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Expedición a la Tierra Hueca

EL DIARIO DE STRINDBERG

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19/08/2021, 10:27
DIRECTORA

Extractos del diario de Astrid Strindberg...

Notas de juego

Todo tuyo ;)

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20/08/2021, 14:24
Astrid Strindberg

Prefacio

Siguiendo el ejemplo de Knut Fraenkel, he decidido iniciar un diario de la expedición en la que me he visto embarcada tras los sucesos de este día. Si esta jornada es un indicativo de las que nos esperan a mí y a mis curiosos compañeros de viaje, es muy probable que nuestro destino sea también el de Fraenkel y los suyos. Quizá algún día este diario sirva de utilidad a quienes pretendan seguir nuestros pasos en el futuro.

Antes de narrar dichos sucesos, me veo en la necesidad de presentar someramente a quien escribe estas líneas, por si quien encuentre este cuaderno necesita poner nombre y voz a su autora. Me llamo Astrid Strindberg, y me crié en Ystad, en la provincia de Escania, en el reino de Suecia. Soy fotógrafa y reportera. He publicado artículos y reportajes en periódicos de mi tierra como el Aftonbladet, el Dagens Nyheter, el Nya Folkviljan y el Stockholms-Tidningen, y más recientemente he trabajado también como freelance para publicaciones como The Guardian y La Gazette

Desde niña sentí una gran pasión por el descubrimiento, una gran curiosidad que me llevaba siempre a querer buscar la verdad tras algo desconocido, a querer saber más, especialmente si el fruto de mi interés parecía de algún modo vedado o secreto. No me cabe duda de donde proviene esa inclinación; el hecho de ser hija de una madre soltera, de no haber conocido nunca a mi padre salvo por las mil y una historias que me contaba mi madre de él. En mi imaginación, Nils Strindberg se convirtió en una figura legendaria, más grande que la vida, desaparecido en una grandiosa aventura. Nunca se supo qué fue de él ni de sus compañeros de expedición. Y de bien pequeña me prometí que algún día le encontraría. 

Sin duda esas historias también influyeron para que acabara siguiendo sus pasos y dedicándome a la fotografía, y mi eterna fascinación por descubrir la verdad hizo inevitable que pusiera mi oficio al servicio del periodismo. Durante estos años he dado testimonio de la situación cada vez más compleja de la Europa tras la Gran Guerra, y he intentado alertar del peligro que supone una Alemania en proceso de rearme bajo el control de Adolf Hitler y su partido Nacional-Socialista, cuya ideología supremacista y autoritaria resulta más evidente cada día que pasa.

Y también durante mis años de reportera he investigado por motivos más personales. La vieja necesidad de saber qué le ocurrió a mi padre, de desvelar de una vez por todas ese misterio que llevo arrastrando toda la vida, me llevó a investigar el Águila y a todos sus tripulantes. Intentar seguir su pista, los rastros de dinero que deja una expedición así, averiguar qué pretendían volando hasta el Polo Norte en globo aerostático. Y un nombre se repetía una y otra vez, tan misterioso como tentador, parte leyenda y parte teoría pseudocientífica: la Tierra Hueca. 

Pero finalmente mi investigación llegó a un punto muerto. No había más hilos de los que tirar, el rastro estaba frío y no quedaba piedra a la que dar la vuelta. Tuve que resignarme a dar la partida por perdida, y seguir adelante con mi vida. Pasar página. Fue entonces cuando el diario de Fraenkel resurgió, y eso condujo a los violentos y extraños acontecimientos en los que me he visto implicada en el día de hoy.

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28/08/2021, 10:24
Astrid Strindberg

21 de mayo de 1936
El Cairo
 

Hace seis años el diario de Fraenkel fue hallado en White Island, Nueva Zelanda, junto a un maltrecho cadáver, y con el tiempo acabó en poder del Museo Británico de El Cairo, donde se procedió a su restauración. Aunque yo ya no investigaba el caso activamente, había dado aviso a mi red de contactos de que si surgía algo relacionado con él me avisaran de inmediato, y así lo hicieron. De ese modo supe del diario, y esa misma mañana, metí todas mis pertenencias importantes en una maleta y compré un billete hacia Egipto. 

