Partida Rol por web

Kaleb sí que se sorprendió al ver al viejo con bigote. No se esperaba eso. ¿Cómo podía tener la expectativa de encontrar a un viejo así, tan inocente, detrás de esa criatura extraña y a la vez tierna? Sabiendo que Le Maison no era de muchas palabras, se adelantó escabulléndose por el costado y con el estoque en una mano y el bastón colgando del gancho que tenía para sujetarse al cinto, hizo un gesto de bajar el arma, aunque no la soltó.

-Buenas noches, buen hombre- comenzó el gnomo observando las reacciones tanto del viejo como del "niño" de madera -¿Qué hace usted aquí?- preguntó sinceramente sorprendido ante la visión que tenía ante él.

El Cronista estaba dispuesto a hablar, a entenderse... no hacía falta recurrir a la violencia ante la primera sospecha.

Desafiar el peligro: 9

Lo primero que sientes cuando Lineras te presta sus ojos, es un intenso olor metálico. El hedor de la sangre y la muerte inunda la sala. Notas como te atraviesa hasta desgarrar tus pulmones y el estómago, provocándote nauseas. El abrazo de la diosa te permite mantener la compostura y no vomitar ahí mismo, pero tampoco te sientes demasiado bien[1].

Una pesada y palpitante miasma surgen del muñeco y su "padre". Toda esta atmósfera te debilitaría, pues parece cubrir toda la estancia con un aura ponzoñosa, de no ser por un diminuto brillo. Una luz cálida y pura como la de la propia Lineras brilla en el cuello de Kaleb, permitiendo distinguir su esencia pura y curiosa.

Antes de que el anciano pueda responderte, escuchas un siseo. No eres capaz de decir de dónde viene, pero estás seguro de que lo has oído y de que se trata de alguna clase de serpiente. ¿Pero de dónde puede salir una criatura como esa en un lugar como las catacumbas?

Esta vez la notas sobre el hombro:

Ten cuidado.

Sobresaltado, te giras para apartártela, pero sobre tu hombro no hay absolutamente nada. Ni el anciano ni Le Maison parecen haberse percatado de ello. El último, de hecho, parece absorto en algo que solo él parece ver.

[Ambientación]

El anciano examinó a los recién llegados con curiosidad. La mala iluminación de las runas fosforescentes ensombrecía su expresión de amabilidad. Cuando Kaleb se atrevió a romper el hielo con su pregunta, sonrió.

—Siempre me han gustado los lugares pequeños y recogidos. Son como escondites, ¿sabéis? Refugios del ruido mundano y las prisas del exterior. Mi taller, mi humilde tienda de zapatos o este lugar son buenos sitios donde pasar el rato… Sobre todo cuando me permiten estar cerca del trabajo —añadió de forma misteriosa.

La rata que sostenía en su mano dejó de moverse. La sangre comenzó a manar de esta, oscureciéndose hasta tomar un tono púrpura en cuanto tocó las marcas del suelo. Algo vibró en la habitación. Un sudor frío comenzó a resbalar por la frente de Le Maison y Kaleb. El vello de la nuca se les erizó. Algo comenzó a agitarse en la oscuridad, a sus pies, pero estaban demasiado absortos en la mirada del anciano.

—¿Y qué me decís vosotros? Tan jóvenes y tan perdidos. ¿Habéis venido a jugar? Las catacumbas no son un lugar adecuado para un par de niños como vosotros.

Le Maison retornó al mundo ordinario tras la visión de Lineras en la que apreció la maldad del anciano, su muñeco y de la sala donde se hallaban actualmente. Pocas veces había mirado a un mal tan intenso fuera de las tierras fronterizas y maldijo internamente su imprudencia al seguir al muñeco directamente hasta lo que parecía una trampa.

Rápidamente desenvainó su espada y miró con rabia al anciano y a su muñeco, tras lo que dijo con poca convicción y mientras se interponía entre Kaleb y los habitantes de las catacumbas:

-Enemigo de Lineras, en su nombre y en el de los Caballeros del Santo pendiente te ordeno que te entregues junto a tu maléfica criatura para ser juzgado por tus numerosos crímenes.

Kaleb parpadeó rápidamente varias veces, y hasta se llevó un dedo al oído desde donde había escuchado ese siseo/voz. Pero tampoco se pudo concentrar demasiado en eso ya que el viejo comenzó a hablar de una forma que era para nada tranquilizante. Sin contar el hecho de que la rata acababa de ser sacrificada para vaya uno a saber qué propósito malsano.

-Más que jugar, estamos trabajando...- comenzó a decir el gnomo, con la sensación de que no debería estar respondiendo, pero gracias a todos los dioses de Zork, Le Maison lanzó su cháchara caballeresca.

