- Por un pelo!
Salgo hiperventilando del campanario y de la iglesia. El disparo del tanque no me ha tocado pero no puedo evitar pensar que, la siguiente vez, quizás no tenga tanta suerte.
Al fondo de la calle veo como el tanque está en llamas. Creo que alguno de mis compañeros ha hecho buena faena. Los morteros están neutralizados, el tanque está fuera de combate. Sólo queda el francotirador que he podido divisar al justo antes de escapar del campanario. Tomo guarida detrás de unos escombros producto de quien sabe qué: los ataques de mortero y de los obuses del tanque. Ahora es irrelevante. Tomo postura para apuntar al francotirador. Efectivamente, ahí sigue.
Con cada tiro mi mente se pone en blanco. No existe nada más, solo el objetivo, el arma, mi respiración y los latidos de mi corazón. Exhalo. El tiempo se para y aprieto el gatillo.
Creo que le he dado, pero quizás no ha sido un impacto mortal.
Motivo: fusil
Tirada: 1d100
Dificultad: 80-
Resultado: 40(-20)=20 (Exito) [40]
Motivo: daño
Tirada: 1d10
Resultado: 3 [3]
Frankenberg. 08 de marzo de 1936, 05:15 de la madrugada.
La nieve bajo las botas de Wilhelm crujía como cristales rotos mientras corría entre las casas humeantes del pueblo, la bolsa médica golpeándole la espalda a cada zancada. No sentía el frío, no oía el estruendo de la batalla ni los gritos de los civiles ni el rugido del tanque en llamas. Solo una cosa ocupaba su mente: Fritz estaba vivo. Y debía seguir estándolo.
Hans lo había arrastrado a la seguridad de un soportal junto al cadáver humeante del Renault FT, y su silbido agudo, lanzado entre el eco de los disparos, era todo lo que Wilhelm necesitó. Ni una palabra. Solo ese silbido. Sabía lo que significaba.
«Corre.»
Y Wilhelm corrió.
Pero el enemigo aún no había dicho su última palabra. Un silbido distinto, más siniestro, más mortal, surcó el aire. Un disparo de alta precisión. Una bala atravesó el espacio que separaba a Wilhelm de la muerte como una lengua de acero silbando su nombre. Rozó su hombro izquierdo y desgarró su abrigo como si fuera papel. El impacto lo hizo trastabillar, perder el equilibrio por un instante... pero no detenerse.
La adrenalina le impulsó. La rabia le sostuvo. Y la visión de Fritz sangrando sobre la nieve lo devolvió a su papel más esencial: el del médico.
—¡Wilhelm! —gritó Hans desde el suelo, cubriendo con su propio cuerpo a Fritz, apretando la herida con su propia mano.
—¡Estoy aquí, joder! —respondió el teniente Adler, dejándose caer a su lado. Abrió la bolsa médica de un zarpazo, el sudor de su frente se congelaba antes de alcanzar sus cejas, las manos le temblaban, pero su voluntad era de acero. Palpó la herida, revisó la entrada y la salida. Lo habían alcanzado en el costado, por fortuna sin afectar órganos vitales.
—No es mortal. Lo sacaré de esta, Hauptsturmführer —afirmó, sin apartar la vista de la hemorragia. —Pero necesito cobertura.
Y entonces, la respuesta llegó desde algún lugar a sus espaldas.
Erich Hoffmann, que no había desviado la mirada tras haber abatido al servidor del mortero, había seguido la trayectoria de la bala que casi mata a Wilhelm. En un destello de lucidez y reflejos entrenados, detectó el fogonazo. Entre las ramas de un roble centenario, oscuro contra la luz del amanecer y del incendio del tanque, una figura apenas visible ajustaba de nuevo su mira. Le Mosquetiere.
—Te tengo —murmuró el francotirador alemán, conteniendo la respiración.
El disparo no fue perfecto.
No alcanzó el corazón ni el cráneo, pero rozó el hombro del tirador francés, haciéndole perder el equilibrio. La mira de su Lebel voló por los aires, y su cuerpo cayó del árbol como un saco de carne y hueso, rebotando entre las ramas antes de estrellarse contra el suelo.
Desde su escondite, Wilhelm levantó la vista justo a tiempo para ver la figura trastabillando entre la nieve, recogiendo su arma con esfuerzo mientras se alejaba a toda prisa entre los árboles. Disparos de los aldeanos le siguieron, pero Le Mosquetiere ya era humo entre la bruma del bosque.
Wilhelm sonrió levemente mientras apretaba la venda en el costado de Fritz.
—Gracias, Erich… —susurró, más para sí que para el resto.
