Partida Rol por web

En los ojos de un extraño

Bidwell´s House. Blenheim Terrace. St. John´s Wood. London, UK.

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02/08/2010, 20:54
Director

La mortecina y ligera neblina cae sobre Londres, y apenas puede ser combatida por las farolas de gas, encendidas por los operarios del ayuntamiento hace ya algunas horas, cuya trémula llama parece parpadear y baiolotear bajo los caprichos de la débil brisa con olor a carbón y a madera quemada.

A lo lejos, el Big Ben resuena en la noche, sobreponiéndose al ruido de las pezuñas y al chirrido de las ruedas de los carruajes que se dirigen hacia la mansión de John Bidwell en el barrio residencial de St. John´s Wood.

No hace ni medio día que habéis recibido ivitaciones personales a participar en una fiesta en la mansión de John Bidwell, en lo que parece ser uno de los acontecimientos sociales de la temporada y se espera que toda la clase alta londinense esté allí.

Poco sabéis de John Bidwell, aunque todos habéis coincidido con él alguna vez hace ya tiempo, años quizá, posiblemente en algún baile o en alguna cacería. Bidwell es un emprendedor nato con bastantes participaciones en las empresas navieras y en la industria de Inglaterra y de las colonias. Un caballero sin miedo a enfrascarse en apasionantes aventuras que le han llevado a visitar América, Oriente y Australia; y famoso por su agudo ingenio y su entusiasta mente. Nunca se ha casado y no tiene familia. es uno de los slteros mas codiciados de todo el Imperio británico. Posee, como podéis imaginar, importantes contactos incluyendo algunos miembros de la Familia real.

Bidwell ha estado algo ausente de la sociedad durante algún tiempo debidoa alguna exótica enfermedad, pero ahora, 3 meses después, ¡reaparece en la vida social en el evento de la temporada!

Una vez el carruaje llega hasta la puerta de la bien iluminada mansión, el cochero se dispone a abriros la puerta. Un hombre contratado para la ocasión se encarga de llevaros el abrigo y las estolas de piel al guardaropa tras comprobar vuestras invitaciones y el impecablemente vestido y educadísimo mayordomo se encarga de guiaros hasta el salón y presentaros a viva voz ante la flor y nata de la sociedad londinense que se encuentra allí reunida, disfrutando de un baile, de la música con la que nos deleita un cuarteto de cuerda, del enorme buffet dispuesto en cubertería de plata y copas labradas de delicado cristal de Bohemia así como del extraordinario champagne traido del otro lado del Canal de la Mancha.

- Tiradas (1)

Tirada oculta

Tirada: 4d100
Motivo: conocimientos /4
Resultados: 96, 9, 62, 72

Notas de juego

Y en estas circunstancias, todos y cada uno de vosotros podéis decidir si os habéis conocido previamente o si es la primera vez que os veis (si es así sería interesante que hiciérais buenas migas durante la velada...) así como vuestro grado de amistad con John Bidwell. Tened en cuenta que a las fiestas en la época incluso se invita a gente completamente desconocida pero de la que se ha oido hablar.

Poned en vuestro historial lo que vuestros compañeros saben de vosotros. Todos sois de clase media/alta y alta, con lo que es bastante probable que cada uno de vosoros haya oido hablar del resto y que os hubiérais conocido previamente. ¿lo desarrolláis vosotros mismos? Y así vamos haciendo algo de tiempo en lo que se puede reincorporar Shabanna, que ha tenido algunos imprevistos justo en el momento de comenzar la partida.

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02/08/2010, 21:32
Director

Pero tu bien sabes que Bidwell no estuvo enfermo. Sabes que estuvo en un sanatorio mental: en el Allbrooke Asylum situado en Mercy Hill, en Gloucester. Pero sus poderosos amigos intentan, y lo consiguen, mantener en secreto.

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03/08/2010, 18:36
Annette Bulwer-Lyell

“…Recordó de nuevo que la sierra lo había cortado en dos, por la mitad, como a dos siameses. Y que las dos mitades de aquellos gemelos opuestos –como la imagen invertida que reflejan los espejos- fueron colocados en el ataúd, no unidas como en vida, sino una frente a la otra. Cada ojo mirando fijamente al otro ojo. Casa agujero de la nariz inhalando el aliento expelido por el otro. La mejilla izquierda frente a la derecha. El codo derecho cruzado sobre el izquierdo. Y entonces le había preocupado que lo primero que vería al despertar el Día del Juicio Final sería, no la gloria ni la majestad divina, ni siquiera a su padre su madre, su esposa y sus hijos. No, nada de eso: vería su otro ojo.”

Annette alzó la cabeza y miró hacia la puerta de su pequeño estudio, decorado con tapices y muebles en tonos perla y borravino, cuando escuchó dos suaves golpes en la puerta. Entonces, asomó el rostro sonriente de su prometido:

Cariño, es la hora.

Annette asintió con un silencioso ademán y guardó sus papeles en un cajón lateral. (Dieciocho pliegos de color marfil surcados por una escritura de caracteres puros y sencillos con tímidos rasgos que sugerían cierta opresión.) Se incorporó, tomó entre sus manos un abrigo azul que descansaba sobre un pequeño sillón y se lo colocó abotonándoselo hasta la garganta. Luego, se paró frente al antiguo espejo de cristal de roca y sonrió. Amaba la imagen sutilmente distorsionada que derramaba el cristal de roca. Sumergirse en uno de esos espejos era como retroceder en el tiempo, a otro tiempo quizá menos feliz pero más heroico, más real, sin los artificios de los que hacía gala una ciudad sedienta de novedades.

El invierno desplegaba una gélida niebla de tonos chocolate lacerada por las pinceladas crepusculares de las farolas que proyectaban una inquieta trama de luces y sombras. El viaje fue breve, tan breve como larga prometía transcurrir la velada. La muchacha tomó el brazo que le ofrecía su prometido y juntos ingresaron a la mansión Bidwell atravesando un hermoso vestíbulo con algunas reminiscencias Tudor, con sus puertas y ventanas altas y estrechas y sus pequeños paneles de cristal que multiplicaban las luces de las lámparas.

