El enorme escritorio de caoba y la sala de altos techos decorada al más puro estilo colonial parecían minúsculos, como de juguete, comparados con el hombre que aguardaba sentado. Un Montecristo humeaba entre sus dedos..
—Sírvase — un gesto de las enormes manazas hacia la botella de Blanton's y el vaso de cristal tallado junto al mismo. El otro vaso reposaba entre sus manos, una miniatura llena de líquido ambarino.
Llevaba ropa a medida, camisa y chaleco confeccionados por el mejor sastre de Nueva York, pero sus abultados brazos y sus anchas espaldas desafiaban el poder de la moda. Parecía que, con un mínimo gesto, podría desgarrar la tela, partir el escritorio por la mitad y salir atravesando las paredes como si fuesen de papel. Tal era la intensidad de la presencia física del Capitán Dash Norton que los que sentaban delante de él apenas podían pronunciar palabra, tartamudeaban, balbuceaban incoherencias y deban la razón en todo a aquel hombre.
Hoy no era el caso. El Capitán arqueó sus gruesas cejas. Extrajo una hoja de papel del escritorio y la dejó sobre la mesa.
—Su carta es... interesante. Le confieso que entrar en acción contra los Nazis es algo que me tienta. Pero tengo obligaciones, tengo familias que dependen de mí, unos ingresos que me permitan mantener en funcionamiento mis propiedades. En su carta no habla de ninguna cantidad monetaria..
La dejó sobre la mesa y dio un trago al bourbon. Sonrió, como sonreiría un león africano, un tiburón o un tiranosaurio.
—No aceptaré menos de un millón por el trabajo.
Te lo pongo por aquí por si quieres rolear un poco más la fase de reclutamiento ;)
El comité que habían enviado para reclutarlo era cuanto menos anticlimático. Él parecía un hombrecillo enclenque y torpe, un caballero inglés que encajaba atrapado en una gran biblioteca o tomando té en un pequeño café en las calles de un Londres devastado. La forma tan cercana que tenía sonreír no confundió a Dash. El hombre era inteligente, del tipo peligroso. Pero al venir allí se había quedado atrapado en el ascensor de tubos del edificio.
Su compañera era como un cartucho de dinamita envuelto en un traje de moda de alto standing de tonos púrpuras. La española se había presentado como Lucía de Saavedra, decía trabajar para la universidad de Venecia, para el Dr Jones y también para el Dr. Jones. Ya, y para la inteligencia y a saber que clase de sociedad secreta. Si su compañero se movía como un caballo en mitad de un hangar ella parecía encontrarse cómoda en aquel opulento lugar.
La gran figura de Dash ejercía su predominancia sobre el inglés, un tal Marcus Brody y algo más, pero no lograba su efecto sobre la menuda y elegante figura de ella.
Los ojos negros de ella no titubearon al escuchar su cifra. Esperaba algo así.
—Usted no necesita el dinero, señor Norton. En cualquier caso, no podemos pagarlo. La educación no es generosa con sus nóminas y el ejército aliado está demasiado ocupado invirtiendo sus ajustados presupuestos en ocultar los escándalos del presidente Nixon.
Sus labios tenían un tono turquesa, seguro que sabían a cereza.
—Además, un hombre tan cotizado como usted debe poder conseguir el doble de esa cifra si así lo desea, y de forma más fácil —se recostó en la silla, las piernas cruzadas. A su lado, el inglés estaba tan rígido como una estaca —. Lo que yo le estoy pidiendo es que viaje a Venecia y escuche a mis jefes. Esto no se trata de una cuestión económica. Está en juego mucho más. ¿Acaso no le importa que una reliquia religiosa caiga en manos de los enemigos de la humanidad? ¿Qué me dice de detener la Tercera Guerra Mundial? Aunque los poderes de la lanza no sean reales el megalómano que manda en Alemania recibirá el acicate que necesita para poner en marcha a su ejército una vez más. Y entonces ¿Qué? Las guerras son malas para los negocios.