Y en ese instante supieron todos, Hans, Wilhelm, Fritz… que Frankenberg había prevalecido. El monstruo de acero había sido abatido, el francotirador expulsado, y el pueblo aún estaba en pie.
La guerra no había terminado. Pero esa batalla la habían ganado. La voluntad de Frankenberg había triunfado.
Motivo: Disparar a Wilhelm
Tirada: 1d100
Dificultad: 80-
Resultado: 25(+60)=85 (Fracaso) [25]
En este asalto asumo que Hans está con Fritz esperando a que llegue Wilhelm y no creo que haya mucho más que añadir, puede postear así ya en el siguiente con Wilhelm atendiendo a Fritz y así avanzamos trama.
El hedor del metal retorcido y el aceite ardiendo impregnaba el aire como un lamento infernal. Las llamas que devoraban el Renault FT empezaban a extinguirse, y ahora yacía inerte como un monstruo mitológico al que un moderno Sigfrido le había arrancado el alma.
Otto Krüger, aún con el retroceso del disparo vibrando en los huesos, se incorporó lentamente. El tubo vacío del Panzerfaust cayó a la nieve con un sonido hueco, como si marcase el final de un juicio divino. Frente a él, las llamas pintaban su rostro con luces infernales, y el casco ennegrecido del blindado chisporroteaba como si estuviera vivo… y maldito.
Durante unos segundos, Otto no escuchó otra cosa que el crepitar del fuego y el repiquetear de la nieve fundiéndose al calor del infierno que había liberado.
Entonces, un sonido extraño, casi imposible, le erizó la piel: una risa.
No era un grito de dolor. No era el alarido desesperado de un hombre moribundo. Era una carcajada. Desgarrada, frenética… inhumana... el otro tipo... el tal Guillotine... ¿seguía acaso vivo por imposible que pareciera?
Otto, paralizado por el horror y la fascinación, escuchó como si desafiara a la muerte a un duelo.
Era una emoción extraña. Ni orgullo. Ni alivio. Ni siquiera euforia.
Había matado por primera vez. Había matado… a un símbolo del horror. Y aún no sabía qué hacer con eso.
No muy lejos, Fritz Müller, empapado en sangre y nieve, alzó la mirada. Tenía un agujero en el costado, la vista nublada y un zumbido en los oídos que lo aislaba de todo, excepto de una voz firme, conocida:
—Ya estamos a salvo Scharführer.
—Capitán... —balbuceó, aferrándose a la manga de Hans con una mezcla de vergüenza y gratitud—. No merezco…
—De eso hablaremos cuando bebas tu próxima cerveza —interrumpió Hans, sin ceder a sentimentalismos.
Y entonces Fritz lo vio: Otto, de pie junto al tanque, iluminado por las llamas, con el rostro endurecido por la lucha y la mirada fija en lo que acababa de hacer.
—Otto… me salvaste la vida. —murmuró Fritz, la voz rota—. Te debo una. O dos. O todas.
Hans apretó el vendaje mientras Wilhelm llegaba por detrás, ya de rodillas a su lado.
—Sí, nos ha salvado a todos. —añadió el capitán, sin apartar la vista del cadáver de L’Anjou que asomaba aún por la escotilla del tanque. Luego miró a su granadero—. Pero dime, Otto… ¿qué demonios era ese ruido?
Otto no respondió. Porque aún la escuchaba.
Y no estaba seguro de que no siguiera sonando dentro del casco calcinado del tanque.
Motivo: Escuchar (Otto)
Tirada: 1d1
Dificultad: 20-
Resultado: 1(-40)=-39 (Exito) [1]
Seis franceses. Anjou, Marengo y Le Chirurgien muertos. Los antagonistas de Klaus, Otto y Wilhelm respectivamente. Le Guillotine, contraparte de Fritz, de alguna forma parece que vivo dentro del tanque. Le Mosquetiere, némesis de Erich, vivo y retirado... como Males Herbes, el líder francés.
Pero... quizás vosotros ya habéis hecho demasiado, la 2a División Panzer no tardará en llegar. Quizás deberíais recordar que os pidió Bruno.
El alba asomaba finalmente sobre Frankenberg como una herida abierta entre las nubes, tiñendo el cielo de un gris sucio que no lograba borrar del todo el humo que aún se alzaba desde las calles. El aire olía a pólvora, a aceite quemado y a sangre. Pero también a algo más: esperanza.
El Renault FT, carbonizado y todavía humeante, permanecía varado en medio del pueblo como el cadáver de una bestia mitológica derrotada. Las cadenas congeladas, una escotilla abierta y ennegrecida como la boca de un lobo muerto, y en su interior… los restos de lo que alguna vez fue L’Anjou y tal vez de alguien más.
