Partida Rol por web

Vademécum del mal

El Gran Café / Off Rol

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28/01/2020, 15:05
Valerio Buendía

La pistola de servicio: útil para defenderse o para suicidarse según el momento XD

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28/01/2020, 15:19
José Alfonso Marro Gambin

Así es... querido amigo, así es!

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28/01/2020, 22:20
Director

Ya he mirado vuestro equipo, no hay problema. Tampoco pasa nada, Virginia, que la lleves encima :)

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28/01/2020, 22:44
Virginia Echagüe

Ok, así sea :-)

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29/01/2020, 12:00
Dr. Jose Maria Rocavila

Una duda de organización que supongo es útil para todos hasta que nos vayamos acoplando.

¿No estamos juntos interactuamos solo con el máster?

¿Escribimos público para todos?

 

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29/01/2020, 12:22
Virginia Echagüe

Yo me lo he tomado como una introducción, dando por hecho que no habría interacciones con pnj's. De hecho me he tomado una licencia que odio -hablar en boca de personajes que no son el mío-, y que sería "metarolear si la el post fuera para hacer interacciones. Además, lo he puesto para todos penando en eso, en que era una introducción.

Quedo a la espera de lo que diga el Máster, para corregirlo si no procede.

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29/01/2020, 13:03
Virginia Echagüe

Muy bueno el repaso a la prensa. XD

Sí, es increíble lo que la prensa de un día en concreto habla de la época. Yo he buscado la del 14 de abril. Creo que el telegrama lo recibimos el 12 y que acudimos a la cita el 14. Yo diría que el máster ha atrasado las fechas, no quiero saber con qué oscuras intenciones :-) 

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29/01/2020, 13:26
Valerio Buendía

¡No son kabileños! ¡Son cultistas del Rey de Amarillo! XD

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29/01/2020, 13:49
Director

En este primer post no edtais juntos, pero poeis poner a todos como destinatarios (aunqe sea  metarol). El telegrama os cita el 14 (lo recibis dos dias antes)

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29/01/2020, 15:02
Dr. Jose Maria Rocavila

He puesto mi mensaje para todos también. Me ha gustado la prensa mis dieses. Con tu permiso te tomo la idea prestada para otras ocasiones.

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30/01/2020, 11:15
Valerio Buendía

Me estoy imaginando al militar, al policía y la anarquista al llegar: "Pero señor Ledesma ¿Porqué nos ha llamado?" "Es que para que el doctor examine esto, tengo que sacarlo del cajón. Sírvanse sacar las armas y amartillarlas, si no es molestia" XD

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30/01/2020, 13:41
Director

Estoy tratando de encontrar un pdf que es un resumen de la historia de España en los años veinte, creado para adaptarlo o ambientarlo para la llamada de Cthulhu. Como me petó el disco duro, lo he perdido.

No recuerdo muy bien su autor/a, pero era de libre descarga. Y tras buscar y buscar no he hallado nada. ¿A alguno/a os suena de algo? (vendría muy bien para esta partida).

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30/01/2020, 14:11
Virginia Echagüe

He mirado por la red y he encontrado este enlace:

http://www.sinergiaderol.com/ayudas/ay-cthulhu.htm...

No he abierto ningún archivo así que no sé cómo estarán, pero pinta útil.

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30/01/2020, 14:20
Director

Uff, y no he mirado en la Sinergia... ¡vaya cabeza la mía! Pues hay ahí un archivo ("España 1918-1931") que puede ayudar a ambientar; no es el que yo decía, pero también está muy bien. Gracias :)

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31/01/2020, 09:05
Virginia Echagüe

Os dejo aquí una explicación sucinta, amena y clara de la turbulenta época que nos ocupa. Del libro "Nueva historia de Espala contemporánea 1808-2018". El primer fragmento es un apartado de un capítulo escrito por Nigel Townson —"El controvertido camino hacia la modernización: 1914-1936"— y que se titula "los años de la posguerra (1918-1923)"