Sus ojos negros se clavaron en él, había frialdad allí, algo que contrastaba con la sangre caliente que debía tener.
—Ya conozco la leyenda de Dash Norton, pero quiero conocer al hombre —y la forma en la que pronunció hombre sugería más de una aceptación, no todas ellas legales o morales —. ¿Acaso ha vendido todos sus principios? —alzó las manos, tratando de abarcar todo su despacho — ¿No le basta con todo lo que tiene ya? —suspiró, hombres —. Esta será la aventura de su vida. Será una lucha justa. Dudo que alguien pueda ofrecerle un trabajo más digno. Además —se humedeció los labios, su voz bajó una octava, huyendo de la frialdad —. Podremos trabajar juntos.
Y ahí, de forma sutil, cruzó las piernas en otro sentido, recatada pero provocadora a la vez. El inglés se puso en pie, se acercó a la mesa y extendió la mano hacia él.
—También trabajará conmigo. Puede llamarme Marcus si lo desea.
Su mirada siguió el movimiento de las piernas de Lucía con interés y, posteriormente y con menos entusiasmo, el la de la mano que le ofrecía Marcus Brody. No movió otra cosa que sus pupilas. Era como una estatua de piedra, un coloso de otra era, sumido en pensamientos demasiado complejos para los mortales.
—Acepto —dijo —. Con la condición de que la historia se haga pública una vez recupere la lanza.
Porque héroes de guerra había muchos, las medallas se otorgaban por el mero hecho de dejarse herir. Pero soldados capaces de acabar una guerra por sí mismos... Eso era el material del que se fabricaban las leyendas, la carne con la que estaban hechos los padres de una nación.
—La señorita Wayland —dijo mientras estrechaba la mano del inglés. Amanda Wayland era la atractiva secretaria de mediana edad y busto prominente, que esperaba en una mesa justo al salir del despacho — les enviará una lista del material que necesitaré.
Tuvo el presentimiento de que Marcus Brody era más listo y más peligroso de lo que parecía y que Lucía era como un iceberg: ocultaba más hielo del que mostraba, pero desestimó lo que le decían sus instintos. Dash Norton era un hombre de acción, no un tipejo desconfiado y temeroso.
—Estoy deseando trabajar con usted, señorita — dijo con trasparente doble sentido. Luego su mandíbula se tensó. Dash era peligroso como un tigre —Verá que no soy un vendido, ni uno de esos que le ponen precio a todo.
—Señor Norton, es mucho más divertido si algunas cosas quedan en privado —contestó la mujer antes de ponerse en pie; ya tenía su atención y aunque el corpulento soldado quizás aún se revolviese, estaba claro que iba a viajar a donde ella fuera para escuchar su propuesta y la de su jefe.
—Yo también estoy deseando trabajar con usted, señor Norton —había tantos dobles sentidos ahí que las palabras dieron varias vueltas de campana dentro de la cabeza de Dash —. También tengo muchas cosas que enseñarle.
Tras un contoneo suave, la mujer dejó el despacho, dejando tras de si su perfume, como un fantasma aullador que aún se hiciera notar. El inglés se había quedado allí, la pierna cruzada, sonriente. Miró a Dash Norton como si no le viera, como si esperase algo. Tardó unos segundos más en darse cuenta de que la reunión había terminado.
—Oh, si, si, por supuesto. Gracias, gracias.
Salió con el paso algo apresurado, abrió el ropero por error. Se despidió y cerró. Al rato la señorita Wayland hizo acto de presencia para abrir el ropero y rescatar al inglés. Quizás, y solo quizás, no era el temible agente que Dash había imaginado.
Un tren, una artista venida a menos, francesa esta vez y su tratante de arte, un hombre gordo y mayor. Conocía a la Uña desde hace siete años, aunque nunca había visto su rostro ni sabía su edad. Él era su contacto con la KGB, ella el agente 99. Siempre sabía cómo encontrarla. La Madre Patria lo sabía todo.
