Partida Rol por web

Este hombre tiene don de mando. Escucha y combina, optimizando las ideas de los demás, animando a la acción. Si no fuera porque la situación es seria, me cuadraría y le haría el saludo militar para hacerle una gracia.

—Me parece ideal.

- Estoy de acuerdo, Sargento. Vamos al asunto cuanto antes.

Me aliso la casaca y la gomina. Parecer respetable es parte del trabajo, y yo quiero llegar al fondo de este asunto tanto como el que más. Si se están cometiendo agresiones -como sugiere Virginia- por una supersitición pagana, me gustaría que dejase de pasar. 

Y cuando queremos algo, los de ingenieros tenemos cabeza dura.

Debatísteis "cómo entrar" y qué hacer delante de la puerta de quien íbais a abordar. Desde luego, ese tipo de acciones no se las enseñarían a Marro en el cuerpo, allá en Barcelona. El caso es que estábais en una situación ambigua, desesperada incluso (para Ledesma, que había sufrido un asalto) y ahora "pringada" y ensangrentada con dos muertes de por medio. Por ello, el "cómo entrar" y qué hacer se antojaba díficil, y ello era comprensible. Finalmente, tras aportar cada uno un parecer, quedásteis en que íbais a soltar cierta información o petición para ir incluyendo, a medida que transcurriendo los hechos, más datos.

El doctor llamó a la puerta, y segundos después la música seguía, sin que nadie abriera. Volvísteis a aporrear, esta vez más fuerte, y el sonido orquestal de la pieza musical se detuvo. Entonces unos pasos llegaron hasta la entrada y abrieron la puerta.

Era una mujer con un vestido negro y un faldón blanco, muy discreto, con bordados blancos también en los extremos de la falda y las mangas. Su pelo era oscuro y recogido en diadema, y rondaría, seguramente, los cuarenta. La mujer se asustó un poco al ver a tres hombres y una mujer en su puerta. Lo notásteis porque pestañeó demasiado, tragó saliva y, tras escudriñaros rápidamente, habló con fina voz.

¿Sí? -alcanzó a decir-. Buenos días...

Y no dijo más, esperando a que vosotros hablárais. Veíais el interior de la casa desde allí, al menos el pasillo que presentaba la casa, y la vivienda era bastante corriente: una cómoda en la entrada, un cuadro, un perchero, un suelo adoquinado... nada especial ni lujoso como el "palacio" de don Ramiro.

- Buenos días. - Saludó el sargento. - Mateo Hinojosa. - Se presentó. - ​​​​​Venimos buscando al señor de la casa, al señor Mallard. - Respondió Marro. 

No pensaba dar más información. Había saludado, se había presentado aunque hubiera dado un nombre falso y había descrito que querían, ver André Mallard. Cuanta menos información le diera a la sirvienta, mucho mejor. Ahora tocaba ver cómo respondía aquella mujer y fijarse no solo en sus palabras, sino también en su lenguaje corporal.

La mujer dirigió la vista hacia el inspector Marro.

El señor Mallard no está. Está de viaje -dijo-. ¿Vienen a pedir cita? La consulta está cerrada de momento. Puedo mirar en la agenda si lo desean y concertarles un día, para cuando vuelva.

La mujer quedó esperando.

—Sí, sí, claro, por favor.

Improviso. Voy entrando con naturalidad. Está claro que de ella no vamos a sacar mucho y quiero usmear dentro de la casa.

Entró detrás de Virginia a la casa, sin dar pie a que la sirvienta pueda ponernos impedimentos. Entre los cuatro seguro que podemos echar un ojo seguro que podemos obtener algo de información. 

- Nos habían dicho que podríamos encontrarle aquí, tenemos un asunto que nos urge un poco. ¿Sabe cuándo volverá?

