Partida Rol por web

Steve estaba ojiplático.

 — Vaya... así que eso es lo que querían hacer con él — musitó — Vale.

Se acercó a Mackenzie, tomó el extintor, y escuchó con atención.

 — OK, tienes razón: vamos para allá. Además, estos lunáticos quieren matar a todos mis oyentes — añadió al escuchar las proclamas de Boscemi — Que se quede con su puta secta: nosotros nos vamos.

La expresión en el rostro de Culero parecía ser un espejo de la de Steve. Por suerte Cielo había tomado las riendas de la situación. Había notado que aquella chica tenía sangre fría para manejar situaciones extremas, propio de alguien que ha sobrevivido a muchas de ellas. Observó a Steven una última vez. Parecía hallarse en su elemento, hasta había dado un improvisado discurso y todo. Era hora de separarse de otro de sus hermanos.

—De acuerdo. De todas formas, no creo que a Steven le interese conocer a su creador... mírenlo— lo señaló por última vez —Parece tan feliz.

Procuró bajar con disimulo detrás de Cielo y el locutor.

El coche había atravesado un gran escaparate y yacía boca abajo. Había chafado totalmente a alguien, matándolo sin duda en el acto. Sobresalían sus piernas, vistiendo pantalones de vestir perfectamente planchados a raya y zapatos negros brillantes.

El local apestaba a coñac. Allí dentro se cruzaron con la sádica bajita que caminaba despacio, hacia la calle, con una brecha en la frente y la cara cubierta de sangre, en la que resaltaban sus ojos, brillando felices, con evidentes ansias de asesinato.

La dependienta, una señora enorme, con espalda de levandador de pesas, atendía a un señor muy anciano, que decía haberse torcido un tobillo y la asistente social lloraba hecha un ovillo, junto a una torre de botellas de champán.

La puerta del copiloto había sido arrancada de cuajo y estaba clavada en el techo.

La carpeta estaba allí en medio, como si hubiera querido acudir a su encuentro. En ella venía la ficha del autor con su dirección, del Gran Manchester. No decía mucho de él, salvo que se le había retirado la licencia para escribir.

También venía su foto:

Nadie se interponía en su camino. Un coche patrulla llegaba haciendo ruido de sirenas y estaban a tiempo para perderse entre la multitud, que comenzaba a acercarse para curiosear.

Al final de su discurso sus "hermanos de autor" habían salido pitando del autobús y el fan que tenía la cara descubierta se volvió a poner las gafas de sol, dirigiéndose a él como un esbirro se dirige a su líder supremo.

—Señor, debemos salir de aquí antes de que llegue la policía. Tenémos vehículos esperando y una guerra que empezar.

Uno de los soldados con capirote señaló tras ellos, hacia el trozo del suelo en el que yacía Bernadro.

—Tíos ¡Quué mal rooollo! El fiambre de ese imaginata se está inflando y poniéndose verde ¡Pirémonos ya!

Pero nadie daría un paso sin que Steven diera la orden.

Mackenzie observó la mirada asesina de la sádica sólo un instante. Temerosa de que se fijara en ella, bajo la vista al suelo donde descubrió la carpeta unos pasos más allá.

—¡Ahí! —indicó en un susurro antes de correr para recogerla. Mientras metía todos los papeles dentro pudo comprobar que efectivamente estaba la dirección, señalándola a sus compañeros. Por suerte no iban a tener que viajar muy lejos.

—Joder… qué pinta de yonki… —arrugó la nariz al ver la foto. Mientras se levantaba miró hacia atrás esperando que la ira homicida de la sádica no incluyera a Boscemi. ¿Era responsable de las chorradas que decía o lo era el capullo de su autor? Aquella reflexión le produjo de pronto una especie de vértigo existencial: ¿quién era responsable de sus actos hasta ahora? ¿Había sido libre alguna vez? ¿Lo era ahora?

Se incorporó del suelo y se quedó con la mirada perdida. Las sirenas de la policía la hicieron volver en sí.

Escucho las palabras de mi esbirro y salgo de mis delirios de grandeza Sí, claro. Me dirijo hacia la salida mientras le hablo a Cornelia Ves. Todo va según lo planeado. ¿Planeado? ¿De qué plan estás hablando Stevi?...