El silencio tras el combate fue breve. Apenas se aseguró que no había más fuego enemigo, los primeros vítores brotaron como un estallido desde la plaza. Un grupo de ancianos se quitó las gorras y elevó el brazo en un saludo sobrio, mientras mujeres y niños salían de las casas. Algunos lloraban. Otros reían. Muchos hacían ambas cosas.
—¡Frankenberg vive! —gritó uno.
—¡Alemania resiste! —respondió otro.
Uno de los campesinos comenzó a entonar un viejo cántico popular, “Wenn wir marschieren”, y pronto otros se unieron. La voz temblorosa de los supervivientes se alzó en un coro vibrante, no de celebración exactamente, sino de pura determinación. Habían resistido. Habían vencido. Pero el precio… había sido alto.
Tres aldeanos yacían muertos bajo los restos del porche de la posada, víctimas del primer impacto del cañón del tanque. Sus cuerpos habían sido cubiertos por mantas, ya heladas. Dos más fueron alcanzados por el fuego de mortero antes de que Erich lograra eliminar a uno de los artilleros enemigos. Uno murió en el acto; el otro, horas después.
El hostal, símbolo de resistencia y punto de reunión de los soldados, ardía aún por el tejado, con una bandera del Reich semicarbonizada colgando de una viga. Varias casas del anillo exterior del pueblo estaban derruidas o parcialmente colapsadas por las explosiones. El taller del zapatero, la carnicería y la iglesia mostraban daños graves.
Los restos de Günther Hess colgaban aún del roble, aunque nadie se atrevía a mirarlo directamente.
Y sin embargo… el pueblo estaba en pie. Frankenberg no se rindió.
Klaus emergía de la oficina de telégrafos, agitando el puño: había contactado al Cuartel General. Refuerzos estaban en camino. Una chica de más o menos su edad lo abrazo de improviso lanzándose a sus labios.
Al pie de la plaza, un niño recogía un viejo casco alemán de la Gran Guerra, lo alzaba y se lo ponía con torpeza.
—¿Papá? ¿Ya ha terminado la guerra?
La respuesta fue un silencio denso. Porque nadie podía prometer tal cosa. No... la guerra... la guerra nunca cambia.
Pero ese día, esa madrugada, esa aldea había dicho NO.
Y los demonios azules, por una vez, retrocedieron, y la voz de Frankenberg prevaleció.
El disparo del francotirador francés le puso de relieve, mejor que cualquier texto filosófico, de su propia mortalidad. Había fallado por muy poco, pero centrado en su labor sanitaria lo pospuso para más tarde. Aunque estaba ahí mordiéndole la conciencia.
Hizo una cura de urgencia a Fritz.
-De estas sales con alguna cicatriz y una bonita historia para impresionar a las chicas. No te muevas así, que no es para tanto.
Después ayudo a los heridos y certifico la lamentable muerte de algunos paisanos, sin que pudiera hacer nada.
Dio la noticia a familiares y amigos con el máximo tacto posible, con algunas referencias al deber cumplido y al mundo mejor al que accedían.
Había sido un precio alto, pero no desmedido, dada la disparidad de fuerzas debían estar mas que satisfechos por el resultado.
Se quedo mirando a Gunther unos instantes.
-Con su permiso, Hauptsturmführer, creo que seria buena idea quitar ese cadáver de ahí. Por motivos sanitarios…Ha sido ejecutado, que le entierre y fin de este enojoso asunto. Ya aprovechamos para enterrar a estos invasores.
Era algo en lo que no quería pensar demasiado ya que su intervención había sido bastante importante.
Y era algo que no le gustaba en absoluto, por mucho que se lo mereciera.
Después dio una vuelta a los cadáveres de los franceses. Le pesaba esa petición de Bruno, eso que en teoría no había pasado, pero…
Y busco la cruz de hierro del veterano entre cadáveres y si no lo encontrara en el rastro que dejo el francotirador francés en su huida, aunque con mil cuidados.
La celebración de la aparente victoria no le interesaba, había demasiado en lo que pensar y era todo muy extraño e inquietante.
Motivo: Escuchar (Wilhelm)
Tirada: 1d100
Dificultad: 30-
Resultado: 24(-20)=4 (Exito) [24]
Bien, Wilhelm, ya tienes todo el tiempo del mundo para atender a Fritz así que no te voy a hacer tirar a Medicina. Fritz queda estabilizado pero herido. De los franceses muertos ninguna lleva una cruz de hierro, pero al acercarte al del tanque, l'Anjou, lo que escuchas es que dentro del tanque hay alguien vivo... l'Anjou recuerdas que habló de su compañero, Guillotine, el conductor del tanque.