El periodo de posguerra no dio ningún respiro al atribulado orden político de la Restauración. La clase obrera organizada, en especial el movimiento anarcosindicalista, iba a desafiar de forma importante al sistema. La primera manifestación fue la revuelta campesina que envolvió las regiones meridionales de Andalucía, Extremadura y Levante entre 1918 y 1920. Los agricultores anarquistas y socialistas se rebelaron, quemaron cosechas, invadieron propiedades, asaltaron hogares de terratenientes, se enfrentaron a la Guardia Civil y proclamaron repúblicas «bolcheviques» en ciudades y pueblos. Los motines no fueron consecuencia de la crisis económica de posguerra –los campesinos sin tierras, entre otros, vivían mucho mejor en 1918 que en 1914–, sino de unas expectativas cada vez mayores. «Rusia ha sido la guía», observó el escritor estadounidense John Dos Passos al visitar la región. Como sucedió en Alemania, Italia y Hungría, la Revolución rusa fue una inspiración épica para los trabajadores en España. Ahora bien, para los campesinos del sur de España, la Revolución rusa no significó más que una cosa: la incautación de la tierra que trabajaban. Como decía un manifiesto: «Se acabó el tiempo de las peticiones y las demandas. Ha llegado el momento de “incautarse”. [...] Campesinos, imitemos a nuestros hermanos rusos e inmediatamente se iniciará la era de la justicia social que tanto deseamos».» Hasta que el Gobierno de Maura de 1919 envió 20.000 soldados al sur, al mando del general Emilio Barrera, no se extinguió definitivamente el llamado Trienio Bolchevique. Para entonces estaba desarrollándose una rebelión aún más amplia de la clase obrera en el nordeste de España. En enero de 1919, la CNT, entonces en su apogeo, organizó una huelga en Barcelona contra la compañía Riegos y Fuerzas del Ebro, apodada popularmente La Canadiense porque su sede central estaba en Toronto. La compañía era crucial para la vida de la ciudad, porque suministraba energía a las viviendas y a las fábricas. El origen aparente de la huelga fue una serie de despidos, pero su raison d’être fue el deseo de obtener el pleno reconocimiento de la CNT. Los anarcosindicalistas querían garantizar el futuro de su movimiento, convencidos de que acabaría por ser una de las principales fuerzas no sólo de Cataluña sino de toda España. Durante los 44 días de paro, Barcelona se sumió en la oscuridad y adoptó un aspecto de «fin del mundo», según un líder sindical. Los miembros de la CNT en el sector textil, el gas, el agua y el resto del sector eléctrico se solidarizaron, y los sindicatos socialistas amenazaron con hacer lo mismo. El Gobierno, alarmado, negoció un acuerdo firmado el 17 de marzo que reconocía las principales demandas de los trabajadores: jornada de ocho horas, subida general de salarios, la puesta en libertad de casi todos los que estaban detenidos y ninguna represalia contra los trabajadores. Fue una victoria extraordinaria y sin precedentes para la CNT. Sin embargo, la intransigencia de sus miembros más extremistas, que creían que la revolución estaba al alcance de la mano, y la de los empresarios más inflexibles y las autoridades militares, que estaban empeñados en acabar con la CNT, desbarataron el acuerdo. La estrategia conciliadora del Gobierno, que se basaba en la pragmática hipótesis de que los empresarios y los sindicalistas tenían que encontrar la forma de coexistir, había descarrilado por culpa de los dos extremos. El conflicto se convirtió pronto en un círculo vicioso: los revolucionarios, inspirados por la Revolución rusa y el Trienio Bolchevique, emprendieron una guerra contra los empresarios, la Policía y los trabajadores disidentes, mientras que los empresarios cerraron fábricas, despidieron a sindicalistas y contrataron a sus propios matones para contrarrestar la violencia de la CNT. La situación se agravó con la resurrección del Somatén, un grupo civil paramilitar que podía tener hasta ocho mil miembros, y por los métodos excesivos del Ejército, que utilizó ametralladoras, cañones y la caballería. El capitán general, además de respaldar esta estrategia, empeoró las cosas al contratar a asesinos a sueldo para eliminar a anarquistas y a sus abogados republicanos. Por si fuera poco, la CNT también fue blanco de los ataques del Sindicato Libre, de inspiración carlista, que en 1922 aseguraba tener 150.000 miembros. Los anarquistas, por sí solos, causaron unos 350 muertos y heridos entre 1917 y 1923. Entre las víctimas más conocidas de la auténtica guerra entre bandas estuvieron el dirigente de la CNT Salvador Seguí, el arzobispo de Zaragoza y el primer ministro conservador Eduardo Dato en 1921. Los gobiernos de ese periodo oscilaron de manera desconcertante entre la reconciliación y la represión, pero quien terminó de forma definitiva con las luchas fue el feroz general Severiano Martínez Anido, que, como gobernador civil, libró una guerra sucia contra los trabajadores que incluyó elementos como la tristemente famosa «ley de fugas», el permiso para disparar a los presos con la excusa de que estaban intentando escapar. En 1923, la represión implacable y la crisis económica de posguerra castigaron a la CNT, que perdió a dos tercios de