He pasado los últimos meses allí, trabajando codo con codo junto a Holmes, el restaurador. Al contarle quien era yo y toda la información que había recopilado durante años de investigación, me permitió que colaborara con él. Y mientras avanzábamos en la restauración e íbamos accediendo a sus contenidos, yo me hice mi propia copia. Lo que se relataba allí parecía increíble, demasiado fantástico para ser cierto, pero no me quedó ninguna duda de que lo era. Y peligroso también. Por ello decidí escribir mi copia usando una doble clave de cifrado. Usé el cifrado de Vigenère, que precisa de una palabra clave conocida únicamente por mí, y para más seguridad escondí el texto codificado tras un acróstico. Quien intentara leerlo solo se encontraría con un auténtico galimatías en varias capas. 

Esa idea, que a priori puede parecer un signo de paranoia, resultó providencial. Habíamos llegado a un punto del diario en que su restauración parecía ya imposible; a saber qué misterios nos habrían revelado. Pero incluso si hubiéramos logrado superar las dificultades técnicas, no nos habría sido posible. El diario de Fraenkel fue robado del Museo unos días atrás, y todo apuntaba a los nazis. 

En ese momento, supe que mi vida y la de Holmes corrían peligro. Éramos las únicas personas que conocían el contenido del diario. Si los nazis estaban tras sus secretos, significaba que estaban buscando lo mismo que Fraenkel y los suyos: la Tierra Hueca. Y no querrían competidores. Si además habían llegado a enterarse de que yo tenía una copia, el peligro era doble. 

Advertí a Holmes que procurara ocultarse, y procedí a hacer lo mismo. En aquella ciudad estaba fuera de mi elemento, y mis rasgos nórdicos llamaban poderosamente la atención. Y no tenía manera de abandonar la ciudad si los nazis estaban vigilando el aeropuerto y las salidas por tierra. La situación no tardó en volverse desesperada. La Dama Fortuna quiso apiadarse de mí, y se manifestó en forma de una joven empleada de un burdel, que me llevó al local y me permitió esconderme en él durante unos días. 

He seguido allí hasta esta misma mañana. Mina, mi ángel de la guardia, me informó de que se había visto a un grupo de americanos recién llegados a la ciudad, con aspecto de militares de paisano, y que se alojaban en un hotel del casco viejo. Al momento vi que aquella era mi única oportunidad de salir bien librada de todo aquello; los americanos no eran precisamente amigos de los alemanes, aunque aún no parecían tomarse el peligro de Hitler demasiado en serio. No sabía que pretendían ni qué hacían en El Cairo, pero era la única manera de encontrar algo de seguridad. Cogí mis cosas y me dispuse a abandonar el burdel, no sin prometerle a Mina que cuando estuviera a salvo regresaría a por ella.

Pero la regente del establecimiento tenía otros planes para mí. Estaba claro que no me había dado asilo por la generosidad de su corazón. Pretendía que pagara mi deuda con ella, ejerciendo como una de sus chicas. Intenté convencer a la madame de que me perseguían los nazis, y que en cualquier momento podían caer sobre su establecimiento, pero de nada sirvió. Me encerraron en una habitación con un desagradable anciano, que resultó tener un enervante acento centroeuropeo. 

Ya que no pensaba someterme a eso, y ante la sospecha de que el anciano pudiera ser un agente alemán, aproveché un momento de distracción para sacar la Luger que me había dado Holmes cuando nos separamos y apuntarle con ella. Solo pretendía amenazarle y obligarle a dejarme marchar. Pero no fue eso lo que ocurrió. No pareció asustado en absoluto; se presentó como el Doctor Szell, y me dijo con falsa amabilidad que no iban a hacerme daño, que lo único que querían él y los suyos era que me uniera a ellos. 

Era su propia treta para intentar pillarme con la guardia baja. Se abalanzó sobre mí para desarmarme y golpearme mientras me insultaba, y me obligó a presionar el gatillo. Esta mañana he matado a un hombre. Ha sido la primera vez en mi vida, y en aquel momento deseé que fuera la última. Fue un deseo en vano. Sus despreciables ojos se me quedarán grabados en la mente para siempre.

Pude demostrar a la madame que el hombre era un nazi y que todo cuanto le había dicho era cierto, y ella me permitió marcharme y me ayudó a salir por la puerta de atrás, advirtiéndome que la de delante estaba vigilada. Así pude salir a las calles y llegar al casco viejo, donde no tardé en encontrar a un pequeño grupo de gente que coincidía con la descripción que me había dado Mina. Parecían haber tenido jaleo también con los amiguitos del Führer, pero como no estaba segura de quienes eran ni de sus intenciones, decidí escucharles sin que me vieran antes de revelarme y exponerme de nuevo al peligro.

