer carruaje.

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26/10/2009, 15:20
William McDonald

William no pudo evitar un respingo cuando el enérgico silbato del tren restalló en fuerza a su alrededor, anunciando, con un instante de anterioridad, lo que el revisor no tardó en gritar, la llegada a su destino, Balloch. Sorprendido de la celeridad con la que había transcurrido el tiempo desde que entablara conversación con Eminé, sonrió ligeramente, y de forma educada y caballerosa, cualidades que había pulido cuando su trabajo le llevó a integrarse en la alta sociedad, alargó una mano para tendérsela a aquella dama, dispuesto para ayudarla a levantarse de aquellos asientos que habían sido testigos de su encuentro. En silencio, pues no era capaz de encontrar palabras para paliar el alboroto, tanto del tren como de su cabeza, asió su bastón con la mano izquierda, y de forma serena, se abrió camino entre la gente, brindando de esa forma una ruta tranquila y despejada para su acompañante. Una vez en las estrechas escaleras que descendían del veloz vehículo, descendió los peldaños cuidadosamente, y se aseguró, una vez en el andén, de tender solícitamente su mano diestra para que la señora Leary se hiciera cargo de ella en su descenso.

Lejos de preocuparse por otra cosa que no fuera él y aquella mujer, William encaminó sus pasos hacia la salida del edificio, y dispuesto a no molestar a Eminé con ningún tipo de palabra o comentario, pues seguramente ella estaba en aquellos momento tan tensa y nerviosa como él, siendo el silencio, quizás, su mayor aliado para el sinfín de sensaciones que lo embargaban, tan solo osó alzar una de sus manos para señalar, para indicar, los dos carruajes enviados por el Conde Fife. Ambos, presididos por el emblema de aquel hombre, esperaban al otro lado de aquel moderno edificio, el cual, de momento, les protegía del aguacero que se evidenciaba a través de los ventanales.

De nuevo ahogadas sus palabras y sus preguntas, y con la mirada prendida en la gente reunida alrededor de los carruajes y los dos cocheros encargados de conducirlos, William centró su examen en los desconocidos, aún a cubierto de aquellos tres hombres y la mujer que les acompañaba, y que seguramente habían sido citados para lo mismo que él y Eminé Leary. Y su rostro, modelado por su creciente y densa barba, no pudo menos que acalorarse cuando su mente, irritada de alguna manera, apreció y vislumbró la semejanza que aquel joven tenia con el difunto hombre del cual se iba a llevar a cabo la lectura del testamento. Por un instante, por un largo segundo, sus rabia y su ira prendieron nuevamente, y mientras enfocaban a aquel joven James Duff, William se obligó a contenerse, a controlar aquellos sentimientos que lo incitaban y espoleaban a salir para enfrentarse al hombre que estaba acabando con su vida y la de su familia. Por fin, tras ese momento de inseguridad, tras esa brutal lucha consigo mismo y su frustración y dolor, la mirada del economista pareció relajarse, de nuevo viendo el rostro del que suponía era el hijo del Conde y no este propiamente dicho.

Así que ese bastardo ha tenido al menos un hijo… Solo espero que no haya heredado su ambición y su facilidad y amor por hacer el mal a cuantos le rodean. Maldita sea, este mundo ya a sufrido a un Duff y no se merece a otro!

Sin mencionar en voz alta su pensar al respecto, William inspiró una solo vez con fuerza, y acto seguido, alargó una de sus manos para abrir las puertas que los protegían de exterior, y rápidamente, de nuevo haciendo hala de sus modales, se echó a un lado para permitir que Eminé cruzará el umbral en primera posición.

Tras la mujer, se encaminó hacia aquel reducido grupo, por un lado aterrado por la cercanía del momento, por la llegada del posible fin o no de sus problemas, y por otro, anhelante de saber quienes eran esa personas que habían sido citados como él, y por que.

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26/10/2009, 15:21
William McDonald

Una vez entre aquellos allí reunidos, y sintiéndose un desconocido entre ellos, y al fin y al cabo lo era, William observó, de forma educada, a cada uno de los presente, saludándolos inicialmente con un leve gesto de cabeza, y lejos de desear presentarse el primero, se mantuvo callado mientras le tendía, a uno de los cocheros, él único equipaje que llevaba, su vieja y raída maleta. Entonces, la voz serena y amable de aquella mujer se alzó entre los presentes, rompiendo el ambiente de incertidumbre que el economista creía percibir.

Permítame. – articuló entonces, alargando una de sus manos para tomar la de mujer antes de que lo hiciera el tal Edwin, dispuesto a ayudarle el mismo mientras ambos cocheros se encargaban de las maletas. – Mi nombre es William McDonald, es un placer conocerla, Lady Margarett. – apuntó, antes de volverse al resto de presentes, una vez se hubo asegurado que aquella mujer había alcanzado su destino sin problema alguno. - Caballeros. - agregó, adelantando su mano libre, la diestra, para estrechar las suyas, pues la otra aferraba su bastón, fiel ayudante en su caminar a causa de la cojera de su pierna izquierda.

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26/10/2009, 15:03
Alexander Duff

Alexander caminaba con paso firme y señorial cogido del brazo de Margarett. El viento le reboloteaba la melena como si fuera el capitán de un barco en medio de una tormenta.
Con la mano libre manejaba un bastón con el que parecía marcar el paso.
Su porte y clase eran innegables. Su traje gris hecho a medida emitía suaves sonidos cuando caminaba, como los de la vela de un barco mecida por un suave viento.

Andaba charlando con Margarett y observando todo a su alrededor, aunque su mente iba analizando a todos los presentes. Para el momento en que se detuvo en frente de ellos y se presentó ya había ubicado a alguno de ellos.