sus miembros. Durante el conflicto revolucionario en Barcelona, el Ejército logró un grado de autonomía extraordinario. Fue fundamental para romper el acuerdo de marzo de 1919 que había auspiciado Romanones y para derrocar al Gobierno el mes siguiente. En el mantenimiento del orden público actuaba como un Estado dentro del Estado, dedicado a su labor represiva en contra, muchas veces, de la opinión de las autoridades civiles. El origen de esa firmeza estaba en el triunfo de las Juntas de 1917. Desde entonces, las Juntas se habían convertido en unas grandes protagonistas de la política nacional, intimidando a ministros, derrocando gobiernos –como el de Eduardo Dato en 1917 y el de Joaquín Sánchez de Toca en 1919– e instalando al reaccionario Juan de la Cierva en el Ministerio de la Guerra en 1917. Incluso consiguieron vetar la formación de un Gobierno liberal entre 1919 y 1921 con el argumento de que los liberales eran demasiado débiles frente a la amenaza revolucionaria. No obstante, la influencia política de las Juntas estaba limitada por sus discrepancias con los africanistas, que estaban muy molestos por los privilegios que los oficiales de la Península habían logrado obtener de los políticos, sobre todo los ascensos en función de la veteranía, y no del mérito. Sin embargo, la reafirmación del poder civil por parte de los gobiernos de 1922-1923 hizo que el Ejército cerrara filas: aunque la supresión de las Juntas indignó a los soldados peninsulares, a los africanistas les enfureció la decisión de situar el protectorado de Marruecos bajo la autoridad civil. Las relaciones entre militares y civiles iban a alcanzar su nadir como consecuencia de la caótica retirada del Ejército español en Annual, en julio de 1921, durante la que 10.000 soldados murieron a manos de miembros de las tribus del Rif. La devastadora derrota tuvo un eco desolador en España porque recordaba no sólo a la humillación de Italia en Adua, Etiopía, en 1896, sino a su propio «Desastre» del 98. Por si fuera poco, el Ejército fue objeto de una campaña, encabezada por la prensa y el Parlamento, de exigencia de «responsabilidades» por la tragedia. La indignación se hizo clamor cuando el general Picasso completó su investigación de la debacle. El informe presentó una triste imagen del Ejército español en Marruecos y destacó, además de los errores estratégicos cometidos, sus otros muchos defectos, empezando por una corrupción endémica. El prolongado debate parlamentario sobre las conclusiones de Picasso inflamó todavía más las relaciones entre las autoridades civiles y las militares. El enfrentamiento constante entre los políticos y los soldados estaba muy condicionado por la inequívoca convicción del Ejército, alimentada en el siglo XIX, de que él –y no el Parlamento ni los partidos– era el que encarnaba la voluntad nacional. Esta certeza había quedado desarbolada en parte durante la primera etapa de la Restauración por el empeño del arquitecto del régimen, Antonio Cánovas del Castillo, de mantener a las Fuerzas Armadas fuera de la política, algo que logró a cambio de concederles el control del Ministerio de la Guerra y las Colonias. Desde 1898, humillados por el «Desastre», los militares habían intervenido de forma ocasional en política, sobre todo en 1905-1906 para ajustar cuentas con sus detractores. Durante la Primera Guerra Mundial, el Ejército, convulso por las amenazas del separatismo y la revolución, empezó a considerarse de nuevo el salvador de la patria, una idea reforzada por el renacimiento del nacionalismo español. Claramente derivada del fervor nacionalista que se había apoderado de Europa durante la guerra, así como por el ascenso del regionalismo catalán y la rebelión de la clase obrera, la reaparición del nacionalismo español se caracterizó por su celo contrarrevolucionario y su ardiente religiosidad. El nacionalismo liberal que había imperado antes de la guerra quedó apartado en favor de una variante más combativa y conservadora, que identificaba inequívocamente a la nación con el catolicismo, la Monarquía, el Imperio y el Ejército. Algunos intelectuales conservadores se inspiraban en otras formas contemporáneas de nacionalismo, como el filofascismo, pero muchos otros acudieron al pasado y revisaron el nacionalcatolicismo que había formulado por primera vez el filólogo Marcelino Menéndez Pelayo a finales del XIX y que más tarde triunfaría con Franco. Esta representación beligerante de la nación no cristalizó en ningún movimiento ni partido concreto, sino que la consagró el Estado. Por tomar un ejemplo destacado, en 1918 se declaró el 12 de octubre fiesta nacional, la Fiesta de la Raza. Oficialmente era la conmemoración del día en el que Colón pisó América, pero también era, por casualidad, el día del Pilar, cuando el apóstol Santiago tuvo una visión de la Virgen María sentada encima de una columna. En otras palabras, el 12 de octubre se convirtió en una conmemoración laica y al mismo tiempo católica, una forma de fusionar la identidad nacional con el catolicismo. El desarrollo del nacionalismo católico alcanzó su apogeo con la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, el 30 de mayo de 1919, una consagración que hizo nada