Steve evitó cruzar su mirada con la petite dominatrix: si no reparaba en él, tanto mejor.

Llegaron hasta la carpeta, y Mackenzie se apresuró a recoger los papeles, guardando apresuradamente la foto de un tipo con pinta de vieja gloria del rock; pero, por algún motivo, la muchacha se quedó en la inopia.

Steve se acercó, y le pasó la mano por delante de la cara.

 — ¡Hey! ¡Mackenzie! — dijo con suavidad — Venga, tenemos que pirarnos antes de que se den cuenta.

Se le ha retirado la licencia para escribir. No le agradaba. Todo lo que había visto hasta entonces apuntaba a que las palabras del difunto Bernardo con respecto a la libertad de su nueva vida eran basura. En primer lugar estaba el tema del condicionamiento obligatorio, luego el Ku Klux Klan y ahora licencias para escribir. Y debían encontrarse con un nuevo tipo rockero. Al observar su rostro con atención, un vago recuerdo de costillas puntiagudas sobre un cuerpo famélico le asaltó, pero no pudo precisar la razón. Se encogió de hombros.

—¿Habéis visto algún taxi en este nuevo mundo?

—Sí, sí, pirarnos —repitió las palabras de Steve afirmando enérgicamente con la cabeza mientras volvía en sí. Agarró la carpeta con fuerza y abandonó al fin el extintor.

Mientras seguía al locutor, mordía nerviosa el interior de su mejilla. ¿Eran suyos sus sentimientos? Uf… Qué ganas tenía de que el yonki les diera algunas explicaciones.

Negó con la cabeza a la pregunta de Culero.

—Pero tienen que existir, ¿verdad? Lo malo es con qué se supone que vamos a pagar… —miró la carpeta entre sus brazos—. Que pague este cabrón a "cobro revertido" cuando lleguemos, ¿no? —comentó con gesto displicente—. ¿No se supone que es responsable de nosotros?

 — Bueno, conozco a muchos taxistas — respondió Steve — Les encanta hablar. Se pasan horas viendo las vidas de los demás a través del parabrisas, o escuchando cómo sus pasajeros hablan entre ellos, o por teléfono, como si el tío que conduce ahí delante ni siquiera existiera. Si hablamos con él y le prestamos un poco de atención, seguro que nos echa un cable, ya lo veréis.

Por cierto, hablando de taxis, ¿por qué creéis que le habrán quitado la licencia a nuestro "padre"?  A lo mejor ha sido por crear al tarado de Boscemi — añadió riéndose.

No obstante, el tema le preocupaba: si su autor ya no podía escribir legalmente, ¿qué sería de sus historias? ¿Podrían continuarlas ellos como quisieran, o se quedarían en un impás, en una especie de limbo, como esas series de adolescentes en las que los actores superaban los treinta años y seguían yendo al instituto?

A Steve le gustaría continuar su historia.

 — No es que vaya a criticar al Doctor Frankenstein... perdón, a Fullenher — se dijo — Soy un gran admirador de su obra, me mola ser "Steve el locutor", de verdad; pero estaría bien poder evolucionar. Incluso, no me importaría coger su máquina de escribir — porque alguien que había creado a un tipo como Steve no podía escribir en algo tan vulgar como un ordenador — y seguir yo con la historia, ¿por qué no?  Y ya de paso, podría escribir también la de Culero, y la de Mackenzie, incluso la del gilipollas psicópata nazi de Boscemi. A Culero le escribiría una historia de aventuras con kung-fu y funky, y a Mackenzie, una que tuviera un final feliz. Al puto Boscemi le mandaría con una escopeta y un gorrito de papel de plata a un pueblo de paletos de Alabama, para que pudiera casarse con su prima-tía y servir estofado de mapache en su banquete de bodas...

El taxista era un tipo melenudo con nariz ganchuda, bigote de espadachín y gafas con cristales tintadas en púrpura y forma de corazón.

El taxi era ampio y olía sutilmente como a chicle de fresa. En el radiocassette sonaba una canción remasterizada con una calidad que probablemente le habría parecido excesiva a su autor.

Como suele ocurrir en esos casos, en la calle la gente parecía hacer las cosas de su día a día al ritmo de esa música.

