Partida Rol por web

Los enemigos eran muchos, demasiados, casi tantos como en la Colina del Pesar, pero con la diferencia de que aquellos no eran trasgos estúpidos sino buenos guerreros orientales, una élite de soldados venidos de lugares lejanos y un nutrido grupo de muertos vivientes que se movían lentamente pero que con cada golpe hacían estragos en las defensas de la ciudad. La guardia cayó rápidamente, apenas mostraron oposición contra sus antiguos compañeros, las gentes del pueblo corrían de un lado a otro despavoridas y pronto se sembró el caos. 

Un grupo de muertos vivientes se dirigía tambaleándose torpemente hacia la posada y muchos de los que salieron a dar el recibimiento al alcalde corrieron de vuelta a protegerse a los muros de la posada. Geb, Rodwen e incluso el propio posadero, Aldor, que cuando vio que se disponían a cerrar las puertas y atrancarlas les gritó que todavía había gente fuera. Sostuvieron la puerta lo que pudieron pero los enemigos cada vez estaban más cerca, Baldbrand propuso dejar un pequeño hueco a modo de trampa para que los enemigos fuera entrando. Ainar dio un pasó al frente y lanzó su hacha arrojadiza e impactó directamente en el pecho de uno de esos soldados que se acercaban a la posada. El muerto viviente cayó al suelo por el impacto pero no tardó en levantarse, con el hacha todavía incrustada, y seguir su camino hacia la posada como si nada. Aquel golpe hubiera matado a cualquier enemigo, pero aquel no-muerto ni siquiera había hecho una mueca de dolor. 

Miriel, Welf y Qildor, todavía en el balcón utilizaron sus arcos para llegar al alcalde, pensando que si lograban que él cayera los muertos vivientes dejarían de hostigar la posada y tal vez los orientales se retiraran. La flecha de Miriel voló rauda silbando por el aire y se clavó en su rival seguida de la de Welf y Qildor, precisos disparos que serían suficientes para matar a cualquier rival. El alcalde cayó asaeteado al suelo pero ni con su muerte parecían detenerse los no-muertos que seguían avanzando hacia la posada, y ni mucho menos los orientales. Doce eran los antiguos guardias de Haycombe resucitados por la brujería que se dirigían a la posada. 

Al ver como aquellos cuerpos animados volvían a la vida, Baldbrand miró a Ainar:

-Habrá que desmembrarlos, como cuando se poda un árbol y se quitan las malas ramas. -suerte que ambos llevaran buenas hachas- Luego igual el fuego acaba por encargarse del resto, pero primero, habrá que dejarlos sin forma de atacarnos.

Un poco de desesperación se adueñó del corazón de Miriel al ver que los reanimados no caían con la muerte del alcalde como había esperado que ocurriera. Era una noticia terrible porque podrían acabar con decenas de vidas antes de que ellos tuvieran ocasión de pararles los pies. Seguramente estas cavilaciones tristes y funestas, junto a su agotamiento, fueron las causantes de que su mano temblara al soltar la flecha dirigida al primer soldado rojo que se dirigía a la taberna.

     Uno menos pensó Welf mientras buscaba un nuevo objetivo entre los muertos reanimados. Aprovechó que Ainar había dejado su hacha en uno de ellos y con eso cambiada la forma en que se movían los enemigos para impactar con fuerza a uno de esos... ¿seres? En algunos cuentos había oído hablar de muertos que se levantaban y conocía las leyendas del otro lado de las montañas de los habitantes de viejos túmulos pero ¿aquí? Una extraña magia les había transportado a este lugar y parece que en el peor momento. Tras soltar la flecha preguntó con preocupación: ¿Cómo va todo ahí abajo?

Los guerreros muertos vivientes llegaron hasta la posada y comenzaron su ataque, uno se coló por el hueco que habían dejado abierto en la puerta a idea de Baldbrand para ir recibiéndoles, y otros cuatro empujaban la puerta al mismo tiempo para abrirse paso al interior. Los demás no se quedaron ociosos y rompieron las ventanas para colarse al interior y repartir golpes a diestro y siniestro a aquellos que se guarecían dentro. 

Pero antes de que pudieran acercarse tanto a la posada, Welf tensó al máximo la cuerda del arco que había heredado de sus familiares y la liberó provocando un chasquido que restañó en el aire como si de un látigo se tratase. La flecha salió disparada hasta topar con la cabeza de una de esas criaturas y allí quedó clavada. El no-muerto cayó al suelo después del certero disparo de Welf, pero apenas había caído que volvió a levantarse con aquella flecha clavada en la cabeza. El hombre del bosque no daba crédito, aquel había sido un disparo que hubiera resultado letal hasta contra los orcos más duros de las Montañas Nubladas. Desafortunadamente, el resto de seres llegaron a la posada, quedando fuera del alcance del arquero. 