menos que el propio Rey [véase el capítulo 16]. Vestido de militar para la ocasión y con la presencia de todo el Gobierno, que se reunió alrededor de un altar adornado con la bandera nacional, Alfonso XIII consagró España al Sagrado Corazón de Jesús. El simbolismo no dejaba lugar a dudas: los rasgos definitorios de la nación española eran el catolicismo, la Monarquía, las Fuerzas Armadas y, por extensión, el Imperio. El febril clima nacionalista explica el protagonismo político del Ejército, pero sólo en parte. El factor fundamental fue, sobre todo, la complicidad del Rey. Como jefe del Estado, Alfonso XIII era el principal actor político en la España de la Restauración: podía nombrar y destituir a ministros a su antojo, así como convocar y disolver el Parlamento cuando le parecía. En resumen, era el árbitro de la política española. Además era el comandante supremo, con amplios poderes para hacer y deshacer dentro de las Fuerzas Armadas, algo que aprovechó desde el primer momento de su reinado para crear una cohorte de militares que le tuvieran lealtad personal. De hecho, los ministros de la Guerra actuaron durante muchos años como agentes personales del Monarca, al aceptar sin rechistar sus «recomendaciones». Durante la Primera Guerra Mundial, las indisimuladas simpatías militares de Alfonso XIII dieron un nuevo giro. Fue él quien dejó en libertad a los dirigentes de las Juntas en 1917, sin ni siquiera consultárselo al primer ministro; fue él quien permitió que el Ejército derrocara un gabinete tras otro; fue él quien permitió que el Ejército reprimiera impunemente a los trabajadores en Barcelona; y fue él quien autorizó a las Juntas a colocar al intransigente Juan de la Cierva como ministro de la Guerra. Traumatizado por «las siniestras consecuencias de la Revolución rusa», señaló un diplomático británico, y cada vez más decepcionado de la política civil, contribuyó todo lo que pudo a que el Ejército interviniera cada vez más en política. La adopción de un nacionalismo inequívocamente católico y contrarrevolucionario por parte del Rey encajaba con su convicción de que la mejor forma de proteger su dinastía no era el parlamentarismo liberal, sino un régimen autoritario. La crisis del liberalismo en Europa tras la guerra y la caída de los Romanov y otras familias reales, como las de Alemania y Austria-Hungría, convenció cada vez más a Alfonso de que la voluntad popular estaba encarnada en su persona y la Constitución se había convertido en un lastre tedioso e innecesario que restringía su libertad de actuación. La gota fue el debate parlamentario sobre Annual, durante el que el portavoz socialista, Indalecio Prieto, acusó al Rey de ser responsable de la catástrofe militar. Durante el verano de 1923, Alfonso XIII habló de la necesidad de una «dictadura transitoria» y pensó en instaurar una Junta de Defensa Nacional, dirigida por él, en lugar del Gobierno. Antonio Maura le advirtió de que para el futuro de la Monarquía era mejor que el Rey no encabezara personalmente un régimen autoritario, sino que lo dejara en manos del Ejército. Cuando el general Miguel Primo de Rivera proclamó su golpe de Estado, el 13 de septiembre de ese año, seis de los ocho capitanes generales no le dieron apoyo inmediato, sino que aguardaron a ver la reacción del Monarca. El Rey respondió nombrando a Primo de Rivera primer ministro y disolviendo las Cortes. Ha habido muchos debates, desde entonces, sobre si el golpe interrumpió una reconfiguración democrática del sistema político –«estranguló a un recién nacido», decía Raymond Carr– o si, por el contrario, ya estaba difunto. Quizá se puede alegar que ninguna de las dos cosas es cierta del todo. Por un lado, las aspiraciones reformistas del Gobierno de García Prieto, en 1922-1923, ya habían topado con seria oposición, como demuestran los enfrentamientos con la Iglesia por la libertad de conciencia y con el Ejército a propósito de Marruecos, y no parecía probable que fueran a renovar radicalmente el sistema. Por otro lado, es evidente que los políticos dinásticos de ambos bandos estaban buscando desesperadamente una solución a la histórica crisis del sistema, algo que queda patente en el hecho de que se aprobaran varias reformas importantes, entre ellas la introducción de la primera jornada laboral de ocho horas en el mundo. Lo que es innegable es que Alfonso XIII podría haber hecho mucho más por defender y promover el poder civil a expensas del militar, en lugar de hacer todo lo contrario. Si hubiera actuado así, el régimen constitucional de 1876 habría tenido muchas más posibilidades de sobrevivir. También es indudable que, al ratificar el golpe de Estado de Primo de Rivera, el Rey se arriesgó a vincular el futuro de su dinastía al de un general políticamente ingenuo y de temperamento impredecible. Por supuesto, la reacción española ante la crisis del liberalismo al acabar la Primera Guerra Mundial no fue nada extraordinaria. Al contrario, había una larguísima lista de países europeos –Hungría en 1919, Italia en 1922, Portugal, Polonia y Lituania en 1926, Yugoslavia en 1928 y Alemania en 1933– que iban a dar la espalda al liberalismo parlamentario en favor del autoritarismo de derechas.