Pero dime, Otto… ¿qué demonios era ese ruido?
Eso era el lamento del enemigo Hauptsturmführer. Así es como debe de sonar la guerra. Digo algo distraído mientras me autoengaño contemplando como se consumen los restos de fuego sobre el tanque Renault.
Todo parecía haber terminado para las gentes de Frankenberg. Una paz que merecían después de tantos años sometidos a los diablos azules. Todos parecían encontrarse en una atmósfera distinta. Ajetreados en la celebración de la victoria.
Yo, todavía con el subfusil entre mis manos, asistía a la celebración colectiva aún algo desubicado. No me encontraba tranquilo. El enemigo, todavía seguía en los bosques... . Había sido apenas un día, pero sus nombres y los escalofriantes testimonios y relatos de aquel valle maldito todavía resonaban en mi memoria.
Los cadáveres de nuestros camaradas de la Werchmacht todavía no habían recibido una sepultura digna. Solo esperaba que no acabaran por echarlos al río o vejarlos aún más de lo que ya lo habían hecho. Y todavía teníamos bastante faena aquí. Había que ayudar a los heridos, dar sepultura a los caídos, desmontar la mina antitanque para preparar la llegada de los refuerzos.
Pero aquel valle ocultaba algo demasiado inquietante. Una verdad que hacía que mi mente no pudiera encontrar el alivio en la aparente victoria que habíamos conseguido. No obstante, una grotesca imagen logra reconfortarme. El cadáver contraído de Anjou sobre la escotilla de su tanque.
¡¡¡Ahí estaba el enemigo!!!, derrotado, aniquilado y ajusticiado por sus crímenes. No eran los diablos azules del bosque, eran hombres como nosotros... su sudor y su sufrimiento no distaba del nuestro. Éramos soldados que pagábamos el precio de defender a nuestra patria con nuestra sangre. Y ellos... era tan mortales como nosotros.
Son solo...
...
Esa risa. Ese sonido que hacía eco en el bosque... . El recuerdo de los cuerpos desfigurados de nuestros camaradas vuelve a mi mente. Por un instante, nadie más parece darse cuenta de aquel sonido. Yo, en cambio, todavía lo escucho. Aquel acero... las palabras de Günther..., "la tierra reclama más sangre"... los juramentos de venganza y sacrificio del enemigo. Esto no era un altercado fronterizo. Nuestros ni siquiera parecían estar cumpliendo alguna orden de su gobierno. Su único interés, era infligir el mayor tormento posible. ¡¿Qué sentido tenía esto?!... tres inocentes han muerto en un bombardeo que apenas ha durado unos suspiros. Y aquella voz...
Comienzo a caminar hacia el tanque. Me aproximo hacia el mismo por un lateral, observando el cadáver contraído de Anjou. Había alguien más, solo habíamos compartido un instante, y ya podía presentirle como si fuera un viejo conocido. El hombre que estuvo a punto de darme muerte en el bosque.
Camino con el subfusil, guardándome de cualquier sorpresa del interior. Mientras tanto, palpo una de las granadas de mano que llevo ajustadas al cinto.
En ese momento, me percato de que Wilhelm también está inspeccionando la escena. Me acerco a él y le hago un gesto para que se detenga, mientras mantengo vigilado el tanque. Examino el hueco y el cuerpo atorado de Anjou sobre la escotilla. El sonido de aquella carcajada no cesa... . "Espera, cúbreme" le indico gestualizando sin emitir palabra, mientras señalo al tanque y me acerco en posición de guardia apuntando con el subfusil.
¡Tengo otra sorpresa para ti, cerdo!...
Pienso con el rictus contraído en una expresión de rabia. Busco el ángulo apropiado. El vehículo está parado, no presenta apenas altura y ni siquiera necesito treparlo para acercarme lo suficiente. Comienzo a trepar por un costado desde sus cadenas. Me acerco a la altura de Anjou, evitando mirar su perturbadora expresión muerta. Mientras me acerco al hueco de la escotilla, arrojo una granada de mano a su interior.
Ahora lo entiendo... "Mors mihi frater est , ¡¡¡La Sangre llama a la sangre!!!", como si se tratase de una maldición conjurada contra mi enemigo, grito la frase enaltecido haciendo del miedo irracional que me provoca aquella carcajada un combustible para darme coraje.
Al momento de arrojarla, doy un salto del tanque aterrizando de pies a su costado. Aguardo el sonido de la explosión.
