Partida Rol por web

Embozada en una capa oscura y encorvada contra el viento del norte, que soplaba helado y con desatada furia, avanzaba una figura. De vez en cuando se detenía y, alzando la vista, recorría con una mirada sombría y cargada de malos presagios las estribaciones de las montañas. La senda por la que caminaba, una trocha agreste y montaraz apenas distinguible entre los peñascos, trepaba con lentitud hasta lo alto de una colina, donde solo crecían algunos arbustos secos y raquíticos, cuyas ramas se partían al más leve roce.  

Alcanzada la cima, la figura se detuvo y echó hacia atrás la capucha que le cubría el rostro, liberando una melena negra y descuidada que se arremolinó a capricho del viento. Sus facciones volvieron a adquirir una expresión concentrada y severa, mientras que con su mirada recorría el terreno que se extendía al otro lado: una amplia planicie pedregosa que iba a morir a un bosque de árboles bajos y de follaje muy oscuro, a unas dos leguas de distancia.

Al fin, la mujer pareció entrever en la lejanía lo que buscaba: pegada a la linde del bosque se distinguía una formación rocosa de aspecto extraño y antinatural, un cúmulo de enormes monolitos apilados de forma caótica, como dejados allí al azar tras una batalla entre gigantes de piedra. Más allá, emergiendo de la espesura, se elevaba una columna de humo blanco, deshilachada por el viento hasta fundirse con el gris del cielo.

Fareth volvió a embozarse la capucha; el sudor se le había helado sobre la piel y apuró el paso cuanto pudo, a pesar de la fatiga, para volver a entrar en calor. Cuando llegó a los menhires, sus peores presagios se confirmaron: ninguno de sus compañeros estaba allí esperándola. En su lugar, el terreno aparecía marcado por decenas de huellas, algunas de pesadas botas claveteadas, otras con el inconfundible contorno de los pies ganchudos de los goblins. Las señales hacían pensar se había producido una batalla en la que, ¡ay!, sus compañeros se habían llevado la peor parte. Circundando las piedras encontró un rastro que se internaba en el bosque. No debía tener más de uno o dos días.

Estaba intranquila, dado que se encontraba sola en un sitio agreste y lejos de todo refugio. No tenía mucha fe en que sus compañeros hubieran sobrevivido al ataque, porque eso era lo que adivinaba al investigar la zona de los menhires. Aún así, debía de comprobar si había algún superviviente. Tampoco le gustaba el hecho de que no hubiera ningún cuerpo. ¿Para qué se habían llevado los cadáveres? Pudiendo dejarlos aquí como pasto para las fieras salvajes y las alimañas. La columna de humo probablemente fuera una pira funeraria... Si su compañía había sucumbido, el número de enemigos tenía que haber sido considerable, dado que sus compañeros eran expertos y hábiles guerreros. ¿Qué haría ella sola contra una multitud? Se quitó el miedo de encima y decidió que iría a investigar el rastro, que probablemente llevara a la columna de humo que había visto. ¡Se lo debía a sus compañeros!

Empezó a seguir el rastro que se internaba en el bosque. Se arrebujó en su capa, para abrigarse del intenso viento helado, y anduvo esquivando helechos y ramas. Debía de andar con cuidado por si algún enemigo acechaba aún por los alrededores. A pesar de su experiencia y pericia en rastrear, al poco tiempo perdió el rastro que seguía. El suelo duro y lleno de piedras aquí y allá hacía muy difícil encontrarlo de nuevo. Recordaba vagamente la dirección de la columna de humo, así que decidió dejar de perder el tiempo en seguir buscando el rastro y hacer caso de su orientación. Se dirigió hacia donde creía que estaría la columna de humo, aunque no sabía si erraba el camino.