El segundo fragmento está en otro capítulo "Movimientos sociales" de Ángeles Barrio Alonso. Os dejo el apartado "La crisis de la conciencia nacional y la lucha por la ciudadanía social a principios del siglo XX":

La pérdida de las colonias en 1898 marcó el tránsito del siglo XIX al XX en España, una conmoción en la conciencia nacional de alcance imprevisto para las élites políticas españolas, que no fueron conscientes del desafío que representaba para el ficticio orgullo nacional la guerra contra Estados Unidos. En una opinión pública muy sensibilizada por las campañas de denuncia de la prensa obrera y republicana contra el poder de la Iglesia católica y las críticas de los intelectuales que la responsabilizaban del atraso y la incultura del país, el anticlericalismo rebrotó con virulencia y adoptó formas nuevas de movilización en la calle, y no sólo en las tribunas de prensa o los mítines. Un ejemplo evidente fueron las manifestaciones que suscitó en numerosas ciudades españolas la representación del melodrama Electra de Benito Pérez Galdós, una supuesta crítica a la manipulación de los curas en las conciencias, en las que católicos y anticlericales terminaban, a menudo, enfrentándose a palos en la calle. Secularización y educación, como alternativa al paternalismo, fueron reivindicaciones de un feminismo, aún minoritario, pero cada vez más activo en la socialización de la igualdad de derechos con los hombres y la lucha contra la marginación política, que se proyectó más allá de los círculos hasta entonces habituales del republicanismo, el laicismo o el librepensamiento, a través de distintas formulaciones del papel de la mujer en cada uno de los diferentes proyectos políticos de ciudadanía social. El antimilitarismo también encontró eco entre las clases medias urbanas que, como las clases populares, no participaban del entusiasmo patriótico que animaba a la Corona y al Ejército en la guerra de Marruecos. Así, en el verano de 1909, el embarque de los reservistas en el puerto de Barcelona provocó una explosión de indignación popular que adquirió forma de una insurrección revolucionaria, la llamada Semana Trágica, que marco una inflexión en el tipo de movilización y acción colectiva. La reacción frente a la pérdida de vidas que estaba ocasionando la campaña de Marruecos ante un enemigo declaradamente inferior, ya había dado lugar a protestas en ciudades como Bilbao, Valencia, Coruña o Zaragoza. En Barcelona, Solidaridad Obrera, una federación de sociedades obreras que, poco después, impulsaría el nacimiento de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), la central sindical anarquista, declaró la huelga general el día 26 de julio. El paro se extendió enseguida a las localidades próximas, se cortaron las comunicaciones, se levantaron las primeras barricadas en las calles y hubo enfrentamientos entre obreros y fuerza pública. La Semana Trágica fue una revuelta popular sin jefes visibles en la que se recuperaba en la calle el espíritu de 1873, y cuyos protagonistas más activos en los asaltos a las armerías y almacenes, en las quemas de conventos y otros actos de sacrofobia fueron las mujeres y los niños. Sin embargo, aunque presentó rasgos típicos de «bullanga», no fue una mera explosión de irracionalidad popular, sino una mezcla de formas tradicionales y modernas de protesta, de motín y huelga general. Su propagación por toda Cataluña y su impacto en otras ciudades españolas apuntan a causas complejas, a sentimientos de exclusión en las clases populares que provocaron una reacción de desobediencia colectiva contra el Estado. A la impopularidad de una guerra de la que se libraban los ricos y a la indiferencia de un Gobierno que clausuraba las Cortes para eludir las críticas de la oposición se sumó el discurso anticlerical que orientó la ira popular contra las órdenes religiosas, los conventos y las casas de beneficencia, y no contra los patronos, los bancos o las fábricas. La responsabilidad de la revuelta recayó sobre republicanos radicales, catalanistas y anarquistas, y la represión fue muy dura. Además de los más de setenta muertos y quinientos heridos, se quemaron más de un centenar de edificios y los procesos abiertos fueron incontables. Al final, se dictaron cinco condenas a muerte, más de medio centenar de cadenas perpetuas, además de numerosas penas de prisión y destierro. Una de las condenas a muerte, la de Francisco Ferrer Guardia, publicista anarquista y director de la Escuela Moderna, considerado ideólogo de la revuelta, provocó una campaña internacional de simpatía hacia su causa, ante la negativa de indulto del jefe del Gobierno, Antonio Maura, representante de la derecha católica. La repulsa de la ciudadanía al fusilamiento de Ferrer quedó patente en el «¡Maura, no!», que resonó en las calles de muchas ciudades españolas [véase el capítulo 3]. El movimiento obrero en los primeros años del siglo XX había dejado definitivamente atrás el «espontaneísmo», en un proceso característico en el que la dirección de la protesta correspondía ahora a la organización. A pesar de que las cifras de afiliación eran bajas si se comparan con las de Gran Bretaña, Alemania, Francia e Italia, las «viejas» sociedades obreras