Partida Rol por web

No le perdió de vista. Sin necesidad de correr, a pesar de que al girar por el pasillo los distintos uniformes parecidos que vio allí podían llegar a confundirla, el hecho de avanzar solo y la complexión del hombre no engañaban a Jayrah.

Sin embargo, otra cosa era no ser vista ella misma. Allí no se veía más que hombres, o eso le pareció en un primer momento. Pasar desapercibida sería difícil, tenía que intentar coordinar sus movimientos con los de los demás, para que las columnas, sombras o tapices la hicieran tan invisible como pudiera...

Jayrah había aprendido desde hacía tiempo a moverse grácilmente entre apretados grupos. No tuvo problema para abrirse camino entre hombres armados que la seguían con la mirada y, en muchos caso, la dejaban pasar.

Delante de ella, el guardia a quien seguía se movía sin percatarse de nada, siempre al mismo ritmo, algo rápido, pero también ágil, en contra de la dirección de la mayoría.

Tras un rato por un pasillo, dobló una esquina a la izquierda, perdiéndose momentáneamente a la vista de la mujer.

No había caso a dudar, había llegado hasta allí, y no pensaba a hora dejarlo correr. Así que con decisión pero tan discreta como pudo siguió hacia la izquierda los pasos del hombre. Llegó hasta la boca del pasillo con bóveda en arco, y lo que parecía una sala de reuniones, o comedor, o algo así aunque no podía precisarlo a menos que se acercara. Se detuvo para escuchar y ver quién estaba allí ya.

Se acercó cuanto pudo, sin entrar, procurando no ser notada.

Jayrah se acercó al minúsculo pasillo, como si fuera una funda insuficiente para su discreción. Era como si atravesara un camino entre dos mundos, el apresurado que abandonaba y el silencioso y desconocido que escrutaba.

De repente, una sombra se desplaza desde uno de los laterales, detrás de las sillas, hasta el otro, perdiéndose a la derecha tan rápido como apareció desde la izquierda, como una brisa con forma humana, vaga, imprecisa, veloz, que dejó a Jayrah una sensación de ahogo, de frío infinito.

Y todo en el más absoluto silencio.

Cada fibra de su ser le advertía de que estaba cometiendo una locura, le suplicaba que desistiera. Lo que estaba viendo, lo que había presenciado antes, todo hablaba de magia. Y una magia oscura, estaba ante un ser tremendamente peligroso... y poderoso.

Se estremeció.

Pero Jayrah era una guerrera, mujer o no, cortesana o no. Por sus venas la sangre que corría pujante pedía a gritos una respuesta, y le negaba el miedo.

Así que lo dejó atrás, dejó atrás el miedo, y la cordura, y avanzó hacia el interior, hacia ese lado derecho por el que había desaparecido la forma. Y lo que la esperara ahí.

Al asomarse, Jayrah vio con espanto una forma sombría que se había vuelto hacia ella desde el espacio que abría una puerta en la pared. Era una sombra rodeada de sombra, con dos únicos ojos horrendos, verdosos y tan sonrientes como feroces, hambrientos. La imagen, sin volverse, empezó a perderse tras la puerta y ésta se fue cerrando lentamente tras él.

Una risa gélida atravesó los oídos de la mujer.

Jayrah era fuerte. Y ya, tras todo lo visto estos últimos días, estaba hecha a casi todo.

Pero aquello... aquello era diabólico. Tenebroso, y sobrenatural. Ya no se trataba de perseguir a un hombre que practicaba magia, aquello que acababa de ver, aquello que acababa de verla a ella, era mucho más, mucho peor.

No gritó, se quedó allí, gélida, encadenada en su sitio como si sus pies se hubieran convertido en piedra. Así, los ojos fijos en la puerta cerrada, en las ascuas verdes, malévolas, que se habían clavado en su alma. Se quedó en el eco de la risa salvaje, durante segundos, o minutos, quizá muchos, quizá los suficientes.

Tras los cuales, temblando, lentamente, evitando a conciencia pensar en lo que hacía, y en sus consecuencias, adelantó la mano hasta el pomo de la puerta, y la abrió.

