Sin importarle la sangre que manchaba todo, Trixa se arrodilló y registró al maldito mago. Cualquier cosa que llevara encima podría indicarles algo sobre sus confabulaciones y vilezas.
A otras personas podría afectarle una muerte tan cercana y sórdida. A ella, después de ver las cloacas, las bajezas de la sociedad en Faerun, después de tener que arrastrarse mucho tiempo y lidiar con toda clase de cosas, le parecía que el mago había salido casi con bien del asunto.
—Mirad por el establo. Ha podido esconder algo también.
Aleera no sintió horror, ni si quiera pestañeó, asistió a la muerte de Nikander como un convidado de piedra y no supo si aquello debía preocuparla o no. No quería estar convirtiéndose en una criatura fría e insensible por culpa de Iaobahl pero simplemente era incapaz de sentir pena alguna o compasión por quien para ella era un asesino y un miserable que ya podía darse con un canto en los dientes de que le hubiesen dado un amuerte rápida. Ya era mucho más de lo que se merecía.
Sin embargo, el hecho de comprobar que era capaz de ponerse en el lugar de Zz'pora y entender en la medida de lo posible cómo se sentía la convenció de que no se estaba convirtiendo en nada. Simplemente dedicaba su compasión a quien tenía la suficiente humanidad como para merecerla. Independientemente del aspecto que tuviera.
Cogió aire y lo soltó lentamente, ¿cuánto tiempo hacía que había esperado ver aquello? Ya no se acordaba... pero aún no se había terminado. Aún quedaba mucho por hacer. Y lo pensaba hacer.
Cuando escuchó a Trixa, estiró con el pie un pedazo de la túnica del mago muerto y dejó que su lobo la oliera.
—Garm, busca—murmuró. Al animal le llevaría apenas un par de minutos husmear si en el establo había algo más con el olor de Nikander, no era tan grande después de todo; no obstante, y a despecho de la frase, añadió:—. Larguémonos de este maldito pueblo. Tal vez así podamos explicaros de una vez las leyes que se gasta ese "Archimago" y que tanto se afanan en hacer cumplir sus homúnculos. Igual os dan alguna idea.
Había terminado con aquel lugar, la ponía enferma, quería volver a pisar tierra blanda bajo los pies. Y si tenían que confeccionar el siguiente plan de acción, prefería que fuese al calor de una fogata que entre los muros de un lugar que les consideraba poco más que bichos extraños surgidos de leyendas.
Trixa hundió las manos en la túnica ensangrentada y recuperó todo lo que Nikander había cargado consigo, que resultó ser poco. Una bolsa de componentes de conjuro rota y casi vacía; un amuleto cuya forma recordaba vagamente a la marca arcana que tantas veces habían visto. Además, el mago tenía un zurrón que la niña vació en el suelo sin muchas contemplaciones. Principalmente basura: dos pergaminos en blanco, herramientas improvisadas hechas de hueso y madera... y una piedra negra, que a pesar de ser oscura como el fondo de un pozo parecía brillar con luz propia.
Zz´pora hizo caso al consejo de Trixa y miró alrededor. Apenas había empezado a ojear el lugar cuando vio al cuervo, Kra, tirado patas arriba en un rincón en el suelo. El pájaro estaba vivo y no había sufrido daño, pero no parecía saberlo.
Mientras tanto, el lobo de Aleera había husmeado el lugar, pero no había tenido que ir muy lejos para encontrar una coincidencia. Muy quieto, señalaba con el hocico al caballo en el que Nikander había estado a punto de escapar. Aleera encontró un libro envuelto en una manta escondido bajo el lateral de la silla.
Evaryan, sin duda alertado por el grito de Iseo, entró en la gran sala de los establos con expresión alarmada. No le hizo falta preguntar, porque un vistazo le dijo todo lo que hubiera necesitado saber. Miró con expresión satisfecha a Zz´pora.
—El final de su historia estaba escrito desde que nos convirtó en monstruos con sus mentiras. Todavía nos queda limpiar nuestros nombres.
Dedicó una mirada preocupada a Iseo y anunció a todos.
—El verdadero aprendiz estaba ahí detrás, inconsciente. Se está despertando e insiste en llamar a los homúnculos. Deberíamos irnos cuanto antes.
Aleera no pensaba abrir el libro de un mago sin antes comprobar que no iba a estallarle en la cara. Murmuró aunas palabras entre dientes con los ojos entornados y solo tras ello lo guardó y le acarició la cabeza a Garm para agradecerle el éxito. Después miró a sus compañeros.