Sin embargo, me pillaron y empezaron a interrogarme. Eran dos hombres y una mujer, y sorprendentemente ella parecía estar al mando. Les conté toda la verdad, o lo intenté. Se mostraron bastante reacios a creerme, algo totalmente comprensible. Ellos tenían que tomar sus precauciones, igual que yo las mías. Tomaron la decisión de llevarme al museo, para ver si alguien allí podía confirmar mi historia y mi identidad. Suspiré de alivio al oír eso. 

Mis salvadores-captores no resultaron en principio gente de trato muy agradable, pero los militares raramente lo son, y los americanos en particular parecen tener su Destino Manifiesto tan inculcado en el cerebro que parece que haya que darles las gracias hasta por respirar. Pero aún así, no eran nazis. Si los alemanes eran sus enemigos, ellos y yo estábamos en el mismo bando.

En una primera impresión, la Mayor McDuncan se mostró como una mujer arisca, a la que parecía no caerle bien nadie salvo su segundo al mando, el Teniente Heatherly, por quien obviamente sentía algo más que compañerismo profesional. El tercero, el sargento Colton, era un hombre muy atractivo que en un primer momento se mostró más simpático que el resto, aunque más tarde se comportó conmigo de un modo muy desagradable.

En el museo el profesor Bey les confirmó mi identidad, pero como habíamos sospechado, los nazis vigilaban el lugar, y solo pudimos salir de allí sin problemas por la rápida actuación de los tres militares. Salí del museo con la información de que los militares eran parte de un grupo más numeroso, y el resto de sus miembros se habían dirigido a buscar a Holmes, orientados por el profesor Bey. 

Tristemente, Holmes era un adicto al opio, y durante los últimos meses de nuestra colaboración le había visto degenerar rápidamente a pesar de mis avisos y peticiones. Cuando nos reunimos con el resto del equipo de los americanos delante del fumadero, nos dieron la triste noticia de que Holmes había fallecido. 

No quedaba nada por hacer en El Cairo salvo dirigirnos al aeropuerto para salir de la ciudad, así que nos dividimos en dos taxis para ir hacia allí. Yo había llegado a un trato con la Mayor, ya que ellos obviamente estaban buscando lo mismo que los nazis. Les ofrecí mi ayuda y mi copia del diario a cambio de que me llevaran con ellos. Pero ese quid pro quo estuvo a punto de saltar por los aires durante el trayecto por culpa del extraño comportamiento del sargento Colton. Y mía, por permitir que me sacara de mis casillas. Después del día más espantoso de mi vida, el único rostro amable y amistoso que había encontrado se revolvió contra mí imprevisiblemente y sin ningún sentido, lo que me dolió sinceramente. Aquello estuvo a punto de hacer que abandonara la seguridad y la misión, antes de recuperar la serenidad y el temple. El resto del viaje lo pasé meditando en el porqué de la actitud de Colton, y llegué a unas conclusiones que no desvelaré por ahora.

Al llegar al aeropuerto, poco más que una pista de arena en el desierto y un pequeño hangar, nos esperaba una nueva sorpresa desagradable. Los nazis se nos habían adelantado, y habían capturado el avión y a su piloto, al que mantenían como rehén. Al instante los agentes nazis exigieron a la Mayor que me entregara a ellos, a cambio de recuperar a su hombre. La miré, con el corazón en un puño. Sabía que yo no era del agrado de la mujer, y que me entregaría a los nazis más que gustosa con tal de perderme de vista. Si su sentido del deber no se imponía a su animadversión hacia mí, me podía dar por muerta.

Pero su sentido del deber se impuso. McDuncan realizó una contraoferta a los nazis, negándose a entregarme. Tras unos tensos momentos, la situación estalló en un arranque de violencia. El piloto del avión, un teniente por lo que pude saber, intentó arrebatar el arma al nazi que le mantenía de rehén. Se escuchó un disparo, el cuerpo del teniente cayó al suelo, y todo el mundo se puso en movimiento a la vez. 

En este punto de la narración, debo advertir al lector que lo que sucedió a continuación sin duda pondrá a prueba su incredulidad. Lo voy a relatar tal como sucedió, presenciado por mis propios ojos, aunque soy consciente de que será interpretado sin duda como un producto del estrés y el pánico. 

