Partida Rol por web

—Después de tratar de asesinarme dirías cualquier cosa para salvar la vida, ¿verdad monstruo? No importan tus mentiras, ni que te escondas de mí. No tienes a dónde ir. No eres real, solo otra ilusión más de la Prueba creada por la magia para evaluar mi entrega y mi voluntad —con la daga ya en la mano, alza su mirada hacia el techo como si allí hubiera alguien observándola—. Pues sabed que no flaquearé. ¡¿Me oís?! No me dejaré embaucar por vuestros trucos para que me matéis como a mi hermano. Esperaré. Esperaré lo que haga falta y después acabaré con esa cosa. Solo entonces me ganaré mi túnica.

Fuiste tú quien me atacó mientras dormía, arrojando llamas sobre mi lecho —pensó Elspeth. 

Hubiera sido fácil decirlo. Hubiera sido lógico. Nadie se hubiera extrañado que se lo hubiera echado en cara. En cambio, Elspeth se encontró diciendo:

-¿Qué le ocurrió a tu hermano?

—Murió al enfrentarse a su Prueba, es lo que les ocurre a quienes fracasan. La Alta Hechicería no es para los débiles, ni para los ingenuos. Él era demasiado bueno. Tal vez le hicieron creer que iba a rescatar a una familia en apuros atrapada en un incendio o algo parecido. ¿Quién puede saber lo que le pasó más que los magos que orquestaron su muerte? A mí también me mintieron, me dijeron que tendría que combatir contra una renegada y has resultado ser un draconiano o lo que demonios seas. Seguro que pensaron que me cagaría de miedo al verte pero ya ves, aquí estamos, yo dando la cara y tú escondiéndote de una adolescente. No sé muy bien qué eres pero lo que es seguro es que no eres un monstruo muy valiente.

Elspeth sacudió la mano en el aire y disipó dos hechizos: aquel que la convertía en aquel ser reptiliano y el que la hacía invisible. Aquello era una rendición en toda regla pero, al fin y al cabo, ya había sido derrotada por la humana. Era cuestión de tiempo.

-No lo hubiera expresado en mejores términos -replicó la elfa, arrodillándose, humillándose delante la humana-. Mi nombre es Elspeth, de la Casa de la Mística. He tratado de derrotarte por todos mis medios pero, aún así, me has vencido. Tu victoria es justa, siéntete orgullosa de ella.

La elfa expuso el cuello.

-La victoria es tuya -dijo, y cerró los ojos-. Por favor, sé clemente y acaba con mi vida de forma rápida.

Y entonces, sus hombros se sacudieron y, muy a su despecho, empezó a sollozar. No sabía si era el miedo a morir, el orgullo herido de ser derrotada por una humana o la impotencia al haber sido incapaz de hacer nada por su patria y su gente. Poco importaba: era la hora de morir.

Moralmente derrotada, cansada de seguir luchando por el sueño de tu vida, te entregas a tu enemiga.

—Créeme, estoy muy orgullosa de mi victoria, de ésta y de todas las anteriores —se jacta la pelirroja, describiendo un semicírculo a tu alrededor para situarse a tu espalda. Sus manos, aún frías pero ya no dolorosas, acarician tu pelo rubio y lo apartan de tu cuello—. Sólo los fuertes de espíritu sobreviven a la Prueba.

La hoja de acero de su cuchillo se hunde en tu blanca carne y raja tu garganta. Rápidamente comienzas a ahogarte con tu propia sangre y caes al suelo de bruces, agonizante. La daga de tu asesina apuñala sañudamente tu espalda y te retuerces de dolor sin poder hacer nada para evitarlo.

El mundo se desdibuja a tu alrededor y entre el velo sangriento que te nubla la mirada crees ver a tres individuos sentados en tres tronos contemplándote con tristeza y decepción.

Uno de ellos comenta algo con los otros dos pero no consigues entender sus palabras. Las lágrimas empañan tus ojos pero logras enfocar tu mirada un instante y te parece distinguir la figura de tu madre, con su tiara de oro blanco y diamantes, sonriéndote dúlcemente. Como puedes, extiendes tu mano temblorosa hacia ella y...

