Partida Rol por web

El enano escupió hacia los orcos, y se sentó intentando estirar los músculos. Nunca se había sentido tan débil en su vida.

-Puedo intentar forzar la cerradura con esto y esto- dijo con pequeños pedazos de piedra y metal que sacó de entre su barba donde los escondía por si llegaban a revisarlos nuevamente -No va a ser fácil y dudo que pueda hacerlo, pero es la única vía que encuentro- dijo entre esperanzado y frustrado.

-¿Identificaron algún tipo de patrón en estos asquerosos orcos?- preguntó el enano, especialmente mirando a Miriel, que era la más observadora del grupo -Por si esperamos a un momento indicado...-

Miriel se mostró como una alumna aplicada al seguir las indicaciones que le había dado Welf. Así al siguiente día fue ella misma quien le indicó a Welf cómo podían colocar a Aldor para que los vapores que emanaban de aquel asqueroso fluido que atravesaba la celda alcanzasen menos a Aldor, lo que pareció ayudarle a respirar mejor.

Cuando Ainar le preguntó por los patrones de los orcos se quedó pensativa recordando los detalles que había percibido en sus idas y venidas...*

     En las peores circunstancias Welf luchaba contra la enfermedad de Aldor, no se podía imaginar un lugar más sucio, húmedo y cerrado. Todo estaba en su contra salvo su propio espíritu que se negaba a rendirse y no iba a permitir que Aldor lo hiciera.

     Los demás buscaban una forma de salir y el hombre del bosque cómo salvar una vida. Quizá fuera un gesto inútil después de todas las que se habían perdido, después de asumir que esto podía ser un sueño y Aldor realmente haber muerto hace cientos de años pero el ahora es lo único que le importaba. Y el ahora era curar a ese hombre, quisiera él o no.

Los orcos eran bastante erráticos y caóticos, por lo que era difícil adivinar algún patrón de comportamiento en sus conductas. Por lo que habían visto hasta entonces, de vez en cuando se acordaban de que tenían que tirarles algo de comer y así lo hacían. Normalmente había un par de orcos de guardia frente a la puerta de cada celda y cada cierto tiempo rotaban. Los orcos que estaban a su cargo eran cuatro, dos parejas bastante diferentes. Una de ellas los ignoraban por completo y se dedicaban a hablar de sus cosas apoyados en la pared contraria a la celda. Los otros dos, en cambio, eran unos malditos que se divertían molestándoles todo lo que podían. Les tiraban los orines de otros presos, los insultaban y se burlaban de ellos, y de vez en cuando pinchaban con su lanza a quien se quedaba cerca de la valla. Geb ya había cometido el error de quedar a su alcance un par de veces y les había sobresaltado con sus alaridos repentinos. A estos orcos tampoco les gustaba que hablaran y conspiraran en voz baja, por lo que les mandaban callar continuamente bajo amenaza de pasarlos a cuchillo. 

Aldor se despertó con fuertes toses, escupiendo sangre y sudando por culpa de la alta fiebre. En esta ocasión fue Miriel quien se encargó de darle los cuidados que paliaran sus peores síntomas mientras el resto confiaba en que las defensas naturales del posadero mejorasen. Sin medicinas poco más podían hacer, solo atenderlo de la mejor manera posible para aliviar sus síntomas y que su propio cuerpo hiciera el resto. Todavía había esperanza para el hombre. 

Vanwa estaba decaído, como un pájaro cantor en una jaula pequeña y oscura. Aquella maañana no tenía ganas de trinos, como el día, o noche, o lo que fuera anterior. En aquel sitio era imposible saber si habían pasado minutos o años. Solo las rutinas de la comida mohosa y los cambios de guardia daban la sensación del paso del tiempo.

Que probara Ainar a abrir la puerta con los desperdicios ocultos en su barba le habría hecho carcajearse por el suelo, pero ahora ya no. No en aquel sitio tan desesperante. Podía funcionar, pues Ainar era un enano sorprendente, pero vanwa se negaba a creerlo en su actual estado de ánimo.

- Los orcos groseros.- Murmuró, sombrío.- Pueden ser una oportunidad. Nos odian por lo que somos. Cantar, desde el fondo de la celda, los puede atraer, que entren para hacernos callar.- Propuso.- No podemos con ellos desarmados, pero yo puedo hacerme el enfermo, el dormido o indefenso, para que me ignoren cuando entren, y entonces ser sigiloso como un ratón y robarle en un descuido uno de esos sucios cuchillos que llevan, o las llaves. Lo que vea más fácil. Quizás vos Qildor, o Miriel, o Welf, también tenéis los dedos ligeros. En cualquier caso, un cuchillo y los puños de Baldbrand y Ainar, que son como mazas, y el apoyo del resto... Podría bastar para reducir... matar a esos desgraciados.- Acabó de susurrar, escupiendo la palabra matar. Deseaba matar aquellos seres de odio, crueles con ellos, como un niño que martiriza una lagartija.