Aquellas presentaciones, a viva voz, conque algunas casa londinenses estilaban recibir a sus invitados, emulando la pomposidad francesa, incomodaban a Annette, su natural timidez se veía avasallada. Pero como todo lo malo, si breve, menos malo… Pronto se fundió entre la concurrencia como la lluvia en el mar. De la mano de Clayton Lyell, su prometido, recibió y devolvió cumplidos, agradeció alguna deferencia y pronto se ubicó a la vera de aquella sinfonía de colores, aromas y palabras para curiosear las estampas de aquella fiesta, postales de un siglo próximo a transitar su última década y de una ciudad que se jactaba de ser “la capital del mundo”.

El embajador norteamericano departía con unas damas sobre la dulzura del acento de Boston comparado con el dejo londinense. Más allá, Lord Roddle escuchaba imperturbable el discurso de un joven esbelto y orgulloso cuyo semblante evocaba los héroes y dioses de los óleos de Poussin. Y hacia el fondo del salón vislumbró la inconfundible silueta de la aristócrata húngara Adèle van Nadasdy, con quien compartió un par de veladas. La hermosura es una fuerza trágica, pensó Annette mientras contemplaba las facciones perfectas y la insoslayable orgullosa tristeza de sus gestos.

Clayton le rozó el hombro y susurró unas palabras a su oído; la joven asintió. Fue entonces cuando una voz de soprano atrajo su atención.

— Los poetas son muy generosos. En vez de regalar diamantes, regalan lunas y estrellas…

La muchacha se giró y descubrió entre la concurrencia a una mujer de unos cuarenta y pocos años, de voluptuoso atractivo, y una miríada de joyas pendiendo de sus orejas, cuello y manos. A su lado, un joven que reconoció como uno de los asiduos concurrentes a las veladas poéticas organizadas por Wilde. Annette sonrió, no por aquella escena ni por los deliciosamente descarados comentarios con los que aquella mujer fustigó a los hombres que la flanqueaban, sino por una idea que atravesó su cabeza como un relámpago, que tiñó sus mejillas de carmín y que la sumió en la expectación. ¿Estaría Oscar Wilde entre los presentes?

Pero no, Anette lo sabía. La sola presencia del poeta provocaría  un apretado y nutrido corro en torno a su persona. El dandy de las corbatas extravagantes y las frases provocativas no estaba en la mansión Bidwell. La joven había escuchado de buena fuente que el poeta de los arabescos verbales había viajado a París, días atrás.

Giró entre sus dedos la fina copa de cristal de bohemia y se quedó abstraída contemplando los rusientes destellos del vino…

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04/08/2010, 00:20
Robert C. Whipple

El día anterior se había levantado con algo de cansancio, había sido una noche difícil, y optó por permanecer varios minutos más en su lecho antes de decidirse a comenzar su día. Buscó los lentes y tardó unos instantes en calcular mentalmente la hora, antes de ponerse en pie y preparar un desayuno ligero. Sus movimientos llenos de parsimonia, gozaban de un silencio cauteloso, las dos ventanas de aquel piso dejaron entrar la luz del sol. La sensación de tranquilidad cada mañana le daba algo de esperanza. Comió en silencio mientras cavilaba sobre aquel manuscrito garrapateado que le había mostrado un tal Mr. Vaughn, y que contenía los esbozos de historias del mismo Charles Dickens. Apenas si había tenido tiempo de examinarlo, pero seguramente se dedicaría todo el día a aquello.

No obstante, cuando bajó a la biblioteca, a la puerta, puntual como cada visita, Abigail se presentaba con una hermosa sonrisa, había entrado tan rápido y le había besado en la mejilla tan rápidamente, que no tuvo tiempo de reprocharle nada. Había olvidado que su hija había prometido ir a verle esa mañana. Se preocupaba demasiado por él.

-Un día de estos te encontraré lleno de telarañas. ¿Que diría mamá si te viera así- le había dicho. Él había respondido con resignación y se había limitado a asentir mientras ella organizaba algunas cosas de la manera que creía conveniente, arreglos que él mismo desharía en cuanto Abigail saliera de la casa. No que no le gustara, solo que prefería las cosas de otra manera.

Pero el motivo de su visita resultó ser algo más que la rutina. De forma casi imperativa, le había dicho que la acompañaría a la velada de John Bidwell. Sabía que protestar sería inútil con ella, y aún así, la charla desembocó en una reprimenda sobre su aislamiento y cómo necesitaba salir un poco más. Ni siquiera usar su edad fue suficiente para Abigail, quien le comprometió sin que tuviese ninguna salida. Cuando se despidió de su hija, sonrió y negó con la cabeza. La amaba muchísimo.

Esa misma mañana había sentido un sueño pesado y sus huesos le dolían. No haría buen clima, aseveró, mientras comenzó más temprano sus labores, esperando que en cualquier momento su retoño apareciera para amonestarle por no estar preparado. Reorganizó varios pergaminos para dejarlos como trabajo pendiente, conversó con uno de sus clientes sobre el progreso en el Reino, y luego sobre los rumores de la velada de Bidwell. Asintió de forma educada. Muchos de quienes asistían a su humilde librería, ignoraban que él mismo había pertenecido a ese ritmo de vida. Y Robert solo se limitaba a escuchar con atención.

Cerró temprano, de cualquier forma, no había muchos clientes luego del almuerzo. Buscó uno de sus trajes, que quizás no había usado en casi una década y que se probó con una falta total de vanidad. Para su sorpresa, el traje le entró bastante bien. Buscó también un viejo bastón de madera torneada con algunas muescas hechas sobre el barniz, a manera de mordiscos y como recordatorio de su uso interrumpido desde que aquellos dolores le aquejaran.