Entre tanto, aquel que se había colado por el hueco dejado a propósito fue recibido por la contundente gran hacha del beórnida. El ataque fue preciso, y el no-muerto lo recibió en el brazo aunque no llegó a apuntárselo tal y como pretendía Baldbrand. Sin embargo, el corte fue profundo y tendría que haberle dejado dolorido y renqueante de aquella extremidad durante el resto de sus días. No ocurrió así con este adversario, que alzó el brazo como si nada para descargar su golpe contra el beórnida: un feo zarpazo que arañó la carne del beórnida y le dejó tres marcas paralelas que iban desde el cuello hasta casi el vientre. Los que se colaban por las ventanas lanzaron zarpazos a Vanwa y Ainar pero con menor fortuna, para suerte de los defensores de la posada. 

Ahora que veían de cerca a los muertos vivientes los sintieron como criaturas terriblemente horribles y de feo aspecto. Con piel blanquecina, pústulas y ojos sin vida que les miraban tétricamente desde unas cuencas oscuras y ennegrecidas. Las puntas de los dedos habían adquirido un violeta antinatural y estaban coronadas por unas afiladas y peligrosas uñas ponzoñosas. Contemplar a aquellos seres era lo más desagradable y perturbador que habían vivido en sus vidas. Todos ellos sintieron un escalofrío atroz de inmediato. 

Ainar no pudo reprimir un frío que le recorrió la espalda ni bien estuvieron frente a él. Ya ver al muerto que tenía frente a sí con el hacha clavada profundamente en el pecho, y aún así quería luchar, o se abalanzaba contra él, hizo que mirara a Balbrand y luego a Vanwa con terror en los ojos. Eso superaba cualquier cosa que se hubiera imaginado.

Lanzó sendos hachazos, pero que estaban más orientados a apartar a la criatura que tenía frente a sí que a realmente hacer un daño real. Se sentía impotente, más aún luego de ver la flecha de Welf incrustada y que no había generado cambio alguno, o el hachazo del beórnida... y nada.

Iban a morir... allí morirían... fuera real o no... morirían...

-Debemos retroceder... subir a la segunda planta...- dijo farfullando el enano -No podremos contenerlos aquí...-

Lo que no decía era que pensaba que realmente no podrían contenerlos.

Lejos de amilanarse, Baldbrand rugió como un oso furioso. Aquello no le había hecho maldita la gracia y la asquerosa criatura que tenía delante era aún peor que un orco, era la viva imagen del mal. De la Sombra misma.

Sin perder la compostura, lanzó un ataque a la altura de las rodillas de su oponente. Si no podían andar, no podían alcanzarles ¿no?

Fue retrocediendo hacia la escalera mientras bramó.

-¡Eso! ¡Hacia la escalera! ¡yo os cubro! -comentó para todo el que pudiera oirle.

Vanwa había seguido a Ainar de forma mecánica. Todo era demasiado horrible. ¿Estaban viendo lo que sucedió? El origen de la maldición?

Aquellos seres pútridos que se colaban por la puerta y las ventanas le repelían. Muertos que por una magia negra seguían moviéndose, en una praodia de viuda. La Sombra era experta en parodiar lo hermoso. En burlarse de todo ello.

Tomó el cuerno de las águilas y sopló por él. Sueño o no, era un excelente momento para usarlo. Solo las águilas podrían con aquellos engendros. Con los temibles guerreros de este. Solo las águilas podían hacer que aquella pesadilla cesara. Sopló y sopló mientras se retiraba hacia las escaleras.

     Con un gesto mecánico y el rostro preocupado Welf guardó su arco en la espalda mientras descolgaba su escudo y el hacha. Inspiró profundamente e intentó despejar la mente, sabía que se acercaba un gran peligro y a la vez, en el fondo de su cabeza, creía que ningún mal podría con ellos porque estaban destinados a solucionar lo que había pasado aquí hace mucho,mucho tiempo.

     Nos vemos abajo dentro de un rato dijo intentando dibujar una sonrisa de confianza. Tras eso saltó grácilmente sobre la barandilla para descender al suelo y desde allí ayudar a sus compañeros... lástima que sus pies decidieran que era mejor enredarse en una de las macetas y fuera su cara quien recibiera el primer contacto con el suelo...

Al ver tropezarse a Welf la elfa soltó su flecha sin llegar a apuntar realmente a ningún revivido para intentar sujetarlo antes de que terminase de caer al vacío, pero todo fue tan rápido que no logró ni lo uno ni lo otro.  