Hans ayudó a estabilizar a Fritz. Wilhelm lo atendió bien y deprisa, como el doctor solía hacer. De todas formas, el Scharführer había tenido suerte porque su herida de bala tenía agujero de salida. De buen humor y teniendo en cuenta la cantidad de cosas que salen mal cuando se entabla combate, el Haupsturmführer estaba satisfecho con el resultado. Particularmente por cómo se habían desecho del mortero y del carro Renault.
Erich y Otto tendrán que ser mencionados positivamente en el informe. Qué menos que puedan anotarse méritos en su hoja de servicios.
Hans se levantó tras las curas y bromeó con Fritz, al parecer con su ánimo en mejor estado que su hombro.
—Sí, unas cervezas parece que nos aguardan en algún lugar. Sin duda no estás para competir en Berlín este verano para conseguir ninguna medalla, Fritz. — dijo con una sonrisa. Hans notó algo de dolor, calor y escozor intenso, junto a su ceja derecha y tocó con la mano. Sangre. Solo era un rasguño, pero ese gabacho le había rozado con sus disparos y no se había percatado durante el combate.
Observó a su alrededor y saludó a lo lejos a Klaus cuando informó de la llegada de las tropas de las 2ª División a las seis de la mañana. Iba a gritarle algo cuando una muchachita se abrazó al joven Rottenführer y lo besó. Hans se desentendió del hecho y dijo a Wilhelm:
—Tenía previsto hacer de Klaus un hombre pero… soy de la opinión de dejar que la naturaleza, tan sabia, siga su curso. ¿No te parece, Willi? — en su vistazo anterior se estuvo fijando en los daños y en los caídos. Pensó durante unos segundos y luego sus acerados ojos retornaron a su amigo médico —Que se hagan cargo los del pueblo de sus caídos. Eso incluye a Günther. Pero que dejen por ahora a los franceses y que no se preocupen por los compañeros de la Wehrmacht. Creo que el General Guderian prefiere que los civiles no se inmiscuyan en eso y hay que mantener la máxima discreción sobre este incidente. El OKW seguramente no desea que esto pueda conducirnos a una guerra. Todavía. — el deber y la frialdad del oficial de las SS habían vuelto a tomar el control y apartaron de su cabeza la alegría del pueblo de Frankenberg. Hans se limitó a estrechar algunas manos de los paisanos y algún saludo de rigor durante las muestras de alegría y celebraciones.
En su mente se aparecía la Cruz de Hierro de Bruno. Alguno de esos cadáveres franceses podía ocultarla. Empezó a buscar entre esos cuerpos para tratar de hallarla. Y si no, recogería a Otto y a Erich y seguiría el rastro de los dos franceses que quedaban con vida. Era el momento de cumplir con una promesa tácita. Y prefería cumplirla sin que el General Guderian le hiciera preguntas que no podía responder acerca de un extraño veterano de la Gran Guerra.
Frankenberg, amanecer del 8 de marzo de 1936
La nieve ennegrecida por la pólvora y los incendios aún humeaba entre las ruinas del pueblo. Los últimos ecos de la batalla se apagaban mientras el sol comenzaba a elevarse tras los espesos bosques del oeste. El silencio se hacía pesado, como si el propio mundo se negara aún a respirar tras la locura de la noche.
Entre los restos calcinados del Renault FT, Otto Krüger alzó su mirada sobre el metal deformado. Su rostro, tiznado de hollín y polvo, estaba endurecido por la experiencia. El casco del tanque había sido volado en parte por la explosión del Panzerfaust, pero quedaban restos lo suficientemente claros como para atisbar un cadáver calcinado en el interior. La grotesca máscara del rostro de Le Guillotine parecía aún emitir una risa muda desde la muerte, retorcida por el fuego. A su lado, colgando aún de una cadena chamuscada, descansaba una cruz de hierro vieja, ennegrecida por las llamas, con el nombre “Bruno Weiss” grabado aún visible en el reverso.
Otto no dijo nada al principio. La arrancó del pecho del cadáver con gesto firme, y mientras descendía del casco retorcido del tanque, su silueta se recortó contra los rayos de un sol pálido y frío. La cruz de hierro colgaba de su guante como un trofeo, como la conclusión de una promesa sellada en sangre.
En la plaza del pueblo, aún impregnada del olor del humo, Wilhelm estaba arrodillado junto a Fritz, estabilizándolo con vendas ensangrentadas. Hans permanecía de pie a su lado, aún con la mirada alerta, su abrigo chamuscado y la Luger al cinto. Erich, aparecido entre las sombras, emergía desde los callejones que llevaban al campanario, su fusil de precisión aún humeando por los últimos disparos que habían silenciado a Le Mosquetiere. Klaus se había perdido... en los brazos de alguna chica que le ayudaría a liberar la tensión acumulada. Eran jóvenes, estaba bien que pudieran volver a disfrutar.
