Cuaderno de notas de Martin Hesselius, doctor metafísico
Basta una chispa, solo una chispa, para encender la hoguera de la locura, cuando durante mucho tiempo la mente se ha alimentado del combustible seco de las hojas secas. Basta un pequeño cervatillo que escapa a las sombras. Basta un rumor entre los árboles. Basta un plato de venado en la mesa. Basta un trueno en la lejanía. Todo queda sumergido en los oscuros e intrincados túneles de la mente, en los cuales a pesar de su oscuridad termina reluciendo una gran verdad: todo allí está conectado por pasajes olvidados. Y, entonces, como un fósforo que se arroja inclemente contra ese lecho de hojas secas, la mente humana arde.
¡Malditos sean los que tratan de reducir el humano a un cerebro material! ¿Qué entienden esos salvajes orates de la ciencia moderna? ¡Nada! Sí, nuestro cuerpo contiene átomos, no tan distintos de los de una mesa, ¡salvajes! En nuestro ser reside algo más poderoso. Y no, no es el alma: miradlo, la verdadera sustancia del ser humano está ahí, oculta en los entresijos más recónditos de su mente. La verdadera sustancia del ser humano es su capacidad para ocultar sus secretos y atormentarse por ellos. Estamos hechos del polvo de nuestras miserias más oscuras.
Lo demás… es solo aire y cenizas.
«Dark Für Elise in a Heartbeat», Lucas King
Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan solo de noche. En sus grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi», «se internaron en un mar de tinieblas para explorar cuanto en él hubiera».
— Edgar Allan Poe, «Eleonora».
Sabías que eran las mismas sombras que habías intuido en el bosque. Sabías que eran los mismos jirones de oscuridad que habían perseguido al cervatillo. Sabías que eran las mismas sombras que habías sentido rodeando el castillo en un abrazo sombrío.
Lo sabías. Lo que no sabías, sin embargo, era qué eran esas sombras.
Creías que te habías quedado dormida cuando aparecieron las primeras luces del día, pero en realidad en tu estado de duermevela ya no podías saber si eran las luces del incipiente sol crepuscular o las de tu lamparita del miedo. No importaba, de todas formas, pues ya fuera un sol al que le costaba ser parido por la tierra o un pequeño haz de tu lamparita, uno de los ojos del cervatillo se iluminó cuando se alzó del suelo a los pies de tu cama, muy despacio, para observarte fijamente. Era un ojo negro del cual manaban unas gotas de sangre y estaba clavado en ti.
Y tú no podías moverte.
El cervatillo levantó sus patas delanteras para ponerlas sobre las sábanas, a la altura de tus pies, pero no eran las pezuñas de un cervatillo, sino las manos de una persona. El cervatillo se subió despacio a la cama, arrastrándose y reptando sobre ti. No solo sus manos, sino también su cuerpo era el de una persona; era el cuerpo joven de una muchacha, desnudo.
Y tú no podías moverte.
Se sentó a horcajadas sobre ti, el ojo negro aún goteando sangre. Con sus manos rasgó las sábanas que te cubrían y, después, rasgó también la camisa de tu pijama, dejando tu pecho descubierto. Se inclinó un poco sobre tu torso y un par de gotas de la sangre de su ojo cayeron sobre uno de tus pechos. Como si fuera la cera derretida de una vela, las gotas se quedaron fijas allí. Con uno de sus dedos, la muchacha cervatillo trazó varios círculos con esas gotas de sangre, hasta marcar tu pecho con sangre.
Y tú no podías moverte.
Y, entonces, abrió su boca animal y se abalanzó sobre aquella marca de sangre. La mordió. Notaste el dolor en tu pecho. Notaste que tu corazón latía más fuerte en el pecho y la garganta mientras la muchacha cervatillo devoraba tu pecho. Notaste que, de pronto, tu corazón latía ahora dentro de la boca del cervatillo, quien lo masticaba al mismo ritmo de tus palpitaciones. Bum-bum, bum-bum, bum-bum.
Y tú no podías moverte.
El dolor te hizo caer de nuevo en un sopor profundo. Cuando despertaste, era de día. Ahora sí podías distinguir claramente los pequeños reflejos de luz detrás de las gruesas y oscuras cortinas, filtrándose por los costados. Era una luz tenue, grisácea, otoñal.
Tu pecho estaba intacto, pero la camisa de tu pijama estaba rasgada.
Cuando al fin volviste a tu cuarto a dormir, todo estaba tranquilo. Al fin. Al fin. Después del ajetreo de ese día, no te costó dormirte profundamente. Cuando te despertaste, la oscuridad todavía te rodeaba. Aún no era de día. Tu mirada se fue hacia la ventana, siempre cubierta por una gruesa y oscura cortina; ni siquiera en sus bordes podía verse el más mínimo resplandor de luz. Era noche cerrada.
Por eso te extrañó sentir un ligero roce bajo las sábanas. Un cosquilleo. Cuando levantaste las sábanas con una mano, viste una mariposa aleteando allí debajo. ¿Cuál era su nombre? No recordabas haber tenido jamás una mariposa que brillara. Y aquella brillaba. Era una luz tenue, apenas perceptible, pero sin duda brillaba al mismo tiempo que daba rápidos aleteos coloridos bajo las sábanas.
Estiraste tu mano para intentar llegar a ella; pero, cuando estabas a punto de hacerlo, aleteó de nuevo y se introdujo bajo tus pantalones de pijama. Sentiste allí el aleteo, travieso, un cosquilleo. Podías ver todavía el brillo de las alas de la mariposa a pesar de la tela del pantalón. Soltaste una risilla mientras levantabas un poco el pantalón para sacar de allí a la mariposa.
Los dos brillos de las alas no eran ya las alas de la mariposa, sino el brillo tenue de dos ojos oscuros que te miraban.