Retrocedían hacia las escaleras que daban acceso a la planta superior de la posada. Ainar iban soltando golpes al aire con su hacha como una fiera acorralada pero ninguna daba en sus rivales. Uno de ellos se lanzó contra él y golpeó con dureza al enano. Ainar estaba ya al borde de sus fuerzas, a punto de desfallecer del agotamiento. 

Baldbrand cerraba el grupo y lanzó un ataque contra la criatura que más cerca estaba, pero manejar su gran hacha en un espacio tan reducido y lleno de gente no era tarea fácil, lo que hizo que el ataque fallara por muy poco. El no-muerto le lanzó un contundente zarpazo que el beórnida encajó como pudo sin espacio para esquivarlo o amortiguar el golpe y sintió como sus piernas flaqueaban. 

Vanwa hizo sonar la flauta de las águilas. Sopló con fuerza pero aquella flauta no pareció emitir sonido alguno. Y cuando se fijo en ella comprobó con horror que aquella no era la flauta que las águilas les habían dado sino otra completamente diferente que, además, estaba rota. Alguien les había dado el cambiazo. No tuvo tiempo para pensar mucho al respecto, pues otro no-muerto dirigió un ataque contra él dejándole sin aire para más intentos de hacer sonar la flauta. 

Miriel, que acababa de ver a Welf despeñarse por el balcón tras intentar una maniobra alocada y medio desquiciada, se quedó de piedra y mandó su flecha a la nada. Entonces sus sentidos se agudizaron y sintieron el olor a quemado que provenía de por encima suya: el tejado de la posada estaba ardiendo. Los orientales habían llegado desde el otro lado de la posada y habían lanzado antorchas que estaban prendiendo fuego al tejado y a las plantas superiores del edificio. Una voz extraña que sonaba como un ladrido de perro se dirigió a ellos con un tremendo acento:

—Rendid o muerte.

Welf había caído a los pies de uno de aquellos orientales de armadura carmesí que le colocó la punta afilada de una pica junto al cuello. Aunque tras semejante caída, el hombre del bosque todavía estaba recuperando el aliento. 

     Un pensamiento cruzó la cabeza de Welf No me ha matado... no me ha matado por lo que soltó el hacha y levantó las manos como buenamente pudo para dejar bien claro que tras la caída no tenía intención de seguir la lucha.

Ainar tuvo que apoyar el canto de su escudo en el suelo para sostenerse. Vio a Balbrand en un estado calamitoso, y él mismo no podía mucho más. Esos muertos eran más fuertes de lo que pensaba inicialmente, y al sentir el fuego a su espalda, no supo qué hacer. ¿Despertarían o morirían allí mismo?

Buscó a los demás y vio a Vanwa sosteniendo una flauta rota que no era la de las águilas... sus ojos quedaron como platos, ya que él mismo le había dado la flauta cuando se la había prestado. ¿Qué magias oscuras habían impedido hasta eso?

El beórnida ya no sabía en qué punto estaba. El dolor del zarpazo parecía muy real y él no iba a rendirse... ni en sueños. Tras comprobar que era el último que quedaba por subir por las escaleras, subió hasta el descansillo afianzando sus pies. Tenía la ventaja de la altura y allí tenía alto más de hueco para su hacha. No, aquellas criaturas no pasarían. Se afianzó al suelo y esperó su embestida mientras volvía a bramar como un animal acorralado.

Si aquel iba a ser el final, no se lo pondría fácil a aquellas criaturas vomitadas desde la misma Sombra...

Welf no se había matado por poco, pero aquel soldado rojo estaba a punto de cambiar eso pues dudaba que tuviera piedad siquiera con un enemigo que se rendía; no parecía la clase de ataque en que pensasen tomar prisioneros.

Miriel tensó el arco una vez notando como cada fibra de su cuerpo dolía por el cansancio de la última batalla, pero puso todo su corazón en que aquella flecha volara certera envuelta en llamas verdes para salvar a su último descendiente.

En medio de aquella desesperante situación, Ainar decidió que estaba demasiado fatigado y tan al borde del colapso que si continuaba podría morir. A veces un guerrero tenía que saber cuándo rendirse aunque no era algo a lo que el enano estuviera acostumbrado. Muy pocas veces había tenido que soltar el hacha y reconocer una derrota, y de estas ya hacía demasiado tiempo. Aún así dudó, se apoyó a duras penas y vio a sus compañeros. Welf había caído del piso superior, lo había visto a través de los enemigos y yacía en el suelo, probablemente muerto o muy malherido. Geb se había rendido probablemente nada más empezar la escaramuza, Rodwen y Aldor habían resistido como buenamente pudieron pero los no-muertos eran más y más fuertes, y los orientales llegaban a la posada, así que se habían rendido y los apresaron para ir sacándolos de la posada. Muchas otras gentes habían salido, algunos intentando huir en vano, otros rindiéndose a los pies de los orientales. Baldbrand en cambio se negaba a dar su brazo a torcer. 