Densa e impenetrable a la luz del sol crecía aquella arboleda, que parecía apretarse contra la ladera del monte, buscando refugio del viento del norte que azotaba aquellos parajes. El rastro que salía de las rocas, claro al principio, pronto se volvió indescifrable, incluso para los ojos expertos de Fareth. El suelo del bosque era duro y pedregoso, como si las raíces de aquellos árboles retorcidos hubiesen absorbido hasta la última gota de humedad, y las pisadas apenas dejaban marcas reconocibles.

Recorriendo aquellos parajes, donde no se veía ningún camino y lo apretado de los árboles obligaba a trazar constantes requiebros, Fareth tenía la sensación creciente de avanzar a la deriva. La columna de humo que viera desde las rocas parecía haberse extinguido, y la única referencia que conservaba para su avance era la posición del sol, que de vez en cuando se dejaba entrever entre el follaje. 

Habría caminado por espacio de media legua cuando algo la hizo detenerse, acechante, el corazón súbitamente acelerado y los músculos tensos como la cuerda de un arco. Eran voces, en el idioma de los hombres, mezcladas en distintas conversaciones. Aguzando el oído, Fareth distinguió una que poco a poco se fue alzando sobre el resto:

— Aciagos tiempos son estos, en los que la única forma de resistir a la muerte y a la sombra es huir, sin mirar atrás, llevándose tan solo los recuerdos del hogar, como quien escapa con lo puesto de un fuego que todo lo devora. Mas yo os digo que este es el único camino, y que los Valles han sucumbido para siempre. ¡Hombres de las Colinas, contened las lágrimas ahora, y pensad que los que dejamos atrás, como alimento de los cuervos, no han muerto en vano! Marchemos pues, marchemos, y esperemos que los viejos aliados no se hayan olvidado de nosotros. Un poco de tierra es todo lo que les reclamaremos, un lugar donde nuestro pueblo, antaño fuerte y orgulloso, pueda tener un nuevo comienzo, como quien sopla en un ascua conservada entre las manos.

Cesó la voz y siguió un largo silencio, solo perturbado por la agitación del follaje y el lejano graznar de un cuervo, que parecía hacer escarnio de las penurias de aquellas gentes, que partían al exilio.

Fareth se quedó quieta, escuchando las palabras del hombre que arengaba a los suyos. No parecía que sirvieran a la Sombra, dadas sus propias palabras, por lo que podrían quizás ayudarla. Tal vez supieran qué había sido de sus compañeros y dónde podía seguir el rastro. Con cierto miedo y precaución, se fue acercando despacio, sin hacer mucho ruido, hacia donde había escuchado la voz.

Según iba avanzando entre los árboles, se deslizó la capucha de la capa hacia atrás, para que se le viera el duro y curtido rostro. También iba con las manos en alto, a media altura. No quería que pensaran que era peligrosa o una amenaza para esas gentes. Por lo que había oído, parecían desplazados que huían de algo. Mucho se temía que era por los continuos ataques de los orcos y trasgos de la zona, que habían aumentado exponencialmente de un tiempo a ahora. Por eso estaba ella aquí, para indagar en esa cuestión. Bueno, ella y sus camaradas desaparecidos o muertos. Cuando estuvo al lado de esa gente, hizo una breve parada para observarles y salió a su encuentro, pacíficamente.

-"Hola, buenas gentes. No soy ninguna amenaza, así que no debéis preocuparos por mi. Creo decir que ambos combatimos al mismo enemigo. ¿Cierto? Mi nombre es Farath y soy una montaraz del norte. He visto una columna de humo y he decido acercarme a investigar." Dijo despacio y con voz clara.

Esperaba que estas gentes fueran algo amigables y no se tomaran mal su repentina aparición. De todas maneras, empezó a mirar alrededor para hacerse una idea de quiénes eran, cuántos, su armamento, etc. Si al final se había equivocado y tenía que luchar, la información era primordial.