Abigail y el carruaje llegaron al mismo tiempo, ella estaba hermosa, con un vestido negro y un sombrero, parecía avergonzada y algo incómoda, el anciano le dio un cumplido y fueron conducidos a la mansión Bidwell. Su hija se refirió elogiosamente al anfitrión, no sin cierto aire de admiración por el carácter aventurero del que era dotado por los rumores durante aquella época. Robert se tuvo que declarar desconocedor de este soltero, admitiendo que tan solo había oído algunas cosas contadas por un lector asiduo durante la tarde. El coche se detuvo y descendieron. Ambos caminaron e ingresaron en aquel ambiente lleno de conversaciones, risas y etiqueta.

"Es peor de lo que recordaba" pensó sonriendo mientras su hija hacía las presentaciones y su padre respondía con un asentimiento y con respuestas lacónicas. De sus viejos amigos no quedaba nadie, y le hubiese preferido pasar la noche tratando de reconstruir los fragmentos de algún trabajo que le hubiese llegado. Un grupo de jóvenes dama cotilleaba mientras parecía evaluar a cada hombre que pasaba con su porte, más allí, un elegante sujeto de un porte decididamente militar relataba sus hazañas, ensalzándose en un heroísmo vano y superfluo. Tuvo que rechazar el ofrecimiento de champagne.

-¿A mi edad?- respondía con voz baja, tratando de persuadir de que no le haría bien. Trató de concentrar sus pensamientos en alguna otra cosa, mientras Abigail conversaba con dos otras jóvenes de temas que seguramente le aburrirían. Se limitó a asentir. La música de fondo traía un aire de fineza que quedaba en algún rezago de su memoria. Suspiró por las viejas épocas. Definitivamente estaba demasiado viejo para esas reuniones de la alta sociedad. Se apoyó sobre su bastón, y su mirada perdida, indicaba que su mente estaba bastante lejos de donde se encontraba su cuerpo.

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05/08/2010, 18:37
Adèle van Nadasdy

 

Cuando Adèle van Nadasdy comenzó su viaje por Italia (Milán, Verona, Venecia, Bolonia, Florencia, Roma, Nápoles y Sicilia) no le sorprendió terminar aquella travesía en la costa africana; lo que sí no tenía previsto (y cuyo trayecto cortaba la sinuosa línea dibujada en el mapa de viaje que conservaba entre sus pertenencias) era terminar en el Reino Unido, más precisamente en la populosa Londres, a donde llegó invitada por un lord británico. Poco después arribaba a la Gran Ciudad del Norte, más interesada en conocer los museos y las colecciones privadas de arte de las que tanto había oído hablar que en participar de las fiestas y veladas como la que se hallaba en este momento, arrastrada por Lord Beckford que la exhibía de fiesta en fiesta como si de una joya exótica se tratase. O un raro ejemplar de caza mayor.  Adèle se dejaba arrastrar porque era mejor que sumirse en el tedio, ese aburrimiento implacable que desde la muerte de su padre parecía haberse instalado en su ánimo sin la mínima intención de abandonarla.  Un indeseable lastre.

Alzó la copa y brindó por la salud de La Reina y de sus súbditos, por el espectacular progreso de la Ciencia, por el Hombre del futuro, por los ambiciosos proyectos de su eventual acompañante, por… ¿Qué importaba? Nada de eso le interesaba, nada sacudía su espíritu y lo despertaba de aquel aletargamiento que llevaba un lustro invadiéndolo todo. Se libró de aquel grupo de caballeros sonrientes y aduladores con la clásica e infalible escusa de “una visita al tocador para retocar el maquillaje” y, sin propósito determinado, caminó entre los invitados hasta que su mirada se cruzó con una de las pocas personas conocidas que no la fatigaban con preguntas sobre Hungría (de la que recordaba poco y únicamente la leyenda que rozaba a su estirpe) y sobre la Corte Imperial (la que solamente en una ocasión había visitado). Se dirigió hasta donde se hallaba la joven Annette Bulwer, quien no la había visto acercarse por encontrarse enfrascada en la contemplación de algo que solamente la joven británica podía ver en aquella copa de vino que sostenía entre sus manos.

Si alguna vez viajas a Praga deberías visitar el viejo taller de Istvan Juhász. Cada talla de cristal es una pieza esculpida digna de un artista. Dijo Adèle con ese tono tan característico en ella, con el que en ocasiones comunicaba una muerte como si comentase las arbitrariedades del clima y en otras hablaba de meras trivialidades como si de un hecho épico se tratase.

Y asomó una pequeña sonrisa en sus labios.

 

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05/08/2010, 23:44
Director

La velada transcurre agradablemente. Annette Buttwer-Lyell buscó con la mirada a Oscar Wilde a quién no consiguió ubicar. Pero otros grandes escritores si lo estaban, como Arthur Conan Doyle, Bram Stoker o H.G. Wells. No obstante fue Adèle van Nadasdy, la aristócrata flamenca la que atrajo la atención de la joven inglesa.

Y el cansado Mr. Whipple, quién parecía no reconocer a nadie, pronto se vio rodeado por algunos conocidos suyos, ilustres pensadores y patronos de sociedades filantrópicas como Ms. Annie Besant de la Sociedad Teosófica; o Mr. Florence Farr y el Doctor William Wynn Wescott de la Sociedad Golden Dawn. También le parece reconocer al reputado psíquico Godfrey Williamson (*) departiendo amigablemente con otro de sus colegas: Mr. Robert James Lees.

Y pronto le llegará otro conocido mas, pues el nombre de Auguste Dupin es presentado a viva voz por Mr. Hanson, el eficiente mayordomo, quién previamente da un par de bastonazos en el marmóleo suelo para llamar la atención de los invitados.

Otros ilustres invitados de la política (como el secretario de estado del departamento del interior Mr. Henry Matthews) (**) o el mayor Henry Smith, comisionado de la Policía de la City; o grandes empresarios; y actores y artistas de cierto renombre (Walter Sickert, Aubrey Beardsley...) componen el ecléctico grupo de grandes hombres (y algunas de sus respectivas cónyuges / acompañantes) de la capital del imperio británico que hayánse hoy aquí reunidos. Quién no disfruta de unas exquisitas viandas preparadas con alguna receta francesa está degustando algún vino importado desde Italia, de una cazoleta de tabaco de Virginia o disfruta de la música o de una agradable charla en buena compañía.