se habían convertido en «sindicatos» y habían modernizado el conflicto laboral. Mientras los sindicatos socialistas, fieles a la orientación moderada de la UGT, defendían la «huelga reglamentaria», en las sociedades de orientación anarquista se habían incorporado las nuevas tácticas de «acción directa» del sindicalismo revolucionario procedente de Italia y Francia. Bajo el pomposo nombre de «huelga general», se convocaron en esos años numerosas huelgas de carácter local en Barcelona, Sevilla, Gijón, Córdoba y Huelva, conflictos que se radicalizaron mucho contra los patronos, que también comenzaban a organizarse corporativamente. La constitución a finales de 1910 en Barcelona de la CNT, el gran sindicato anarquista, culminaba un proceso problemático para la articulación de un sindicalismo de movilización y combate que caracterizaría su trayectoria en lo sucesivo. La Gran Guerra de 1914, a pesar de la neutralidad oficial española, representó una profunda conmoción para una sociedad en pleno proceso de transformación [véase el capítulo 4]. La Primera Guerra Mundial alteró las reglas del comercio mundial y, mientras que las burguesías industriales y de negocios –la banca, la minería, los navieros o los siderúrgicos fueron los más beneficiados– se enriquecían sin esfuerzo a costa de la sobreproducción de un mercado de sustitución que les brindaba la neutralidad en España, las clases medias, las medias bajas y las bajas, sufrían directamente los efectos de la inflación. Todos los intentos de gravar los beneficios del capital y las rentas para engrosar los presupuestos del Estado habían chocado con la resistencia de las oligarquías locales que dominaban las diputaciones provinciales y la modernización de la Administración se había hecho imposible por falta de recursos. Las campañas en «pro de las subsistencias», como se llamaron entonces, que se llevaron a cabo en todo el país para protestar por la subida de los precios, fueron la respuesta popular a la ineficacia de las leyes y disposiciones establecidas desde febrero de 1915 para reducir el coste de las importaciones de productos de primera necesidad y regular los precios y tasas de consumo. El malestar, por encima de antagonismos de clase, se manifestaba en esta ocasión contra un Estado débil, incapaz de dar respuesta a las demandas de una sociedad en pleno proceso de cambio. La lucha entre «civilización» y «barbarie», como metáfora de la causa de la democracia que defendían Francia y Gran Bretaña frente al militarismo de los imperios centrales, se materializó en España en forma de una polémica entre aliadófilos –partidarios de la causa de las democracias– y germanófilos –partidarios de los imperios centrales bajo la neutralidad oficiosa–, que movilizó a la opinión pública dividiéndola. En un ambiente inflamado de patriotismo por la Gran Guerra, el nacionalismo, que desde la crisis del 98 había comenzado a manifestarse en términos de identidad diferenciada en Cataluña y en el País Vasco –en menor medida, en Galicia–, había adoptado forma de conflicto entre las pretensiones autonomistas de catalanes y vascos, y los partidarios de la unidad nacional, como en las movilizaciones que precedieron a la crisis de agosto de 1917. En el llamado «mitin de la neutralidad» celebrado en Madrid en mayo de 1917, Antonio Maura defendió la postura oficial de neutralidad, pero en el igualmente multitudinario mitin de «las izquierdas», celebrado apenas un mes después, Alejandro Lerroux y Melquíades Álvarez, entre otros intelectuales y líderes del republicanismo, apelaron abiertamente a la «República» en una atmósfera entusiasta de aliadofilia, que provocó algunos incidentes. La convocatoria de una Asamblea de Parlamentarios para exigir una reforma de la Constitución, que habría de celebrarse el 19 de julio de 1917 en Barcelona y que, prohibida por el Gobierno, no llegó nunca a cumplir su cometido, fue el primer paso de un proceso en el que el descontento había aproximado a las diversas fuerzas políticas de oposición –republicanos, socialistas, catalanistas, etcétera–, así como a los sindicatos, en pro de un cambio y que desembocó en la convocatoria de una huelga general nacional en agosto. Sin embargo, la huelga fracasó a excepción de en zonas como Vizcaya o Asturias, donde la movilización sindical, que había sido muy intensa, permitió darle cierta cohesión a la revuelta, que, finalmente, fue duramente reprimida por la fuerza pública y el Ejército. El fracaso de agosto de 1917 fue decisivo para que los sindicatos de clase reforzaran en lo sucesivo su escepticismo ante la posibilidad de colaborar no sólo entre sí, sino también con otras fuerzas políticas, avivando sus objetivos de transformación social, como se puso de manifiesto en las movilizaciones del invierno de 1918-1919, a causa del impacto de la Revolución bolchevique que parecía aproximar a la realidad el sueño de un nuevo orden. El sindicalismo, no sólo de clases, sino también el libre, el patronal o el católico, había experimentado un crecimiento sin precedentes. El sindicato ya no era una asociación defensiva de carácter privado, sino que aspiraba a ser representante legítimo de los trabajadores y reclamaba su reconocimiento como