—Lycius —dijo un susurro cuyo sonido reconociste rápidamente, la voz aterciopelada y con fragancia a flores de Mina.
¿Qué hacía Mina allí debajo, bajo tus sábanas, bajo tus… pantalones? Entonces, la oscuridad te permitió ver su perfil. Sin duda alguna era ella. Tenía los labios de un rojo intenso, pintados con carmín.
—Lycius —volvió a susurrar, sugerente.
Entonces, llevó una de sus manos a tu miembro adolescente. Lo acarició un poco, dejó un suave beso en él con sus labios de un profundo rojo carmín y temblaste de placer unos segundos mientras sentías la sangre bombeándose hasta allí.
—Ven, Lycius.
Mina estaba entonces de pie junto a la cama y extendía hacia ti la misma mano con la que un momento antes te acariciaba. Tomaste su mano sin pensártelo y Mina te llevó con ella hacia fuera de la habitación. El pasillo estaba desierto, en silencio y a oscuras. Bajasteis las escaleras. Cruzasteis la puerta de entrada y estabais fuera, frente a aquel bosque espeso y oscuro. En ese momento, te diste cuenta de un detalle que te había pasado desapercibido hasta entonces: Mina estaba completamente desnuda.
Su sonrisa estaba torcida en una mueca cuando te dijo:
—Lycius, mírame los pechos.
Casi no hizo falta que te lo pidiera, pues tus ojos se desviaron rápidamente hacia aquellos dos redondeados y suaves pechos. Sin embargo, había algo raro en ellos.
—Mira bien, Lycius. ¿Lo ves?
Entonces comprendiste. Sus pezones eran dos soles gigantes. De pronto se hizo de día con dos soles. Y aquellos dos soles te empezaron a quemar.
—¿Lo ves, Lycius?
Intentaste escapar corriendo a la seguridad del Schloss, donde podrías ocultarte tras una cortina gruesa y oscura, pero Mina tenía tu mano aferrada con fuerza mientras los soles te hacían arder la piel. Notaste cada centímetro de tu cuerpo quemándose, derritiéndose, salvo una parte: la garganta. De ella salió un alarido sobrenatural, un alarido de dolor eterno, un alarido oscuro como la noche más profunda y reluciente como aquellos dos soles que estaban acabando contigo.
—Muérete, Lycius.
Aquellas dos palabras de Mina fueron las últimas que escuchaste antes de consumirte en un montón de ceniza.
Todavía tenías la garganta seca y sabor a cenizas en el paladar cuando volviste a abrir los ojos. Estabas en tu cama y sudabas. ¿Por qué hacía tanto calor? Era de día y se podían adivinar apenas los pequeños reflejos de luz detrás de las gruesas y oscuras cortinas, filtrándose por los costados. Era una luz tenue, grisácea, otoñal.
Sentiste algo junto a tus piernas. Miraste. Una mariposa reposaba muerta bajo las sábanas. Levantaste un momento tus calzoncillos… y viste allí una marca de carmín, justo allí.
Te costó un poco dormirte. Aquel día había tenido demasiados estímulos, desde el móvil anunciándote la trágica muerte de la amiga de Laura hasta la llegada de la doctora Vordenburg y el comportamiento de Lycius en la mesa. Pensando en todo aquello, se cerraron tus ojos y pudiste al fin descansar.
No podrías decir cuánto tiempo había pasado cuando escuchaste una voz suave que te despertó, llamándote.
—Richard.
Escuchaste la voz como entre sueños, primero, en tu duermevela. Pasó un rato hasta que te diste cuenta de que era una voz real.
—Richard.
Era apenas un susurro. Abriste los ojos, como si eso te facilitara identificar la voz, y viste que estabas aún rodeado de la oscuridad de la noche. Sin embargo, sabías de quién era esa voz, solo que quizás no querías reconocerlo.
—Richard.
Allí estaba, en la pared frente a los pies de tu cama, su retrato, con el blanquísimo y puro vestido de boda, mirándote siempre desde aquella altura. Katherina.
—Richard, amor.
Dio un paso hacia ti. Luego otro. Y siguió moviéndose hasta llegar a la cama, la larga cola blanca de su vestido arrastrándose detrás de ella. Se subió a la cama. Se subió sobre ti.
—Richard. ¿Es que ya no me quieres?
Llevó una mano a tu mejilla, la acarició y fue bajando su mano por el cuello y el pecho. Te acarició el pecho desnudo con la palma de su mano, mientras se mordía el labio inferior. Y, entonces, notaste una palpitación más fuerte, mucho más fuerte. Cuando te diste cuenta de que aquello no había sido una palpitación, Katherina ya te estaba mostrando tu propio corazón, en su mano.
El corazón seguía palpitando y, con cada bombeo, nuevos chorros de sangre salían despedidos en todas direcciones, impregnando la cama y su vestido de novia con sangre. Su rostro, su suave e inmaculado rostro, estaba de pronto goteado con sangre.
—Richard. ¿Por qué no me quieres ya? Quiéreme, Richard.
Se llevó tu corazón a la boca y le dio un mordisco sin dejar de mirarte. Empezó a mover sus caderas sobre ti al mismo tiempo. Te diste cuenta entonces de que estabas dentro de ella, que la estabas penetrando mientras se movía sobre ti y seguía mordiendo tu corazón en su mano. De sus labios salieron gemidos de placer mientras mordía el corazón con rabia y gusto.
Entonces, sentiste un fuerte orgasmo y, al derramarte dentro de ella, su pecho se abrió sanguinolento y sobre tu rostro cayó una cascada de sangre. Solo veías sangre, sangre, sangre. Sangre oscura en las tinieblas. Y, en esa oscuridad sanguinolenta y rojiza, escuchaste el latido de un corazón muerto, pero sus latidos hacían un extraño ruido: «Richard-Richard, Richard-Richard, Richard-Richard».