Pero todos parecen echar de menos a alguien. Al anfitrión. Mr. John Bidwell no ha hecho aún acto de presencia. Todo el mundo estaba espectante.

Notas de juego

(*) Los psíquicos son los equivalentes a los parapsicólogos del siglo XX. La diferencia estriba principalmente en que hasta la Primera Guerra Mundial tendían a ser algo mas serios y conseguían cierta credibilidad sin que se les mirara como chalados.

De hecho las sesiones de espiritismo son muy famosas y comunes entre las clases altas, ansiosas de emociones fuertes. Y los tiradores de cartas de tarot proliferan por doquier. Y los farsantes también, por supuesto.

(**) Ese es el título británico que designa al ministro del interior.

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06/08/2010, 03:36
Auguste Dupin

Los últimos dos meses habían sido de lo más aburrido. Dupin se había atrincherado en su despacho, con sus  libros, la pipa, los más diversos   objetos que  uno se pueda imaginar,    y el laboratorio que usaba para sus experimentos. La ausencia de casos había derivado en una de sus famosas crisis, en la que ni la señora Simpson pudo hacerle salir de su habitación, ni conseguir que se lavara y aseara. Ya le daba por perdido cuando a Madame Simpson se le ocurrió llamar a Mr Stilson, el director de la Shakespeare company,  el cual había a vuelto a Londres hacía poco. No solo habían sido amigos, sino que ambos compartían una afición, el teatro.

Dupin había formado parte de la compañía, hasta que Mr Stilson había decidido hacer una gira por America, Dupin había preferido quedarse en Londres y desarrollar su oficio, hasta convertirlo en un arte, tarea a la que dedicaba toda su energia.
La señora Simpson había creído necesario esta providencial vuelta a Londres para levantar el animo a su señor. 

Nada más salir SAtiler, Dupin ya volvía a ser el mismo de siempre, irónico, ingenioso, intelectualmente inquieto... Las próximas semanas se dedicó a investigar la extraña desaparición de la primera actriz. Una vez resuelto el caso había aprovechado para interpretar un pequeño papel en la obra del Rey Lear, obra que estaba representando  The Shakespeare company, pues ese había sido el precio que había pedido cobrar por servicios.

Esa mañana el sol había decidido otorgar sus favores de forma tímida, y sus rayos apenas eran más generosos que la morena de ojos de color avellana que se había negado a otorgarle sus favores la noche pasada.   Madame Simpson se quedó sorprendida  cuando Dupin, nada más entrar por la puerta, devuelta de su paseo matutino, preguntó por la carta que habían dejado para el.  Si fuera la primera vez que veía o que era objeto de semejante prodigio, no le hubieran podido sacar sangre si la hubieran pinchado, ahora solo se había quedado sorprendida , y con ganas de saber como lo había sabido.

Antes de abrir la carta en cuyo sobre solo había el sello y el nombre de John Bidwell, Dupin se tomo su tiempo, examinándola igual que haría un amante con su amada.  

 

Cuando a  lo lejos, el Big Ben resonó  en la noche, sobreponiéndose al ruido de las pezuñas y al chirrido de las ruedas del  carruaje que le llevaba hacia la mansión de John Bidwell, en el barrio residencial de St. John´s Wood. Una enorme sonrisa se dibujaba en el rostro de Dupin, el juego estaba a punto de empezar...

Una vez el carruaje llegó hasta la puerta de la bien iluminada mansión, el cochero le abrió la puerta. Un hombre contratado para la ocasión se encargó de llevarse su abrigo al guardarropa, y tras comprobar su invitacion,  el impecablemente vestido y educadísimo mayordomo se encargó de guiarle hasta el salón y presentarle a viva voz ante la flor y nata de la sociedad londinense que se encontraba allí reunida, disfrutando de un baile, y de la música con la que les deleita un cuarteto de cuerda, del enorme buffet dispuesto en cubertería de plata y copas labradas de delicado cristal de Bohemia así como del extraordinario champagne traido del otro lado del Canal de la Mancha.

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06/08/2010, 14:55
Annette Bulwer-Lyell

 

“Apareció en el umbral de la puerta; su mano delgada y huesuda acarició la jamba con un ademán distraído y sus labios esbozaron una tímida sonrisa. La lámpara se apagó tras un largo parpadeo y aquella habitación quedó en penumbras. Sólo la sutil y argentina silueta de su hermana permaneció visible, enmarcada en el umbral e iluminada por las lejanas luces que provenían del corredor. Sólo un instante. El hombre –de unos treinta años y rasgos afilados y anhelantes producto de la tuberculosis- se incorporó y contempló aquel cuadro familiar. Entonces, la silueta se alejó por el pasillo.

Siempre había sido así, todas las noches su hermana había velado junto a su puerta desde que lo atacó aquella enfermedad. ¿Acaso la muerte podía alejarla de él? Siempre había sido así; ¿acaso, ahora, que se encontrabas a pocas horas de exhalar su poster suspiro ella iba a dejarlo solo? No, su amada hermana no lo abandonaría en aquel solitario y terrible momento. Más terrible y solitario por cuanto los habitantes de aquella enorme y solitaria mansión eran ajenos a ese hecho; rebosantes de vida respiraban el sueño de los que aún les resta mucho camino por transitar, o eran inconscientes de la inminencia de la muerte. El hombre cerró los ojos y lo envolvió el sutil perfume de violetas que la sombra de su hermana dejaba tras su paso desde hacía una década, desde que acaeció aquel fatídico hecho el 21 de junio de 1878.

Todo estaba en orden. Él sabía que cuando llegase el momento, la mano fría e inasible de ella lo conduciría más allá de sus propios miedos, y que todo sería como debía ser.”