Una aterciopelada oscuridad te envuelve con su manto.

Elspeth se llevó los labios su última pócima curativa. Notó su efecto curando lo peor de sus heridas, pero tendría que hacer tiempo.

-¿Quién te enseñó magia? -preguntó Elspeth.

En cuanto pronunció aquellas palabras, se movió con suavidad en otra dirección.

—¿A qué vienen tantas preguntas? ¿Así es como pretendes matarme, de aburrimiento? De la cara y acabemos con esto de una vez.

Pero tú no tienes ninguna intención de encararte con tu adversaria en tu estado actual y prefieres dejar pasar el tiempo. Los silencios se alargan y la impaciencia crece de forma ostensible en tu enemiga, que alterna el peso de su cuerpo ora en un pie ora en el otro mientras sus ojos grises recorren la estancia de forma paranoica.

Elspeth se había colocado cerca de la humana cuando sintió que el efecto de la poción tocaba a su fin, de modo que estaba preparada para saltar sobre ella cuando así lo hizo.

-Como gustes.

Te lanzas sobre tu enemiga tan pronto como sientes que los efectos anestésicos de tu poción comienzan a perder intensidad. Tu ataque la coge por sorpresa, posibilitando que tus garras y colmillos consigan infligirle heridas superficiales a través de las defensas arcanas que le envuelven.

Ella, por su parte, demuestra su entereza contraatacando con un rayo de escarcha conjurado a la defensiva disparado a bocajarro. A pesar del dolor y de la dificultad añadida de ejecutar un conjuro enzarzada en un combate cuerpo a cuerpo, logra alcanzarte con el gélido proyectil. Por fortuna para ti, es un hechizo menor que no supone una grave merma de tus cualidades, recuperadas por la última poción ingerida.

Un nuevo zarpazo tuyo es contestado con un intento de cuchillada por parte de tu rival, pero la daga escapa de su mano temblorosa y cae al suelo. Puedes leer el terror de tu adversaria al verse desarmada. Tratas de aprovechar la momentánea ventaja pero ella logra escabullirse y recuperar su arma. Lo consigue, pero no antes de que tú la ataques de nuevo; por desgracia, uno de los golpes que asestas termina estrellándose dolorosamente contra la pared situada tras tu enemiga cuando ésta logra apartarse de tu ataque.

Sin embargo, la muchacha pelirroja parece ya totalmente fuera de sí. Trata de apuñalarte con su daga recién recuperada y lo único que consigue es acabar de bruces en el suelo cuando la zancadilleas con tu cola.

-Lo sssiento... -dijo un instante antes de zambullirse sobre la humana.

Era matar o morir. La Prueba -concluyó- era así de brutal, o eso trataba de racionalizar. Si las tornas hubieran sido distintas, la humana, otra candidata tal vez, o quizá sólo una ilusión de Wayreth, no habría dudado en matarla a ella. No veía otra elección que matar, incluso en el hipotético caso de que aún pudiera optar por la túnica blanca; aquella obtusa humana jamás se rendiría pero, ¿cómo culparla? Ella tenía el mismo ímpetu por demonstrar que era válida, y ni siquiera había perdido a su hermano en la Prueba. La Casa de la Mística no cometía esos errores. Aún suponiendo, una vez más, que no se había convertido realmente en una Renegada.

-Lo ssssssssssssssssssssiento... -admitió, mientras cerraba sus mandíbulas en torno a su cuello.

Te abalanzas sobre tu enemiga caída, está tendida en el suelo bocabajo pero no vencida todavía. Tus garras arañan su espalda pero logra reptar bajo la cama para escapar de ti y emerge por el la opuesto con su daga nuevamente en la mano. Para su desgracia, tú ya te has encaramado sobre el lecho y aprovechas su reaparición para caer nuevamente sobre ella aprovechando tu ventajosa posición.

