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Lo que el Ojo no ve

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13/10/2025, 21:30
Director

Los Rumores Iniciales

Al comenzar la aventura, cada personaje había escuchado ciertos rumores inquietantes:

  • Snorri se enteró de que han aumentado los problemas en la frontera este de la Marca, con tasas cada vez más elevadas y registros más duros para cruzarla.

  • Sturm escuchó a dos comerciantes comentar que el rey de los elfos ha ofrecido una recompensa por la cabeza del famoso ladrón Nic Seisdedos, quien aparentemente robó alguna posesión del monarca.

  • Varios comerciantes mencionaron que el barrio de las fulanas en Baldamar se ha vuelto peligroso, con la aparición de varias muertas.

Notas de juego

Trasfondos de personajes

El Elfo Sin Nombre 

Un hábil arquero élfico cuyo maestro, el elfo Garth, desapareció misteriosamente. En su casa destruida encontró una nota parcialmente quemada con el símbolo de un ojo atravesado por una daga y las palabras "Coger vivo... llevar a... tomar la ruta hacia Marvalar...". Ha llegado hasta aquí siguiendo el rastro de su mentor desaparecido.

Padre Matías 

Clérigo del Hacedor enviado desde Marvalar para investigar la situación en el Monasterio de Rocagrís. La hermana Nalha había escrito preocupada por las actitudes peligrosas del Prior Bigar, y los contactos semanales se habían perdido. Su misión es restablecer la normalidad en el monasterio si las sospechas resultan fundadas.

Snorri el Enano 

Joven enano de noble cuna que ha emprendido el "Kadath haddar" (Viaje del Descubrimiento), una tradición ancestral donde los jóvenes enanos salen de las montañas para vivir entre otras razas, descubrir el mundo y forjarse una reputación. Marvalar representa el inicio de su gran aventura.

Sturm el Paladín 

Noble paladín que sintió una llamada interior para proteger a los débiles y combatir la injusticia. Una extraña sensación de peligro lo ha guiado hasta aquí: percibe que un mal ancestral se extiende desde las profundidades del bosque y sabe que es su destino detenerlo.

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13/10/2025, 21:34
Director

PREVIOUSLY ON "Lo que el Ojo no ve":

La llegada del mensajero herido
La tarde huele a sal y hierro cuando el Portón Este de Marvalar se prepara para cerrar. Bajo la barbacana, el capitán sella licencias con el tedio de quien conoce cada grieta de la muralla. Entonces el cielo se quiebra con un relámpago y, a contraluz, asoma una nube de polvo: un caballo de tiro, desbocado, arrastra a su jinete como si el terror fuese una brida invisible. El pánico abre un pasillo humano a golpes de temor y vasijas rotas. La niña del cesto de frutas se suelta de la mano de su padre; la tragedia aprieta el paso.

El caballo alza los cascos, espumea; el niño, atado a la silla, sangra por un hombro. Las plumas negras en las flechas cuentan su origen: cuervos, grajos y tripa mal anudada, obra de trasgos. El veneno —setas que trastornan el juicio— ha vuelto loco al animal y al pequeño lo empuja al delirio. “La caravana… papá…”, farfulla Jadek antes de hundirse en fiebre.

El capitán, con la voz quebrada de quien manda porque debe, no porque puede, levanta a la gente del suelo: “A los caballos”. La tormenta cae como un telón.

El rescate de la caravana
El sendero se afila entre troncos resinosos, y con él se afila el miedo. Primero llega el traqueteo, luego los gritos, luego los ojos de los lobos como ascuas entre la niebla. Cuatro carretas abarrotadas de cuerpos flacos se abren paso a golpes de suerte y madera vieja. Tras ellas, la jauría: jinetes trasgo con disciplina de hierro, alternando andanadas de flechas alucinógenas con abordajes fulminantes. No son merodeadores: obedecen señales, se relevan, tantean flancos. Alguien los ha enseñado a ser ejército.