Annette emergió de sus pensamientos con un leve sobresalto, como una niña sorprendida en una travesura, y se sonrojó levemente.  Alzó la vista, sonrió a la hermosa mujer que le hablaba y, tras una breve mirada hacia la copa que bailaba entre sus dedos desplegando el brillo y la elegancia de su arte, respondió:

― Quizá visite Praga el próximo otoño, cuando viajemos con Clayton de viaje de bodas...―Entonces se interrumpió y esbozó una amplia sonrisa.― Por cierto, aún no tuvieron la oportunidad de conocerse. Clayton, te presento a la condesa Adèle van Nadasdy de quien ya te he platicado. Adèle, él es Clayton Lyell, mi prometido.

Tras aquella presentación, se sucedieron los comentarios estilados y algún juego de palabras o un gracioso equívoco. Luego, el joven notario se despidió de la aristócrata flamenca y de su prometida y dejó solas a las muchachas. (Lord Wexell, el consejero legal del Abraham Lyell –abuelo de Annette y tío abuelo de Clayton- compelía amigablemente al joven Lyell para que se integrase a la conversación que entablaba con Henry Matthews y algunos integrantes de la banca. Por supuesto, los temas de conversación de aquel grupo discurrían muy lejos de los crímenes de Whitechapel. Tema que se debatía con fervor en torno al mayor Henry Smith.)

Un corro ávido de anécdotas, favores, frases ingeniosas o protagonismo envolvía en un prieto abrazo las mesas en torno a las celebridades. Discursos altisonantes, conversaciones intimistas, debates inteligentes (y de los otros) y rumores, miradas aviesas, sonrisas lascivas y abrazos sinceros, traiciones y lealtades, vanidad y genio… Una marea de pasiones que se fundía en aquel piélago de voces, de imposturas, de brillos, de sabios silencios. En este caldo se cocía lo que los periódicos de mañana recogerían y plasmarían en tipografía doce, con las correspondientes fotografías de aquella velada. Acontecimientos hueros, vaciados de contenido por un impúdico exhibicionismo de vanidades. La realidad con minúsculas, cotidiana, lúcida y resistente moraba en otros sitios, otras historias, otros momentos. La Realidad con mayúsculas, esa que exponía la prensa en sus titulares sensacionalistas, sí, se contorneaba golosa entre aquella gente, los elegidos, los ilustrados, los poderosos. Y Annette se sabía destinada a esta última, por herencia, por comodidad, por cobardía…

La joven británica abandonó la copa sobre una pequeña mesa de mármol negro con nervaduras doradas -como inquietos ríos de montaña- y tomó el brazo de la mujer cuyos ojos refulgían bajo las ocres y ondulantes pinceladas de las lámparas y la invitó a pasear por los recovecos menos transitados del enorme salón. Annette intuía que la joven condesa había huido de aquel enjambre de hombres que habitualmente la rodeaban como abejas atraídas por la miel.

― Aunque será difícil evadirnos de las miradas que recaen sobre tu figura―, susurró para luego añadir en un tono cómplice―: Acompáñame, conozco un caballero cuya sola presencia ahuyentará los moscardones… Además, tengo que hacerle un pedido muy especial.

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06/08/2010, 16:38
Adèle van Nadasdy

Londres, sus costumbres y su geografía, eran muy distintas de las de los Cárpatos. En aquella región todo era más natural e indudablemente más salvaje; la aristocracia aún destilaba los rancios efluvios de un feudalismo cuyas intermitencias le daban un carácter anacrónico a los acontecimientos. Vivir en Presburgo (Pozsony en la lengua de su padre) era vivir en un mundo distinto, repleto de mitos, de continuas luchas y de un pasado más poderoso que el futuro o, incluso, que el presente. Los Cárpatos era una región inmutable y mágica, predestinada a una violencia sin fin, porque sostener el pasado como estandarte es abrir heridas que nunca dejan de sangrar.  Tal vez esa sangre era la que corría por las venas de Adèle van Nadasdy, la sangre de un pasado empeñado en someter al presente y al futuro, un pasado que bregaba por ser, siempre. Tal vez por eso se aburría en un mundo que no podía considerar como propio y aunque apenas recordaba su tierra natal, aquella tierra vivía en ella y galopaba en sus venas como caballos salvajes.

En Lille, donde se crió y pasó la mayor parte de su vida, no era muy distinto: una ciudad bicéfala que miraba esperanzada el futuro pero por cuya arquitectura se filtraba la memoria de un tiempo remoto, pero siempre presente.

Adèle se dejó conducir por aquella británica rumbo a un destino preciso pero ignorado por la húngara. ¿Húngara, eslovaca, flamenca, austríaca? Todo depende de los ojos de quien mira, para ella simplemente era  Adèle van Nadasdy, viajera. Caminaron juntas, tomadas del brazo como en un paseo en el parque. No respondió al comentario sobre los hombres que la rodeaban,  en parte porque no tenía nada que acotar y por otro lado la conversación derivaría en detalles que tal vez incomodasen a Annette. Hubiera preferido conversar sobre cualquier tema, bromear un poco sobre los estrafalarios vestidos de algunas damas o sobre los muy particulares gustos sexuales de los lores ingleses, pero no era un tema que agradase a aquella mujer cuya timidez rayaba con cierta mojigatería.

¿A quién deseas presentarme?, preguntó sin mucho interés, solamente por mera cortesía. ¿Algún escritor amigo tuyo?

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06/08/2010, 17:48
Robert C. Whipple

Menos de veinte minutos y ya echaba de menos su librería, de vez en cuando levantaba la vista por encima del hombro y trataba de evitar la visión de alguna ventana, so riesgo de entrar en un estado de nerviosísmo y paranoía que seguramente recordaba vivamente y que le perseguía con desaforado apetito. Como si le estuviera esperando a él, precisamente.