La joven pelirroja esquiva tu siguiente zarpazo y tú ni siquiera te esfuerzas por esquivar su cuchillada sabiendo que es inútil contra tus defensas arcanas. Tus siguientes zarpazos a punto están de sacarle los ojos pero ella reacciona con rapidez y tus garras abren sangrientos y profundos cortes en sus pecosas mejillas mientras ella aúlla de dolor. Después del castigo acumulado que le has infligido hasta el momento no sabes de dónde saca la fuerza de voluntad para seguir combatiendo contra ti. Tú en su lugar ya estarías muerta.

Retrocede un paso mientras entona las palabras de un nuevo conjuro lanzado a la defensiva. Te sorprende que sea capaz de sobreponerse a su dolor para ejecutar los gestos adecuados al tiempo que pronuncia los sonidos precisos. Reconoces el conjuro como la invocación de infalibles proyectiles de pura fuerza mágica. Un conjuro muy popular y contra el que tus defensas arcanas no tienen nada que hacer. Si tu conjuro de escudo todavía siguiera activo, sus proyectiles resultarían inútiles pero hace varios minutos que sus efectos se desvanecieron.

Con una mezcla de horror y agonía, compruebas cómo la pareja de pequeñas esferas blancoazuladas vuelan hacia ti sin que puedas evitarlas e impactan contra tu cuerpo. Aquel podría haber sido tu final pero todavía te quedan fuerzas para mantenerte en pie y seguir luchando. Pocas, muy pocas, pero tu enemiga tampoco parece estar mucho mejor.

Desesperada, Elspeth utilizó su último recurso, uno que sabía que si no lo necesitaba estaba muerta. Consiguió, emulando la entereza de su rival, conjurar evitando los golpes, pero erró a la hora de atacarla.

—¡Muérete de una vez, maldito monstruo! —exclama la pelirroja con desesperación. Después de ver que has sobrevivido a sus proyectiles mágicos, ya no parece tan segura de sí misma.

Al ver que tus garras comienzan a chisporrotear a causa de tu último conjuro, su rostro se crispa en una mueca de absoluto terror y huye de ti como un ratoncillo asustado, evitando que descargues sobre ella tu hechizo mortal. Logra escabullirse hasta la ventana abierta e intenta salir por ella trepando del mismo modo en que entró, pero descubre con espanto que una invisible barrera le impide escapar de la habitación.

Frustrada por haber malogrado uno de tus conjuros más efectivos, corres tras tu huidiza oponente pero ella consigue esquivar uno tras otro todos tus zarpazos y dentelladas. Por su parte, intenta acuchillarte con su daga o al menos mantenerte alejada, aunque con escaso éxito pues la hoja de acero es incapaz de atravesar tus impenetrables escamas.

Durante un rato, ambas ponéis a prueba las defensas de la otra sin encontrar un hueco. Sus puñaladas no pueden abrirse camino a través de tus protecciones naturales y arcanas, en tanto que tus torpes y debilitados ataques tampoco consiguen superar ni su agilidad felina, ni la armadura mágica que la envuelve.

Y es entonces cuando la muchacha humana te lanza una estocada a fondo y tus garras se cierran sobre su mano. Ella grita de sorpresa, pero su grito pronto se convierte en uno de dolor cuando tus feroces mandíbulas se cierran sobre su brazo derecho, obligándola a dejar caer su arma.

Es el instante que necesitabas.

Tus garras sueltan su mano desarmada y se lanzan contra su cuello. Dos zarpazos terribles abren profundas heridas en la blanca carne su cuello y la pelirroja joven cae al suelo de bruces, agonizante, ahogándose con su propia sangre. Sus ojos vacíos te miran sin verte, con la cara retorcida en una mueca de dolor y desesperación.

Sus mandíbulas se cerraron en torno al cuello de la humana. Bebieron su sangre, sorbieron su fuerza vital. La asesina cayó de bruces en el suelo mientras las fauces de la criatura reptiliana goteaban aquel rojizo, metálico, esencial elemento. Su pecho subió y bajo y, al deshacer el hechizo, su entrecortada respiración devino en un sollozo entrecortado. De criatura draconiana de pesadilla, se transformó de nuevo en una elfa silvanesti que se abrazaba las costillas. 