Al abrir la puerta, una brisa gélida se escapó por la rendija y empapó la piel y el alma de Jayrah, quien tembló sin poder evitarlo. Con un esfuerzo superior, entornó más la hoja y la oscuridad se formó ante ella. No había rastro de los ojos, sólo el susurro lejano tras un pasillo que llevaba a otra habitación similar, pero con una alfombra rojiza sobre el suelo en lugar de una mesa. En la pared del fondo había un pasillo similar en el que se intuían unos peldaños.

Una canción se instaló en la mente de Jayrah, una canción antigua que ella no conocía, tarareada con suave cadencia.

Jayrah tuvo la sensación de que estaba siendo acechada...

Las notas inocentes y tétricas a la vez de una canción de cuna desconocida y, sin embargo, perfectamente hilvanadas se desgranaron en su mente, brotando de algún rincón escondido, olvidado, o... simplemente de la nada.

Jayrah supo al instante que estaba perdida. Que aquello era una trampa en la que ya había caído, y que no había vuelta atrás para ella. No podía. No quería. Quizá era sencillo, sólo debía darse la vuelta, y huir. Salir de allí, dejarse ir de la soga etérea que la había ido enredando como una cobra sinuosa, que se había enroscado en su cuerpo mientras la hipnotizaba, sin darse cuenta. Sacudirse el encanto morboso que la atraía, y marchar. Así se salvaría.

Pero no lo hizo.

No es que fuera una inconsciente, no, para su propio cargo de conciencia, era muy lúcida en cuanto a que estaba tentando a la muerte, o quizá a algo peor.

Como un alma en pena, como un muñeco desmadejado del que tiraran de los hilos sus propias manos, avanzó. Y la canción en su cerebro se hizo triunfal, una marcha fúnebre para una muñeca hacia el cadalso.

Jayrah puso un pie sobre el primer peldaño y a pesar de estar calzada sintió su frío pétreo, inclemente. La oscuridad se movía, estaba segura, tan segura de ello como de la sequedad de su garganta y los labios, pegados como si estuvieran llenos de miel.

El segundo peldaño resonó al pisarlo como un trueno en su cabeza. Los tres siguientes olieron a fuego y vísceras, los últimos cuatro estaban ocultos en las sombras. Fue como si Jayrah se aupara sobre la oscuridad misma. Se dio con algo en la cara. Una superficie rugosa. Una última puerta. Su mano tanteó un poco de metal cálido. Probó. Estaba abierto. Del otro lado llegaba el susurro quedo de una brisa.

La última puerta. La muerte, la respuesta, la nada, el infierno... ahora lo sabría. Una eternidad de castigo, de sufrimiento, una liberación, ¿qué traería esa brisa?

Temblando como había bajado cada peldaño empujó la hoja metálica y cálida, y dejó que lo que hubiera al otro lado se mostrara, avanzó. Y al dar el siguiente paso dejó de temblar. El miedo era ya tan profundo, tan arraigado en cada latido, que pensó que ya no importaba, lo hizo suyo, lo asimiló.

Jayrah escuchó un llanto apagado. La brisa se había transformado en el gemido rabioso de un niño. Las paredes al otro lado parecían hechas de un líquido viscoso. Era doloroso contemplarlas. Había luz a ambos extremos del pasillo donde Jayrah se había metido. El llanto terminó de repente y una voz, tan asustada como indignada, casi infantil, pero llena de un rencor muy antiguo, le advirtió:

- Morirás si sigues. ¿Por qué continúas? Vete de aquí, deja de seguirme. Todos morirán si me sigues. Todos morirán. Tu nueva madre, tu padre al que no conoces... todos morirán.

Las luces se atenuaron y una sombra escapó por otra puerta al final de uno de los extremos. No se escondía realmente, simplemente parecía que escapaba.

Se detuvo, los ojos muy abiertos, y levantó su mano, queriendo atrapar la sombra huidiza.

-¡Espera! ¿Qué quieres decir...? ¿Por qué ellos? ¿Por qué morirán ellos? Yo... que yo muera, sí, lo entiendo, he cruzado el límite... -la voz sonaba ya muerta, empapada del misterio de las paredes, de la oscuridad de su propia alma, de su conciencia ya perdida. Pero se quebró en un gemido, en un agónico y prolongado gemido de incomprensión, de impotencia. -Aghhhhh.... sólo quiero.... entender. Sólo deseo entender.... no quiero la muerte de nadie. ¡DIME! -gritó en su desespero- ¡¿PORQUÉ MIS PASOS CONDUCEN A SU MUERTE?!