Algunos hombres se pusieron en pie, sobresaltados, las manos prestas a las armas y las miradas recelosas posadas en la montaraz. Mientras esperaba una respuesta, un rápido examen de los allí reunidos le bastó a Fareth para confirmar sus sospechas: aquellas gentes no eran servidoras del enemigo. El grupo estaba formado por hombres, mujeres y niños, viajando con lo puesto como quien se ve forzado a una precipitada huída. Algunos estaban heridos y todos parecían agotados. En el ambiente se respiraba una tensión que, ante un gesto o palabra desairada, podía terminar por convertirse en hostilidad. Uno de los hombres se adelantó y dijo:

— Bien hallada, Fareth, montaraz del Norte. Esa columna de humo que habéis visto es lo que queda de nuestro hogar; eso, y las cenizas que terminará por llevarse el viento, si es que no lo ha hecho ya. 

Era la misma voz que Fareth había escuchado desde su escondite. El que hablaba era un hombre de complexión recia, aunque algo doblado sobre sí mismo, como si los años le pesaran, de extremidades poderosas y cuello de buey. Cubría su rostro una barba densa y pelirroja, rasgo común entre las gentes de las Colinas, y sus ojos eran feroces y a la vez nobles, como los de una fiera de los montes. 

Después de hablar de ese modo, se presentó a sí mismo como Widhar, el caudillo de aquel pueblo que partía hacia el exilio. Algunos de sus hombres lo rodearon; iban armados con hachas, que por el momento pendían de sus cintos.

— ¿Qué os trae por las tierras de los Valles del Norte? —continuó Widhar, en un tono que mezclaba la suspicacia y la cortesía—. Rara vez los extranjeros visitan estas regiones, cuyos caminos ya pocos recorren, como no sean los pies malditos de los orcos.

Me quedé mirando a estas pobres gentes, cerciorándome de que efectivamente eran refugiados. El tipo que parecía el jefe, un hombre rudo y enorme, tomó la palabra. Era el mismo a que había escuchado minutos antes.

-"Lamento oír eso profundamente. Huir del hogar es siempre muy duro. ¿Puedo preguntaros qué ha ocurrido para que tengáis que abandonarlo? ¿Sufristeis quizás un ataque de los orcos?" Indagué , después de congratularme con Widhar.

Veía la pena y la tristeza anidada en los ojos de las mujeres y los niños. Si no encontraban un hogar pronto, puede que sucumbieran en breve tiempo. Estas tierras eran duras y sin un sitio donde vivir, sin alimentos ni cobijo, no se podía sobrevivir mucho tiempo.

-"Mi presencia aquí es por esa misma razón que has comentado: los orcos. Más al sur, los ataques de estas bestias se han incrementado sustancialmente y me enviaron, junto a mi compañía, a investigar qué estaba sucediendo por estos lares y encontrar el sitio de donde salen. Había quedado a unas millas de aquí con el resto de mis compañeros, pero me he encontrado que ha habido una escaramuza y creo que todos o casi todos de mis hermanos y hermanas han muerto a manos de los orcos. Como no encontré ningún cuerpo, decidí seguir un rastro que se internaba en el bosque, pero lo perdí. Al haber visto la columna de humo que referí, decidí venir hacia aquí a investigar y aquí os he encontrado a vosotros." Dije intentando ser amistosa.

Volví a mirar a aquella gente. Me daba mucha pena su situación y debía de ayudarles en lo que pudiera, pero no podía obviar mi misión y a mis compañeros. Tenía que decidir qué hacer, si ayudarles o seguir con mi búsqueda.

-"Frío y hambruna aguardan a los que se queden por aquí, sumadas a la muerte a manos de los malditos orcos y trasgos. Creo que deberíais avanzar hacia el sur, hacia tierras más llanas, donde mi pueblo puede ayudaros hasta que encontréis un asentamiento en el que poder comenzar de nuevo. Ellos os ayudarán de momento, con comida y un sitio donde guarecerse. Si encontráis a alguien de mi gente, decirles que Fareth os envía. Yo debo de continuar mi camino y encontrar la fuente de esta maldad, aparte de a mis compañeros. ¿Por casualidad en el ataque que recibisteis había algún montaraz prisionero?" Le comenté al cabecilla.