Otto se acercó sin decir palabra. Extendió el brazo hacia Hans y dejó caer con lentitud la cruz de hierro en su mano abierta.
—De él... para ti —dijo con voz baja—. Bruno podrá descansar al fin.
Hans cerró el puño en torno a la medalla. Por un instante, sus ojos de acero se suavizaron. Recordó el encuentro con Bruno, la profecía de su aparición… y la promesa que le había hecho. Sus labios se movieron apenas en un murmullo que solo Wilhelm alcanzó a oír:
—Te lo juré, hermano.
Y en ese momento, el silencio se rompió por el crujido de neumáticos. Varios vehículos se acercaban por el este. Delante, un Kübelwagen cruzó la entrada del pueblo entre vítores de los aldeanos. Una figura inconfundible descendió del coche, sus botas altas golpeando con autoridad la nieve endurecida: el General Heinz Guderian, el mismísimo (de la que sería) "padre de la Blitzkrieg", seguido de cerca por un hombre de figura ancha y sonrisa ladeada: Otto Skorzeny.
Los habitantes de Frankenberg se apartaron con respeto cuando Guderian avanzó hacia el grupo de soldados. Hans se irguió y saludó. Guderian le devolvió el gesto con una inclinación medida, examinando los rostros ennegrecidos, las heridas, y el caos a su alrededor.
—¿Son ustedes los hombres de la Leibstandarte que defendieron este pueblo?
—Sí, Herr General —respondió Hans sin titubeos—. Mi unidad, bajo mi mando, repelió el ataque francés. No sin sacrificio.
Guderian asintió, satisfecho.
—He visto menos ruinas en ciudades bombardeadas. Eso me habla de dos cosas: la intensidad del combate… y el temple de los que lucharon. Alemania sabrá lo que han hecho aquí. El Führer sabrá lo que han hecho aquí.
Skorzeny se acercó con una sonrisa irónica.
—¿Dónde está el idiota que voló el tanque?
Otto, cubierto de hollín, alzó una ceja. Guderian sonrió.
—Buen trabajo, Scharführer... ¿o debería decir, Oberst?
Los aldeanos rompieron en cánticos. Los civiles armados y los ancianos que habían resistido desde las barricadas se acercaban con lágrimas de emoción, rodeando a los soldados y al alto mando. El cura del pueblo bendecía los cuerpos de los caídos, mientras una bandera del Reich, ennegrecida pero aún ondeando, se izaba de nuevo en lo alto del mástil improvisado.
Frankenberg había sobrevivido.
Y mientras Hans cerraba la mano sobre la cruz de Bruno, su mente no pensaba aún en la gloria ni en los vítores. Solo en que aún había una promesa por cumplir. Pero ese día, ese instante, pertenecía a ellos.
A los que lucharon.
A los que sobrevivieron.
A los que cumplirían sus promesas.
Os dejo la escena abierta para vuestras reacciones ante los refuerzos y con lo que queráis añadir sobre el desenlace de la batalla y el hallazgo de la cruz de Bruno cerramos escena y abriré una de epílogo.
Me llevo a mi mujer al aeropuerto en unas horas. A ver si los problemas de su familia se areeglan poco a poco. Por esto he estado unos dias inactivo. Aunque Klaus en estos momentos era un simple observador, me hubiera gustado postear. Lo hago esta noche cuando llegue a casa o mañana por la mañana. Perdonad por el retraso.
No te preocupes, nos puedes narrar tu experiencia con la Fraulein que para eso te he aparcado un momento con ella jaja... y ya os he puesto el pie para que podáis narrar vuestra "conclusión" a la batalla con la llegada de la 2a Division Panzer y el hallazgo de la cruz de Bruno.
Klaus dejó escapar el aliento que no sabía que estaba conteniendo. Cerró los ojos un instante, apoyando una mano enguantada sobre la consola del transmisor. La tensión acumulada durante días parecía disolverse como escarcha al sol. No se permitió más que unos segundos para saborear la sensación. Luego se puso en marcha, saliendo de la estación de telecomunicaciones con pasos rápidos pero firmes, bajo la luz lechosa de un amanecer gris que empezaba a despuntar por el este.
Las calles del pueblo, cubiertas de nieve pisoteada y restos del combate, parecían más silenciosas ahora. El eco de disparos y gritos ya era cosa del pasado. Al doblar la esquina que daba a la plaza, Klaus vio lo que quedaba de la unidad: Sus compañeros estaban vivos. Y eso, en aquel lugar maldito, era una victoria.
