Partida Rol por web

«Joder con el crío...»

Mi mano va a la cara y después no hay gestos que puedan explicar la impotencia que me da esta situación, así que mientras estoy allí de pie y escondido, observo la escena mientras señalo las luces que entran por la ventana. Es evidente que las personas nombradas por el niño, son las que han llegado. 

Ahora con más apuro que otra cosa, busco en el cajón de los untensillos. Algo debo encontrar, no puede ser que sea el único desarmado. 

Mientras tienes agarrado al niño en tus brazos y oyes el sonido tras la puerta, sientes un pinchazo en tu cabeza, en tu mente. Comienzas a canturrear inconscientemente una musiquita que, ahora recuerdas, te solía gustar de pequeño. 

Estás en una cocina, el sol de la tarde entra por la ventana y proyecta su luz otoñal sobre la mesa en la que detenidamente, llevas toda la tarde tallando una calabaza para Halloween. Tu cuerpo es más pequeño, no tendrás más de diez años. Ni siquiera te llegan los pies al suelo, los balanceas hacia adelante y hacia atrás mientras te muerdes la lengua, concentrado.

De repente, oyes a alguien entrando por la puerta. Sabes muy bien quién es, por supuesto. Tu padre, apestando a alcohol, como siempre. Y gritando, como siempre. Inconscientemente, dejas de canturrear, dejas de balancear los pies. Sin embargo, aún tienes tu cuchillo en la mano.

–Puto crío –acusa sin fundamente en el mismo momento en el que aparece por el marco de la puerta–. Siempre igual, dejando los putos platos sucios en el fregadero y ensuciándolo todo sin hacer una puta mierrrrda –se le atora la erre de la borrachera– para ayudar a tu pobre madre. Ya sé que no nos quieres, ni a tu madre ni a mí, ¿eh, Simon? ¿¡eh!? –y te coge de los mofletes con esa manaza sucia y pringosa–. ¿Se te ha comido la lengua el gato?

Mientras tienes agarrado ese cuchillo que has encontrado con ambas manos y te escondes tras el marco de la puerta, sientes la adrenalina, sientes el poder. Y, en ese éxtasis y en esa oscuridad que os envuelve, se te forma visión de túnel y dejas de ver por unos instantes. Una luz al fondo te llama.

Tras esa luz, se encuentra una mujer vestida con un traje de cuero sadomasoquista. Sigues viendo oscuro a los lados, pero es normal, llevas una máscara de cuero. Eres un James de doce años y tu hermana Deborah, de 17, te ha atado a la cama. Sabes que puedes hacer todo el ruido que puedas, que tus padres de acogida no están esta noche en la casa.

–¿Qué es lo que más quieres en este mundo, Jamie? –te azota–. ¿A quién quieres más en este mundo? –te vuelve a azotar–, ¿eh? ¡Dime! ¡¿Qué odias más en este mundo?! ¡Dime, Jamie, dime!

Mientras te escondes en esta casa probablemente allanada, tu mente se desplaza a otra parte. Eres joven, tienes catorce años y la adrenalina por las nubes. Estás en tu primer robo y tu amigo Terry y tú os habéis colado en casa del señor Carlsen, un hombre mayor que vive solo. 

Estás en un estudio con las paredes cubiertas de madera, un gran escritorio lleno de papeles, un reloj en la pared y nada interesante excepto un busto de William Shakespeare que parece bastante valioso. Lo coges, pesa un poco, pero es manejable, te cabe en una mano. 

De repente, oyes a tu amigo gritar y un disparo de escopeta en la habitación contigua. ¿El señor Carlsen está en casa? ¡Terry necesita ayuda!

Al oír el sonido detrás de la puerta de entrada, tu mente se desplaza a otro lugar...

Dinnnng, suena el timbre cuando un joven Marcell de apenas diecinueve años recién cumplidos pulsa el botón. Te has mudado hace poco a este pueblo, todo es nuevo y sabes que eres el chico raro, el nuevo. Estás trabajando en la tienda de electrónica para poder pagar el alquiler y llegar a fin de mes.