Ahogado en esa bruma de sangre y oscuridad, volviste a caer dormido, no recuerdas exactamente cuándo. Al despertar de nuevo, ya era de día, a juzgar por los pequeños reflejos de luz detrás de las gruesas y oscuras cortinas, filtrándose por los costados. Era una luz tenue, grisácea, otoñal.
Cuando moviste una mano, notaste algo en los dedos. Lo miraste: era una liga blanca que Katherina había usado el día de su boda. Y, entre toda su blancura, tenía una gotita roja.
Después de tomar tus notas, te acostaste y te dormiste. No te costó hacerlo, a pesar de todo lo que daba vueltas a tu cabeza. El viaje no había sido largo y lo habías hecho en un excelente y cómodo medio de locomoción, pero no por ello dejabas de estar cansada.
Sin embargo, debía ser la mitad de la noche cuando despertaste, a juzgar por la oscuridad y el silencio que rodeaba tu cama. Era un extraño lugar aquel castillo y por alguna razón decidiste levantarte, quizás para ir a tu baño. Sin embargo, tras caminar unos pasos, te diste cuenta de que habías salido fuera, justo donde horas antes habías visto al cervatillo muerto. Bernhard y los muchachos habían dicho que se lo llevarían y, sin embargo, allí estaba tirado en el suelo. Muerto.
Te acercaste, extrañada. Había un extraño silencio en aquella noche, como si la naturaleza misma se hubiera ido a dormir. Al llegar junto al cervatillo, te agachaste para revisarlo de nuevo, por si algo se te había pasado por alto. Cuando lo miraste de nuevo, había algo extraño en el cervatillo: ya no era un cervatillo, sino que reconociste al muchacho al que años atrás habías hecho una autopsia. Perfectamente muerto.
En su cuello viste esa misma marca que tenía el cervatillo, esa herida limpia y extraña. Llevaste tu mano hacia allí para inspeccionarlo. En cuanto las yemas de tus dedos tocaron la herida, una mano rápida y fuerte del muchacho te agarró la muñeca y sus ojos se abrieron. Eran unos ojos como de vidrio y hojalata, con iris transparentes, y te miraban con una vida mortecina, pero intensa. Te mantuvo la mirada solo un par de segundos que parecieron eternos, antes de arrojar su mandíbula contra ti.
Esta vez no pudiste escapar, como años atrás. Esta vez aquel muchacho salvaje, aquel cadáver con vida, te atrapó la garganta entre sus fauces. Y, entonces, apretó. Eras doctora y conocías cada nervio que atravesaba tu garganta; y cada uno de esos nervios te transmitió el dolor con una intensidad pavorosa: el nervio vago, el nervio glosofaríngeo, el nervio maxilar. Notaste la cuchillada acerada de sus dientes al mismo tiempo que notabas el calor de tu cuerpo escapando en bocanadas de sangre chorreante. Solo una cosa te impedía lanzar un alarido de dolor: que tus cuerdas vocales habían sido completamente desgarradas.
Tus párpados se cerraron lentamente mientras tu cuerpo entero se vaciaba de su sangre. El frío te cubrió y la noche volvió a apoderarse de tus miembros.
Cuando despertaste de nuevo, estabas otra vez en la cama del dormitorio que te habían asignado. Pudiste distinguir los pequeños reflejos de luz detrás de las gruesas y oscuras cortinas, filtrándose por los costados, mostrándote que ya era de día. Era una luz tenue, grisácea, otoñal.
Notaste un escozor doloroso en la garganta y de pronto notaste como si tuvieras algo allí, una flema grande e hinchada. Tosiste. Volviste a hacerlo, como con un ataque incontrolable. Con la última tos, sentiste que aquella flema salía y cayó sobre la cama. No era una flema. Era un ojo; un ojo como de vidrio y hojalata, con un iris transparente.
Terrores nocturnos. Parálisis del sueño. Parasomnia. En la clínica había aprendido lo que significaban todas esas palabras. Mi psiquiatra se había ocupado de explicármelas al detalle; como si conocerlas les quitase fuerza; como si el efecto fuese a disminuir por poder ponerle nombre a lo que me pasaba. Sabía lo que significaban, pero al despertar la palabra que susurraban mis ojos llorosos era mucho más sencilla: «miedo».
Tardé en moverme. Me sentía incapaz siquiera de intentarlo, atenazada a la cama de pies y manos, silenciados los sollozos de mi garganta por un nudo tan fuerte que se sentía como una piedra. Paralizada por mi propia mente, lo primero que logré mover fueron los ojos, que se desviaron hacia la ventana. La luz del nuevo día se colaba por las rendijas, pero era demasiado tenue como para consolarme. Me aterraba mirar hacia los rincones en penumbra, sentía que la mirada de aquella mujer cervatilla estaba esperando ahí, rebullendo, acechándome en las sombras de los muebles.
Como en ese pequeño crescendo en el que mis gritos habían crecido a partir de un susurro inaudible cuando era pequeña, fueron después mis dedos los que se movieron. Palparon los jirones desgarrados de tela, trémulos por la idea de encontrar mi pecho abierto y sangrante, un hueco vacío de corazón apuntando hacia el techo. Pero no noté el tacto pegajoso y húmedo de la sangre, ni tampoco costras de sangre reseca. Mi pecho estaba intacto, con el pezón endurecido por el contacto fuera de la tela, pero con la piel suave y limpia.
Moví entonces el cuello para mirar hacia abajo. ¿Había roto yo la tela en sueños? Sabía que era posible, incluso que era probable. No recordaba haberlo hecho, pero estaba dormida, profundamente dormida. Eso es lo que diferencia el terror nocturno de las simples pesadillas. Apreté los dedos cerrando las manos en puños y apoyé la nuca de nuevo en la almohada. Poco a poco, mi respiración se iba normalizando y las lágrimas no derramadas se secaban en mis ojos.