Aceleró el paso.
Entonces oyó una exclamación.
— ¡Klaus!
Una figura se desprendió del grupo de civiles que se congregaban junto a la taberna. Le pareció que era Liesl, la joven hija del molinero. Llevaba el abrigo desabrochado y el rostro cubierto de hollín, pero sus ojos brillaban con una mezcla de alivio, alegría y algo más profundo. Corrió hacia él sin dudarlo, sin vergüenza. Klaus apenas tuvo tiempo de soltar el casco cuando ella se le echó encima.
Lo abrazó con fuerza, con todo el cuerpo, como si quisiera aferrarse a él para no volver a perderlo. Klaus la sostuvo con torpeza al principio, como si no recordara cómo se hacía aquello. Pero luego su brazo se cerró alrededor de ella, y su otra mano se posó con suavidad en la nuca de la joven.
— Estás bien… —murmuró ella, con lágrimas resbalando por sus mejillas sucias—. Dios mío, estás bien… -repetía con un fuerte acento francés.
Antes de que pudiera responder, sintió los besos rápidos, cálidos, agradecidos, en la mejilla, en la mandíbula, rozando incluso la comisura de sus labios. Y por primera vez en semanas, Klaus sintió algo distinto al agotamiento o la tensión: calor humano, sincero, como un refugio.
No dijo nada. Solo cerró los ojos un momento y dejó que ocurriera.
Después de unos instantes, y todavía con ella aferrada a su uniforme, alzó la mirada hacia sus camaradas. Wilhelm sonreía cansadamente; Otto alzó una ceja con una media sonrisa burlona. Hans observaba en silencio, como evaluando si aquello era una debilidad o una prueba de que, al final, aún quedaban cosas por las que luchar.
Cuando Liesl por fin se separó, Klaus le dedicó una mirada que, aunque fugaz, estaba llena de promesas no pronunciadas.
— Volveré luego. Tengo que informar al capitán.
Ella asintió, apartándose con cierta timidez, pero con una mano todavía aferrada a la suya un segundo más.
Klaus caminó hacia sus compañeros. Por primera vez desde que pisó aquel pueblo, no sentía el peso del mundo sobre los hombros.
Solo una posibilidad.
Un después.
Una vida.
Me he permitido el atrevimiento de "mover" al PNJ. Como que es el post final de la escena no creo que influya en la historia y espero obtener la indulgencia el DJ. En caso contrario, un -1 a la próxima tirada :-))
"Parece que al final todo ha salido bien" -pensó Fritz mientras un nuevo día comenzaba en Frankenberg. Aún le dolía la axila tras el disparo recibido pero tuvo que reconocer que, a pesar de aquel percance, la suerte estaba de su lado, de aquel variopinto grupo liderado por el Hauptsturmführer Keller y, en definitiva, de Alemania. De repente, aquella pregunta incómoda que se planteó justo después de recibir uno de los disparos del francotirador francés surgió de nuevo, lo hostigaba de nuevo sin cuartel: " ¿De verdad es el final de todo esto o, tal y como temo, solo el principio?". Fritz se cuestionó hasta qué punto aquellos franceses actuaban por cuenta propia o si cumplían órdenes. Probablemente este suceso provocaría un conflicto diplomático y quien sabe si una guerra...Fritz se estremeció al evocar en su mente las historias de su padre sobre la gran guerra: tantos soldados y civiles caídos, las ciudades destrozadas y los supervivientes marcados de por vida. Fritz no veía gloria en aquello: tan solo muerte y destrucción, el conductor solo había visto una pincelada de lo que era la guerra: una reyerta en una población perdida de la mano de Dios y, sin embargo, el conductor se preguntó como sería combatir en una guerra a gran escala.
Fritz entonces recordó el sueño que tuvo en la casa de Bruno; evocó su propia muerte: tan vívida, tan terrible, tan real... Sin embargo, a pesar de la adversidad lo habían conseguido: Frankenberg estaba liberada y comunicada de nuevo gracias a Klaus y su mano con los trastos de telecomunicaciones. Fritz sintió agradecimiento por estar vivo y sabía que iba a dejarse un buen dinero en rondas de cervezas para sus compañeros de escuadrón: especialmente al capitán Keller y a Otto Krüger pero no le importaba. Desconocía si el sueño que tuvo era una premonición de su sombrío futuro o quien sabe si, por el contrario, moriría de cualquier otra forma prematura. Lo que Müller sí sabía era que intentaría aprovechar su vida, consciente de que nada era seguro y de que la muerte podía campar a sus anchas en cualquier momento: no estaría de más sacar de vez en cuando la vista de los motores y mirar alrededor. Al final lo que el conductor quería era contemplar la vida...y disfrutar de ella.