Hace un poco de brisa, pero no como para llevar toda esa ropa, la verdad. Manga larga, chaquetón, ¿guantes de invierno?

–Oh, hola Marcell -te recibe una chica guapa de tu edad con una sonrisa y vestida con el uniforme de donde trabajas–, ¿qué haces aquí? Pasa, pasa. ¿Quieres quedarte a comer?

Pero tú deberías estar haciendo una entrega, no aquí. Has aparcado la furgoneta unas calles más allá. Tienes un martillo en el bolsillo del chaquetón, lo estás agarrando tan fuerte que tus nudillos se ponen blancos.

Y de repente estoy allí, algo sucede que vuelvo a mis recuerdos cuando era un pequeñajo. La sensación de estar mendigando un sueldo honesto no se me va, ni tampoco ese pasajero oscuro que llevo dentro. ¿Que te sucede Marcell? Es algo que me pregunto a diario, necesitado de encontrar respuestas dónde no las hay. Muchas veces el deseo irrefrenable supera todo lo demás. Estoy perdido. 

Pero allí está ella, me recibe con esa sonrisa dulce y el frío del ambiente cala en mi cuerpo. Aunque la consciencia se mantiene intacta, no hay otra sensación más que desear ver el sufrimiento y por ello es que aprieto con fuerza el mango de ese martillo. Ya me gustaría darle en la cabeza y dejarla sangrando en el piso, tal vez follarla. Arrebatando esa inocencia que con tanto descaro manifiesta. 

—Hey, hola—digo sonriendo—. Te lo agradezco. Tenía ganas de verte, espero no sea una molestia. Justo pasé por aquí y dije... A ver qué me cuenta, igual si interrumpo algo me dices. No quiero molestar. 

Me hago el desentendido, aunque muero por destrozarla. Intento contener mis impulsos, no los llevo por ahora demasiado lejos. 

—Pero bueno, no te voy a negar que comer algo hecho por ti, me hace ilusión. Así que... Acepto. 

Y caerás en mi trampa. 

Un temblor acude a mi labio inferior, visible para todos, mi mirada se pierde por unos instantes en el vacío, me quedo como ausente mientras canturreo una cancioncilla infantil de esas que sonaban en la radio hace treinta años.

Apenas oigo y desde luego, no reacciono a lo que hacen o dicen mis forzosos compañeros, nada importa en este momento salvo lo que pasa en mi cabeza.

La estampa debía ser estremecedora.

-Ay... papá me haces daño... papá papá...- protesto intentando zafarme con el cuerpo, agarro mi preciosa calzaba con un brazo mientras agitó la otra la mano, la del cuchillo, sin darme cuenta de que aún lo sostengo. El tacto es desagradable, tengo ganas de llorar, no quiero que me vuelva a pegar, no entiendo que he hecho mal, papá huele muy mal...¿Porqué no se va y nos deja en paz? 

-​​​​​​-Vete papá vete...ya friego ya lo hago pero para...se me va a romper mi calabaza...

Mi mente se encontraba ahora envuelta en otros pensamientos. Nos habíamos colado en la casa del señor Carlsen. Solo éramos unos chavales queriendo conseguir algo de dinero. Siempre me había llamado la atención el arte y los objetos valiosos, y lo único con valor que había encontrado era aquel busto de William Shakespeare que sujetaba en una mano.

Oigo el disparo.

-Joder... Joder, Terry... -mascullo, tras haber escuchado el grito de mi amigo.

Mis pasos se dirigieron rápidamente hacia la habitación contigua, asomando ligeramente la cabeza pero sin querer entrar en ella, con prudencia al no saber qué me iba a encontrar.

