Partida Rol por web

En un último alarde de valentía, Jimeno de Arguilla, pese a sus graves heridas, cargó contra el soldado 2 con su enorme hacha...

Ninguno de ellos pudo actuar, y aunque el que bien podría haber intentado algo fue el soldado dos, aún con vida, y mientras luchaba siquiera por respirar y no ahogarse con el encharcar de la sangre en los sus pulmones (por dentro), trataba de ponerse inútilmente de pié, sin siquiera llegar a acercarse a ello. El tipo estaba hecho trizas, impregnado todo él de su propia sangre.

¡Malditos bellacos! -murmuró Jimeno de Arguilla doliéndose de sus heridas-. Entonces se acercó a alguno de ellos, echándoles un vistazo. Soldados de algún vasallo -diagnosticó a modo de corazonada-, seguramente leales al Rey Sancho. -Entonces Jimeno miró a la lejanía a través del camino, oteándolo hasta el final, hasta donde se veía.

Hemos de evitar las rutas principales. No podemos seguir así, con estos peligros... -profirió mientras el tipo yaciente que aún parecía vivir había muerto en realidad-.

Era mediodía y, casualmente, os dísteis cuenta que había una vereda paralela al camino por el que íbais, saliendo a la derecha del camino. Avanzaba a numerosas varas, paralelamente a por donde íbais hasta ahora, y poseía ventajosamente cierta densidad, cierta boscosidad (dentro de los grandes claros que la zona murciana contenía). Aquello parecía...

...lo más adecuado -instó el de Arguilla-. ¿Tomamos dicho camino?

-Solo fueron estúpidos. A nadie en su sano juicio se le ocurriría asaltar a hombres armados. He oido que los bosques pueden estar bien repletos de bandidos pero si os place marchar por ese camino quizás tengamos suerte y sean todos tan tontos como esos hijos de mala madre-respondió el caballero que no estaba muy seguro de que marchar por el bosque fuera la mejor idea- ¿Estás bien muchacho?-le preguntó después a Damián aunque parecía que el muchacho se había recompuesto bien tras la lucha pues no había escuchado queja alguna..

-Estoy bien, don Pelayo, mi señor -dijo Damián al caballero, recuperando el aliento. Quería haber ayudado más en la batalla, y bien se quedó con las ganas de asestar una última estocada, mas sus compañeros habían sido más rápidos que él y el combate había acabado ya.

Luego se dirigió a Jimeno.

-Faré lo que vos et el mío señor decidáis, mas si permíteseme dar la mía humilde opinión, si hemos de luchar con sabandijas de aquesta calaña, al menos en los caminos verémoslos acercarse como ha hecho Tariq. En los bosques a buen seguro serán menos numerosos, mas una emboscada pudiere resultar mortal.

- Mejor ir por el bosque a que nos ensarten como carne en un espetón. Esos cabrones casi acaban con nosotros, ni siquiera se han parado a preguntar los hideputas. ¿Es muy profundo el bosque? -a Potencio lo de los bosques no le daban muy buena espina, tenía malas experiencias. Normalmente estaban llenos de indeseables- más que el propio Potencio - y se contaban leyendas acerca de criaturas extrañas y peligrosas que los habitaban.

Mientras los demás se decidían, pues a él tanto le daba cruzar por aquel camino que de bosque tenía poco, y, por mucho que los demás temieran, poco lugar a esconderse había entre aquellos hierbajos, Tariq guardó su hacha y su escudo y buscó entre los muertos algún indicio de quiénes eran, y de paso alguna bolsa con la que mejorar la maltrecha economía de aquella compañía de muertos de hambre de la que era miembro. Pero lo primero que hizo fue recuperar sus cuchillos y echar también un vistazo en busca de otros.

Sin duda que Tariq acertó a ver aquello que sospechaba el de Arguilla: aquellos soldados no eran mercenarios, sino soldados con señor. No llevaban seña, pero todos iban unifromados prácticamente con los mismos pertrechos, por lo que seguramente tendrian señor común. Luego miró los cuerpos y vio que sus gambesones estaban más destrozados que servibles, aunque las espadas bien podían ser utilizadas y aprovechadas*.

No entiendo cómo nos han asaltado, aunque, pensándolo bien... sí -respondió al de Arbás-. Ya os dije que murcia era toda ella de fieles don Sancho, y amén de que no nos hayan descubierto, que creo que este encuentro es casual. Et que por aquí, por el tema de la sucesión del de la Cerda y del que hablabamos, que los ánimos parecen caldeados.  Me pregunto a quíen andaban buscando... ¿no oísteis lo que dijeron estos hombres?

Dejando esa pregunta en el aire, Jimeno miró a escudero Damián.

Muchacho, como dice Potencio, mejor ir por campo a través. Ni yo mismo aguantaría otra embestida como ésta... Vayamos.

