Partida Rol por web

Una mueca apareció en el rostro del pistolero, mientras su mirada se dirigió hacia su compañero. Su mente estaba haciendo un rápido repaso, pensando cuando fue la última vez que le invitó el indio a tomar un trago. Desistió del empeño al no recordarlo. 

Asintió a sus palabras y comenzó a caminar, en busca de un lugar para refrescar el gaznate. Sin embargo, el pistolero no era idiota, y su mano se encontraba cerca del revolver, solo por si acaso. 

El pueblo recordaba demasiado a Purgatory, para el gusto de Frank y Dakota. Olor a muerte.

El sol estaba alto, y de la calzada, caliente como una sartén, emanaba una bruma que distorsionaba el paisaje. Como era natural, ningún punto del pueblo estaría muy alejado de un bar, y tuvieron que andar poco para llegar al más cercano. Entrar a la sombra del edificio fue un alivio.

Frank tenía la mano cerca de la pistolera, y Dakota no alejaba las suyas de los fieles tomahaws. Al apache le había sorprendido despertar con ellos, recordando de dónde había venido, pero contaba las bendiciones sin hacer preguntas. La madera de la calzada crujió y las puertas batieron hacia dentro para dar paso a los dos forasteros.

Al entrar les golpeó más fuerte aun el olor a rancio. No había nadie tras la barra; mesas y sillas vacías por doquier. Solo una mesa al fondo estaba ocupada: un hombre de blancuzco pelo rizado miraba hacia ellos. Al menos en la dirección general de Frank y Dakota, ya que llevaba unas lentes tintadas tras las que no se venían sus ojos, ya de por sí ensombrecidos por el ala amplia de un sombrero. ¿Quién está con sombrero y anteojos tintados en el interior de un edificio? Había un vaso entre los dedos de su mano derecha, que reposaba en la mesa. Reposar era todo lo que parecía hacer el tipo, que permanecía tan inmovil como si estuviera muerto.

El apache y el vaquero entraron unos pasos en el bar, contentos al ver una botella a medias de tequila sobre la barra y varios vasos razonablemente limpios.

Frank hizo un gesto a modo de saludo y se dirigió hacia la botella.

- Aqui tenemos algo de beber- le dijo a a su compañero. En la barra no había camarero alguno, pero eso no era su problema. Ahora mismo solo quería tomar un trago. Cogió la botella y rellenó ambos vasos, a la espera que su amigo cogiera uno de ellos.

El ambiente en el Saloon estaba muerto; tampoco como parecía estarlo el pueblo. El otro olor por encima del tequila no era difícil de identificar, porque olía igual que las hogueras que había dejado el Jugador a su paso: azufre.

Los dos cazadores solitarios bebieron su alcohol plácidamente, aceptando filosóficamente la evidencia que les decía que todo esto era alguna clase de trampa. Si la trampa para ratones se iba a cerrar en cualquier momento en torno a ellos, no había motivo para no disfrutar del queso...

A ninguno le sorprendió el sonido de un cristal roto. Alguien había entrado a la fuerza por la ventana del local.

El tipo que atravesó la ventana estaba claramente muerto. Eso no le impidió cargar contra Dakota y Frank, aparentemente con la intención de arrancarles los ojos con dedos muy sucios.
 

Una mujer que, a juzgar por sus ropas, no podía ser más que una prostituta del local, entra en la sala por una puerta trasera y se lanza contra los intrusos.

Tras la barra se escuchó un gruñido y el camarero, un tipo grande y gordo con bigote, se tiró por encima de la barra hacia Dakota y Frank. El siguiente en reaccionar fue el hombre del fondo, con sombrero y lentes oscuras. No estaba dormido, después de todo, sino muerto, pero también parecía querer devorar a los dos forasteros.

Dakota tomó el vaso que le tendía su compañero y lo llevó a su rostro con gesto distraído. Sin embargo, justo antes de mandar su contenido al buche, algún tipo de alarma sonó en aquella mente que nunca dejaba de estar alerta, y el indio detuvo por un brevísimo instante el movimiento ascendente de su brazo. Con aire desconfiado, llevó su nariz hasta el borde de la copa y olfateó con sombría curiosidad su interior.

Un levísimo respingo fue toda su respuesta, seguido casi de inmediato por una marcada mueca de desagrado, que bien pronto se convirtió en patente e inocultable asco.

Luego, con toda la parsimoniosa serenidad que solo los de su raza parecían poseer, y mientras se giraba para quedar posicionado justo de frente a una de las ventanas del salón, alzó el sucio cristal hasta la altura de sus ojos, de modo tal que su mirada pudiera aprovechar al máximo la escasa luz que penetraba en el lugar para intentar observar su contenido.