No hizo falta decirle nada. Empezó a enrollarse desde el primer momento.

—Vaya, vaya, que tengo por aquí… ¿no tenéis dinero, verdad? ¿Y vuestro autor? Porque… sois imaginatas, ¿no? No lleváis mucho tiempo en el mundo real, ¿no es así?

Se cruzaron con varios vehículos de la policía con las sirenas encendidas. Miró por el retrovisor.

—Oh, oh… ¡Os habéis fugado del autobús al cursillo!— dió un golpecito a una licencia que había forrada en un plástico, colgada del retrovisor—. Pues sepáis que hace falta para currar de cualquier cosa… En fin… Joder.. ¿Vais a casa de vuestro autor? ¿Qué pensáis decirle?

—¡Ey, ey!, ¡me estás aturdiendo! —Mackenzie se llevó las manos a ambos lados de la cabeza—. Y tú ¿eras telépata en tu planeta o qué? —Resopló por la nariz. No rea muy inteligente ser borde con el tipo que podía ayudarles, así que respiró hondo y trató de cambiar de actitud.

—Sí, tío, échanos una mano, por favor. Has acertado en casi todo pero no es que nos hayamos escapado y ya está, ¿vale?, es que unos psicópatas del Ku Klux Klan nos querían apiolar. Mira ésta es la dirección —buscó en la carpeta para leérsela.

Tamborileó con los dedos sobre el panel frontal del vehículo mientras Cielo buscaba la dirección. La última pregunta del taxista le había dejado meditabundo, por lo que prefirió evitar la respuesta por el momento.

—Digame, señor...— recorrió el interior del taxi con la mirada en busca de alguna placa de identificación — ¿suele conducir imaginatas con frecuencia?

Le interesaba conocer qué tan raro era el caso que les aquejaba en aquella realidad, y la pregunta le parecía apropiada a efectos de entablar conversación, siguiendo la recomendación de Steve. Culero no tenía mucha experiencia con los taxis, en su barrio tomar uno era sinónimo de ser secuestrado y acabar en alguna tina con hielo hasta el cuello.

Entró a toda prisa con cuatro de sus fans, en la furgoneta —le dejaron subir en el asiento del copiloto— y salieron pitando. Delante iba un coche con otros cuatro esbirros del klan, y tras ellos una moto con otros dos, uno de ellos con un rifle. En total eran diez, aunque pronto pasaron a ser ocho, cuando el conductor de la moto reventó como si su cuerpo estuviera hecho de dinamita y el otro se rompió el cuello contra un bordillo cuando se estrellaron a alta velocidad.

Por el retrovisor se podía ver a la pequeña super-sádica extirana de un imperio galáctico volando hacia ellos o más bien dando grandes saltos sobre los techos y los capós de los vehículos que habían dejando atrás.

Steve se alegró al comprobar que el taxista era de los habladores.

Porque luego estaba la otra clase de taxistas: los callados. En el fondo, todos los taxistas tenían un pie en la línea que separa la locura de la cordura; más cerca de jugar delante de un espejo con una pistola, que de contribuir positivamente a la sociedad. Pero, dentro de un gremio así, había una parte que era realmente chunga: los que no hablaban. De esos, era mejor no fiarse.

Steve señaló la licencia:

 — Sí, tío, así es: nos escribieron. Pero no te preocupes: te prometo que, cuando encuentre curro, te buscaré y te pagaré la carrera. Me llamo Steve.

¿Y tú? ¿También eras imaginario, y te tocó hacer el cursillo?

Miró distraído por la ventanilla un instante, antes de responder a la pregunta que el taxista les había lanzado.

 — Buff...  Haces buenas preguntas, socio. Pues no lo sé: yo creo que lo que queremos es que sea él quien nos hable, ¿no?  Él ya nos conoce — y, aquí, Steve se dio cuenta de algo muy inquietante — Quiero decir, que él sabe TODO sobre nosotros, pero nosotros no sabemos nada de él: sólo su nombre. Es un poco... como si Él fuera Dios para nosotros ahora mismo, ¿sabes? ¿Qué le dirías tú en mi lugar?

El taxista sonrió mirando al retrovisor.