sujeto jurídico de derechos para la negociación colectiva. La huelga, el conflicto laboral por excelencia, había dejado de ser un conflicto individual y se había convertido en un conflicto colectivo. Ya no eran sólo los trabajadores de oficio los que protestaban y se asociaban; peones, jornaleros, dependientes de comercio, marinos mercantes, profesiones liberales, militares descontentos o patronos, todos constituían sindicatos, corporaciones o juntas y establecían redes formales e informales para la defensa de sus intereses de clase, de grupo o de género. Un ejemplo evidente fue el de un asociacionismo feminista de mujeres obreras, de clases medias e intelectuales –entre otras, la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME) se creó en 1918 y, en 1921, la Cruzada de Mujeres Españolas–, cada vez más activo y movilizado contra la Iglesia y el Gobierno. En la oleada de conflictos y huelgas que se produjeron en Andalucía entre 1918 y 1920, que se conoce como Trienio Bolchevique por influencia de la Revolución rusa, no había nada del milenarismo de las revueltas campesinas anteriores y el reparto de tierras, sino la reivindicación de mejores contratos de trabajo. Cientos de huelgas, no sólo en el campo, sino también en las capitales de provincia y en las ciudades, protagonizadas por trabajadores de muy diversos oficios y sectores –centenares de huelgas en Córdoba, Málaga, Granada, Sevilla…–, con acciones transgresoras tradicionales, pero también con nuevas formas de socialización, campañas de propaganda muy efectivas, asambleas masivas y boicots, no pueden ser consideradas una revolución espontánea de campesinos airados, sino una acción colectiva coordinada en pro de derechos sindicales, reformas en los ayuntamientos y soluciones negociadas para mejorar la productividad y los cultivos. También en la huelga de La Canadiense de 1919 en Barcelona había reclamación de derechos sindicales, cuyo déficit crónico era un obstáculo insalvable para el programa de pacificación de las relaciones laborales que auspiciaba el Instituto de Reformas Sociales. El conflicto, inicialmente una huelga muy localizada por el despido de varios trabajadores sindicados, se convirtió, gracias a una acción planificada por la CNT, en un paro general que dejó la ciudad sin agua, luz o transportes durante varios días. Aunque las autoridades locales y los representantes del Gobierno trataron de buscar soluciones negociadas, e, incluso, en un claro gesto hacia los huelguistas, el jefe del Gobierno liberal, el conde de Romanones, decretó la jornada de ocho horas, el éxito de la CNT suponía un desafío intolerable para el poder militar. Como no fue posible un acuerdo para que los huelguistas volviesen al trabajo sin represalias y los presos anarquistas fueran liberados, la CNT declaró la huelga general y, como respuesta, la patronal decretó el lockout. El Gobierno cayó, hubo suspensión de garantías constitucionales y se declaró el estado de guerra en Cataluña, con la consiguiente represión contra las sedes sindicales y los sindicalistas de la CNT más activos, con penas de cárcel, destierro y multas. Incapaces de legislar sobre el contrato colectivo de trabajo o de reconocer al sindicato como sujeto jurídico de derechos, y contraviniendo, incluso, las directrices que en materia de legislación laboral le daba la Organización Internacional del Trabajo (OIT), de la que España, como firmante del Tratado de Versalles, era miembro, los gobiernos se limitarían a partir de entonces a amparar, de forma tácita o explícita, la política antisindicatos de las asociaciones patronales españolas, rearmadas desde sus recién constituidas corporaciones nacionales. Incompetencia o pasividad cómplice que sólo generó más violencia y terror, especialmente en Barcelona, escenario de una «guerra» entre pistoleros a sueldo de la patronal y activistas de la CNT, que llenó sus calles de muertos (sólo en el primer semestre de 1923, se registraron 53 muertos y 102 heridos en atentados, 23 atracos, 11 bombas, 22 tiroteos y dos incendios intencionados, entre otros actos de violencia menores). En marzo de 1922, el asesinato en Madrid del entonces jefe del Gobierno, el católico-social Eduardo Dato, por un comando anarquista, fue la venganza. Antes, en junio de 1921, el desastre de Annual, una temeraria maniobra militar en Marruecos que fracasó y provocó la muerte de 10.000 soldados españoles, movilizó, una vez más, a la sociedad española contra la guerra. El debate parlamentario sobre Annual, verbalmente violento y muy polarizado entre los diputados «impunistas» y los «responsabilistas», se trasladó a una opinión pública escandalizada ante el papel del Ejército, e, incluso, del propio Rey, en la gestión española en el protectorado [véase el capítulo 4]. La solución a la crisis de legitimidad del régimen tomó en septiembre la forma clásica de un golpe militar con el pronunciamiento del general Miguel Primo de Rivera, que con el beneplácito del Rey, que lo interpretó como un simple cambio de Gobierno, el apoyo de los terratenientes, las burguesías patronales y la inacción de la opinión pública, aspiraba a poner fin al desgobierno en el país, a la subversión social y a la amenaza separatista.