Pronto, algunas figuras de su juventud parecieron reconocerle de nombre (más no de aspecto), pues el paso de los años había causado bastantes estragos en su apariencia, del hombre vivaz, maduro, de hombros amplios y sonrisa con exceso de confianza, solo restaba aquel anciano canoso, cuyos huesos le dolían con cada día que pasaba, vistiendo un traje de viejas glorias y festines que seguramente no regresarían jamás (y él, agradecía por eso). Una dama robusta, cuyo maquillaje descubría más de lo que quería ocultar, se acercó al oír la presentación de su hija. Con una risita nerviosa y molesta, se persentó como Ms. Annie Besant. En alguna época perdida en la memoria de Whipple, los galanteos y el flirteo de una mocedad hundida en las brumas de un tiempo que pretendía dejar atrás, llegaron a su memoria. Ciertamente Ms. Annie Besant había perdido mucho del encanto de su figura hace ya bastante.

No pasó mucho antes de que otro ilustre invitado se les uniera, el Doctor William Wynn Wescott, a quien desconocía Mr. Whipple, pero que ciertamente parecía saber de él, resultó ser colega del difunto Dr. Akins (una forma curiosa de referirse a un fallecido que la sociedad médica respetó poco) y que había oído de Mr. Whipple por su entregado seguimiento del juicio realizado por los crímenes de Whitechapel. "He ahí la hipocrecía de este supuesto colega de mi buen amigo Akins, de seguro piensa que enloqueció y asesinó a Aloysius y a esa pobre dama" pensaba Robert mientras se limitaba a asentir silenciosamente. Finalmente la comitiba es integrada por Mr. Florence Farr, Godfrey Williamson y Mr. Robert James Lees, las presentaciones son realizadas con presteza y el tema desemboca, como no, en los crímenes que más de 15 años atrás, escandalizaron al público, aún con las pretenciosas intenciones de Mr. Williamson, de llamar a Aloysius al más allá y pedir que aclarara todo aquel galimatías.

-Habría sido de mucha ayuda hace muchos años- atinó a comentar Robert con verdadero hastío, mientras el debate tomaba otro rumbos, empezando por una ruda crítica a la permanencia de vagabundos y miserables en las calles, y culminando en la ausencia del anfitrión a la fiesta, el renombrado Mr. Bidwell, de quien parece haber más rumores que verdades. Por un instante se sintió relegado al papel de una gárgola decorativa, inamovible y pétreo, observando silenciosamente los murmullos de la aristocracia inglesa, mientras trataba de no soltar algún bostezo desagradable. Se preguntó donde estaría Abigail, pero flanqueado por estos ilustres personajes, la visión del resto del salón le resultaba imposible.

Cuarenta minutos, y extrañaba verdaderamente su librería. Se prometió no volverse a dejar de convencer de Abigail en estos asuntos.

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06/08/2010, 20:33
Annette Bulwer-Lyell

Annette sonrió ante aquellas preguntas. No. Conocía a Arthur Conan Doyle por su novela “Estudio en Escarlata”, pero también por su anónimo tránsito por la medicina. Quizá por ello –pensó la joven-, aquel hombre se volcó a la literatura: demasiado tiempo ocioso. El padre de Annette hablaba con desprecio de aquel mediocre oftalmólogo con aspiraciones de escritor; el inmediato éxito de su novela fue un insulto al buen gusto, repetía con creciente encono, no exento de una secreta envidia. Fue entonces cuando financió la edición del libro de su hija. Annette sonreía ante aquel arrebato infantil, tan impropio de un carácter austero y riguroso y de una menta clara e inteligente, pero -como en otras tantas ocasiones- se guardó muy bien sus pensamientos y obedeció los deseos de su progenitor, como la hija obediente que era.

Con respecto a los otros escritores presentes en la velada, conocía las viejas publicaciones de la revista Shamrock de algunos textos de Bram Stoker, sus comentarios, como crítico teatral, publicados en el Dublin Evening Mail e, incluso, su tortuosa relación con el actor Henry Irving, de la que mucho se comentaba en los atrios del Lyceum Theatre que ambos dirigían. Un actor mediocre y un escritor de talento enredados en una relación de servidumbre por parte del último. Nadie atinaba a explicárselo.

El joven Herbert George Wells era un tema aparte. Nacido en una familia de clase media empobrecida, había estudiado en el Royal College of Science y, en estos momentos, se desempeñaba como profesor en el Henley House School. Tenía apenas veintidós años, pero tanto su febril actividad como infatigable luchador como sus agudos pensamientos -volcados en distintas publicaciones- auguraban una pluma genial. Era previsible un futuro promisorio para aquel joven tan ajeno a la hipocresía imperante. Sí, le hubiera gustado acercarse a él y mantener una breve conversación. Pero la muchacha sabía muy bien que una velada como aquella no era ni el sitio ni el momento adecuados.

Annette sonrió ante aquellas preguntas y negó con un suave movimiento de la cabeza. No, en momentos como aquel nadie conocía a nadie. La etimología se batía en feral combate con los hechos. “Felix, qui potuit rerum cognoscere causas.”  Annette ignoraba los rudimentos del latín, pero ¿quién desconocía aquella célebre frase de Virgilio? Sólo las iridiscentes plumas del Pavo Real tenían su morada allí, y a ese juego jugaban todos, conscientes o no.

― Soy un cordero precavido: nunca me meto en las fauces del lobo―, dijo a modo de respuesta―. No; no es un escritor, pero vive rodeado de libros.

Annette divisó a Abigail Whipple y al grupo de muchachas y caballeros que la rodeaban. Un rápido cálculo matemático determinó que el anciano Whipple debería encontrarse a unas quince yardas de allí, no más. El ojo avizor de Abigail tendría a su vista la barbada figura de su anciano progenitor de cabellera plateada, para no darle ocasión de huir al primer descuido. Era evidente que Abigail había forzado al anciano a concurrir a la velada. Annette se acercó al grupo y, luego de presentar a su aristocrática acompañante, de responder algunas preguntas, de dar y recibir los saludos y cumplidos que la etiqueta exigía, interrogó a Abigail sobre el paradero de su padre. La joven Whipple señaló hacia un lado y hacia allá se dirigieron los ojos de Annette: Robert C. Whipple flanqueado por ilustres personalidades londinenses parecía un alma en pena añorando la Tierra Prometida. Su librería.