Creía saber de dónde venía aquel sueño, después de todo lo vivido el día anterior. Yo había devorado al cervatillo; lo justo era que él me devorase a mí. Tan simple como terrible. No era capaz de darme cuenta todavía de que el terror de esa noche era un principio y no una conclusión.
Me costó un poco más mover las piernas, pero logré doblar las rodillas. La sábana se convirtió en tienda de campaña mientras intentaba convencerme a mí misma de salir de la cama. Una parte de mí quería hacerse un ovillo y volver a dormir. Me sentía cansada, con el corazón palpitando rápido. Bum-bum, bum-bum, bum-bum. La otra parte de mí no quería volver a dormir nunca, nunca más.
Cerré los ojos y, de inmediato, el cervatillo me devolvió la mirada desde detrás de mis párpados. Así que los abrí de nuevo, de golpe, con un respingo en la respiración. Supe entonces que no habría más sueño para mí ese día; no iba a ser capaz de conciliarlo y mi cabeza estaba empezando a ir también más rápido, siguiendo la estela marcada por mi corazón.
Me froté la cara con las manos y me incorporé hasta sentarme en la cama. Me estremecí cuando un jirón de tela cayó sobre mi vientre. Respiré, me concentré solo en eso durante unos segundos, y mi mente empezó a repetir una letanía que debía ayudarme a mantener la calma. «Lirio. Camelia. Margarita. Violeta…». Inspiraba en cada nombre, espiraba en cada pausa.
Cuando por fin sentí que mi respiración se normalizaba, alargué el brazo para tomar el móvil de la mesilla y encendí la pantalla para ver qué hora era.
No era inusual sufrir una noche de insomnio ocasionalmente, pero ¿por qué había salido al exterior? Ni siquiera yo misma lo sabía. El cervatillo continuaba allí, pese a que habían dicho que se lo llevarían. Podía aprovechar la ocasión para examinarlo otra vez, por si descubría algo nuevo.
Fue al verlo más de cerca cuando me percaté de que el cervatillo ahora se trataba de aquel muchacho que había revivido en plena autopsia; aquel al que había arrancado el corazón. Verlo nuevamente me dio escalofríos, pero, por alguna razón, ni siquiera me pregunté cómo había llegado allí.
Al tratar de inspeccionarlo, cobró vida una vez más. Su mano me agarraba con una fuerza titánica, como si fuese de acero. Sus ojos carecían de color, pero sentía que me observaban atentamente, perforándome el alma, juzgándome. «Tú me mataste», me decían, en silencio.
No tuve tiempo de explicarme, ni de disculparme. No pude hacer nada mientras sus mandíbulas desgarraban mi garganta, drenando cada gota de sangre de mi cuerpo, dejando solamente una cáscara sin vida.
Me desperté, sudando acalorada, con mi corazón latiendo a toda velocidad. Había sido solo un sueño, claro. Era la explicación lógica a tan grotesco acaecimiento. Aquel joven vampiro no podía estar allí. Sus restos debían de estar enterrados o cremados desde hacía tiempo. La lógica me decía que no había manera de que fuese a volver a por mí, y, sin embargo, algo en mi interior me hacía sentir intranquila, como si no pudiese descartar la posibilidad de que pudiese aparecer en algún momento.
Me incorporé, y entonces algo desagradable en mi garganta. Tosí y tosí, tratando de expulsar lo que quiera que fuera, y entonces cayó sobre la cama. Sentí que todo calor me abandonaba. Mi cuerpo no me respondía. No podía creerlo, pero ahí estaba: un ojo, idéntico a los que había visto en el sueño.
No sé cuánto tiempo tardé en reaccionar, pero pareció una eternidad. Me coloqué un par de guantes y lo recogí, examinándolo de cerca. ¿Cómo era posible? Por mucho que pensara, no encontraba una explicación racional. El hecho de que lo hubiese visto en sueños podría explicarse con que lo había visto en algún momento sin darme cuenta, o incluso podría ser una simple coincidencia, pero… ¿cómo había llegado a mi garganta? Tenía que haber sido algo sobrenatural. Pero en esos momentos no era capaz de relacionarlo con ningún fenómeno que conociera. En cualquier caso, no cabía duda de que se trataba de un presagio sobrecogedor.
Respiré hondo y con ritmo lento y constante. Perder la calma era lo peor que podía hacer. Encontraría una explicación, tarde o temprano. Guardé el ojo cuidadosamente en una bolsa de plástico. Más tarde podría tratar de buscar información relacionada, o incluso contactar con mi amiga Sophie. Pero ahora debía ducharme, vestirme y reunirme con el señor von Galler.
Valorando que todo podía haber sido un desastre de proporciones épicas incomensurables, podía darme con satisfecho por la cena que había vivido de una manera más o menos intensa y donde, si no hubiera sido por el salvavidas de la cordura de mi hermana, el naufragio frente a los escollos afilados, habría sido una inmersión inminente.
Parece que no era lo mismo que pensaba esa mente mía activa a ciertas horas, que se obsesionaba en deleitarme con una más de sus intrincadas reacciones al caer profundamente bajo el influjo de las arenas de Morfeo, tras las inquietudes de una sorpresa esperando escondida en la espesura y en la perenne inquietud que experimenta una presa encerrada entre los mismos barrotes de oro que su depredador ahíto de una sangre espiritual que va más allá de la que corre por las venas, fragante y espesa, pero inútil en este caso.
La sorpresa de espabilarme en medio de la noche era un regalo que pocas veces me sucedía como modo de ganar apenas unos segundos más de una vida que se me ocultaba al salir el sol y calcinar todo con su luz abrasadora. El batir de unas alas, no era la primera vez que perturaba mi sueño y como si fuese barriendo en ese aleteo, la conciencia culpable, esparcía a su paso por los poros de mi cuerpo y los resquicios de mi mente, ese amago de polvo de la lujuria que por donde rozaba, encendía las pasiones en forma de una Mina que se presentaba ante mí, tan lasciva y lujuriosa, reflejo del mismo ardor que bullía dentro del interior, en el centro, en el vientre, al contacto de sus labios sobre la ingle, sobre esa marca pirograbada que, cuando desperté, latía al mismo ritmo y fragor que mi corazón acelerado y mi miembro inflamado.