—Me temo que no tengo talento para el subterfugio —contestó amargamente el noldo—, pero puedo cantar e incluso amedrentarles una vez que consigamos hacerles frente. Soy un enemigo jurado de la Sombra. No soy tan luminoso como la dama Irimë, pero puedo hacer que saboreen el miedo.

Qildor no alardeaba. Su mirada no era de orgullo, sino la de alguien que había sufrido la pérdida y ansiaba ver caer aquel lugar inmundo.

—Me gusta tu plan, Vanwa. Hagámosles rabiar.

Baldbrand había recuperado algo de energia pero eso era casi peor. Cada vez que aquellos orcos malencarados les insultaban o vejaban, su rostro se volvía temible. En su mente imagina cien formas de quitarles la vida con sus propias manos. 

Por eso cuando el buen Vanwa sugirió su plan, asintió con vehemencia uniendose a Quildor. Lo cierto es que ver al pobre Vanwa en ese estado le fastidiaba al mismo tiempo que le hacia acumular rabia y odio hacia sus captores.

-Mis puños golpearán esos corruptos rostros y me haré con sus lanzas para ensartar a más de los suyos. -aquella afirmación fue dicha con rotundidad y quizá eso era algo nuevo. Era como si el beórnida se hubiera visto imbuido en un nuevo instinto asesino frío y despiadado. 

Ainar sonrió y hasta se permitió reír ante la propuesta de Vanwa: luego de conversar sobre las observaciones de cada uno, había llegado a la misma conclusión que el elfo, por lo que le alegró que viniera de él y no de el enano.

-Ja Ja... me gusta la idea, creo que será mejor que la de forzar la cerradura- dijo Ainar, sabiendo que igual quedaba como segunda opción, ya que entre su barba podía seguir escondiendo más o menos bien las pocas "herramientas" que había conseguido.

-También puedo atraerlos a nosotros... aunque puede que sospechen algo viniendo de un enano... somos muy astutos y ellos deben saberlo- reflexionó en voz alta.

     Los días pasados habían terminado de hacer mella en Welf que ni siquiera se sentía útil para curar a Aldor, pasó a un mutismo continuo y a ver con menos esperanzas la posibilidad de salir de esa situación. Intentó dejar alguna marca en la pared pero ni eso era capaz pues era una roca dura y resistente. Intentó buscar una postura más cómoda pero no había un buen lugar en el escaso espacio en el que malvivían.

La oscuridad era incesante en el interior de aquella húmeda e inhóspita celda y a pesar de los planes que se proponían, nada les garantizaba que pudieran salir de allí con vida. Elaboraban planes, más para mantener la esperanza y la cabeza cuerda que confiando en que pudieran funcionar. ¿A dónde irían una vez salieran de la celda y si ya lograban superar a los guardias estando desarmados? Aquel lugar era un laberinto oscuro y sombrío donde sería más fácil perderse eternamente que encontrar la luz del exterior. Y si por algún casual lograban escapar, luego ¿qué? ¿Cómo huirían con éxito de la Colina custodiada con tanto celo por el ejército del Nigromante. ¿Escaparían por los bosques? ¿Qué harían con Aldor, que estaba demasiado débil para lograr huir? ¿Lo dejarían allí? ¿Y si había enemigos más poderosos que unos simples orcos? Todas esas preguntas surgían en sus cabezas a la vez que los planes y alimentaban la desesperación de algunos de ellos, especialmente de quienes empezaban a sentirse afectados por el deprimente lugar. 

Debía ser la hora de la comida porque los orcos les lanzaron unos trozos de pan mohoso y un potingue indescifrable de un color que no auguraba nada apetecible. También dejaron un cubo con agua para que bebieran, y agradecieron que la oscuridad del lugar fuera tal que no les permitía ver su color turbio. El cubo olía a orines y los orcos reían y se burlaban por su crueldad. 

¿Qué hacían allí? Cual era el objetivo de su cautiverio? Esperaba que los pusieran a trabajer en lo que fuera que era aquella maquinaria que martilleaba en lo profundo de aquella fortaleza. Pero no. Solo estaban encerrados. Les alimentaban con bazofia insalubre y se burlaban de ellos. Como si lo que fuera se alimentara de su desesperanza. Volvía Vanwa una vez y otra a aquel hecho. Para el elfo, en su desbordada fantasía, estaba claro que debían buscar el centro de aquella maquinaria, como si fuera el corazón del espectro que encarnaba aquel lugar. Encontrar el corazón mecánico y destruirlo. El insoportable matraqueo metálico lo estaba obsesionando. Quería que se callara. Quería matar aquellos odiosos orcos burlones.

