Partida Rol por web

Elías ve con cierto horror que, a pesar de caer uno de los hombres que les atacan, dos más caen sobre él. Veremos si esta no es la última noche de Elías sobre la tierra.

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   Aprovechando la invisibilidad y que nadie está cerca al no haber sido advertida, examino el campo de batalla, dos llaman mi atención por la peligrosidad. En el griterío no hace falta susurrar, así que señalo a otro de los mozalbetes que intentan arrebatar la calavera. Mientras por el rabillo observo a Elías.

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¡No!, ¡alejaos de aquí!  ¡¿Qué no ves que el padre Sao es un lobisome, y que quiere la reliquia para algo oscuro?!  ¡Y mira que ese es un ángel de Dios!  Claramente no estas en el bando adecuado.

Sus palabras buscaban ya sea convencer, o confundir.  La idea es que el hombre que pensaba atacarla titubeara al menos, y no lo hiciera, o lo mejor fuera que se alejara de ahí.   Como mínimo no le atacaría y ganarían tiempo para que alguno de los fuertes la defendiera.

Dolça misma estaba a toda defensa para esquivar.  Concentrada en ello. 

¿Y de Glancio qué más se puede saber por sus acciones? 

La buena mercader repasa en su cabeza todas las lecciones de la Torá y demás escrituras sagradas que alcanzó a oír en la sinagoga en su tierna infancia (aún recuerda la voz retumbante del rabino) y en las discusiones que, ya de adulta, ha tenido con diversos sabios en sus muchos viajes, pero no consigue recordar la historia de un ángel de mil ojos y una espada flamígera. ¿Qué será lo que de verdad quiere este Glancio, o como se llame?

Los árboles del cementerio están sin hojas, y parecen altas sombras amenazadoras intercaladas entre la veintena de bultos que tropiezan, gritan, saltan y gruñen en torno a la tumba del afortunado labrador Ticio. Es muy difícil hacerse una idea completa de la batalla, puesto que cada uno de vosotros enfrenta a uno o varios campesinos, cuyas expresiones de odio y fanatismo ocupan toda vuestra atención, quedando desdibujado el fondo de alaridos, amenazas, golpes y el ulular del viento, que no hace más que aumentar inexplicablemente.

Tres malencarados vecinos rodean a Oier, poseedor del anhelado tesoro sobrenatural. Uno de ellos grita como un poseso ("¡Mi brazo, mi brazo!") y, dominado por el terror, se comienza a recular para alejarse del barullo lo antes posible, pero sin bajar la guardia en ningún momento. Tampoco bajan la guardia los otros dos. El que porta un cuchillo de carnicero, un cejijunto taimado y astuto, avanza pasito a pasito, listo para esquivar cualquier ataque, buscando el ángulo para acercarse al mercenario a una distancia a la que ningún arma pesada se pueda usar, y solo quede la hombría para medirse.* El tercero, un tipo regordete con un garrote de encina que le llega a la cadera, afianza sus talones dispuesto a asestar un mazazo definitivo, pero preparado para parar cualquier ataque de Oier.

Dos mozos se enfrentan a Elías. El uno, un adolescente fuerte y elástico que avanza con la punta del cuchillo por delante, opta por la misma técnica que su amigo con Oier: pasito a pasito, balanceándose, se acerca traicionero al corpachón del judío. El otro chaval, al que la tiña no ha dejado más que un par de mechones de pelo y el escorbuto no ha dejado más que un par de dientes, tiene un hacha, que dispone para evitar el ataque de Elías y, acto seguido, descargar un hachazo sobre barbudo hombretón.

También Glancio se enfrenta a dos hombres, que, inflamados por las arengas del párroco, superan su temor y tratan de derribar al terrible ser alado. La táctica es siempre la misma (táctica de rebelión campesina, al fin y al cabo): mientras el uno hostiga con su maza, el otro se aproxima con cuidado, tratando de coser a cuchilladas al enemigo.

El hombre Dolça tiene enfrente la amenaza con un cuchillo oxidado. Tampoco anda sobrado de dientes este cuarentón, y en la mano izquierda le faltan dos dedos. Sin ser un lumbreras, el hombre se ha dado cuenta de que Dolça no le va a atacar, y decide callarle la boca a la mercader antes de que esta consiga decir nada. Se estira hacia adelante, sin miedo a ofrecer el pecho, y se dispone a lanzar dos cuchilladas mortales.

Yosef aprecia con un extraño brillo plateado la sonrisa del labrador que tiene enfrente, manchado de sangre, grasa y vino, y amenazándolo con otro cuchillo carnicero. El paisano sonríe porque ha conseguido acercarse al judío lo suficiente para que este no pueda usar la honda, y ahora va a aprovechar, mientras Yosef trata de sacar su cuchillo, para darle dos tajos que se lo lleven al más allá.