Una gota de sudor bajaba desde la nuca, como un suspiro que mi conciencia helaba a su paso, entumeciendo cualquier posibilidad de pensamiento y como ese mismo escrúpulo, escarbaba superficialmente en la piel que recorría, por entre los omóplatos, los lumbares, para perderse en los confines de mis nalgas en un burdo intento de señalar dónde se encontraba el pecado.
Las imágenes indelebles de Mina desnuda, me atormentaban entrecortándome el aliento y al cerrar los ojos, aún veía en el fondo de los párpados, impreso en neón, el contorno carmesí de los labios carnosos, que por un instante, tocaron lo más sensible de mi centro.
Sobre el pantalón, húmedo, yacía la mariposa muerta, que apenas pude identificar. Sabía que no era Lisette, ni Karla. Tampoco era Ernst y mucho menos el joven Stephan. ¿Habría perecido por agotamiento al entregar su polvo concupiscente? ¿Sería el ósculo de esa oscura Mina, la que había tomado su vida, como otras veces era su alma la que me era entregada?
Acaricié con ternura el contorno irregular de uno de los lóbulos, preguntándome quién sería.
Era altamente peligroso ingerir un ánima, sin saber a quién perteneció o si ese cuerpo se hallaba tan vacío contagioso, como las esperanzas que prodigaba la doctora. ¿Fue esta amiga alada la que marcó como un hierro candente, expirando en esa actividad al prodigar el beso de la pasión? ¿Era el trozo de Mina el que había muerto al contacto con mi cuerpo?¿O era esa parte de la infancia de un niño a oscuras, que se extinguía bajo la mirada de mi enfermera?
Sea lo que fuere, su tatuaje seguía palpitando en carne viva.
Aquella noche, la anterior a que llegaran las nuevas visitantes del castillo... no puedo evitar llevarme las manos a la cabeza y encogerme mientras la recuerdo.
Creía que era un sueño más. Acostumbraba a tener sueños inquietantes, esa era una de las razones principales por las que la mayor parte del tiempo estaba cansado... me daba miedo dormir y tener que enfrentarme a lo que se me pudiera aparecer en sueños. Ese día, Katherina... otros días, Agnes... otros días monstruos, cosas que jamás habían pasado... yo mismo arrancándole el corazón, yo mismo mordiéndolo...
Pero esa noche... no sé lo que pasó esa noche. Parecía... parecía un sueño, pero... pero no llegaba a serlo. ¿O lo era completamente? No... había alguien ahí. Vi a Katherina, con el traje de novia, pero eso era imposible... estaba en mi habitación y...
Me arrancó el corazón y lo mordió.
Y lo que pasó después no puedo... describirlo... los nervios, el miedo y el terror, ese extraño e inmensamente intenso placer...
No sé lo que pasó, no sé por qué pasó, pero había alguien ahí. No sé cómo ni quién, pero había alguien en mi habitación. Quizá... quizá todo había sido también un sueño, un falso despertar, un sueño en el que sueñas que despiertas... pero Katherina... y...
Fue chocante sentir cómo me asfixiaba y ahogaba esa bruma de sangre y oscuridad pero al pestañear... era de día. Me moví rápidamente, irguiéndome sobresaltado, y me arrastré hacia atrás tocando la pared con la espalda, respirando agitadamente. Miré a mi alrededor y todo estaba perfectamente, ni una sola mancha de sangre ni de la presencia de nadie más que yo en ese lugar excepto por un pequeño detalle: estaba aferrando algo con una mano. Bueno, no lo aferraba, más bien era como si lo hubiera tenido enrollado entre los dedos.
Lo desenlacé y lo examiné, viendo que era una liga... idéntica a una de las que Katherina usó el día de nuestra boda. No, no, no es que fuera idéntica... era de Katherina. Tenía... tenía una gota roja...
Me quedé un largo rato sentado, apoyando la espalda en la pared, mirando esa pequeña prenda que me tuvo completamente absorto y ensimismado mientras trataba de organizar mis ideas y recuerdos. No sabía si había llegado a gritar, si alguien me había oído... pero tampoco recordaba hacerlo en ningún momento.
Necesitaba encontrar una explicación y pensar en lo que había sucedido me hacía sentir todavía más nervioso, así que dejé la liga en la mesita de noche y me levanté para ir rápidamente al baño y darme una ducha para tranquilizarme. Agua caliente, agua fría; jugué con el contraste hasta que sentí que estaba preparado para enfrentarme a mis propios pensamientos y al temor que había ido disminuyendo tal como el agua fluía a través de mi cuerpo. Debo decir que lo que más me preocupó fue el dolor, que antes no lograba percibir, que notaba en mi entrepierna, como si a esa parte de mi cuerpo le importara una mierda que todo lo que la rodeaba estuviera prácticamente temblando.
Salí de la ducha para, prácticamente después, darme cuenta de que, definitivamente, no estaba preparado para enfrentarme a mis pensamientos y dejarme caer sobre el lavabo, apoyándome en él, evitando durante algunos minutos observar mi propio reflejo. Cuando lo hice no tuve claro si lo que corría por mi rostro eran gotas de agua de la ducha que me acababa de dar o lágrimas que fluían, incontrolables, desde mis ojos enrojecidos.
«¿Por qué?», le pregunté a la imagen del espejo. «¿Por qué me haces esto?», le inquirí a mi reflejo, aunque no tenía del todo claro si esa pregunta era para ese otro Richard o para la persona que había visto durante las horas de oscuridad.