En el mismo instante en que empezaba el tiroteo, alguien apareció de la nada en mitad del hangar, entre los alemanes y nosotros. Un hombre de pelo cano y ropas oscuras, que se puso a hablar con un marcado acento británico un tanto arcaico. No parecían preocuparle las armas ni las balas, y pronto comprendí el porqué, ya que yo misma pude ver, estupefacta, como los disparos le atravesaban el cuerpo sin causar el menor efecto. La aparición se dirigió hacia mí, presentándose como Hrothbert de Bainbridge, y me aconsejó que disparara al jefe de los nazis mientras soltaba un comentario de lo más inapropiado sobre mi ropa interior.

El tiroteo acabó con nuestro bando imponiéndose, y con dos bajas: el Teniente que debía pilotar el avión, que murió para darnos la oportunidad de luchar y al final vencer, y su copiloto. Aquello afectó a la Mayor, cuyas reacciones demostraban constantemente que no era ni de lejos la mujer de hielo que quería aparentar.

Lo más extraño de todo vino después, cuando la aparición, al parecer apodado "Bob", me demostró que no era un ilusionista de salón atravesando fantasmagóricamente mi propio cuerpo.

Nunca he sido de esas que creen en fantasmas, pero no podía negar lo que estaba viendo. Me quedé en shock, pero no había tiempo para el estupor. Subimos a bordo apresuradamente, y Colton se puso a los mandos. Era el único capaz de pilotar un pájaro como ese. Y había que salir de allí rápido: no teníamos autorización de vuelo y la policía estaba llenando el aeropuerto de coches patrulla.

Colton consiguió despegar, y probablemente se vio obligado a realizar alguna maniobra brusca, pues los que aún no estábamos sujetos con los cinturones dimos con nuestros huesos en el suelo, afortunadamente sin grandes repercusiones.

Cuando el vuelo se estabilizó, pude por fin hablar con libertad y les conté todo sobre mi implicación en el asunto, sobre la búsqueda de mi padre. Colton me sorprendió gratamente disculpándose por su comportamiento anterior, un gesto que agradecí y que devolví de la misma manera.

Ahora me encuentro sentada en ese avión, volando sobre el Mediterráneo con rumbo a Malta, escribiendo estas líneas. Nuestra propia expedición acaba de empezar. Somos un grupo variopinto, de orígenes y profesiones muy distintas. Está claro que no siempre va a resultar fácil entendernos, pero yo tengo esperanzas. Dicen que el peligro une, y si el día de hoy es una muestra de lo que nos espera, vamos a acabar muy muy unidos, o muy muy muertos.

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08/11/2021, 16:52
Astrid Strindberg

24 de mayo de 1936
Sobrevolando el Mar del Norte
 

El vuelo hasta Malta empezó algo brusco, con un despegue apresurado que nos pilló a algunos poco preparados, pero no fue nada comparado con el que nos aguardaba más tarde. 

Durante el vuelo tuve la oportunidad de revelar a mis nuevos compañeros de expedición lo más esencial del contenido del diario de Fraenkel, lo que incluía mi relación personal con el caso; el hecho de ser hija de Nils Strindberg, uno de los miembros de la tripulación del Águila. También les hablé de lo que encontraron al otro lado de aquella extraña abertura en los hielos del Ártico, de aquella Tierra Hueca que se escondía en el interior del globo terráqueo y que albergaba maravillas que no se habían visto desde las eras más remotas de nuestro mundo. Las reacciones fueron de lo más diversas, como era previsible.

A nuestra llegada a la base militar de Malta fuimos recibidos por el oficial al mando, el Coronel Bannon. Después de que la Mayor MacDuncan hablara con él y se comunicara telefónicamente también con su superior, el Coronel Eaton, nos asignaron estancias para descansar durante unas horas antes de embarcar en el avión que nos llevaría a nuestra siguiente escala en el camino: Londres.

Debo admitir que todas las tensiones y peligros vividos en las escasas horas anteriores, desde estar a punto de ser asesinada por nazis a matar a uno de ellos, participar en un tiroteo y ser acosada sexualmente por el espíritu milenario de un muerto, hicieron mella en mí en aquel momento en que por fin podía bajar la guardia y dejar de aparentar fortaleza. 