Y hacia donde se encontraba el anciano Whipple se dirigió Annette.

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07/08/2010, 17:26
Adèle van Nadasdy

Adèle van Nadasdy no dominaba el inglés con demasiada fluidez, había palabras y frases cuyos significados escapaban a su conocimiento y más  de una vez malinterpretó alguna conversación. Esta era una de esas ocasiones. Desconocía a qué se refería exactamente Annette, pero aún así le arrancó una sonrisa. Por otras cuestiones, indudablemente. Por hechos concretos muy distintos a los que seguramente aquella joven hacía referencia. Las experiencias de vida de ambas mujeres eran muy dispares, casi en las antípodas, y las percepciones del entorno diferían notablemente (o no). Lobos y corderos. Una caperucita roja caminando sola por el tenebroso bosque donde habitaba el lobo malo. ¿Así se sentiría Annette?

Después de dar un amplio rodeo, se allegaron a un grupo y reinició la ronda de presentaciones y preguntas. (Abigail Whippel, encantada. Lady Susanne Callahan, soy la hija de lord Duncan Callahan, quizás ya lo conoció: es socio de lord Beckford. Audrey Collier, John Saunders, Emilie Patterson… Praga está algo démodé. ¿Es cierto que existen los vampiros en Rumania? Me entristeció la muerte de la emperatriz. ¿Estuviste en el Beau-Rivage?) Algunas preguntas y comentarios son tan obtusos que Adèle vacila al responder: ¿Habré entendido mal? Preguntar por preguntar, hablar por hablar. En estas reuniones parece haber un imperativo: decir algo inteligente, decir algo ingenioso, decir algo estúpido, pero decir algo. El silencio es molesto.

Ahora que parece que la inglesa encontró a quien buscaba, las dos mujeres se encaminan hacia un grupo cuya característica más notable es cierta circunspección, como de entendidos. Al menos alguien entiende algo, sonríe para sí Adèle.

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07/08/2010, 18:14
Auguste Dupin

Dupin sentía el pulsar de la fiesta, como si de un animal vivo se tratara. respiró hondo y, aunque un  vistazo le había bastado para haerse una idea de los las caras que habían sido invitadas a la fiesta, se tomó un instante para dirigirse hacia el grupo de amigos que había visto.

Cruzó la estancia con elegancia, hasta que estuvo al lado de su viejo amigo Whipple  y de la Srta.Bulwer-Lyell .

 

Que sorpresa tan agradable.- dijo

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07/08/2010, 19:18
Robert C. Whipple

-Si es intrigante- respondía con ligeras variaciones a cada instante cuando parecía que las miradas se desviaban hacia él, poco interesado en saber a que respondía, los temas en estos días no había variado mucho en tantos años, la diferencia es que ahora él no tomaba parte. Cualquier tema que él mismo propusiera, sería descartado con rapidez como la senilidad de un hombre cuya mente tiene las cicatrices de un pausado traumático. Y no se equivocarían demasiado.

Y justamente allí, sumido en aquella colección de respuestas automáticas y tedio excesivo, fue cuando notó como dos damas se acercaban al grupo, tuvo que disimular un suspiro, imaginando que se trataría de alguna otra presentación innecesaria que luego terminaría por olvidar. El rostro juvenil, sereno, tranquilo de quien dominaba la marcha le pareció familiar. ¿Acaso algún cliente de su librería? aquello sería un alivio, pues incluso entre los aristócratas, quienes se inclinaban por invertir algo de tiempo en libros y obras, tendían a contar historias y tocar temas que serían hartos más interesantes que la última esposa de Sir John Murdock, o la nueva vajilla que Miss Cooke había comprado, y había mostrado en una cena de cortesía que se había llevado tan solo dos días atrás.

Fue entonces cuando una voz le sorprendió, firme, casi desprovista de la misma emoción patricia que tan ordinaria en aquel evento. Auguste Dupin, a quien reconoció por su semblante pensativo. Uno de los más fieles clientes de su librería y quien ejercía como detective. Le saludó con su acostumbrada apatía, que no significaba justamente falta de aprecio, sino un gesto cortés hacia el hombre, una oportunidad de aliviar su aburrimiento. -Mr. Dupin- dice con una inclinación, mientras su boca apenas si gesticula. Se movió lentamente para darle un poco de espacio, y tomó aire. -Siempre es agradable ver un rostro conocido...- anuncia, justo para la llegada de las otras dos damas, quienes aparentemente, si le buscaban a él. Observó tranquilamente a las recién llegadas mientras trataba de recordar el apellido de la primera.

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09/08/2010, 21:50
Director

Pero la agradable charla que (creo) iba a comenzar se ve inmediatamente eclipsada cuando los tañidos del carrillón del recibidor suenan 9 veces y un invitado mas se une a la fiesta. Una figura que por su extrema delgadez asemejaría un cadáver, de oscuros cabellos y perilla cuyas plateadas canas no tardarán mucho tiempo en extenderse por el resto de su cabeza, vestido con formales ropas oscuras y apoyándose en un bastón.

Los músicos hacen un repentino silencio que contagia a todos los invitados y que solo se ve roto por el golpear del bastoneo del último invitado al entrar en la estancia. Y detrás suyo el mayordomo desvela su identidad a los pocos que no habían alcanzado a reconocerle anunciando la llegada del anfitrión John Bidwell.

Y John Bidwell de oscura figura y señorial porte sonríe al ver que aún después de largo tiempo desaparecido de la vida social londinense aún sus invitaciones tienen gran poder de convocatoria. Amigable y educado va estrechando efusivamente manos a algunos caballeros; y besando con algo mas de frialdad manos a algunas damas que se aproximan a saludar al anfitrión mientras la orquesta vuelve a deleitar a la concurrencia con una bella jiga de algún anónimo compositor barroco y alguien deposita una copa de borgoña en la mano del anfitrión.

Notas de juego

Ante vuestro silencio no estaba seguro de si queríais explayaros mas en la presentación de vuestros personajes para que os fuerais haciendo una idea del carácter de cada uno.