Se metieron en una discreta cabina. Ella cerró la puerta, él activó el inhibidor de frecuencias. Podían hablar con tranquilidad.
—En unos días una representante de la universidad de Venecia se pondrá en contacto con usted para recuperar un objeto muy preciado. Deberá aceptar la misión y cooperar. Una vez recupera el objeto, debe sustraerlo y entregarlo a la Madre Patria.
Le entregó un sobre cerrado con el punto de recogida. El papel empezaría a arder en diez segundos. El agente 99 solo necesitó cinco para memorizar la dirección y su contacto.
—Las fuerzas aliadas tratan de ganarle una carrera a las fuerzas del Eje. Pase lo que pase, ninguno de los dos bandos debe poseer el objeto. Ya sabe de lo que son capaces ambos. Solo la URSS está capacidad para guardar un objeto tan preciado sin caer en la tentación de usarlo para la guerra.
Como buen comunista, la Uña pensaba que el capitalismo y los nacionalismos eran la perdición del mundo moderno. Como buen pacifista no quería dejar caer un arma o un avance científico en manos que consideraba demasiado peligrosas, no solo para su tierra natal, sino para todo el planeta. Se puso en pie.
—Y una cosa más agente 99. No deje que sus sentimientos interfieran en la misión —tras decir aquello se cuadró —. Suerte, camarada —dijo en Ruso.
Desconectó el inhibidor, desbloqueó la puerta y salió de la cabina sin mirar atrás. Se tiraría del tren antes de llegar a su destino, ella debía esperar hasta la tercera parada.
¿Por qué había dicho aquello? Ella nunca dejaba que sus emociones interfiriesen en sus misiones. La única debilidad que tenía en ese aspecto era...su marido había desaparecido después de hacer un hallazgo increíble. Una reliquia bíblica le dijo en su última carta, lleno de emoción. Nunca más supo de él.
El agente 99 se quedó a solas con sus pensamientos y sus dudas. Faltaban al menos dos horas para llegar a destino.
No hace falta que respondas aquí. Es solo para meternos en materia.
Aland Riddler casi podía oler los huevos de tres yemas que Ralla Zoom estaba preparando para el desayuno. No era difícil imaginarla con su falda de tubo dorada y sus antenas positrónicas, una excentricidad de la moda del planeta pero ella las adorada, tarareando una canción mientras freía las yemas verdes en su sartén de electrodos.
—Alan, querido. ¿Ya estás despierto?
También estaba cocinado pan de setas que seguramente acompañarían con fruta el árbol Blozzom.
—Estaba pensando en lo que sucedió el otro día. Ya sabes, el reptiliano que se hizo pasar por un agente federal y tú tuviste que desenmascarar. ¿No es algo extraño, querido? —Ella no solía hablar de esos temas, y menos por iniciativa —. ¿Para qué iban a querer invadir tu planeta? La atmósfera es demasiado caliente para ellos y el Taltalio, que es básico para sus estructuras, es inexistente en la tierra. No lo comprendo. Es como si hubiera alguien más interesado. ¿No crees? Creo que deberías aceptar esa llamada.
¿Qué llamada? Alan recordó que estaba en su apartamento, piso cuarenta y seis, y que Ralla estaba muerta. Un recuerdo mezclado con un sueño, quizás. Pero estaba seguro de haber escuchado la voz de Ralla Zoom. Miró el casco, a varios metros de él, sobre el aparador. Extraño.
Se sacudió el sueño como un perro se sacudía el agua de una tormenta. Contempló el cielo azul de su planeta natal. Nada de nubes de cobalto y horizontes dorados. Zoom estaba tan lejos de él como lo estaba su enamorada.
Entonces, sonó el teléfono. La telefonista le indicó que tenían una conferencia desde la universidad de Venecia. ¿Quería aceptar la llamada?
No hace falta que respondas aquí. Es solo para meternos en materia.