Con los ojos rojos casi literalmente echando chispas, Sao se desgañita:

-- ¡Las reliquias de Santa Cecilia, hijos míos! ¡Recuperadlas! ¡Las tiene el rubio presumido! ¡No tengáis miedo, hermanos, Dios os premiará! ¡Matad a quien haga falta, pero recuperad las reliquias!

Sus movimientos son espasmódicos, sus manos están llenas de pelos, y su voz parece surgir de una profunda caverna.

El bello Glancio sigue teniendo el brazo izquierdo colgando sin vida junto a su maravillosa armadura. El viento agita las plumas de sus blancas alas, que se extienden imponentes detrás de él, preparadas para llevárselo volando en cuanto haga falta.

Glancio echa una mirada (con un par de decenas de ojos) a Oier, que sigue con la calavera en su mano izquierda, pero enseguida se apercibe de las intenciones de los labradores que le rodean, y decide deshacerse del peligro antes de acercarse a por las reliquias. Un hombre con un cuchillo cerca de las propias costillas no es una buena perspectiva ni siquiera para alguien con alas, así que decide aprovechar su mayor velocidad de reacción y repartir dos poderosos ataques.

Oier se vio rodeado por tres, que pronto pasaron a ser dos, pues a uno le quedó el brazo como muerto, cosa que empezaba a ser costumbre y Oier comenzaba a sospechar era cosa sobrenatural.
Glancio y el resto también tenían sus propios problemas. Mientras, el padre Sao, claramente afectado por la fiebre de la infección galopante que le habrían causado sus heridas, una infección que le había teñido de rojo los ojos y cubierto de pelo las manos (porque otra explicación no encontraba el navarro) gritaba como un poseso arengando a aquellos campesinos y azuzándolos contra ellos.

Maldito cura cabrón. Primero nos contrata et después pretende matarnos

-¿Et quien nos mandó por los huesos?- gritó sin perder de vista a los dos malintencionados que se le venían encima.-¡Apartad a vuesos hombres et os la entregaré en mano!-
Esperaba que sus palabras le hiciesen ganar unos segundos preciosos. Si así fuese aprovecharía ese instante de duda para apuntar al padre Sao y tratar de ensartarle un virote en las abundantes carnes. Con suerte le haría caer, y muerto el perro se acabó la rabia, esta vez de verdad.

Los campesinos atacarían casi con toda probabilidad, a su ángel de la guarda, el que adormecia las extremidades de sus adversarios, encomendaba su suerte, confiando en que no le fallase, y Oier por su parte trataría de esquivar aquel garrote fatal.

Que santa Cecilia haga sonar música celestial et aqueste ángel resulte de utilidad, de verdad que lo ruego

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   Bien arropada por mi mantillo, me elevo erguida la barbilla y observo con desprecio tanto al gordo cabrón del cura, como al rubiales de los ojos.

   - Si ya decía yo que uno que tanto uno como otro que se limitaban a perseguir faldas no podían ser ni de buen abad, ni de buen cantar. - pienso para mis adentros.

   Echo un breve vistazo derredor mía. Oier, vuelve a meterse con tres de golpe, - que querra demostrar este mozo, ainss, - mientras Elías también parece que le va la marcha y va de dos en dos, uno para el resto. Bueno, el ojazos ese no cuenta, así que yo a lo mío. Aprovechando que estoy oculta por manto me preparo para actuar, tras haber visto lo que hace la gente.

   Sonrío y le guiño un ojo al tal Glancio antes de girarme a enfrentarme a los que se aproximan, con calma rodeo con mi mano derecha la bolsita de tela verde que me cuelga del cuello y alzando la mano izquierda señalo con un dedo huesudo a uno de los que avanzan hacia Oier mientras le maldigo.

   Carne y huesos, sangre, tendones y músculos.
   que fallen las fuerzas del brazo que el arma sostiene
   que se aflojen los tendones, que vacilen los músculos,
   que muerto quede el brazo que arma tiene.

   Tras ello, me preparo por si hiciera falta acudir en ayuda de alguien, mientras espero el resultado el primer choque de aceros.

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En medio de la oscuridad y del viento arrollador, un brazo más se queda fofo y sin fuerza. El campesino que preparaba un garrotazo para Oier deja caer el arma y comienza a gritar. Ya son dos de los tres rivales del mercenario los que han puesto pies en polvorosa. El aguerrido navarro aprovecha para levantar la ballesta y dispara sobre el padre Sao. El virote se aloja con inusitada violencia en el hombro del sacerdote, que interrumpe sus gritos y comienza a gemir y farfullar palabras sin sentido.