Gruñó y miró al resto con los ojos fieros de una bestia enjaulada. Tras ello se escurió en las sombras de la celda, acurrucado como un fardo inmóvil. Esperaba que alguien cantara para atraer a los guardias. Él no quería cantar. Ya no. Quería más bien escuchar el canto del gorgoteo de aquellos orcos cuando les arrancara su miserable vida.

Cada día allí era un día menos para Aldor. ¿Qué pasaría si moría en aquel infecto lugar? No. Debían huir. Aquel posadero no era nada para él. Poca cosa más que un caracol o una babosa en una piedra de su jardín. Las vidas mortales son tan fugaces... Pero no podía permitir una victporia más para el enemigo. Ni una victoría más.

El joven beórnida no quería caer más en la desesperación. Se aferraba a su rabia y a su deseo de vengarse de aquella criatura que estaba envenenando su propia alma... pero aquello también era demasiado intangible.

Los orcos. Sus puños. Sus lanzas. Eso era. El plan de Vanwa al que casi todos habían dado el visto bueno. Una vez armados, saldrían de allí, poco a poco y con cuidado, aunque quitando la vida a todo orco que se pusiera en su camino.

Debían salir de allí. Demostrarle a aquel espectro que no podría con ellos.

-Señor Quildor... proceded. -terminó de decir mientras se preparaba para la lucha con los orcos.

Qildor se puso en pie, sin dejarse amedrentar por sus captores, y comenzó a cantar a modo de protesta. La confirmación de Baldbrand y del resto era lo que necesitaba para contraatacar. El futuro era incierto, pero era mejor doblegarse antes que dejar que la Sombra les consumiese poco a poco.

Lo mejor que le vino a la mente fue una tonadilla simpática, una oda a lo cotidiano. Algo fácil de seguir y que irritaría a los orcos.

Mira cómo brilla
El vaso de vino
El pan con mantequilla

Mira cómo suena
Cortar el jamón y
Preparar la leña

Mira qué buen desayuno
La tetera hirviendo
Naranjas para el zumo

Y no sé si sabrás
Te recordaré
Que el trigo ya está maduro

Hay que recoger sin apuro
Y tras el invierno
Toca sembrar de nuevo

¡Mira cómo canta!
Miel y limón
Semillas de granada

¡Mira cómo baila!
¡Huevos, harina, maíz
Y las borlas de mi gaita!

     Welf levantó la vista del suelo cuando Qildor empezó a cantar. Le parecía algo lejano la música de los elfos que tanto había amado desde niño en este lugar de penuria y sombra, quería alegrar su espíritu o si no, al menos, conseguir la rabia suficiente que le provocaban en el Bosque la presencia de orcos, trasgos, arañas y demás alimañas pero no era capaz de encontrar esa chispa. Una parte de él quería abandonarse, hundirse, dejarse llevar. ¿Servía de algo luchar cuando no había enemigo al que golpear?

El enano buscó un escondrijo lo más cerca de la puerta, pero que no fuera el primer objetivo de los orcos si querían entrar. Intentó hacerse lo más chiquito y menos llamativo posible, como aquellas arañas que se esconden en las profundidades y saltan sobre su presa. Él tenía que ser esa araña, y tenía que ser igual de preciso y mortífero. ¿Podría hacerlo? No estaba seguro, pero no tenían más opción. Hasta Vanwa se estaba apagando...

La canción de Qildor no tardó en ocasionar el efecto deseado. Cómo era posible que en medio de aquel desesperante lugar, con los malos tratos que recibían por parte de sus captores, con la imposibilidad de ver la luz del sol y con todos los padecimientos que habían sufrido y todavía sufría, todavía sacaran fuerzas para cantar. Algo había en ese acto que irritaba a los orcos. La letra no era demasiado provocativa, pero sí la manera de Qildor de interpretarla. Cómo se atrevía a mantener un halo de esperanza. A esas alturas tenía que estar arrancada de raíz. Uno de los guardias que custodiaban su celda se dirigió rápido hacia ellos. 

—¡Eh! ¡Elfo! —dijo como si aquella palabra fuera un grave insulto—. ¡Cállate ahora mismo! —alzó su lanza a modo de amenaza, advirtiéndole de lo que le haría si no dejaba de cantar inmediatamente. 

Vanwa se hizo un ovillo en un rincón, como si estuviera dormido, enfermo o deprimido, cosa que no estaba tan lejos de la realidad. A la espera de la oportunidad.

La fiereza de Baldbrand es lo que le permitía, por el momento, seguir cuerdo. Su instinto cazador, retener la furia y toda emoción hasta el momento del golpe letal sobre la presa. Era algo casi primario que se había transmitido de cazador a cazador. Mirar la presa, mantenerse en un punto fuera de su percepción. Listo para dar el golpe.

Eso es lo que hizo el beórnida. Esperar desde un flanco su oportunidad. Agazapado, fingiendo estar sentado y cansado, pero preparado para saltar sobre su presa...