El beórnida lanzó su hacha contra los no-muertos pero estaba demasiado cansado para realizar un buen ataque. El hacha pesaba demasiado, apenas la podía levantar y mucho menos dirigir con eficacia. La pesada hoja se estrelló contra el suelo de madera sin acertar a su enemigo quien propinó a Baldbrand un golpe que le hizo caer ya sin fuerza alguna. El beórnida quedó inconsciente, soltó su arma y cayó al suelo.

Welf no estaba muerto, pero se había llevado un buen golpe y se quedó en el suelo recuperando el aliento. Tampoco podía hacer mucho más con la hoja de la lanza junto al cuello. De pronto un fulgor verde iluminó brevemente todo y el oriental que le amenaza el cuello cayó al suelo con una flecha de Miriel en la garganta. Rápidamente otro de los orientales lo agarró para ponerlo en pie de un tirón y le colocó una daga en el cuello. Alzó la vista hacia Miriel utilizando a Welf de escudo humano. 

—¡Tú! ¡Rinde o él muerte! —advirtió con ese sonido gutural que caracterizaba sus voces. 

Entre tanto los orientales iban tomando prisioneros a todos los habitantes de Haycombe e incendiando sus casas. Los fuegos ardían elevando un humo negro al cielo y largas e intensas llamaradas anaranjadas. Era una imagen terrible. 

Vanwa observaba toda la situación concentrado. Como un niño que estudia sus deberes, con esa severidad que solo los niños saben expresar. Aquella no era la forma. Estaban en una pesadilla, y no iban a solucionar aquello con flechas y hachas.

Le habría dicho a Miriel que se detuviera, pero la miró y sabía que lo haría. Era una brava guerrera pero también sabía lo que él intuía. 

El duro beórnida estaba inconsciente, Ainar sin aliento, Welf vencido. Solo aguantaban en pie los primeros nacidos. Aquella no era la manera. La maldición debía resolverse deshaciendo el nudo que la había creado. ¿Qué podía pasar ahora? ¿Iban a ser prisioneros de aquellos orientales? Esclavizados? Para qué? Iban a ser la mano de obra del Nigromante? ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿En qué consistía la maldición?

Vanwa se mantuvo cerca de los que quedaban de pie. Atento. Observando.*

Ainar nunca había sentido tal sensación de desamparo. Ni aun en los duros viajes con su abuelo, ni en la Batalla de los Cinco Ejércitos cuando perdió de vista a los suyos por haberse dejado llevar por la euforia del combate. No, eso era algo nuevo, una oscuridad insondable de desesperación.

El enano dio un paso al frente para interponerse entre esa marabunta de muertos y su amigo beórnida. No tenía otra opción... no había otra...

-Me... rindo... pero alejen a estas criaturas viles...- dijo el enano, con mucho pesar en su voz.

No soltó el hacha, si no que la mantuvo baja, dispuesto a dejarla... pero primero quería saber que Baldbrand estaría bien.

Qildor tensó su arco, apuntando a la cabeza del oriental que amenazaba la vida de Welf, pero bajó el arma a los pocos segundos tras soltar una amarga maldición. Solo era un sueño, ¿pero y si morían? No podía permitirse tener más bajas en su conciencia. No otra vez.

Los gritos de horror y el silbar de las flechas le habían hecho reaccionar demasiado despacio, confundido por unos eventos que no deberían estar ocurriendo.

Su instinto como enemigo jurado de la Sombra le pedía no rendirse, actuar, pero el sentido común imperaba. A veces era mejor ceder hoy para seguir luchando al día siguiente. Además, había algo extraño en aquella acción y no podía sacársela de la cabeza. La curiosidad era demasiado fuerte.

¿Por qué perdonarle la vida a Welf a cambio de una rendición? ¿Acaso les conocían como grupo? No era descabellado teniendo en cuenta que estaban allí como espectadores, pero no por ello dejaba de intrigarle. Tal vez rendirse no era tan mala idea si les acercaba más al motivo de su presencia en aquella pesadilla.

Si hubiera sido su propia vida Miriel no habría dudado en continuar luchando, pero siendo la vida de Welf la que estaba al filo de la daga… levantó las manos con el arco en ellas y despacio se lo puso en la espalda indicando que se rendía. Ahora, ella estaba en el balcón y Welf y su capturador abajo, por lo que no tenía claro como pretendía aquel hombre que bajara sin tomárselo como una estratagema para huir*

Era extraño, pero veía como estaban llevando prisioneros de Haycombe. No lo entendía, pero si estaban dispuestos a hacer prisioneros eso quería decir que podrían vivir un día más. Un día en el que podrían pensar cómo escapar o qué hacer. Un día más para luchar.