El ángel de los mil ojos asesta una estocada al hombre que intenta colocarse pegado, pero la espada flamígera no entra más que en la noche. El segundo intento, un acertado corte vertical, parece que va a acabar con el labrador en llamas, pero este se inclina hacia adelante y con una agilísima voltereta esquiva el hierro en llamas y acaba el movimiento a apenas unos centímetros del ángel.

Eso mismo intenta y consigue el tercero de los malandrines que rodeaban a Oier: aprovechando que el joven rubio ha disparado su ballesta, el mozo de Monegros da un brinco se sitúa a una distancia a la que Oier puede identificar todo lo que ha comido y bebido su rival durante la fiesta.

Lo mismo logra hacer uno de lo rivales de Elías. En este caso, Elías no huele nada, primero porque el hombre no le llega ni al pecho, pero, sobre todo, porque el veterano judío está atento al hachazo del otro labrador. Por suerte para Elías, el hachazo es deplorable, hasta cómico, y el atacante tan poco hábil que acaba por perder el equilibrio y dar con sus huesos en el suelo.

Al otro lado, algo similar sucede con Glancio: mientras el agilísimo matón evita de forma soberbia el espadazo, el otro trata de aporrear al ángel, pero no consigue más que agitar el garrote en medio de la oscuridad.

Yosef y Dolça, por su aspecto menos guerrero, se las ven con uno cada cada uno. Dos malencarados monegrinos que lanzan dos cuchilladas cada uno. Cuatro cuchilladas fallidas en total.

Dolça intenta convencer a su agresor del sinsentido de lo que está haciendo, pero el hombre no atiende a razones, luchando por su vida como está, y fantizado por las órdenes de Sao.

Finalmente, Elías, superado en número como está, asesta un fuerte mazazo... al aire.

El hombre cuyo brazo acaba de quedarse paralizado decide imitar a su compañero de infortunios y escapar mientras pueda. El tercer hombre que se enfrenta a Oier, sin embargo, sea porque es muy valiente o porque no ha visto a sus compañeros escapar, decide continuar con el ataque que tan bien ha comenzado. Coloca la mano izquierda en el hombro izquierdo de Oier y con la derecha se dispone a darle dos cuchilladas en el costado.

Esa misma estrategia adoptan sendos campesinos contra Elías y Glancio: coser dos cuchilladas desde cerca sin dar tiempo a respirar.

El hombre que atacó a Elías con un hacha se revuelve en el suelo para tratar de levantarse, atento a un posible mazazo del gigante. El que blande un garrote contra Glancio se prepara para golpear y defenderse.

Eso mismo quiere hacer el labrador de Yosef: atacar y parar con su cuchillo. Mientras que el que está encima de Dolça, aprovechando que está desarmada, prepara dos cuchilladas contra ella.

Dolça, su cabeza maquinando a toda velocidad, se acordó de con quién había visto a aquel campesino departir en la fiesta.  ¿Había llevando a aquella anciana de la mano a sentarse? ¿su abuela, su tía?  O aquella mujer con quien lo había visto bailar y revolotear las faldas en ello, ¿su novia, quizá?   Una niñita que cargó para que cogiera de la interminable comida, ¿sobrina o hija?   

Y usó eso en contra de sus acuchilladas intenciones. 

Mira que a esa ancianita del bastón de roble le hubiera parecido de cobarde que ahora me atacaras, una mujer de faldas largas como ella.  ¿Qué pensaría de tí?   Mira que mostrarte en atacarme a mi y no al ángel de múltiples ojos, ¿no le parecería de vergüenza a aquella castaña que bailaba contigo?  Magínatela viendote abalanzándote sobre mí y no sobre él -señaló a Glancio.  Miedoso. Si lo distraía de esta acción se tendría que mover para allá, perdiendo tiempo.   O a aquel grandote, ándale, a él que si trae la calavera que el lobisome te mandó traerle de regreso.  No una mujer desarmada y en enaguas. 

Cualquier distracción le serviría, pues puso su esquiva a todo lo que podía, colocándose estratégicamente tras algún obstáculo del camino, que en oscuridad o distracción el campesino no pudiera ver y que lo hiciera trastabillar, fallar el paso o el lance.  Distraerlo aún más de poder.

Su ángel de la guarda había escuchado sus oraciones y no le había fallado. El tipo del garrote salía por patas con un brazo muerto y abandonando las ganas de luchar, al menos por el momento. Además su virote había alcanzado al gordo religioso, aunque no entre los ojos como habría sido ideal, seguro que aquello le habría enfurecido pero también debilitado. Sin embargo no se daba por vencido y se mantenía en pie, a pesar de las graves heridas que ya traía, maldiciendo, casi de seguro, al mercenario por haber decidido atacarle.