Por fortuna, ese momento de flaqueza se vio compensado por la charla que tuve a solas con una de mis compañeras de habitación, Marion Rosenwood, por quien sentía y siento un alto grado de afinidad. Marion me mostró un artefacto que estaba en su posesión, un medallón en forma de disco con runas grabadas y una joya en el centro, en la cabeza de una talla en forma de un ave de algún tipo, probablemente un águila. Era una pieza fantástica, perfectamente conservada, y Marion creía que podía estar conectada de algún modo con la Tierra Hueca. 

No pude ayudarla con más información sobre el objeto, pero durante nuestra charla elaboramos varias teorías sobre el interés de los nazis en ciertos objetos a los que consideran dotados de un poder místico e intrínseco. Las noticias de mis contactos en Berlín afirman que el Führer deposita mucha confianza en la Ahnenerbe de Himmler, la organización en la que han invertido enormes cantidades de fondos para peinar el mundo en busca de antiguas reliquias bíblicas o mitológicas, como el Arca de la Alianza o la Lanza del Destino. Sin duda creen que el poder de tales objetos le puede dar al Tercer Reich la ventaja que necesita para adueñarse del mundo por completo. Siempre lo había desestimado como paparruchas místicas sin fundamento, delirios de lunáticos supremacistas, pero ahora he presenciado con mis propios ojos que los fantasmas existen. Y si es cierto, ¿qué no lo será? Una cosa es ser escéptico y empirista. Otra muy distinta es negar la realidad.

Unas horas más tarde nos subimos al avión que nos llevaría hasta Londres y tuvimos el placer de conocer a su piloto, el sargento Bill Kelso. Y nótese que uso la palabra placer en el más irónico de los sentidos. Ese demente hizo de nuestro vuelo un auténtico infierno. 

La Mayor estaba de especial mal humor aquella mañana. Al parecer, los chicos habían montado algún tipo de algazara en la base de Malta durante las horas de descanso, y como oficial responsable, ella había sufrido la reprimenda por su comportamiento, y lo expresó de su modo habitual.

Por mi parte, no sabía nada de lo sucedido, así que no podía opinar al respecto. Mis horas de descanso las había dedicado a algo productivo para el grupo, como redactar una versión descodificada del diario de Fraenkel para que todo el mundo pudiera leerlo de principio a fin y hacerse una idea de lo que nos esperaba realmente. 

Lamentablemente eso tuvo que esperar, ya que desde el mismo despegue Kelso demostró su locura y su falta de consideración por la vida de sus pasajeros, por no hablar de su grosería al pellizcarme el trasero, que le ganó un buen manotazo. Pero ojalá esa fuera la mayor de mis quejas hacia el piloto. Puso en marcha el avión bruscamente, sin avisar, cuando muchos aún no teníamos los cinturones abrochados, con la puerta abierta y cuando Marion aún ni siquiera había subido a bordo.

El avión se elevó del suelo con la puerta abierta, lanzando a Jenkins dando tumbos por el interior. Corvin, haciendo gala de unos reflejos asombrosos, hizo aparecer como por arte de magia una cuerda con un lazo y atrapó al galés. Atado a la cuerda, y con todos nosotros colaborando para tirar de él y que no saliera despedido por los aires, Jenkins pudo por fin cerrar la puerta y ponernos a todos a salvo. Fue un momento de auténtica cooperación en el que por primera vez sentí que estábamos actuando como un grupo.

Después de eso, las treinta horas de vuelo transcurrieron suaves como la seda. Colton y el loco de Kelso se iban turnando a los mandos, mientras el resto dormíamos o iban leyendo la transcripción del diario. Pero de nuevo, el aterrizaje fue una pesadilla. Aparentemente, el tren de aterrizaje no funcionaba, algo que mientras escribo estas líneas todavía me sigo preguntando si se debe a algún tipo de sabotaje. Colton tomó el control del avión para intentar un aterrizaje forzoso, mientras el resto nos preparábamos para el impacto lo mejor que podíamos. El choque con el suelo fue tan fuerte que mi cinturón se partió, y estuve a punto de salir propulsada de mi asiento. Pero de nuevo, los reflejos de Corvin entraron en acción, y me encontré en sus brazos en lugar de aplastada contra las paredes. 

A pesar del terror generalizado, sin embargo, Colton logró posar el pájaro en el suelo sin que este se hiciera añicos por el impacto. El avión se deslizó sobre la pista sobre su panza hasta detenerse por completo. Sin las habilidades de Colton como piloto, aquello habría sido nuestra muerte sin lugar a dudas. En cuanto la situación se tranquilizó y pudimos salir del vehículo, así se lo hice saber. En ese momento vi en su rostro un atisbo de su verdadero ser, del chico que se ocultaba tras su fachada bravucona y picaresca. 