Voy junto a Virginia a entretener a la sirvienta. De esta forma dejamos libertad a las fuerzas del orden a ver si pueden obtener alguna información. Mientras entramos en la casa observó que hay. Miro a Virginia para intentar averiguar que está pensando, a ver si me susurra alguna cosa. A la vez que esperamos que busque el cuaderno de las citas le pregunto quitándole importancia.

- Señorita lleva mucho tiempo en esta casa.

- Si... - Intervino el sargento. - Es extraño puesto que quedamos con él... - Se encogió de hombros. - ¿Tiene su agenda por ahí? ¿Podría comprobarlo? - Le preguntó.

Su intención, como la del resto, era la de entrar allí dentro y tratar de husmear un poco. Cualquier cosa podía ser una pista, cualquier indicio podía ser interesante.

El doctor Rocavila, con Virginia en vanguardia, fueron quienes se internaron como si nada en cualquier edificio. El caso es que la mujer no hizo ademán de evitar ello, y enseguida os guió hasta la primera habitación más cercana a la puerta: un despacho con un escritorio y dos sillas a la izquierda. El resto de la casa era una vivienda corriente, con mobiliario no tan exquisito como el de vuestro amigo Ledesma. Allí, en el pequeño despacho, contestó al inspector Marro.

¿Y cuando quedaron con él, señor? -preguntó la mujer-. Lo comprobaré yo -echando una mirada al inspector, se colocó detrás del escritorio, abrió un cajón del mismo y sacó una agenda de tapa verde oscura. Déjenme ver, puedo darles cita, señores -mirando a Virginia y al doctor Rocavila-, para dentro de ocho días, el veinte de abril -decía repasando varios nombres de las páginas-. Si me dicen sus nombres, les apunto. Y usted, señor -mirando a Marro-, disculpe, ¿qué día dice que tenía cita con él? -le pregunto, dado que Jose Alfonso le había dicho tal cosa-.

- Pues era hoy... - Dijo el sargento. - No debió apuntarlo bien, eso está claro... - Apuntó. - Si está de viaje quiere decir que o bien el viaje era urgente o... - Se encogió de hombros. - Meteo Hinojosa... - Repitió su nombre falso. - ¿Puede comprobarlo de todas formas? - Le sugirió.

José les dedicó una mirada a sus compañeros mientras se encontraba con Justa frente a aquella agenda. Su intención con aquella mirada, no era otra que indicarle a sus cómplices, que revisaran el lugar en busca de algún indicio que les dijera que estaban haciendo allí. Algún libro en las estanterías, algún título universitario colgado en un marco en la pared, cualquier cosa que al menos les informara acerca de con quien estaban tratando.

Miro a mi alrededor. Cuadros, símbolos ocultos, todas esas cosas que le gustan tanto a mi papá. Y también, por supuesto, los libros.

Incluso busco lugares sospechosos de ser puertas ocultas: trozos de pared sin muebles, marcas en el suelo. Todas esas cosas.

Un uniforme callado es un uniforme inquietante. ¡Si lo sabré yo!. Mientras Marro se encarga de abrumar a la sirvienta, yo empiezo a fijarme en todo: me parece mucha casualidad que el señor haya salido. De hecho es una trola muy común que, por ejemplo, la señora Pons-Pérez le cuenta a menudo al sastre cuando viene a cobrarle a su marido los atrasos del chaqué de la boda. 

Así pues, con las manos a la espalda, finjo un inocente interés en la distribución y los muebles mientras en realidad busco pisadas, olores o signos de habitación que podrían indicar que el Doctor no está de viaje: olor a puro o a pipa, por ejemplo... o más de un vaso o taza de café sobre alguna mesilla, o un ruido delator al fondo del pasillo, o un abrigo y un sombrero delatoramente colgados aún en la percha junto a la puerta. Hay mil posibles indicativos. 

Cuando entro en el despacho me dirijo hacia la biblioteca mirando los libros. Echo una ojeada para ver si encuentro algo que me llame la atención. Cunado oigo la cita que nos ofrece Justa, me acerco hacia ella y poniendo cara de perplejidad. Miro a Virginia antes de volver a mirar a la sirvienta que sujeta en sus manos la agenda diciéndole.