¿Acaso se creía que saldría impune? Naide se ríe de Oier et ese cura ha roto toda regla. Contrátame para luego tirarme sus perros...

Sintió como el otro campesino posaba su mano sobre su hombro izquierdo. Viéndose venir el ataque decide actuar golpeando primero para sacarse de encima al agresor.

Fillo de mala madre...

Sus sentidos le alertan, aquel tipo, bien comido y bien bebido, demasiado estúpido para huir, pretende darle un golpe certero, el filo de su cuchillo brilla y pronto podría estar teñido de un intenso rojo, sangre navarra ¡que atrevimiento! Así que Oier, viendo que lo tiene justo a la espalda* lanza un cabezazo hacia atrás para, con un poco de suerte, impactarle en toda la cara. Y acto seguido gira a la izquierda para quedar más lejos del fatal cuchillo y no tener su costado vendido al acero.

Poco puede hacer Yosef puesto que ni Dios ni el Diablo van a venir en su ayuda, así que confía en la suerte y trata de entrar en melé para dar una estocada con su cuchillo y esquivar la previsible cuchillada de su rival.

--¡Acércate hideputa, que tengo unas cuantas pulgadas de acero solo para ti!

-¡Maldito bastardo!-masculla Elías mientras suelta su maza para enfrentarse al hombre (a los hombres, de hecho) a puñetazos, con las manos desnudas, esperando dejar fuera de combate al primero antes de que el segundo recupere su arma.

Dolça comienza a gritarle a su agresor con vehementes ademanes y tonos lastimeros:

-- O a aquel grandote, ándale, a él que si trae la calavera que el lobisome te mandó traerle de regreso. No una mujer desarmada y en enaguas.

Sin embargo, el viento arrecia ahora tan fuerte que su voz casi no se oye. El hombre la mira sin entender una palabra y observa sus gestos buscando por dónde meter la cuchillada.

De pronto, algo parece golpear con fuerza al hombre por la espalda. ¿El qué? No se ve nada. Pero oírse se ha oído un terrible crujido de vértebras. El hombre cae al suelo cuan largo es, y allí se queda, gimiendo a los pies de la mercader judía.

También gime el padre Sao, superando el dolor del virote clavado en el hombro como puede. De sus ojos rojos salen chispas, y arenga a sus seguidores con palabrotas cada vez más gruesas.

Esta vez Elías ben Ishaq, liberado del peso de su maza, ha estado más rápido que su adversario, que trata de acercarse a él para acuchillarle. El luchador hebreo descarga un potente codazo en el pecho del campesino, que se queda sin aire y apenas ve llegar la patada que le revienta un riñón. En medio de un escupitajo de sangre, el hombre cae inconsciente mientras sus entrañas se inundan de sangre. Casi al mismo tiempo, el otro monegrino se incorpora del suelo, asustadísimo, con el hacha frente a su cara por si Elías se lanza sobre él.

El ángel de cien ojos demuestra una efectividad mucho menor que Elías: sus dos espadazos se pierden en la noche, sin que su rival necesite siquiera interponer su garrote.

A un par de pasos de allí, Oier es más rápido que su contrincante, que ya preparaba dos punzadas fatales. El mercenario propina un fuerte cabezazo en el hombro derecho del muchacho y, a continuación, lo empuja hasta quedar de nuevo a una distancia de dos varas, idónea para sacar el hacha de armas y dejarse ya de mezquindades como el cuchillo de carnicero. El hombre, que ya tenía preparados los ataques de melé, se queda confundido e indeciso.

Yosef se balancea de un pie a otro buscando el resquicio que le permita agarrar a su rival y acuchillarlo, pero el monegrinos le suelta una cuchillada antes de que Yosef logre terminar su movimiento. El joven judío intenta saltar a un lado, pero es demasiado lento y el cuchillo le hace un pequeño corte en la pierna izquierda. A pesar de ello, Yosef consigue acercarse hasta quedar a dos palmos de su rival, a una distancia a la que es difícil fallar una puñalada.

A esa distancia está también el fanático monegrino que ataca a Glancio. A pesar de estar tan cerca, una de sus dos cuchilladas se hunde en el aire. La otra, sin embargo, impacta en el brazo derecho del ángel, pero con tan poca fuerza que la armadura plateada lo detiene. Finalmente, el otro campesino asesta un garrotazo al rubio ex bardo ahora manco, pero el garrotazo pasa silbando a una cuarta de su objetivo.