—"Aparentemente" este libro no tiene magia. Pero ese amuleto sí y la piedra directamente duele a la vista—dijo—. Determinaré las auras cuando estemos fuera de este maldito pueblo. Por ahora sugiero hacerle caso al bardo y largarnos.
Lo último que le apetecía era otra conversación con la panda de paranoicos de antes.
Echó un vistazo a los demás y se sintió como la persona más torpe del mundo, sabía que debía decir algo a Iseo pero no tenía la menor idea de qué se suponía que tenía que decir. Siempre se le había dado mejor tratar con los animales que con las personas, no lo podía evitar, y no sería por no intentarlo.
Su lobo sin embargo parecía ser inexplicablemente más ducho que ella en dichos temas; se acercó a la erudita emitiendo un gañido interrogante y la hociqueó buscando una mejilla que lamer como si quisiera arreglar lo que su instinto le decía que iba mal a base de besos caninos.
La druida suspirío hundiendo los hombros y se encaminó con resignación a la salida.
La presencia de Xander era reconfortante. La sombra que la oscurecía por completo y las manazas que rodeaban sus hombros le traían a la memoria imágenes de su padre, antes de que la gangrena se llevara su mano derecha antes de que pudieran tratarle, y le arrebatara la mayor parte de su espíritu. Apoyó la mano en su brazo
En esta ocasión no brincó al recibir las atenciones del lobo. Lejos de amedrentarse, agradeció la caricia áspera y húmeda en su mejilla. Se reclinó sobre el animal y enterró su brazo en la calidez aterciopelada de su pelaje.
Merecían una sonrisa, pero hacerlo no hubiera sido diferente a ponerle un nuevo vestido a una muñeca despanzurrada.
—Gracias —dijo al fin, levantando la mirada—. Solo… estoy mejor. Lo siento.
Los aventureros, incluso los que seguían la arriesgada vocación con el fin de proteger al indefenso y llevar justicia allá donde no existía, vivían en un mundo muy diferente al que ella había conocido. Entre los muros de Candelero, la muerte era una consecuencia natural de la progresiva erosión de los cuerpos durante una larga vida. Nadie necesitaba segar la vida de otro mediante las armas o la magia. Ni siquiera los guardianes portaban más arma que sus bastones, que usaban solamente en rarísimas ocasiones.
Mas había vivido desde que dejara atrás la Gran Biblioteca. Nada, empero, que la preparara para la brutalidad de las acciones del paladín. El trecho entre el conocimiento y la experiencia se le antojaba ahora como un abismo envuelto en nieblas al que se había precipitado, rompiéndose prácticamente al encontrar el fondo.
Nikander no era un engendro vampírico que se deshiciese en volutas de humo al ser atravesado por las crueles hojas. Pero por lo que sé, no era menor monstruo, ni menor víctima que esas dos mujeres no muertas. Todavía estaba demasiado conmocionada para decidir si lamentaba realmente la muerte del mago. Sí sabía que las razones para mantenerlo con vida eran de peso, y afectaban, al menos, a las vidas de los habitantes del castillo y las de los compañeros.
Tendría tiempo de sufrir, reflexionar, lamentar lo ocurrido y buscar una nueva salida, pero no en ese momento. Demorarse podía significar un nuevo conflicto con los homúnculos. Uno en el que no estaba preparada para intervenir, y que más que nunca temía que conduciría a una carnicería.
Se dio cuenta al ponerse en pie de lo que había hecho la druida. La piedra que sujetaba era el objeto en la bolsa de Nikander que emanaba un aura abrumadora de lo que solo era capaz de describir como corrupción.
—Esa piedra abominable. Lo has visto, ¿verdad? Su aura era como una herida supurante. No la pierdas, y no permitas que nadie más la toque hasta que sepamos qué es —advirtió a Aleera.
—¿El piedro éste?— dijo Trixa. Que la recogió con la propia bolsa de Nikander envolviéndola. —Si queréis la llevo yo, igual la usaba el mago para hacer de las suyas— La joven parecía molesta con algo. —Igual en el libro tiene un diario o algo así. Un historial de sus fichorías. Las otras además de las de secuestrar niños y marcarlos, claro. Si logramos disolver entuertos que haya cometido, haremos un favor a todos. Hasta podríamos encontrar a los padres de los niños.
La joven iba a lo práctico. —¡Es tan raro! ¿No era el señor de la torre esa? ¿Por qué estaba aquí con tan pocas cosas? ¿No era un mago y podía embrujar a quién quería? ¿Por qué no embrujó a gente del pueblo y les quitó sus enseres? Tymora sabe que con el resto del mundo no se cortaba.
Dio una patada al cadáver. Enfurruñada. —Por mí podríamos volver a la torre y tratar de ver si encontramos una salida de vuelta a nuestro mundo— comentó
—Te acompañaré por el momento, si te parece bien.