Había visto más de una vez cómo esa intimidación funcionaba, aún siendo tan poco estratégica, pero en este caso, por la naturaleza incierta de ese viejo que poco tenía de amable, dudaba de que fuera así. Pero parecía que ahora había mucho más de qué preocuparse, por lo que comenzó a levantar el estoque y perfilarse en posición de combate de esgrima...

El anciano rió por lo bajo ante las respuestas de Kaleb y Le Maison. Con delicadeza, levantó la mano con la que acariciaba a la marioneta e hizo un gesto extraño con los dedos. Al instante, el muñeco se abalanzó contra el caballero, que se revolvió violentamente para quitárselo de encima. Por suerte, logró desembarazarse de él, dejándolo caer inerte sobre el suelo. En cuanto dirigieron la vista al muchacho de madera, vieron algo que les heló la sangre.

[Música ambientación]

Unas miasmas de oscuridad comenzaban a tomar forma y a retorcerse. Siete larvas del tamaño de un perro pequeño surgieron del suelo, aullando de forma espantosa. Tenían el color de la carne enferma, pero lo más horrendo eran sus caras: rostros desfigurados, parodias de un ser humano, con ojos vidriosos y bocas llenas de dientes que babeaban constantemente.

Las criaturas se volvieron contra el cronista y el caballero, arrastrando sus flácidos cuerpos hacia ellos. Sus constantes lamentos inundaban la habitación. Eran como los quejidos de un recién nacido, un chillido desgarrado y agudo[1].

El anciano simplemente desapareció, envuelto en la miasma.

-¡Retrocede al pasillo!- le gritó a su compañero retrocediendo a su vez -¡Son demasiados y allí nos superan!-

Él se sentía mejor acobijado por las paredes del pasadizo, más que una sala repleta de criaturas que chillaban como recién nacidos.

Necesitaba cortar con ese sonido. Sabía lo que podía lograr algo así en la moral. Tenía que acallarlo. Tenía que traer luz a todo esto.

Las oscuridad desciende,
cuando los justos despiertan.
La noche cae, y el día asciende,
al embrazar el escudo y la espada.

La luz nos guía hacia la victoria,
el mañana brilla ante nosotros.
El mal retrocede sin escapatoria,
al tenernos frente a él.

¡Por Lineras! ¡Por el Santo Pendiente!¹

Le Maison se colocó delante de Kaleb y le cubrió mientras se iba replegando lentamente. Al intentar golpear a una de ellas en la cabeza, Le Maison comprobó que las criaturas eran endiabladamente rápidas, así como escurridizas, por lo que ésta de manera sorprendente fue capaz de hacer una pirueta casi imposible usando sus cortas patitas y que el espadazo no le alcanzara.

Le Maison se interpuso entre las inquietantes larvas y Kaleb, que había iniciado la retirada hacia los pasillos. Las criaturas comenzaron a rodear al caballero del Santo Pendiente, babeando, corroyendo su carne y oxidando el metal de su armadura[2].

Colocado junto al arco de la puerta, reprimió un aullido de dolor. Su espada describió un arco en vano. Eran seres escurridizos, que se arrastraban y chillaban de manera repugnante. Aquel instante de agonía fue suficiente para que una sombra se colase por su costado derecho y se abalanzase sobre Kaleb[1]. El cronista vio fugazmente el inexpresivo rostro del muñeco antes de que le cubriese por completo en su abrazo[3]. Con horror, notó como cientos de agujas atravesaban el tejido y la carne su espalda en el momento en que la marioneta se le aferraba. Su mente comenzó a enturbiarse.

Una vez que Maison se dio cuenta de la rapidez de esos seres, hizo una finta y cuando la larva saltó en el aire aprovechó para ensartarla con su espada larga*. Mientras retrocedía le dijo a Kaleb: -Resiste su influjo, no te dejes poseer como el guardia al que vimos.

Kaleb no pudo darse la vuelta con la suficiente rapidez, y el maldito muñeco demoníaco se le prendió de la espalda. Pronto comenzó a sentir cómo la mente se nublaba y empezaba a perder la noción del espacio y el tiempo...

A jugar pequeño diablillo
a jugar que hay mucho allí fuera.
A jugar que el día está radiante
y la lluvia se aleja.

A jugar que así aprendes a vivir,
a disfrutar de todo esto.
A jugar que es la mejor manera,
la mejor manera de vivir.

El gnomo comenzó a cantar una canción que su madre le cantaba cuando estaba enfermo. Era una canción que había forjado su forma de ser: disfrutar, jugar, alegrarse por la vida. Tenía que resistir y luchar. Comenzó a golpear al muñeco llevándolo de una pared del pasillo a la otra, intentando que lo suelte...