Aquí los héroes no planean, actúan. Galopan en paralelo a las ruedas, lanzan cuerdas, arrebatan riendas en el último latido. Salvan al auriga herido, desmontan al arquero más audaz, interceptan con su pecho la lanza que buscaba a un niño. A veces caen, se arrastran agarrados a un estribo, cortan a ciegas la correa para no morir bajo los radios. La lluvia vuelve la tierra una tinta gris donde cada zanja es una emboscada y cada salto un juramento contra la gravedad.

Los trasgos prueban los trucos del lobo: señuelos que se apartan del camino, curvas cerradas con arco preparado, una rama que hará saltar la tercera carreta para sembrar cuerpos por el suelo. Pero al borde del claro, la ciudad asoma como promesa de salvación. Un cuerno suena entre los árboles; los jinetes oscuros muerden su rabia y rompen la persecución. Detrás, quince almas agradecen con abrazos lo que la fuerza no alcanza a decir. 

Una oscura amenaza

Bajo la luz parpadeante de una estufa cansada uno de los rescatados se revela como el Burgomaestre de Castamir, Falkgard Kaveath —barba con rejas de cana, voz de alcalde y de padre— desgrana el mapa del horror. Primero fueron los asaltos de trasgos con estandartes de un ojo atravesado por una daga. Luego, la pesca desapareció del lago y el ganado comenzó a morir. Después, la gente: fiebre, mareos, alucinaciones, ceguera. Mientras tanto, el Prior Bigar desde el monasterio de Rocagrís levantó su púlpito en el hambre y llamó “pecado” a lo que la tierra llamaba “veneno”. 

Ante esta situación los héroes son reclutados para averiguar que esta ocurriendo.

Los misterios del Bosque Real
El Bosque Real ya no canta. Los pájaros callan antes del ulular del depredador. Los ciervos corren hacia el suroeste con calvas en el pelaje y ojos vidriosos. 

Entre bromas de hadas —narices que crecen, orejas de burro, burbujas que salen al hablar—, se filtra una pista: “El jefe es un elfo. Viste de negro. Guapo, sin sonrisa. Capa con daga en un ojo”.

Y en un claro, la pena más pura: Dendora, dríade del abedul enfermo, canta una despedida a su árbol. Dice que el bosque muere por algo que no ve pero siente. El lobo Fioran, su guardián, enseña los colmillos y después, si las palabras son justas, permite acercarse. La dríade no habla de maldiciones; habla de venenos. Sus lágrimas son la lluvia que el bosque necesita para sanar, pero no bastan. Pide ayuda, entrega cataplasmas, bendice con urgencia: “Cuando mi árbol caiga, yo caeré con él”. No hace falta ser clérigo para entender la metáfora: si la raíz muere, todo muere.

El campamento de refugiados
Las murallas de Rocagrís recortan el cielo con cinco aristas. A sus pies, barro, tiendas remendadas y cruces que crecen como mala hierba. La hermana Nalha, joven, cansada, limpia de fanatismos, hace más con dos manos y una sonrisa que la retórica del Prior con diez sermones. Reparte mantas que pidió prestadas, hace sitio donde no lo hay, y escucha, sobre todo escucha. Bigar no abre la puerta: teme a la “maldición”, no al hambre.

Uno de los refugiados, grita con razón dolida: enterró a seis hijos. La multitud sube el tono, el dolor se hace cuchillo. Entre el rumor, un muchacho llega destrozado de golpes y espinos: escapó de los trasgos cuando se pelearon por unas botas. Habla de jaulas, de mujeres separadas de hombres, de símbolos pintados con sangre, de una cañada estrecha con un arroyo que lo arrastró hasta una poza.

Nalha traza el mapa de memoria.

El camino siguiente no es debate teológico; es una senda de zarzas hacia las jaulas de los prisioneros.