Por cierto, lo del anarquista suicidado de dos disparos en la cabeza es un hecho real, una controversia que está saliendo ahora basándose en una foto de prensa de la época en la que sale el cadáver con los dos tiros

https://www.abc.es/historia/abci-suicidio-o-ejecucion-misterios-sin-resolver-asesino-presidente-espanol-jose-canalejas-201909170225_noticia.html

En su momento la "negligencia policial" fue un escándalo pero creo haber leído en algún sitio que la foto no se vio tan clara con la impresión de los diarios de la época así que que lo sepa Virginia puede ser más por rumores que ha oído en ambientes revolucionarios.

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31/01/2020, 09:18
Virginia Echagüe

Por cierto que Franco escribió un libro con un pseudónimo acusando a los masones de estar detrás del magnicidio de Canalejas...

Sí, este Franco, solo que más joven:

 

y se rodó un cortometraje poco después con una dramatización de los hechos que ahora queda la mar de pintoresca (no es que no quede pintoresco el video anterior...):

En el que el mismísimo Pepe Isbert se lució en el papel del terrorista. Sí, este Pepe Isbert, el genial actor, sólo que unos años antes:

 

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31/01/2020, 12:43
Valerio Buendía

¿Que Isbert se levante después de muerto, es para pegarse el segundo tiro, o es que el director no le echó muchas ganas?

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31/01/2020, 13:44
Dr. Jose Maria Rocavila

Un par de podcast de la aviación en la guerra del Riif y de annual. Son desde un punto de vista militar pero son chulos el otro día estuve oyendo otra vez annual.

https://www.histocast.com/podcasts/histocast-56-de...

https://www.histocast.com/podcasts/histocast-158-l...

Tengo alguno más por ahí. Luego busco y os enlazo.

 

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31/01/2020, 14:32
Valerio Buendía

Algo he leído sobre eso. De hecho me hice el personaje de Ingenieros con toda la idea XD

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01/02/2020, 11:16
Dr. Jose Maria Rocavila

Otro par de Podcast de la época que nos ocupa, de mis habituales. De echo estoy volviéndolos a escuchar para entrar en la ambientación y tomar alguna idea jejeje.

Hablan sobre la historia del fascismo español desde un punto neutral. También dan algunas pinceladas de la situación general. Aunque la gran mayoría es posterior al 1922 aunque nos ocupa algo se puede aprovechar. Aquí aparece el tocayo de nuestro anfitrión. 

https://antenahistoria.wordpress.com/2019/10/11/06x04rh-historia-del-fascismo-espanol-de-la-cuna-a-la-guerra-civil/

Este segundo es la historia de España entre 1909 y 1923 es perfecto para nuestra aventura.

https://www.ivoox.com/05x13-ruta-historia-espana-1909-1923-22-02-19-audios-mp3_rf_33585096_1.html

Espero que os gusten.