Partida Rol por web

Fray Bernardo frunció el ceño ante las palabras del hermano Juan. Sintió algo dentro de él que lo impelía a abandonar el lugar, a alejarse de él. Pero no sólo era asco. El hombre había utilizado sobre él algún tipo de don, estaba seguro; él mismo poseía la capacidad de influir en otros y doblegarlos a su voluntad, aunque nunca lo habría usado sin una buena razón.

-No puedo continuar con mi camino y dejar esto pasar -afirmó el monje-. La virgen María llora ante las injusticias cometidas en nombre de su hijo. La locura llena tus palabras. ¿Quién crees que eres? ¿Y quién te ha dado ese poder?

El tono era duro y severo. Bernardo tenía los ojos fijos en el hermano Juan, implacable. Aunque tuviesen desventaja, no le importaba: la rabia lo invadía. ¡Tamaña carnicería en nombre de Dios!

Estaba claro que nunca había presenciado una cruzada.

Juan parece algo ofendido por las palabras de Bernardo, por lo que le contesta con los ojos inyectados en sangre y soltando escupitajos en cada palabra:

- Es Dios mismo quien me muestra el camino. Es Dios quien condena a los herejes por su rebelión contra las sagradas escrituras y también es el Todopoderoso quien abomina de los monjes que son como tumbas blanqueadas por fuera y llenos de podredumbre por dentro ¡Acepta mis bendiciones y sigue tu camino!.

María se queda mirando al monje loco con la misma expreción de desprecio que siempre solía tener en la cara, pero más acentuada. Después, les dice con tedio:

- Este lugar está lleno de locos que no merecen que perdamos tiempo en ellos. De seguro que son producto de la endogamia y por ello todos son un montón de palurdos. Sígamos con nuestro viaje y que hagan lo que les de la gana.

Aziz siente como todos un escosor al escuchar la bendición del monje, pero esta se exteriosa de la peor manera, pues retrocedió unos pasos y siseo antinaruralmente entre dientes, lo que se inmediato llamó la atención del monje y sus campecinos.

Viendo la reacción de Aziz, Silvina se asusta, pero no debiudo a la bendición del monje loco, sino a lo que podía suceder a continuación

El gesto de Aziz no pasa desapercibido para el monje y sus seguidores, quienes se sobresaltan frente a lo que Aziz hace. Entonces, Juan les grita con el rostro congestionado:

- ¡Han traido al diablo! ¡Ustedes vienen con el diablo! ¡Ustedes vienen con el diablo! ¡Ustedes vienen con...

El monje pareció más loco que nunca y los campecinos, con sus asadones y teas se acercan a ustedes con intención de hacerles conocer lo dolorosa que es la ira de Dios.

Marïa se pone de pie en lo alto de uno de los carromatos y como si ella fuera la señora de esas tierras les dice:

- Alejense de nosotros, miserables. No tenemos intenciones de hacerles mal, pero si nos obligan no tendremos piedad.

Los ojos de la tzimisce lanzaban rayos. Pero los campecinos simplemente están enseguecidos por su fanatismo.

Fray Bernardo se echó hacia atrás, hacia el resto de sus compañeros, pero buscando con la mirada a los campesinos que se atreviesen a penetrar en el círculo.

-¡ATRAS! ¡NO NOS ATAQUEIS! ¡SOMOS GENTE DE BIEN!

Desde lo alto del carromato, observo con ojos brillantes la horda de campesinos que se acerca a nosotros, hostigados por el hermano Juan. Maldito Aziz, tanta labia y luego es incapaz de contenerse ante una estúpida bendición, pienso con desagrado.

- ¡Haced caso a Fray Bernardo, o sufriréis las consecuencias! - digo en voz alta con ira - ¡Si uno de vosotros me pone una mano encima, seréis castigados!

Los campecinos no se amedrentan ni por las palabras de Bernardo o las María. Simplemente su fervor era tan ciego que no les importaba nada, solo seguirían las órdenes de su pastor hasta el fin. Se trata aproximadamente de una docena de campecinos más el monje, por lo que su superioridad era solo relativa. No obstante, lo que podría traerles problemas es el monje que parece tener un poder especial que pone nerviosos a los hijos de Caín. Ninguno está dispuesto a dar su brazo a torcer, por lo que el enfrentamiento era inevitable.

Algunos campecinos no tienen el coraje para atacar de inmediato a ustedes, ya sea por miedo a que en verdad sean esbirros del diablo o simplemente aún les queda el resquemor de atacar a quienes parecen nobles. Solo cuatro de esos palurdos tienen las suficientes agallas como para enfrentarse a ustedes con sus asadones y antorchas.