Una vez en tierra firme, nos recibió el mismísimo Coronel Eaton, el artífice de toda aquella operación. El comentario criptico de la Mayor sobre que "era militar pero no estaba en el ejército" me hizo elaborar varias teorías en mi mente, que aún no estoy dispuesta a revelar. Sea como fuere, Eaton aceptó mi presencia como parte de la expedición 

Nada más llegar, Eaton nos presentó la nave que nos llevaría hasta nuestro nuevo destino, Spitsbergen, en las islas Svalbard, en el océano Ártico. Se trataba de un zeppelin ZMC-3 de 75 metros de eslora y revestimiento de duraluminio, uno de los dirigibles más sofisticados y avanzados del mundo. Se llamaba "La Aurora", y desde su interior me hallo escribiendo estas líneas. Eaton también nos presentó a su capitán, Bennett, un hombre engreído y con ínfulas de mujeriego. Aquello empezaba a convertirse en un patrón. Debíamos embarcarnos de inmediato, así que no tendríamos ni cinco minutos de descanso tras nuestra horrible experiencia con el último vuelo.

A bordo nos esperaba una nueva sorpresa, ya que pudimos conocer a la ingeniera y mecánica de a bordo, la Teniente McHale, una mujer de enorme presencia que irradiaba seguridad en sí misma, que además resultó ser la hermana de Jack Colton. A pesar de la sorpresa de ambos, me pareció que el cariño que se profesaban era evidente tras su actitud despreocupada. McHale nos guió a bordo y nos ofreció los camarotes que tendríamos que repartirnos. De nuevo compartí cuarto con Marion, de lo que me alegré mucho. A pesar de mis intentos de acercamiento a la Mayor, Marion seguía siendo lo más parecido a una amiga que tenía por allí. 

Expresé mi deseo de subir al puente e informar al capitán sobre nuestro nuevo rumbo y echar un vistazo a las cartas de navegación y metereológicas, pero antes de poder hacerlo, la Mayor me llamó para hablar conmigo en privado. Me abroncó por ser demasiado confiada en cuanto a la información que compartía, reprimenda que acepté ya que tenía razón. Todavía no me había hecho a la idea de que cualquiera podía ser un enemigo encubierto, y asumí que todo el personal a bordo de La Aurora sería de máxima confianza. Me dio instrucciones de ser extremadamente prudente de aquel momento en adelante, y le aseguré que así sería. Por mi parte, compartí con ella y el Teniente Heatherly algunas de mis preocupaciones.  

Después de eso, por fin tuve ocasión de visitar el puente de la nave y conocer al primer oficial, Murray. Además de aguantar las impertinencias del capitán, salí de allí con la impresión de que el zeppelin estaba en mucho mejores que manos de lo que estuvimos en manos de Kelso. Sus tripulantes parecían extremadamente competentes, a pesar del comportamiento del Capitán.

Por fin, tras una ducha y un cambio de vestuario menos discreto de lo que me habría gustado, pudimos darnos el lujo de una buena cena, aderezada con una agradable charla con varios de mis compañeros y con McHale, a la que intenté sonsacar algo más de su relación con Colton y el pasado de ambos. Tampoco pude resistirme a la idea de mencionar casualmente el diario de Fraenkel, para intentar comprobar si eso suscitaba alguna mirada sospechosa que pudiera alertarnos de segundas intenciones o posibles infiltrados. Me habría gustado poder avisar de antemano a la Mayor, ya que sin duda interpretará lo peor, pero para que funcionara tenía que ser así. Ya hablaré con ella de algunas de las tácticas que tengo pensadas más adelante, en cuanto tenga la oportunidad de hacerlo a solas.  

Ahora, absolutamente rendida, por fin me he podido retirar a mi camarote, donde estoy escribiendo estas líneas. Si todo va bien, mañana por la mañana deberíamos estar sobrevolando las Svalbard, pero vista nuestra suerte con los vuelos últimamente, no me atrevo a vaticinar con qué nueva sorpresa, desgracia o peligro nos va a recibir el nuevo día.  