Noto como mi cuerpo empieza a agarrotarse por la tensión, el esfuerzo y el sofoco. Mis brazos empiezan a temblar y, como un resorte, los abro en cruz sin importarme nada a mi alrededor. Entonces, con una sonrisa perversa y ojos inyectados en sangre, digo elevando la voz en cada vez más:

—A ti... ¡A ti!.... ¡A ti!...—y ya gritando vociferando cual poseso, grito— ¡A TI, SUCIA PERRA!.... ¡VEN Y DÉJAME COMERTE ENTERA!

—¡Ni papá ni hostias! —grita tu padre mientras coge la calabaza con una mano y la lanza con todas sus fuerzas en la pared de azulejo blanco del fondo.

La calabaza queda totalmente hecha pedazos, estampada contra la pared, dejando una mancha naranja. Algunos trozos caen directamente al suelo, mientras que otros van deslizándose lentamente, dejando un rastro brillante a su paso.

Esa mancha que deja la calabaza, ese dibujo, se parece muchísimo a la mancha de sangre del salón comedor de la casa, es extrañamente idéntica. O por lo menos, lo es en tu recuerdo. 

Vuelves en ti tras unos segundos de trance y te encuentras de nuevo en el pasillo oscuro de la casa, con un niño inconsciente en brazos.

—¡Eso es, Jamie, eso es! —grita tu hermana apretando de nuevo los dientes—. ¿Lo notas? ¿Verdad que lo notas? —dice agarrándote fuertemente la entrepierna. Sientes el dolor, es horrible, pero es placentero—. ¡El dolor! ¡El poder es dolor! ¡Ja, ja, ja!

Y rie macabramente mientras sigue apretando su mano en tu entrepierna. Tu vista se va a negro viendo la desencajada cara de locura de tu hermana con su máscara de látex. La imagen se va deformando hasta diluirse y ello se transforma momentáneamente en la mancha de sangre de la pared del salón.

Cuando vuelves en ti, sientes una húmeda erección en tu entrepierna y te encuentras a oscuras de nuevo a oscuras en el pasillo de la casa, escondido con un cuchillo en la mano.

Acudes rápidamente a la habitación contigua para ver cómo el señor Carlsen tiene encañonado a tu amigo. Terry sangra profusamente de una pierna y se encuentra en el suelo, jadeando. El hombre se encuentra de espaldas y amartilla de nuevo su escopeta. No te ha detectado y tú sientes el peso del busto de Shakespeare que llevas en la mano, poderoso, sólido. 

Te acercas sigiloso al señor Carlsen por la espalda y descargas todo su peso en la nuca del hombre, quien cae de golpe al suelo. El arma cae de sus brazos y se dispara sola, impactando en la pared sin causar más daños. Un charco de sangre empieza a manar de su cabeza, pero no contento con ello, te dejas llevar y aporreas su cráneo una y otra vez hasta hacerlo papilla. 

La mancha que queda en el suelo donde momentos estantes había una cabeza humana se parece muchísimo a la gran mancha de sangre de la pared del salón comedor.

Vuelves en ti tras unos segundos de trance y te encuentras de nuevo en el pasillo oscuro de la casa, sujetando la pistola y con un niño inconsciente delante, al que acabas de golpear.

¡Qué bonitos eran aquellos tiempos en los que podías hablar! Saboreas cada momento con esa guapa muchacha, con tu primera víctima, siendo completamente consciente de lo que vas a hacer y de que estos son los últimos instantes de un hombre cuerdo.

La comida lleva al postre, el postre a un beso, un beso a la mesa, al sofá, a la cama. Y cuando estáis desnudos y cansados, tu martillo golpea contra su cabeza. Ella probablemente ni se entera, pero tú, en ese momento, te sientes vivo.

Desde el marco de la puerta un gran San Bernardo te mira triste y comienza a sollozar. La cara de ese animal se te graba en la retina y se va deformando hasta diluirse y ello se transforma momentáneamente en la mancha de sangre de la pared del salón.