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10/08/2010, 00:10
Annette Bulwer-Lyell
“Y en un oscuro castillo, solitaria y bella, una dama se pasea bajo la luna sangrante cuyo imperfecto círculo asoma tras las colinas. Otro sacrificio se llevará acabo en unos días cuando la luna llene la noche con su argénteo fulgor y los espíritus del bosque se congreguen bajo su luz. Ella, la serpiente, la loba, el águila, el dragón. Ella, la Dama Infame, como algunos murmuraban. La Condesa Sangrienta, Erzsébet Báthory. Su belleza y juventud laceraba las miradas; un pacto diabólico, susurraban a sus espaldas. Más de seiscientas doncellas fueron sacrificadas para que Su Señora viva, eternamente bella, eternamente joven. ¿Qué entienden aquellos? Viles mortales condenados a la corrupción, a la enfermedad, a la vejez. Ella las amaba –las ama-, sus vidas fueron imprescindibles sacrificios, un precio ínfimo para la eternidad encarnada en la condesa.

Las sombras de cientos de doncellas la secundaban, una 'huest antigua' de lúgubre belleza, un séquito del inframundo hacía su entrada junto a la condesa al vasto salón iluminado por rusientes antorchas…”

Annette volvió los ojos hacia su bella acompañante; un caballero interrumpía su marcha: lord Beckford las descubrió entre la multitud que colma el enorme salón; y ahora pretendía exhibir su nueva y exótica adquisición ante el anfitrión que hacía —¡Al fin!— su espectacular aparición. Literalmente espectacular. No por épica, ni por gallarda. No… Lord Bidwell parecía un espectro viviente, macilento y notablemente envejecido, prematuras hebras plateadas invadían su barba y amenazaban extenderse más allá. Con una resignada sonrisa, la condesa se alejó con su porte hierático de la mano del aristócrata —que sonreía a diestra y siniestra— al encuentro del anfitrión. Adèle le devolvió la sonrisa e hizo un vago ademán con las manos —Cuidado con los lobos...— y volvió a sonreír, ahora para sí misma. Aquella mujer podía enfrentarse a una manada de chacales sin que le temblara el pulso; estaba en su sangre.

Luego, dos o tres pasos más adelante, se presentó con una sonrisa en los labios a los dos hombres frente a ella: Auguste Dupin y Robert Whipple.

Auguste, vaya sorpresa. ¿Fue el trabajo o el placer lo que te trajo hasta aquí? —Luego, con una leve inclinación. — Señor Whipple, veo que Abigail se salió con la suya, pero me alegro. Me ahorró un viaje hasta su santuario; incomodarlo aquí, vaya y pase; incomodarlo allá sería un sacrilegio imperdonable, —bromeó.

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10/08/2010, 01:15
Auguste Dupin
Sólo para el director

Notas de juego

Se algo más de John Bidwell. Quizás algo que haya leido en los periodicos, o que me haya llegado de alguno de mis contactos ?
 

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10/08/2010, 07:51
Director

Cita:

Poco sabéis de John Bidwell, aunque todos habéis coincidido con él alguna vez hace ya tiempo, años quizá, posiblemente en algún baile o en alguna cacería. Bidwell es un emprendedor nato con bastantes participaciones en las empresas navieras y en la industria de Inglaterra y de las colonias. Un caballero sin miedo a enfrascarse en apasionantes aventuras que le han llevado a visitar América, Oriente y Australia; y famoso por su agudo ingenio y su entusiasta mente. Nunca se ha casado y no tiene familia. es uno de los solteros mas codiciados de todo el Imperio británico. Posee, como podéis imaginar, importantes contactos incluyendo algunos miembros de la Familia real. Bidwell ha estado algo ausente de la sociedad durante algún tiempo debidoa alguna exótica enfermedad, pero ahora, 3 meses después, ¡reaparece en la vida social en el evento de la temporada!

Básicamente esto. No parece que hayáis coincidido mucho y no has tenido ocasión de consultar a ningún contacto, pues la invitación a la fiesta fue bastante repentina.

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11/08/2010, 19:58
Robert C. Whipple

De repente, la interrupción quedó marcada por un anuncio que generó expectación, rumores y charlas quedaron apagadas con inusitada brevedad, y el silencio dio la bienvenida al importante anfitrión que hacía su entrada a su recepción. El silencio relajó el viejo corazón de Robert, quien, con la resignación de haber sido tomado prisionero en aquel agasajo y aquella sociedad a la que había renunciado bastante tiempo atrás, decidió unirse a la curiosidad colectiva.

Bidwell es un hombre demacrado y que logra disminuir los estragos de su senectud reluctante a través de refinamiento y elegancia. Su figura escuálida y sus modales fríos parecían acentuar su aire misterioso y casi oscuro. Quizás podría haber buscado alguna familiaridad en su rostro, pero el anciano librero evitaba aquellas reminiscencias con una urgencia casi paranoica, y una represión  tranquila a sus días pasados, y de cualquier forma, la macilenta figura del recién llegado apenas si portaría algunos aspectos de su juventud o su madurez. Una mirada sostenida y luego la conversación interrumpida se reanudó.

-Por el contrario Miss Bulwer- recordó de imprevisto que aquella elegante dama le había sido presentada por su hija -El hogar de un hombre es su castillo, y pudiendo regir sobre mi sanctum sanctorum, no me sentiría incordiado o amenazado de alguna forma- explicó con voz profunda y parsimoniosa, con el vibrar de su voz y el tono de reproche que la edad concede a los hombres. -Pero quizás usted tenga alguna petición especial en la que pudiese ayudarle- terminó, esperando que la conversación no tomara un rumbo tedioso.

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12/08/2010, 13:40
Auguste Dupin

Dupin permanecía en silencio, pero no estaba ocioso, se había dejado llevar por su juego favorito, la deducción.  Examinó a los presentes,  quizás por eso se permitió ser un poco descortes y cambiar el rumbo de la conversación.

Que me dicen de esta "pequeña fiesta", y de nuestro amfitrión John Bidwell...