Fue en éstas que, en metiéndoos ya entre arbustos, retamas y algunos árboles bajos que no daban siquiera para emboscada (como les digo a sus mercedes, que aquello más que bosque era leve arbolada), vísteis algo dispar. A vuestra derecha que se alzaba terreno ascendente y encasillado en un abrigo rocoso, acabado en una pequeña colina (donde al parecer habría allí una casa o una ermita). Mas oteando la vereda adelante (por el que ahora íbais) oísteis algo. Procedía de lejos, y era lo que parecían... ¡ladridos! Al alzar la vista para intentar percibir el origen, vísteis adelante (enla misma dirección en la que caminábais) una especie de construcción, concretamente un pequeño castillo.

Quedásteis quietos, puesto que los ladridos se oían cada vez más fuerte como si se aproximaran a la carrera. De repente, de uno de los árboles apareció corriendo un hombre como de la veintena o algo más, cruzando perpendicularmente la vereda. Llevaba un hábito cristiano por ropas, y su rostro era desencajado, como de terror o angustia. Iba tan centrado en huir de algo (esos perros tal vez), que ni se dio cuenta de vuestra presencia (apareció a dos o tres varas delante de vosotros). Justo entonces, delante de vuestra compañía, se trastabilló cuando miró hacia atrás, cayendo de bruces casi a vuestros pies... Se hizo un corte en la barbilla y se golpeó el hombro y el brazo.

Auuugh... -murmuraba en el suelo de dolor...-.

A Damián le sorprendió la intensidad con la que aquel joven hombre de Dios parecía huir de algo, que incluso a punto estuvo de partirse la crisma con la caída. Se acercó a él y echó mano de nuevo al mango de su espada*, con el pecho henchido, como si fuera más caballero que escudero y con el ego por las nubes tras su actuación en el combate anterior, donde sentía que había defendido más que dignamente a su señor. Cosas de la adolescencia, ya se sabe.

-¿Estáis bien? -su mirada no se dirgía al hombre, que quedaba a su espalda, si no a la zona por la que había venido, previendo un posible ataque de las fieras que se escuchaban.

-Puta suerte -masculló Tariq mientras sacaba dos cuchillos y apuntaba con ellos a lo que presumiblemente sería una manada de lobos o perros, sin duda peores enemigos que los hombres si tenían hambre, pues no dudarían en lanzarse a muerte contra ellos. Corrió a juntarse con sus compañeros para quedar hombro con hombro y así conceder menos espacios a las fieras

- ¡No puedo creerlo! ¿de verdad váis a combatir otra vez? -preguntó sacando el terciado -¿es que no os cansáis nunca? ¿queréis que nos maten a todos?

¡Maldita sea!

Se colocó en posición de defensa y ni siquiera empuñó la espada corta que acababa de birlar -¡ya era hora!- sino que se la jugó con su arma favorita, el cuchillo, el arma predilecta por todos los cabroncetes como él.

Dos canes de presa venían; eran de caza, animales bien cuidados y limpios, por lo que no era ningún chucho enrabietado. Uno negro y con fauces descubiertas, precedía a otro de color similar con manchas marrones en las patas. Ambos estaban fijados en el monje caído en tierra, y justo cuando aparecieron tras un matorral, Tariq lanzóle uno de sus cuchillos* y rozándole en los cuartos traseros. El perro de negro, que llegaba en carrera, se trastabilló, y quedósele colgando la hoja una pulgada o menos, hiriéndole levemente (mas no cesó en la carrera).

Fue en estas que Jimeno, que sin daros cuenta había desembarazado su hacha, cargó su arma en el preciso momento en que los dos canes se abalanzaron contra el monje, moviendo horizontalmente el hacha en forma de barrido...

La sangre brotó por doquier, concretamente del cuello de uno y sobre las patas de otro. Uno murió al instante (en pleno vuelo de salto), mientras que otro quedó unos segundos con las patas delanteras cercenadas(echadas hacia delante al abalanzarse). Segundos después, pereció entre gemidos infames.

¡Oh, Santo Cristo! -dijo el monje aún en el suelo mientras tenía su cabeza girada para detrás "viéndolas venir"-. Si, sí, estoy... bien -respondió al joven Damián por preocuparse por él-. Esos perros... casi...

¡Venga! ¡Levantad, hombre de Dios! -decía Jimeno mientras Tariq tenía aún su escudo levantado y Potencio con su cuchillo usual-. No vos quedéis ahí, fray... -y le tendió la mano, y se alzó ayudado por ésta y por el bueno de Damián-.

... Prinio -respondió el clérigo-. Soy un monje agustino..., y les debo la vida -miraba a los canes, y de no contener el quinto pecado capital (La ira) como buen cristiano que era, le hubiera endosado una patada a los cadáveres de los canes al momento-. No sé que hubiera pasado si... si se hubiera abalanzado. ¡Alabados sean! ¡Benditos! -Le besó las manos a Jimeno y también a Damián, ya que los tenía cerca (y en mucho tiempo, sin menospreciar las alabanzas de su buen maestro, el de Arbás, el aprendiz de escudero hubo recibido el mejor elogio en mucho tiempo-.