Me lavé la cara varias veces con ese agua casi congelada que salía del grifo y salí, después, del baño. No miré la mesita de noche, no quería volver a fijarme en esa pequeña prenda —que no sabía cómo había llegado a mi mano o, al menos, no quería creerlo— que había dejado sobre ella, fui directamente a vestirme. Esta vez no iba a ir en bata. Vestí con una camisa blanca y unos pantalones de vestir negros, finalizando mi atuendo con uno de mis pares de zapatos del mismo oscuro color. Volví después al baño para acicalarme un poco y prepararme para el día que me esperaba, el cual no había empezado demasiado bien.
Trataba de quitarme de la cabeza lo que había pasado durante la noche, aunque iba a seguir atormentándome a medida que pasaran las horas. «Seguro que en algún momento del día podría encontrarme más tranquilo para analizarlo todo como era debido», pensé. Tampoco quería hacer esperar demasiado tiempo a la doctora, que también iba a empezar a trabajar ese día con el chiquillo.
Una vez que te hubiste aseado, vestido y preparado para el día que se avecinaba, sacudiéndote de encima las malas sensaciones que aquella noche te había dejado, nada más salir de tu habitación te encontraste con la señora Perrodon que se dirigía hacia ti por el pasillo.
—Moang, señor Von Galler —te saludó.
Esa extraña palabra del dialecto local era de las pocas que habías aprendido a fuerza de escuchársela todas las mañanas: era el equivalente regional al Morgen alemán, que a su vez era una abreviación del saludo completo Guten Morgen, buenos días.
—Frau Ines y su hija Carmilla acaban de llegar —te comentó con calma.
En ese momento miraste tu reloj y te diste cuenta de que era más tarde de lo que habrías deseado, pero también era cierto que la amiga de Laura y su madre se habían adelantado.
—Las he hecho pasar al salón para que las pueda recibir allí —comentó, pragmática—. Voy a avisar a Laura —concluyó, antes de seguir avanzando.
Mientras tratabas de recuperar la calma y llevabas tu mano al teléfono, sentiste un par de golpes gentiles en la puerta. Llegaste a ver en el reloj del móvil que la mañana había avanzado bastante. Una vez que te hubiste cubierto con una bata y diste permiso para que entraran, la cara amable de la señora P. apareció allí.
—Kuchendal —te dijo con suavidad—. Ya ha llegado tu Spezl Carmilla —dijo con una palabra extraña para ti—. Tu amiga. Está abajo con su madre en el salón, esperándote.
La señora P. esbozó una sonrisa suave, de abuela, para ti. Al parecer, Carmilla se había adelantado, llegando antes de la hora prevista.
—Hale, venga, vístete —te dijo con cierta premura y un gesto de la mano que te incitaba a darte prisa—. Esa Deandl está deseosa de verte, que lo primero que ha hecho ha sido preguntar por ti.
No sabías qué quería decir aquella palabra, Deandl, como tantas otras palabras que pronunciaba la señora P. Volvió a sonreírte con sus arrugas y luego cerró la puerta para dejarte sola de nuevo.
Mientras todavía estabas en la cama sonaron un par de golpecitos en la puerta. Quien estuviera fuera esperó pacientemente a que le dieras permiso para entrar y, una vez que lo obtuvo, abrió la puerta despacio, pero sin llegar a entrar, manteniendo una mano en el pomo de la puerta. Era la señora Perrodon.
—Lycius, cielo —te saludó con suavidad de abuela—. Han llegado la Spezl de Laura y su madre —dijo con una palabra local que ni te sonaba—. Si quieres puedes bajar a saludar, están en el salón. Pero si quieres seguir descansando, no hay problema.
Te sonrió desde la puerta y, casi sin esperar una respuesta, volvió a cerrarla con suavidad, dejando en tus manos la decisión de si quedarte en la habitación o bajar para saludar a las recién llegadas.
Una vez que te hubiste duchado, vestido y acicalado para el día, saliste en busca del señor Von Galler. Sin embargo, mientras caminabas por el pasillo, a quien te encontraste fue a Mina, quien iba vestida de manera informal pero al mismo tiempo elegante: unos pantalones vaqueros, un bonito jersey rojo con cuello en uve del cual salía el cuello ancho de una blusa blanca y unas sencillas botas negras.
—Guten Morgen, doctora —te saludó con una amplia sonrisa amable. La enfermera parecía estar fresca y lozana aquella mañana, aunque lo cierto es que ya no era tan temprano—. Parece que las invitadas de Laura han llegado antes de tiempo y están abajo en el salón. ¿Quiere ir a saludarlas? Creo que el señor Von Galler las va a recibir también.
A pesar de la gentileza con la que la señora P. llamaba a mi puerta, di un respingo en el sitio, sobresaltada más de la cuenta por lo inesperado del sonido. Cualquier otra mañana simplemente le habría dado permiso sin más, pero mis ojos bajaron de nuevo con un destello de horror hacia la camisa rasgada y supe que no podía dejar que me viera así. No después del incidente.
—¡Un momento!
Me di prisa para cubrirme y abrirle la puerta. Y en cuanto escuché el nombre de mi amiga, mis ojos brillaron, pero esta vez lo hicieron con la calidez de un «¡Mañana!» muy esperado y que por fin había llegado. Al momento siguiente mis labios se curvaron en una mueca. Sentía al mismo tiempo la urgencia por bajar a conocer a Carmilla y el miedo por encontrarme con ella y que fuese distinta a la chica que había conocido en la red. Sentía el anhelo de darle un abrazo y el temor al rechazo y a las burlas. Y en esa diatriba, al escuchar a la señora P. diciéndome que tenía que vestirme, me di cuenta de que no había decidido qué iba a ponerme para verla por primera vez.
—Gracias, señora P. Dígale que bajaré enseguida, por favor.