El ordinario trozo de vidrio era demasiado grueso e imperfecto como para ver a través de él, mucho menos inmerso en tan espesa penumbra, y resultaba imposible identificar la naturaleza de aquella bebida. Incluso aunque hubiera estado libre de todo el polvo y la mugre que se le había adherido a las paredes.

Quizás por ello, y también porque sus tripas le pedían a gritos un poco de agua fuerte para apagar el incendio que las consumía y para entumecer un poco sus adoloridos músculos, el indio decidió terminar allí sus pesquisas, y tras un leve encogimiento de hombros se echó al gaznate de un solo trago la totalidad del inmundo brebaje.

Aparentemente satisfecho con la calidad del producto, Dakota ya se disponía a procurarse una segunda ronda cuando una extraña sombra oscureció la ventana que hacía apenas unos instantes había utilizado como improvisada fuente de luz para evaluar la transparencia de su bebida. No fue más que un segundo de negrura, apenas un imperceptible retazo de tinieblas, pero resultó suficiente como para poner al indio sobre alerta.

De inmediato, todos sus sentidos se encendieron, y aún sin haber recibido siquiera una orden directa de su cerebro, el curtido cuerpo de Dakota retrocedió aún más hacia el interior del lugar y adoptó una postura defensiva.

A partir de allí, todo ocurrió con la vertiginosa locura que solo la muerte y el caos pueden conjurar. La sombra en la ventana se convirtió en una presencia, que pronto se transformó en amenaza al son de cristales rotos y gritos de horror que emergían de cuerdas vocales desgarradas. También otros movimientos podían percibirse en el salón, que el indio apenas si alcanzaba a captar por el rabillo del ojo.

Uno de ellos, un tumulto sordo y pesado a sus espaldas, lo hizo volverse de inmediato por puro acto reflejo, olvidando de momento la amenaza cierta que se cernía desde una de las ventanas…

Todo aquello se venía venir. Quizás que cuatro muertos se abalanzase sobre ellos no era lo que tenía mas en mente, pero el pistolero y su compañero tenían con certeza que habría problemas. Tanto daba que fueran muertos o no muertos los que fueran a por ellos, el caso era que debían luchar por sus vidas. Lo que mas molestaba a Frank era que había dejado la segunda copia a medio acabar -y sabía bien que necesitaba el segundo trago-.

Sin mas dilación, y en un acto reflejo desenfundó su revolver y disparó dos certeros tiros contra el muerto que entró por la ventana. Esperaba que con ellos diera tiempo a su compañero para acabar con el tipo que se encontraba detrás de ellos. 

Dakota reaccionó primero. El cantinero había cometido el error de abalanzarse sobre la barra, y el indio aprovechó su poca estabilidad y inercia redirigiéndolas hacia algo más útil. El hombre gordo con delantal voló hasta el tipo de las gafas oscuras. La silla no opuso ninguna resistencia al cadáver volador, y se vino abajo con su actual ocupante. Fue fácil reconocer el sonido de un cuello romperse. El del cantinero, a juzgar por los forcejeos del tipo de los anteojos tirado en el suelo. A él tampoco le habían sentado nada bien esas doscientas libras de cantinero lanzadas contra su torso y ahora parecía incapaz de quitárselo de encima.

Dos disparos sacaron al vaquero muerto por la misma ventana por la que entraba. Casi simultáneamente, Dakota hundió la cabeza de piedra de su tomahaw en la mucho más blanda cabeza de la prostituta. El cuerpo se desmoronó.

No se le podía llamar un trabajo limpio, pero había sido rápido. Desgraciadamente, el día no había hecho más que empezar...

Un tipo con placa de delgado del sheriff se asomó por la ventana. Tenía un revólver al cinto y no podía más que esperarse que estuviera demasiado muerto como para recordar cómo usarlo. Con la suerte de Frank y Dakota, probablemente no fuera así.

La puerta del garito se abrió de golpe cuando tres adultos más, uno de ellos una mujer, entraron atropelladamente y gritando su deseo de consumir carne humana.

Desde la puerta trasera por la que había entrado la furcia se escucharon unos golpes y cuatro hombres más entraron a tropel. Uno de ellos era el mexicano de gran sombrero que había parecido dormir; otro iba vestido como si fuera el enterrador del pueblo. Sin duda lo era, y de no haber estado muerto se le podría haber dicho que estaba haciendo un pésimo trabajo con el pueblo.

Tras el enterrador, para hacer la escena aun más extraña, había un niño muerto con expresión lunática y esgrimiendo un tenedor.