Aunque trató de resistirse como pudo, la marioneta logró completar su abrazo. Quizá fuese por el hecho de que la voluntad de aquel muñeco estaba atada a su padre. Quizá el aullido de las larvas lograba ahogar la voz del cronista, impidiendo que sus dulces notas surtiesen efecto. 

Las pupilas de Kaleb ascendieron hasta ocultarse detrás de sus párpados, dejando los ojos en blanco. Trató de dar un paso y levantar el estoque. No obstante, parecía que aún no se había acostumbrado al peso y las articulaciones del bardo.

Pero no había tiempo que perder. Las larvas seguían rodeando a Le Maison, algunas colándose entre sus piernas. Siempre gimiendo. Siempre babeando.

Tus brazos y tus piernas estaban fuertemente atados. Te encuentras flotando en mitad de un espacio en blanco en el que solo oyes dos corazones. Cada uno late a una velocidad distinta. Uno más propio de un gnomo, pero el otro es acelerado, como el de un animal intranquilo. Algo en tu interior gruñe y se revuelve.

De pronto, una voz resuena en tu cabeza. Suena distante, como la de aquella serpiente, pero esta vez tiene un marcado acento rhusiyano y te resulta muy familiar.

¿Volk?

Esa bestia forma parte de ti. Quizá sea mejor liberarla. ¿No crees, Kaleb?

-¿Volk?- musita Kaleb extrañado mirando hacia todos lados -¿Eres tú?-

Podía sentir tanto su corazón como el del muñeco, y era realmente extraño. Dos corazones. Tal vez algo así sentía una mujer embarazada cuando estaba por dar a luz. Aunque lo que estaba allí no era para nada algo luminoso.

¿Esa bestia? ¿Qué bestia? pensó el gnomo... aunque de pronto se le iluminó el rostro. No estaba seguro de si era algo bueno, después de todo, hasta donde sabía, había herido a Le Maison... o eso recordaba difusamente. Lo que sí estaba seguro era que si tardaba en liberarse del abrazo del muñeco, estaría muerto él, el caballero y todo lo que sabían.

Gritó para sacarse la frustración de ver todo blanco, de saberse atrapado en su propia mente, sin siquiera saber qué estaba haciendo el muñeco con su cuerpo. Pero rápidamente encontró el medallón de plata, ese que lo había sentido con intensidad cuando había bajado raudamente por el árbol.

Si él era un licántropo, además de Cronista, cantautor, trovador, músico, escritor, espadachín, y vaya uno a saber cuántas cosas más definen a una persona, tenía que sacar al animal que había en él. De esa forma tal vez el muñeco no podía controlarlo. Realmente no lo sabía, pero era una esperanza, aunque de esa forma pudiera herir a Le Maison, un animal siempre se va a centrar primero en el que le está haciendo daño, no en otro que está ocupado cercenando gusanos...

Se sacó el medallón y lo guardó en un bolsillo...

-Vamos... vamos... vamos...- dijo el gnomo cerrando lo ojos, apretando los dientes, pensando en cómo podría pensar un animal -¡Vamos! ¡Aaarrrgggghhhh!- y gritó con toda su fuerza...

Le Maison se dio cuenta de que si seguía de esa manera iban a morir todos. A las larvas se iban a añadir en breve los ataques de Kaleb, así que tomó una decisión poco ortodoxa, correr lo que le permitieran sus piernas para dejar atrás a sus enemigos, esperando que Kaleb le siguiera y pudiera "encargarse" de él a solas y haciéndole el mínimo daño posible. Ya tendrían tiempo luego de volver con refuerzos y destruir ese pozo de maldad.

Le Maison ya había partido en dos a una de las larvas con su espada. El aullido había sido terrible, pero lo más desagradable era ver cómo se descomponía lentamente en el miasma, como si volviese a formar parte de este.

Ver cómo el muñeco se abalanzaba sobre Kaleb y comenzaba a controlarle ya fue demasiado. Las quemaduras de sus babas le dolían a horrores, pero podía soportarlo*. Con un poco de suerte, lograría ganar terreno a las larvas si corría lo suficientemente rápido.

Como pudo, logró esquivar la torpe estocada que le lanzaba el cronista —parecía que la marioneta ya controlaba mejor aquel nuevo cuerpo—. Se lanzó a los pasadizos vagamente iluminados de las catacumbas sin mirar atrás. Uno tras otro se abrieron ante él. Por desgracia, la prisa le volvió poco cuidadoso. ¿Habían venido de la derecha o de la izquierda? Hasta que se topó inevitablemente con varios callejones sin salida y tuvo que volver sobre sus pasos para tomar otro camino.

Cuando encontró el tercer pasillo cerrado, comenzó a escuchar pasos detrás de él. Kaleb, con los ojos en blanco, se estaba acercaba con la espada por delante.