Esperé a que se fuese con una sonrisa nerviosa en los labios y entonces abrí mi armario y me quedé mirando su interior. Me habría gustado tener tiempo para probarme varias cosas y decidir. Para peinarme. Para maquillarme, quizás. No solía hacerlo nunca, pero en el tiempo en que había sido amiga de Bertha, ella y las otras me habían enseñado algunos trucos para disimular las pecas o para que mi nariz pareciese menos grande.
Daba igual. No había tiempo.
Por un momento miré las faldas que colgaban en el armario, pero las deseché de inmediato, porque no quería que viese mis rodillas feas. En su lugar, tomé unos vaqueros negros y un jersey ancho, de rayas blancas y negras. En los pies me puse las mismas deportivas negras que usaba siempre en el palacio y me miré al espejo un par de segundos mientras dudaba qué hacer con el pelo. Me decidí por recogerlo en la nuca con una pinza negra ornamentada con una mariposa.
Entonces, ya vestida, fue cuando vacié mis pulmones en un suspiro trémulo. Me aterraba bajar y, al mismo tiempo, era lo que más deseaba en el mundo. Le fruncí la nariz a la chica fea de mi reflejo y le di la espalda, a ella y a todas las cosas horribles que acechaban y remoloneaban desde las últimas sombras en las esquinas de los muebles. No podía tardar más, no cuando Carmilla se había esforzado para llegar temprano. No podía hacerla esperar más por mí.
Tenía muchas preguntas. ¿Su risa sería como la había imaginado? ¿Le gustaría ser mi amiga? ¿Qué le gustaría desayunar? ¿Cómo serían sus ojos? ¿De qué color tendría el cabello? ¿Tendría cara de hada, como siempre me había imaginado en mi mente? ¿Nos llevaríamos bien? ¿Yo... le caería bien?
Cuando me dirigía ya hacia la puerta, mis ojos cayeron hasta el suelo, donde estaba el dibujo que había colado Lyc por debajo de la puerta. Sonreí al verlo, pues había pensado la noche pasada que mi historia no le había convencido demasiado, ya que no había querido participar del juego y darle un final. Sin embargo, después de la pesadilla de esa noche, ver todos esos ojos mirándome desde el papel hizo que un escalofrío descendiese por mi espalda. Era precioso, como todo lo que dibujaba mi hermano, el verdadero artista de la familia, por mucho que mi padre no supiese verlo. Pero también era aterrador.
Lo guardé en un cajón de mi escritorio, resguardando así el secreto de Lyc, y, ahora sí, salí de mi habitación a paso ligero, casi trotando para llegar a las escaleras y bajarlas de tres en tres. Los nervios se anudaban en mi estómago, pero eran más fuertes las ganas de ver por fin a Carmilla.
Incluso después de tomar una ducha y prepararme, no lograba dejar de pensar en lo que acababa de ocurrir. ¿Acaso alguien había logrado introducir el ojo en mi garganta mientras dormía? Para eso habrían tenido que drogarme de algún modo, y ¿qué motivo podrían tener para hacerme eso? Se trataba de un auténtico disparate. Más extraño aún era el aspecto del ojo. Parecía recientemente extraído, pero no tenía sangre, y además su apariencia translúcida, su color grisáceo y la transparencia del iris eran características ajenas a un ojo humano. ¿Pertenecería a alguna criatura sobrenatural?
Con esos pensamientos rondando mi cabeza, me arreglé para el día. En esta ocasión escogí un atuendo algo menos formal, pero sin dejar de ser elegante. Consistía en una blusa de seda de un suave color crema bajo una chaqueta de lana azul oscuro, unos pantalones negros, y unos zapatos de cuero marrones. Me apliqué una pequeña cantidad de maquillaje natural, que realzara mis rasgos de manera sutil, sin ser llamativo.
Al cruzarme con la enfermera, todavía estaba agitada por lo ocurrido, por lo que tardé algunos segundos más de la cuenta en reaccionar.
—B-Buenos días, señorita de Lafontaine —respondí forzando una sonrisa cordial.
Pensaba en reunirme con el señor von Galler cuanto antes, pero si había ido a recibir a las invitadas, no me quedaría más remedio que esperar. La enfermera preguntó si deseaba ir a saludarlas, pero lo cierto era que no tenía motivo para hacerlo: yo no pertenecía a esa casa, y ellas no tenían que ver con el caso por el que yo estaba allí.
—Creo que las saludaré algo más tarde —dije, evadiendo el tema—. Si le es oportuno, ¿podríamos hablar sobre Lycius? Me gustaría conocer todos los detalles sobre su condición cuanto antes.
Cuando salí de la habitación prácticamente me asaltó la dulce y carismática señora Perrodon con... noticias. Las visitantes se habían adelantado. En ese momento pensé que precisamente el tiempo que quería darle a la doctora para que examinara por primera vez a Lycius sin más cosas en las que pensar se había ido al traste, aunque no tardé en darme cuenta de que Regina Vordenburg era una profesional y le iba a importar más bien poco... aunque algo de interés supongo que sí tendría, preguntándose qué tipo de personas vendrían de visita al von Galler sin que el señor del castillo tuviera ni la más remota idea sobre ellas.
—Moang, señora Perrodon —la saludé, utilizando el mismo término que ella. Para uno que conocía... —. Gracias por haberlas hecho pasar al salón, en breve me encontraré con ellas para saludarlas —comenté, suspirando.
La habitación de la doctora estaba casi al lado de las escaleras en ese piso por lo que, si no la encontraba de camino, lo más seguro era que estuviera aún en sus aposentos. Comencé a caminar por el pasillo en esa dirección, esperando encontrarla para comentarle que podía acompañarme o esperarme en la biblioteca cercana a mi despacho.
Tras despertar, me sentí tan desorientado, que no pude reaccionar a tiempo ante la dulce voz de la señora P.