Dijo Evaryan a Zz´pora, aunque luego incluyó con la mirada a todos.
—Tenemos mucho de lo que hablar...
Dirigió una mirada breve al cuerpo sin vida del mago.
Las autoridades locales no eran amigas de los magos, pero no estaba nada claro que fueran comprensivos con extranjeros impartiendo justicia. Siguiendo el consejo de Evaryan, el grupo abandonó el establo justo cuando empezaba a escucharse la voz del mozo en la parte trasera, algo recuperado ya y decidido a llamar a los homúnculos.
Andando sin dificultad bajo la luna por la despejada pradera al norte de la ciudad, los seis se alejaron lo justo de la población como para sentirse seguros. Más tranquilos ya, tanto por la distancia como por el tiempo pasado, decidieron que nadie les seguía y montaron campamento para pasar la noche. Muchas cosas seguían sin tener sentido y habían surgido más preguntas que respuestas. Los siguientes pasos no estaban claros.
Apenas sus compañeros se pararon, Trixa se tiró al suelo, agotada por el esfuerzo. No había querido retrasar al grupo ni alarmar a nadie, pero la debilidad que había sentido desde que saliera de la torre no había mejorado nada. Muy al contrario, parecía ir a peor. Nunca se había sentido tan enfermiza, débil y cansada.
—¡No! —exclamó, precipitándose hacia la muchacha. No la había cogido Aleera, como creía, sino quien nunca debía haberse acercado a ella, la persona que sin duda tenía menor experiencia y preparación ante un objeto que irradiaba magia como aquella —. No la toques más. Temo que sea peligrosa, pero no podemos dejarla atrás. Yo la guardaré.
Desconocía la naturaleza de la piedra, pero no era descabellado especular, a tenor de los datos que sí poseía. Las conexiones demoníacas del malogrado Nikander por un lado. El aura mágica abrumadora, quizás más intensa que cualquiera con la que se hubiera topado, y perturbadora como jamás había creído posible, por otro. Tiene que estar relacionada con la carga de Nikander.
—No lo sabemos, Trixa —respondió a las cuestiones de la muchacha—. Y él ya no puede decírnoslo. Deberíamos llevarnos el cuerpo para cremarlo, o al menos enterrarlo.
“ESTE ES MI INFIERNO. NO IRÉ A NINGUNA PARTE Y TAMPOCO TÚ”.
Repitió en silencio las últimas palabras del mago. Podían ser un exabrupto sin sentido, motivado por el miedo, la furia y la humillación. O podían ser algo más.
Acompañó al resto del grupo fuera de Nefaria, en silencio. Hablar le ayudaba a mantener la mente ocupada y no verse avasallada por la duda y la angustia. Pero tenía otras armas, unas que había apartado neciamente desde que llegara a esa tierra. Recitó las oraciones que había grabado a fuego en su memoria a fuerza de repetirlas durante años. No pidió nada, ni hizo preguntas personales, no se atrevía a hacerlo cuando no sentía la presencia de Oghma a su lado. Solo las recitó una y otra vez.
No tardaron en contrar un lugar en el que acampar. Como había dicho Evaryan, tenían mucho de lo que hablar. Sin embargo, no estaba segura de por dónde comenzar.
—Nikander ha muerto —rompió por fin el silencio—, ¿cuáles son vuestras intenciones a partir de ahora?
Aleera tenía una incongruente mezcla de frustración y satisfacción hirviéndole en el estómago y no sabía por qué. Quizá tras tanto tiempo detrás de Nikander lo último que esperaba era enfrentarse a él en un establo mugriento, o quizá simplemente la muerte se le antojaba algo demasiado benévolo para él. Pero aun así, lo prefería mil veces muerto; ya no podría hacer daño a nadie más.
Al salir de una vez de aquel pueblo de locos sintió como si el aire fuera menos denso y las cosas tuvieran más color; sin embargo, se mantuvo en silencio, pensando durante todo el camino hasta que finalmente el grupo montó un campamento.
Garm se había tumbado a la vera de uno de los árboles que rodeaban la hoguera, y ella se había sentado apoyando ligeramente la espalda sobre el costado del lobo como si este fuera un enorme cojín. Aunque el animal no parecía importarle lo más mínimo.
En determinado momento, Iseo preguntó algo.
—Encontrar a Iaobahl, obligarle a que nos saque de este plano infernal y hacerme una alfombra con su pellejo—gruñó escuetamente.
La otra opción era quedarse allí para siempre, y no le daba la gana.