Caballeros y señoritas, permitanme también que me presente. Soy Alexander Duff.

Cogió primero la mano de la señorita Eminé y se la besó con suavidad. Que agradable en este día tan triste ver una mujer tan bonita que lo ilumine con su belleza.

Acomodó su bastón bajo de su brazo y empezó a chocar las manos a los presentes.
Mucho gusto. Encantado.. Con su jovial sonrisa y su intensa mirada fué saludando a todos los presentes hasta llegar al más joven al que también saludó con efusibidad. Espero que a pesar de lo trágico de las circunstáncias tengamos una buena velada.

Una vez saludados todos espero a que se fueran presentando y subieran las dos damas, tras las cuales subiría él y se sentaría en frente de Margarett.

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26/10/2009, 19:51
Eminé Leary

El viaje en tren fue breve. Las pocas palabras con el caballero... ¿William? En aquel momento se dio cuenta Eminé de no recordar su apellido y tampoco habérselo preguntado. Qué descortés por su parte. Qué propio.

Agradeció la mano que hubo tendido el hombre para ayudarla. Hacía tiempo que no tomaba la mano de un hombre. Al menos tres meses desde que tuvo lugar la recepción del Duque de Edimburgo. Su señora madre la incitó a ir, lo que la incomodó pero finalmente cumplió. Desde aquel día había guardado reposo en su hogar dejándose ver solamente en ocasiones puntuales. Hasta la llegada de la carta. Hasta que la ira y el rencor nuevamente se abrireron lugar en su corazón.

- Es usted muy amable, caballero -respondió la mujer ante el gesto del hombre.

Tomó la mano con cuidado y se incorporó con delicadeza, colocándose el vuelo del vestido así como el recogido de su cabello. Miró con curiosidad a su alrededor, y satisfecha por no haber olvidado nada avanzó por el tren hasta bajar por él. Sus pensamientos en todo momento giraban en torno al Conde. No conseguía alejarse de ello, menos aún cuando al bajar del pasaje contempló los dos carros que tantas veces había usado. Nuevamente los recuerdos la golpearon de lleno. Al contrario que otras veces, en lugar de apesadumbrarse se limitó a levantar la vista, tomar aire profundamente y a avanzar acompañada del caballero.

Le agradó ver al cochero. Ya era mayor, pues habían pasado muchos años desde la última vez que lo vio. Edwin, ese era su nombre. Si para él habían pasado los años, para ella no había sido menos. Lo miró impasible consciente de su posición. Un agradable recuerdo entre nubes de tormenta.

Tras la primera sorpresa ante un segundo rostro conocido llegó la tercera; y la cuarta, pues otra mujer más la miraba de manera indiscreta. El primero era el caballero Duff. De sobra conocido en la región, pudo rememorar en su cabeza los breves encuentros que hubo con Alexander cuando visitaba las tierras del Conde. Aunque nunca lo dijo abiertamente, siempre consideró que aquellas tierras debían ser suyas, tarde o temprano. Pese a todo, de entre todos los que hubieron llegado, su presencia era la más lógica. La segunda persona, la mujer a la que Eminé reconoció rápidamente fue una completa sorpresa. No era debido a que no consideraba necesaria su presencia, pues creía que ni ella misma debía haber recibido la carta, si no por su edad. Pese a que sus ojos aun brillaban y su boca guardaba retazos de una belleza anterior, ya era mayor. Demasiado mayor. Debió morir, o ella le dio por muerta tiempo atrás. Quizá aquello solo hubo ocurrido en su mente, pero ocurrió.

Las otras dos personas sorprendieron en menor medida a Eminé. Uno de ellos parecía ser hijo del Conde. Hijo de otra mujer. El hijo que ella no le dio y que él se aseguró de no tener con ella. El hijo que jamás podría tener. Maldijo su imagen. Su figura allí presente. Maldijo cuanto pudo. Y sin embargo sonrió ante todos.

El último hombre apenas supuso una distracción para la mujer, que rápidamente lo observó, lo evaluó y descartó. No parecía de noble cuna. Una nueva sorpresa del Conde. Todo era una burla y un esperpento. Quiso sacarla de su hogar y su refugio para encontrarse con todos ellos. Quiso hacerle daño nuevamente.

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26/10/2009, 20:16
Eminé Leary

Eminé avanzó con cuidado cuando el caballero le permitió el paso. Sonreía ligeramente observándolos a cada uno, incluyendo a la mujer.

Inclinó ligeramente la cabeza hacia William agradeciéndole el gesto. Acto seguido, Alexander Duff tuvo la amabilidad de dedicarle unas hermosas palabras. Hermosas y vacías pues se las habían dicho similares en incontables ocasiones desde hacía años. Eminé era hermosa y ella lo sabía. Era lo único que no le pudo quitar el ya difunto Conde. El maldito Conde.

- Es usted muy amable, señor Duff -respondió con delicadeza-. Me alegra ver que el tiempo ha sido bondadoso con usted. Tiene un aspecto imponente.

Sonreía. Sonreía a cada palabra.

Cuando el señor Alexander terminó de presentarse y de besar su mano, Eminé la apartó rápidamente para unir ambas manos frente a ella.

- Yo también me alegro de veros, señora Margarett. Es sorprendente que una mujer de su edad siga con vida -dijo mordaz con una sonrisa en sus labios. Se giró para mirar al resto de presentes, a aquellos a quienes consideraba unos completos desconocidos. Clavó sus ojos fijamente en el hombre que tanto se parecía a su antiguo marido-. Mi nombre es Eminé Leary, hija de Hanna y Jack Leary. Tanto gusto.

Tragó saliva y continuó sonriendo ligeramente. Los labios le dolían y los ojos le picaban, pero se obligó a sonreír educadamente. Odiaba estar allí.