Quizás debería desperezarme e ir al invernadero, pero sentía una tremenda curiosidad por conocer a la amiga de Laura, por la que desde hacía unos días, doblaban las campanas de sus ojos. Desde el incidente nada había conseguido sacarla en condiciones del mutismo, como está ansiada visita.
Tener además, a la señora Inés, diluiría la tensión creada por la presencia de la mediática matasanos.
- Ya...ya voy señora P. - mascullé mientras apartaba del rostro el pelo desordenado, esperando que hubiera sido suficientemente audible - Bajo - sucinto.
Aún a realenti, comencé a cargar motores y tras pasarme un peine de mala gana, vestí el vaquero y la camiseta del día anterior, calzandome de forma chapucera en mi trayecto a la puerta, desde donde tuve que volver a por el móvil provocando un amago de tropiezo, al pisarme los cordones desatados.
Suspiré y haciendo de tripas corazón, agarré el pomo para enfrentarme a la segunda noche del infierno
Mina de Lafontaine sonrió satisfecha y amable cuando le solicitaste conocer todos los detalles posibles sobre la condición de Lycius. Asintió despacio con la cabeza y miró con un gesto hacia una puerta cercana; con la mirada, te invitó a caminar hacia allí mientras ella empezaba a caminar despacio, aunque esperándote.
—Por supuesto, doctora. Cuente conmigo en todo lo que necesite estos días. Si hay alguien que ha estado al lado de Lycius todos estos años, cuidando de su salud, esa soy yo.
Dijo aquello sin darse aires de importancia, pero también sin pesar, simplemente constatando algo que, aunque podía ser obvio, parecía querer dejarle claro a la doctora a modo de ayuda.
Siguió caminando, adentrándose por la puerta a la que se dirigía y que daba entrada a una pequeña salita, algo recargada de sillones y butacones tapizados en rojo, alguna mesita con faldones y varios muebles de madera oscura. Estaba apenas iluminada, pues las cortinas estaban echadas en su mayor parte y apenas entraban unos haces de luz por los resquicios; sin embargo, al entrar, Mina tocó un interruptor y una lámpara en el techo bañó el ambiente con una luz cálida y tenue. Aquel lugar parecía una especie de salita de costura.
—Yo llevo trece años trabajando como enfermera de Lycius. Él tan solo era un niño de dos años cuando empecé. Creo que antes de mí hubo alguna enfermera, no sé. La cosa es que en todo ese tiempo no pude apreciar ninguna mejoría en él. Mi trabajo ha sido sobre todo un trabajo de cuidar y curar cuando era necesario. Confieso que a veces tengo que hacer más de psicóloga que de enfermera, pero mis conocimientos en esa área son pobres, por no decir nulos.
Sonrió con humildad al decir aquello. Al llegar junto a un silloncito, tomó asiento de manera informal y cruzó las piernas.
—Todo se resume muy fácilmente, en verdad: a Lycius le quema la luz solar. El problema es que ningún doctor ha logrado encontrar la causa. Le han hecho todo tipo de pruebas: análisis de sangre, ecografías, resonancias magnéticas, en fin, cualquier cosa que se le pueda ocurrir. La mayoría de médicos —dijo con resignación— termina concluyendo que se trata de alguna enfermedad autoinmune sin más cura que unas gruesas cortinas para tapar al chico de la luz del sol.
Se encogió de hombros e hizo una mueca un poco triste con los labios. Dejó escapar un suspiro.
—Ya vio usted anoche que a Lycius todo eso le ha terminado pasando factura con un carácter un tanto huraño. Yo trato de mantenerme contenta y fuerte para él. Supongo que para mí es fácil, pues no soy su madre ni su familiar, aunque comprenderá que tras tantos años y tras haberlo visto crecer… bueno, a mí también me afecta su dolor.
Sus labios se curvaron en una sonrisa un poco amarga.
—No es fácil para nadie y sobre todo no lo es para él. Es un chico de quince años, debería estar saliendo con chicos de su edad… y chicas. Y, sin embargo, ya ve, aquí encerrado. En fin —volvió a encoger los hombros—, si tiene alguna pregunta específica, dígame y se la responderé lo mejor que pueda.
Volvió a sonreír, como si con aquella sonrisa hubiera borrado de un porrazo toda la amargura y desazón que había mostrado al hablar de las penurias de Lycius.
Laura fue la primera en llegar a la puerta del salón; Richard lo hizo apenas unos segundos después y Lycius tardó apenas poco más en hacerlo tras su padre. En definitiva, los tres se juntaron en el salón en el cual esperaban Carmilla y su madre Ines.
Al estar las cortinas gruesas echadas, no entraba apenas luz del exterior. Eran las luces artificiales, distribuidas aquí y allá de modo estratégico por la habitación para darle un aura de calidez acogedora, las que iluminaban la habitación, dejando parte de ella sumida en penumbras no menos cálidas que los lugares más iluminados.
En el momento en que Laura entró, la mujer estaba sentada en un sillón, hojeando sobre su regazo un libro grande que había tomado de una mesita baja que había frente al sillón.
De espaldas a la puerta y un poco de puntillas, asomándose a unos volúmenes que había en un mueble librero del extremo del salón, había una muchacha menuda, aunque su delgadez la hacía parecer más alta. De espaldas, solo se podía ver su mata de pelo negro como el azabache, liso, corto hasta los hombros y ligeramente ondulado hacia las puntas, reluciente. También se podía ver su vestido, un vestidito sencillo y ligeramente infantil para una chica de su edad y quizás un poco más fresco de lo que la estación del año requería; de color azul celeste, lo cual ponía una nota de color en mitad de aquel ambiente lúgubre.
En cuanto las invitadas sintieron los primeros pasos, dirigieron su mirada hacia la puerta. La mujer dejó de leer para levantar la vista y la muchacha se giró con gracilidad de cervatillo.