-¡Ya está! ¡He matado a la humana! ¿Estáis contentos? -le dijo Elspeth al universo, en tono de auténtica consternación-. ¡No merecía un fin así! ¡Era buena! ¡Podía haber sido una digna hija de la Alta Hechicería!

Se cubrió la cara con las manos.

-¡Habéis matado a su hermano! ¿Y ahora a ella? No es justo... sólo he ganado por el filo de una navaja...

Elspeth reptó a cuatro patas hasta situarse junto a la humana.

-Lo siento... -le dijo, acariciando sus cabellos castaños-. Lo siento mucho...

Elspeth depositó su cara en el pecho de la que iba a ser su asesina, y comenzó a llorar.

Aún estás llorando sobre tu víctima cuando una voz femenina procedente de alguna parte de la habitación te sobresalta.

—Ya os lo dije, los silvanestis nunca se responsabilizan de sus acciones. ¿Hasta cuándo seguirán culpando a otros de sus propias faltas? ¿Cuándo entenderán que las lágrimas no van a devolverles lo que ellos mismos han destruido?

Todavía arrodillada en el suelo, alzas la vista y tus enrojecidos ojos recorren la estancia con los tres tronos que viste a tu llegada a la torre de Wayreth. Ahora los tres sitiales están ocupados por otros tantos magos de Alta Hechicería, dos hombres y una mujer. Al primero de ellos le reconoces como Par-Shalian, a su derecha hay un individuo vestido con una túnica roja cuya capucha le oculta el rostro y a su izquierda una mujer vestida con una túnica negra que lleva el rostro parcialmente cubierto por un velo del mismo color.

—Ciertamente los dioses de la magia podrían haber escogido a cualquiera de las dos —responde a tus afirmaciones la voz que sale de debajo de la capucha escarlata—. Ambas habéis demostrado vuestro talento, vuestros recursos y... vuestras debilidades también. Alégrate, tu Prueba ha concluido y has logrado superarla.

Bajas la vista, ahí yace pálido y ensangrentado el cuerpo de la jovencísima humana pelirroja a la que acabas de asesinar. Perfectamente podrías ser tú quien ocupase en estos momentos su lugar. Has sobrevivido por méritos propios, sí, y también por pura suerte o el capricho de algún dios particularmente interesado en tu victoria; no hay modo de saberlo.

—¿Que la ha superado, dices? —pregunta la Túnica Negra con ademán afectado— Estaba dispuesta a convertirse en una Renegada cuando creyó que había fracasado. Eso demuestra que es un peligro para sí misma y para los demás.

—Eso demuestra su entrega a la magia —interviene el viejo Par-Shalian en tu favor, aunque lanzándote una mirada fría en la que no encuentras aprobación ni reproche—. Estaba dispuesta a enfrentarse al Cónclave antes que a renunciar a ella.

—¿Y qué nos asegura que en el futuro no vuelva a sentir la tentación de desviarse del camino marcado si no le satisface acatar la voluntad del Cónclave? —porfía la Túnica Negra, con un bufido fastidioso—. Ya os lo he dicho, los elfos son contumaces, nunca cambian.

—Estoy convencido de que la experiencia habrá resultado tan aleccionadora para ella como a todos aquellos que la hemos superado —porfía el viejo Túnica Blanca—. Ilumínanos, Elspeth de Silvanost, de la Casa de Mística, ¿qué has aprendido de tu Prueba?

Elspeth no respondió inmediatamente, sino que dedicó unos momentos a calmar sus ánimos. Sus manos temblorosas aún estaban manchadas de la sangre de la humana. Una pequeña parte de ella deseaba fervientemente que no fuera real, que la asesina humana fuera otra parte de su prueba, como los muertos vivientes o los minotauros. Sin embargo, ahí estaba con ella, en el salón de la Torre de Alta Hechicería de Wayreth. Levantó una mano para lanzar un hechizo de prestidigitación y limpiarse toda la sangre que llevaba encima, propia y ajena, pero se detuvo. De repente le parecía de lo más pertinente presentarse al Cónclave de aquella guisa.