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27/06/2022, 10:24
Astrid Strindberg

5 de Diciembre de 1941

Han pasado más de 5 años desde la última entrada en este diario, pero no para mí. Para quien escribe estas líneas, han transcurrido tan solo tres días desde el vuelo que nos llevó a Svalbard. Sin duda, al lector esta idea le parecerá tan ridícula e inverosímil como me lo pareció a mí al descubrirlo, y sin embargo esa es la extraña realidad.
Entramos en la Tierra Hueca en la primavera de 1936, y tras pasar dos días en su interior, emergimos al filo del invierno de 1941. De todo lo que ocurrió durante nuestro viaje hasta ese mundo extraño contenido en el nuestro hablaré más adelante, cuando haya tenido tiempo de procesarlo todo debidamente. Por ahora baste decir que las maravillas y misterios que allí se encuentran superan a la razón y aguardan a hombres y mujeres aptos, capaces y valerosos, dispuestos a enfrentarse a lo desconocido en nombre de la verdad y el descubrimiento.

Escribo estas líneas a bordo de un submarino alemán en rumbo a mi Suecia natal. Fuimos rescatados del mar por su tripulación, y debo admitir que se han comportado en todo momento con una perfecta caballerosidad y profesionalidad. Me gustaría poder decir lo mismo de todos los oficiales que nos han acompañado en esta expedición. 

Escribo esto para que el mundo conozca la verdad, pues los militares tienden a arrogarse todo el mérito de cualquier operación y a colgarse medallas entre ellos. Con mi crónica quiero dar a conocer a los verdaderos héroes de la expedición a la Tierra Hueca, que sin duda no recibirán ni una palabra oficial de agradecimiento. Harry Blackhorn, que sacrificó lo que más quería. Alexander Corvin, que destruyó aquel medallón con una puntería que salvó el mundo. Gareth Jenkins, que consiguió sacarnos a todos con vida de allí con su ingenio y conocimientos. Jack Colton, que perdió la vida pero no el alma. El profesor Nikolai Vladiminovich, tristemente desaparecido en la Tierra Hueca, que me ayudó a descubrir y enfrentarme a la traidora nazi infiltrada entre nosotros. Y aunque mi participación ha sido mucho más humilde, no es menos cierto que sin mí la expedición jamás habría llegado a la Tierra Hueca para empezar. 

En la antigüedad, incluso los reyes y guerreros más poderosos temían a los bardos. Su palabra podía llegar a todos los rincones del mundo, y crear o destruir reputaciones para siempre. Los periodistas somos los bardos de hoy en día, el cuarto poder. Somos la voz del pueblo, los que revelamos las verdades que reyes, presidentes y generales quisieran ocultar. Nuestras crónicas ponen a todo el mundo en el lugar que merece, para que sea la historia la que juzgue.  

En cuanto a la Tierra Hueca, mi intención es regresar a ella cuanto antes. Mi padre, Nils Strindberg, es todo un héroe nacional en Suecia, igual que sus compañeros del Águila. La posibilidad no solo de descubrir su verdadero destino, sino de encontrarles con vida, unida a las posibilidades de explorar un mundo totalmente nuevo y repleto de recursos y maravillas, bastarán sin duda para convencer al gobierno de mi tierra para que financien una nueva expedición, esta vez libre de la interferencia de los americanos. De todos modos, si mi instinto periodístico no me falla, muy pronto estarán demasiado ocupados en menesteres más urgentes. Y si todo eso no basta, tengo a mi red de contactos. En la Tierra Hueca no me han servido de mucho, pero aquí, en Suecia, sin duda me darán el empujón necesario. Y bueno, ser familia de la primera pluma de la literatura sueca, otro ídolo nacional como August Strindberg, también me abrirá muchas puertas. 
Sí, encontraré la financiación para una segunda expedición a la Tierra Hueca,  formada por auténticos profesionales. Invitaré a Corvin y a Jenkins, por supuesto, aunque después de lo vivido, dudo que acepten enfrentarse de nuevo a sus peligros. Y también a Marion. Ella sin duda querrá seguir descubriendo sus secretos, pero entiendo que su prioridad ahora será cuidar a Harry. Solo espero que nadie haya envenenado su mente contra mí con mentiras.

Pero sea como sea, nada me detendrá. He saltado de zeppelines en llamas, me he enfrentado a nazis y fantasmas, he caminado entre dinosaurios y he hollado las ruinas hundidas de la Atlántida. Con o sin mis compañeros, yo regresaré a la Tierra Hueca. Mi padre está allí, en alguna parte, y voy a encontrarle.