- ¡Ocho días! ¿No tiene nada antes? Hago una pausa, antes de continuar hablando. - Teníamos un asunto urgente que nos gustaría tratar con el señor. ¿No podría usted, encontrar un hueco antes? ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarla? 

Mientras, hago esta última pregunta echo la mano al bolsillo de la chaqueta como su fuera a sacar la cartera, pero esperando su respuesta antes de sacar la mano. Mientras espero la respuesta no dejo de mirar a la sirvienta para ver si puede averiguar alguna duda en sus gestos y palabras.

Puede ser, señor -le dijo la mujer al inspector-. Se lo miraré -añadió ahora algo forzosa-. Entonces volvió a comprobar el libro de citas; hoja para atrás, hoja para delante. Lo cerró y lo abrió de nuevo; buscó alguna nota, algo, que confirmara la cita de José Alfonso. Pero nada.

Mientras tanto, sus tres compañeros ojearon la habitación de cabo a rabo con la mirada. Todos veíais en el despacho una ventana común, una estantería con libros y baldas con muchas cartas; un mantón de tela colgado en la pared (algo un poco tenebroso y extraño); dos lámparas de tulipas amarillas y otro armario típico para guardar documentación. El caso es que Valerio, colocado allí con su uniforme, hizo un aspavientos con la mirada, e incitó a que Virginia y el doctor Rocavila también miraran: entre el armarito y la mesilla de las tulipas había un taburete. Sobre él había una caja y en su interior algo redondo: una bola de cristal (o al menos parecía cristal). A su lado, atadas con una cinta, una baraja de cartas... de tarot.

No, lo siento, le dijo -respondió finalmente al inspector Marro-. Su cita de hoy va a ser imposible, ni tan siquiera si quieren pagar el doble -mirando ahora al doctor, que había hecho ademán de sacar la cartera (¿tal vez para obtener información mediante un pago?)-. Don André Mallard no está. Salió hace unos días, y ni tan siquiera se despidió, sólo me dejó sus indicaciones: las citas, las macetas, el gato. Soy Justa, su ama de llaves. La mujer no era en absoluto alguien sin luces ni interés: ¿Ustedes son policías, verdad? -os preguntó finalmente-.

Entonces, en otra habitación oísteis pisadas. Eran finas y delicadas. Muy rápidas. Era un gato doméstico, seguramente, correteando por el salón o cualquier otra estancia.

Les habían pillado, ya no hacia falta disimular más. Era evidente que no eran clientes, pues para empezar, ni tan siquiera sabían quien diablos era aquel hombre o a que se dedicaba. Podía ser perfectamente un vidente, como un psiquiatra o incluso un dentista. Fuera como fuera, tampoco tenían las preguntas adecuadas y lo único que habían sacado en claro de aquella visita era que aquel hombre tenía afición por lo oculto y que se había marchado de forma extraña y precipitada hacía unos días. Si es que Justa no mentía claro.

Miró a sus compañeros esperando su confirmación. Podía sacar la placa y mostrársela de pasada iniciando así un interrogatorio oficial a la ama de llaves del señor Mallard. Pero eso acabaría con toda opción futura de llevar a cabo cualquier otra acción bajo el subterfugio. Aunque visto lo visto, andar con mentiras y medias tintas, no les estaba llevando a ningún lado.

Miré a Marro, que hablaba con los ojos más que algunos actores de comedia. Asentí.

Me alegro de tener a Marro en mi bando. Estoy empezando a pensar como un soldado contento de que le conduzcan como una oveja al matadero pero me da mucha tranquilidad tener a alguien que toma la iniciativa, pero con cabeza. En el ambiente de donde yo vengo la iniciativa la tienen los que menos cabeza tienen, los más "lanzados".

Me pongo seria y me cruzo de brazos, haciéndole ver al jefe que estoy dispuesta a seguirle.