-He aprendido que es bueno tener enemigos para que algunas veces me cuestione mis propias certezas -le dijo, sosteniendo la mirada de la encapuchada de negro-, y que entre ellos haya por lo menos uno razonble cuyos argumentos sean justos, para que no me sienta nunca demasiado segura de mi misma. Así como vive la tierra, viven los elfos -reza un antiguo lema de nuestro pueblo. Nuestra tierra ha cambiado mucho, y tenemos que estar dispuestos a cambiar con ella: a cambiar de opinión, a corregirnos y a aprender de nuestros errores. Podemos crecer, o pagar un precio cada vez más alto por seguir siendo quienes somos.

Se detuvo y, a continuación abarcó con su mirada a los tres miembros del Cónclave, alternando su mirada de uno a otro.

-He aprendido que la magia es maravillosa, pero que también tiene la capacidad de hacer mucho mal, que no se puede utilizar la magia como una muleta, que a veces hay que apartarla a un lado y caminar por mi propio pie. Si no somos juiciosos en su uso, podríamos provocar una catástrofe.

-He aprendido que las tradiciones están ahí por algo, que a veces son el mal menor, y que es posible que cualquier otra alternativa es peor, pero también he aprendido que hay detalles que sí podemos mejorar, que debemos dirigir la cólera hacia los problemas que causaron una situación, y no hacia la gente, para centrar nuestras energías en las respuestas y no en las excusas.

-He aprendido que la esencia de la grandeza radica en la capacidad de optar por la propia realización personal en circunstancias en las que cualquier otra persona optaría por locura.

—Has hablado sabiamente, Elspeth de Silvanost —te reconoce el Señor de la Torre de Wayreth, mientras sus compañeros asienten en silencio—. Y también has demostrado un más que notable talento durante el desarrollo de tu Prueba. Es por eso que el Cónclave te juzga digna de custodiar este valioso objeto mágico.

En la mano izquierda del anciano aparece entonces la cajita de cristal que Briliann Dülcimer o la ilusión que se le asemejaba te entregó en la posada. La misma cajita que en su momento fuiste incapaz de abrir por ningún medio mundano o mágico, o tal vez una réplica idéntica.

—Dinos, ¿recuerdas todavía las palabras que tu profesor de cálculo te pidió que recordaras durante la Prueba?

—¿Por qué nos haces perder el tiempo, Par-Salian? Si las recordara ya habría abierto esa caja cuando se la enviaste para decantar el duelo a su favor —protesta la oscura hechicera, antes de dirigirse a ti—. Lo que realmente queremos saber es a qué Orden escogerás servir. A cuál de los tres dioses de la magia rendirás pleitesía por delante de sus dos primos divinos. ¿Cuál de las tres lunas te otorgará sus favores desde hoy?

-70119 -dijo Elspeth pellizcándose el puente de la nariz-. Pues claro, ¿cómo no lo pensé? 

Porque estabas agotada, mental y emocionalmente.

-Mi decisión es obvia. Elijo la túnica blanca.

—Sesenta —te corrige el mago vestido de escarlata tras apartar hacia atrás un poco su capucha, negando con la cabeza con decepción antes de indicarle a Par-Salian—: Seis, cero, uno, uno, nueve.

—Enhorabuena, vaya joyita os lleváis los Túnicas Blancas... —comenta la mujer, aunque resulta difícil saber si lo dice de corazón o con sarcasmo.

Par-Salian abre el candado de combinación y extrae del interior del cofre una diadema de oro blanco y diamantes, la misma que recibió tu madre tras superar su Prueba de Alta Hechicería y que llevaba consigo el día de su muerte. Desde entonces se creía perdida para siempre en algún lugar de la Pesadilla de Silvanesti.

—Perteneció a la túnica blanca Lâraenmiëlimor —te confirma el anciano, haciéndote un ademán para que te acerques a recogerla— y ahora es tuya por derecho propio. Haz buen uso de ella, Elspeth, seguidora de Solinari.