Vuelves en ti tras unos segundos de trance y te encuentras de nuevo en el pasillo oscuro de la casa, en la habitación del televisor con una cachava, un bastón para andar que has encontrado cerca de la butaca.

Morgan golpea al niño con la culata de su pistola, quien cae inconsciente en los brazos de Douglas. Gantry, con un cuchillo en la mano, junto a la puerta, gritando enfurecido en alguna alucinación. 

Al otro lado de la puerta se oyen voces de hombres adultos. ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro, quizás? Se oye alguna risa entre la lluvia, pero de repente, estas cesan.

—¿Jimmy? —pregunta el hombre desde fuera mientras la cerradura emite un ruido metálico al tratar de acertar sin éxito con la llave en repetidas ocasiones—. Ssssh, silencio, chicos, hay alguien en casa, el coche de Linda está aquí, pero era una voz de un hombre.

—¿Qué dices, Olcott? ¿Te la está pegando tu mujer o qué? —bromea otro.

—Ja, ja, ja, ya te digo, vaya cornudo —secunda un tercero con risa tonta.

—Callaos, joder —reprueba el primero, a la par que abre la puerta tratando de no hacer ruido para sorprender sin encender la luz para tratar de sorprender al extraño.

Cuando entra, veis a un hombre de unos cuarenta y tantos vestido completamente de caza. Está calado hasta los huesos, lleva una gorra con una visera delante y otra detrás y una escopeta cargada al hombro con su cinto. Su mano anda cerca del arma. Cuando ya tiene un pie dentro, hace un gesto a sus compañeros para que le sigan.

Mierda... pienso cuando vuelvo al momento presente. Alguno de estos gilipollas había golpeado al crío, menudo panorama...y encima estaba entrando gente en la casa.

Con el crío aún en los brazos me muevo por la sala de la televisión hasta que encuentro un lugar donde esconderme junto con el niño, detrás de un sofá cuyo respaldo quede a cubierto con respecto a la entrada de la habitación, de tal manera que quien entrase por allí no me viera, al menos en un primer momento.

Cuando estoy tras el sofá agachado, cojo el cuchillo de mi tobillo y lo dejo en mi mano, presto a usarlo para amenazar el cuello del niño si la cosa se pone fea, y parece que se va a poner muy fea.

Lo vivido casi me produce una erección, menos mal que no he llegado a tanto porque cuando quiero acordar estoy de nuevo en el presente. Un tanto sorprendido por la situación, se escuchan las voces y está claro que cuánto más gente, peor se pone esto. 

Así que con el bastón que he encontrado, les indico que me escondo detrás de algún sillón también o de una puerta. No soy ruidoso, pero mierda que se nos complica esto en demasía y no hay forma de salir. 

La mejor defensa es un buen ataque. Lección de 1º de supervivencia.

Con ese pensamiento, en cuanto pasa el primero de ellos, cierro la puerta usando el peso de mi cuerpo, y apuñalo al hombre con escopeta repeditas veces.

Cuando Gantry cierra la puerta y se interpone entre ella y el hombre, éste no se lo espera para nada. El rápido movimiento del criminal le desestabiliza un poco, por lo que consigue acertarle con el cuchillo en el costado la primera vez, pero Olcott se echa hacia atrás en el último momento.

Debido a la corta distancia con su oponente, no puede echar mano de su escopeta tan rápido como le gustaría, así que decide golpear al grandullón, aún con la el arma al hombro. Ahora que está de pie, cualquiera que se asome podría ver que Olcott es un tío grande, aunque no tanto como Gantry.

—¡Hijo de...! —refunfuña con dolor a la vez que golpea al preso en la cara.

Los gritos de los compañeros resuenan por el pasillo mientras tratan de echar abajo la puerta, cerrada de golpe. No parecen tener llave, así que 

—¡Por el salón, por la ventana del salón! —grita el recién llegado—. ¡Ráaaa...—se tuerce en una mueca de dolor por la herida del costado—agh! ¡Rápido, joder!