Un olor dulzón impregnó el aire. Un instante después, una sombra gruñó y se agitó en la oscuridad. Se apartó y de una pared surgió una mano que agarró a Jayrah por la muñeca. Lejos, en otra parte de la oscuridad, la voz seguía tronando:

- ¡Deja de seguirme!

La mano se soltó inmediatamente, como si le doliera el contacto con la piel de la mujer. Jayrah sintió frío en la muñeca, el frío seco que queda después del contacto con algo helado. Era como si hubiera tocado algo vivo que ya no tenía alma. Delante de ella, las sombras se arremolinaban. Al fondo quedaba otra figura que se alejaba de las demás y se perdía al fondo, pero el pasillo comenzaba a quedar oculto por una telaraña negra que se estaba formando sola, delante y detrás de ella, buscando encerrarla. La puerta por la que había entrado. sin embargo, permanecía libre del embrujo, incluso parecía que una luz la iluminase, una luz que ya no podía provenir de donde ella estaba, pues todo se iba volviendo cada vez más oscuro.

Aquello, aquel contacto, actuó como un revulsivo. La mano en su muñeca, el frio de la muerte en su piel, el grito de cada fibra de su ser ante lo evidente, la frenó. De golpe. Si sus ojos, sus oídos y su alma le estaban gritando desde que cruzó el dintel maldito que se estaba adentrando en un camino sin regreso, y que era un camino de podredumbre, como el hedor dulzón le recordaba, el frio desalmado de aquella mano huesuda, se lo hicieron sentir ya de un modo visceral, profundo.

Y sí, se detuvo.

El grito se perdía delante, la voz huía, y quienquiera que fuese. Se iba, Todos morirán si me sigues...!

No lo hizo.

Llorando si hubiera podido hacerlo, miró la luz de la que venía, miró al mundo, miró atrás. Y corrió. Eligió la vida. Y allí dentro quedó su renuncia: quedaron sus preguntas, y las respuestas que ya no obtendría.

Jayrah se dirigió abotargada hacia la puerta, aún oliendo el resto dulzón del aire que parecía hacerse algo más liviano. Entornó la hoja y tras ella, al comienzo de las escaleras, aparecieron opacando el camino dos figuras femeninas cuyos cabellos se entrelazaban como si flotasen, cada cabeza disponía de un par de ojos que, a pesar de la sombra que las rodeaba, brillaban con un intenso color blanco.

La mujer no podía estar segura, pero no le eran imágenes del todo desconocidas, los rasgos de la más baja estaban como desdibujados, y aún así tenían algo familiar que no era capaz de descubrir. En cualquier caso, allí estaban, en mitad de su camino hacia la salida.

No había acabado. Si lo pensó, si creyó que su huida era hacia una luz segura, hacia la realidad y la vida, se equivocó. Así se lo dijeron aquellas dos formas entrelazadas, aquellas dos figuras de mujer cuyos cabellos se entretejían, cual cadáveres en las aguas del lago, cuyos ojos sin pupilas ardían de la luz blanca de la magia, de la muerte, o del delirio de quien los mira.

Estaban entre la pesadilla que acababa de dejar tras la puerta, que tanto le había costado cerrar, y el final de las escaleras que la llevarían de regreso. Pero, ¿quiénes eran...? se atrevió a preguntarse a sí misma, casi adivinando que, al menos en parte, tenía ella misma la respuesta. No dio con ella, le eran familiares, por lo menos una... pero... ¿quién...?

-¡Hablad, mujeres, damas de las sombras! ¿Quiénes sois, y qué queréis de mi? ¿qué hacéis en mi camino, qué buscáis...?

Las dos figuras permanecieron en el lugar. Las sombras, como si jugaran con ellas, pasaban de una a otra. La más baja de las dos seguía siendo familiar, alguien que debía ser conocido. Tras llamar su atención, Jayrah esperó un momento su respuesta mientras sus sentidos, algo abotargados, ahora que reparaba en ellos, intentaban averiguar la identidad de esa figura.

Lo cierto es que, mientras se obligaba a reconocerla, tenía más la impresión de que los escalones se movían bajo ella, como si estuviera ebria.