Zz'pora contemplaba el pasado sin ver las llamas crepitando en la hoguera. Tenía ambas manos apoyadas en el macuahuitl, inmóvil como un lagarto tomando el sol.
—No lo sé —admitió el guerrero de sangre fría sin levantar la vista del fuego.
Estaba completamente desorientado. Había nacido, crecido y sido educado en una sociedad en la que se valoraba la sociedad por encima del individuo. Y se las había apañado para terminar excluido de todos los grupos a los que había aspirado a pertenecer. El grupo era fuerte, el individuo era débil. Moría.
Quizá, a fin de cuentas, la culpa era suya.
—No lo sé —repitió, desalentado.
Como otros, Xander se encontraba desorientado. Había sido fácil poner una cara y nombre al mal, pero encontrarse con Nikander no había solucionado nada. Aunque el mundo estuviera mejor sin el mago, el clérigo no había ninguna obtenido satisfacción en la muerte de quien parecía tan patético como retorcido. Nikander había sido como un faro, la idea de su maldad guiando al grupo, y ahora quedaba... ¿qué?
—No sé dónde empezar a buscar al tal Iaobahl. El Archimago puede o no tener que ver él. Por lo que sabemos puede ser aliado o enemigo.
Miró hacia Trixa.
—También podemos volver a la torre, como Trixa sugirió. Preferiría tener mejores noticias que darles, pero...
No solo habían matado a su señor, sino que con él se había disipado todo lo que podría haber sabido sobre los portales. Si acaso, estaban más lejos que nunca de regresar a casa.
—Prefiero la duda a la seguridad que has mostrado hace un momento —dijo, buscando la mirada que el hombre lagarto escondía entre las llamas. Si el hombre lagarto era presa de remordimientos por sus acciones, o eran las revelaciones sobre su pasado las que le asaltaban, no había forma de saberlo.
Solo Trixa se guardó la respuesta, aunque ya había expresado sus deseos en el establo, junto al cadáver de Nikander.
—Ya no perseguimos a un hombre en movimiento —constató—. No necesitamos apresurarnos. Es el momento de compartir todo lo que sabemos, recordar nuestras responsabilidades y actuar en consonancia con ellas.
De nuevo era capaz de hablar, planear y pensar con la mente clara. El horror por la brutal ejecución no había desaparecido, ni lo haría pronto, pero la conmoción había pasado.
—Evaryan —se dirigió directamente al amigo de Zz’pora—, a un par de jornadas de aquí hay un grupo de personas, adultos y niños, al menos una docena, la mayor parte de los cuales están indefensos. Disponen de un refugio, pero se encuentra perdido en las profundidades del bosque. Es un lugar peligroso, y dudo que dispongan de las habilidades necesarias para conseguir sustento. Después de lo que hemos visto aquí... no sé si Nefaria sería el lugar adecuado para ellos, pero no conocemos ningún otro. ¿Qué puedes aconsejarnos?
El bardo pareció preocupado al escuchar mencionar la espesura.
—La mayoría de la gente trata de evitar el bosque de las ninfas. Algunos bandidos o fugitivos llaman a ese sitio su hogar porque los golems y el Archimago no les interesa el lugar, pero está maldito por tres mujeres muertas. Quién sabe qué más hay a la sombra de esos árboles.
Dirigió su mirada hacia el sur, como viendo el lugar con sus propios ojos.
—En los pueblos y ciudades hay menos peligros, pero los golems cada vez hacen la vida más difícil. A los extranjeros se los trata aun peor. Más allá del bosque, en el extremo sur, está la fortaleza de los sabios: Cubina. Es un lugar de retiro y paz que hasta el Archimago respeta, y sus estudiosos son los más tolerantes con otras razas y extranjeros, pero también tienen normas muy estrictas en cuanto a quién dejan pasar a su santuario. No les imagino aceptando refugiados sin más, pero me he equivocado otras veces...
Dirigió la mirada de vuelta a Iseo.
—Si tienes pergamino y tinta dibujaré un mapa de Iaobahl antes de irme.
Iseo asintió, sacando su libro de notas de entre sus ropas, y los útiles de escritura de la bandolera, para entregárselos al bardo.
—Conocimos a dos de esas mujeres muertas —afirmó.
Cubina parecía la mejor alternativa para empezar la búsqueda. No solo para las gentes del castillo —Iseo confiaba en ser capaz de entenderse con los responsables de un lugar como aquel, aparentemente tan similar a Candelero— sino para ellos mismos. Una fortaleza dedicada al conocimiento, donde aprender todo lo que pudieran sobre aquella tierra. ¿Pero cuán largo y peligroso sería el viaje?
Decidió callarse, por el momento, mientras Evaryan dibujaba, esperando las opiniones de sus compañeros.