Aunque aún aguardaba algo más, algo sombrío y enigmático: hace unos días le prometieron a Bruno, aquel hombre caído en desgracia durante la gran guerra, que recobrarían la cruz de hierro que les arrebataron los franceses: ¿Sería posible cumplir esa promesa que parecía tan lejana? Müller lo desconocía, pero quizás si aquella cruz era devuelta, Bruno, el espectro del pasado, al fin podría descansar en paz.
- Si? Todo ha acabado ya?
Todo ha a acabado tan pronto como ha empezado. Los restos humeantes del tanque y los vítores de los habitantes de Frankenberg parecían sugerir que todo había terminado. Aqunque no me lo acabo de creer.
La aparición del general Skorzeny acaba de darme el último baño de realidad. Si, parece que todo ha acabado bien, finalmente.
Se que es de madrugada, pero la noche sin dormir no me transmite esa sensación.
Aun no siendo hombre efusivo ni de muchas palabras, creo que la ocasión se merece una cerveza.
- Compañeros, vayamos a la tarberna (o lo que queda de ella) y echemos algunas rondas. La ocasión se lo merece!
La llegada de las primeras unidades de la 2ª División Panzer hizo que el Hauptsturmführer Hans Dietrich Keller por fin se relajase. Un poco. Se sentó en un tosco poyete de piedra situado delante de una casa que había quedado bastante deteriorada, estiró las largas piernas mientras veía pasar los vehículos de las avanzadas y respiraba, tranquilo, el frío aire de una mañana que apenas despuntaba. Aferraba la Cruz de Hierro de Bruno en su mano derecha dentro de su bolsillo. Otto se la había entregado poco antes.
Las seis de la mañana. El General Guderian es puntual como un reloj suizo. Eso está bien.
Miró su reloj de pulsera. No oyó campanadas. Estaba claro que el reloj del campanario había quedado inutilizado. Cuando vio llegar los vehículos de mando, Hans se puso en pie y se acercó a ellos. El General y también Skorzeny descendieron de un Kübelwagen que llegaba con las vanguardias. Esa audacia del General Guderian también agradó a Hans. El joven oficial de las SS había leído un par de manuales suyos con revolucionarias teorías sobre guerra móvil y moderna y parecía que también predicaba con el ejemplo. Se cuadró con un depurado saludo marcial ante ellos y respondió a las cuestiones que le plantearon. Después comentó:
—Herr General, quedan un par de temas por resolver. En primer lugar, hay un par de Französisch huidos y no deberíamos permitir que escapen. Uno de ellos está herido. En segundo lugar, está el tema de la patrulla de la Wehrmacht. Sus cuerpos están en el bosque, no muy lejos de aquí. Deberíamos hacernos con ellos para rendirles los honores adecuados y entregarlos a sus familias. Señalaré el punto exacto en el mapa para que los equipos sanitarios se hagan cargo.
Al terminar de hablar con sus superiores, la mano derecha de Hans volvió al bolsillo donde guardaba la Cruz de Hierro. Jugueteó un rato con los dedos mientras pensaba en que ahora él también se había ganado una. Ahora comprendía mejor a Bruno Weiss. Había visto lucha y sangre, notado el tacto de la preciada condecoración, oído lamentos de dolor y explosiones. Destrucción y horror. Miedo y odio. Deber y gloria.
Se encaminó hacia el posadero que parecía feliz con lo finalmente ocurrido, después de tantos sufrimientos.
—Herr Bitburger, quería hacerle una pregunta de carácter… personal. Imagino que en Frankenberg hay un cementerio para los vecinos. Busco la tumba de un oficial de la Gran Guerra, y de su familia. Él era el capitán Weiss, Bruno Weiss. Tengo entendido que era de este lugar. ¿Podría indicarme cómo encontrarlo?
No especificó al posadero sus intenciones ni de qué conocía a Weiss, pero le pareció obvio que interpretaría que quería mostrar sus respetos al antiguo oficial caído. Y así era en cierto modo.
Su intención era devolverle su Cruz de Hierro y que reposara en la tierra junto a él y su familia. Era suya y era lo justo. Esperaba que eso sirviera para darle el descanso que merecía.
En cuanto a la familia… eso era algo que surgía poco a poco. Pensó en la rubia camarera del Früh am Dom de Colonia a la que había dejado prendida la flor. Ni siquiera había podido preguntar su nombre. Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios. Podría preguntárselo pronto.
Quién sabe. Poco a poco.