—Vamos para allá. No soy telépata, bonita, más bien adivino cosas.

Steve lo tenía calado. Era un imaginata majo, del tipo "romanticón". Había tenido una infancia triste, criado por sus abuelos y luego había tratado de tener éxito como músico pero un mal viaje con las drogas le había hecho perder un tornillo y ganar el don de poder adivinar el pasado de los demás con mirarlos a los ojos, acertando nueve de cada diez veces.

El taxista miró a Steve por el retrovisor y Steve se dio cuenta de que adivinaba que estaba adivinando y si hubo algún momento de tensión el tipo lo cortó guiñándole un ojo.

—Bueno, pues opino que lo primero que le tenéis que decir a ese capullo es que… pague la puta carrera de taxi. En serio, los autores son legalmente responsables de los estropicios de sus personajes, por eso las librerías quebraron poco después de el comienzo de nuestra llegada. Además, la gente ahora odia la ficción. Están hasta las pelotas de sus vecinos imaginatas y no les hace ni puta la gracia pensar que el caníbal de la novela policíaca puede ser mañana su vecino.

Sí, hice el cursillo. Es fácil, una chorrada. Sólo hay que mentir y parecer cuerdo un rato. Aprueban a todo el mundo. He llevado caballeros templarios, asesinos en serie, neurocirujanos de Nueva York —muchos imaginatas son de Nueva York, yo soy de una ciudad imaginaria, Rundey—, gurús de sectas destructivas… Hasta hombres lobo y vampiros.

Esta vez le guiñó el ojo a Culero. En ese instante Steve se dio cuenta de que Culero, fuera lo que fuera, también era un vampiro, aunque podía salir de día.

—Todos con su carnet de Ciudadanos de Pleno Derecho.

—Pues yo tengo una pregunta.

Aquel tipo se veía muy comunicativo y no quiso desperdiciar la oportunidad. ¿Y si no podían encontrar a su autor o cuando llegaran hubiera palmado de una sobredosis?

—Cuando alguien muere en la ficción, ¿muere de verdad? —frunció los labios dándose cuenta de lo absurdo que sonaba todo. No creía además que le hubieran entendido —A ver, lo que quiero saber es si alguna vez ha aparecido algún imaginata que en su ficción hubiera muerto o bien si alguien muere en la ficción está muerto también para este mundo. Vamos que no llega hasta aquí. Y no cuentan los zombies —atajó por si habían dudas—. No hablo de no-muertos, momias, fantasmas ni leches. Hablo de gente.

Agarró con fuerza la carpeta temerosa de la respuesta que pudiera recibir.

Me siento en el coche y pongo la radio voy cambiando los canales en busca de algo de Queen. Levanto un momento la vista cuando veo por el retrovisor la moto saliendo por los aires. Me ajusto las gafas y mientras sigo buscando la emisora deseada digo sin apenas alterarme Vaya, alfianl esa chica sí que va a ser un puto alien. Una pena, me estaba callendo bien... Y ami... Suspiro y digo Que alguien de a papa una arma que funcione, es hora de enseñar a esa puta que no queremos a putos aliens en América. Cornleia comenzó a hablarme con cierto tono meloso pero que a la vez conteía una ansiedad que iba creciendo Steve, amor mío, guapo... Sabes que vas a necesitarme, sabes que no vas a poder salir de esta, sabes que..nCalla. Digo en voz baja.

Culero sintió como todo el vello de su cuerpo —y frondoso era su cuerpo sin duda— se le erizaba ante la mención de los vampiros y hombres lobos. Aquel tipo... sabía cosas. O tal vez ellos fueran tan famosos como Boscemi, o tal vez contara con el guíon de sus vidas en alguna parte... Imposible estar seguro.

Vió la ansiedad reflejada en el rostro de Cielo al preguntar sobre la muerte y creyó comprender.

—Oye, Cielo... ¿Quién te preocupa? ¿A quién has perdido?

En lo personal no extrañaba a nadie, y estaba seguro que la respuesta que esperaba era la opuesta a la que deseaba escuchar Mackenzie. Que los muertos de su ficción continuaran vivos en la realidad sólo significaba para Culero Connor la posibilidad de venganza de muchos de sus enemigos.