Mientras escuchaba las palabras de la exploradora, el gesto de Widhar parecía irse relajando, y con la exposición de las penas compartidas el recelo fue dando paso a la amistad.

— Tristes y funestas son vuestras palabras, pero no por ello menos ciertas — respondió, y sus ojos adquirieron por un momento una expresión dura y violenta—. La sombra reina en estos valles, y no solo a mano de los orcos y los trasgos, sino también de los hombres que sirven al Oscuro, el poder que gobierna más allá de las montañas, en la tierra cuyo nombre no quiero mencionar. Si vuestros compañeros han sido capturados, abandonad toda esperanza, pues de seguir viajando hacia el Norte solo encontraréis la muerte, o tal vez un destino aún más aciago. Si no os matan los orcos, lo hará el invierno que ya se nos echa encima, cerrando los pasos de las montañas y cubriendo el mundo con un impenetrable manto.

Parecieron los que allí estaban, reunidos en torno a Widhar, compartir las palabras de su caudillo. Algunos asintieron con tristeza; otros intercambiaron miradas resignadas, en las que se podía adivinar el cansancio y la pena que llevaban en sus corazones. Solo una persona mantuvo el gesto firme y desafiante. Era una mujer joven, de largos cabellos rubios y rostro severo, las cejas arqueadas y el ceño fruncido en un mohín de contrariedad. Vestía atuendos de guerrero: armadura de cuero, dos hachas al cinto y un arco cruzado sobre la espalda. No pudiendo contener más las palabras que, con irrefrenable ímpetu, luchaban por salir de su pecho, exclamó:

— ¿Por qué perder la esperanza? ¿Por qué dejar a los nuestros atrás, resignándonos a su suerte? Algunos aún podemos empuñar las armas y luchar, ¿por qué no asistir a nuestros hermanos mientras nos queden fuerzas?

—  ¡Fynlaug! — exclamó el caudillo, acallando al instante las palabras de la mujer—. ¡La decisión está tomada!

Entonces, en una súbita e irrevocable resolución, como la del que salta al otro lado de un abismo después de haber contemplado la caída por largo tiempo, la mujer clavó sus ojos en Fareth y dijo:

— Los guerreros del Oscuro tenían a un prisionero que no era de nuestra gente: un elfo de rostro pálido, vestido con una túnica azul. Si vais tras él, os acompañaré, y lucharé por liberarlo si hacéis lo mismo por los míos.

Antes de que el caudillo pudiera hablar para imponer su criterio, otro de los guerreros se adelantó y dijo:

— Y yo, Hartdar, hijo de Borgthorn, os seguiré.

La súbita resolución de aquellos guerreros en la flor de la vida, dispuestos a embarcarse en un viaje sin retorno, pareció ablandar la resolución del caudillo, que terminó por decir, resignado:

— Ya tenéis edad suficiente para ser dueños de vuestro destino. No seré yo quien, por mucho que le pese a mi corazón veros marchar, os impida hacer lo que decís. Las bendiciones de nuestro pueblo os acompañarán, y ojalá que volvamos a vernos algún día. Nunca como entonces me alegrará el haberme equivocado.

El fuego de la juventud. La valentía y el coraje se mezclaban con la temeridad y la locura. Pero ahí estaban, dos jóvenes guerreros que querían acompañarme y adentrarse en la oscuridad junto a mi. Los miré para calibrar qué tal eran como guerreros y no me dieron la sensación de que fueran malos. Quizá les faltara algo de experiencia, pero la paliarían con las ganas de aprender. Mejor ir acompañada que sola y más sabiendo que rondaban orcos cerca.

-"Agradezco vuestro ayuda y la acepto, si ese es vuestro deseo. No prometo que volváis con vida, pero sí que intentaremos rescatar a cualquiera que esté preso de esas bestias." Dije con tono serio.

Si la descripción del elfo era exacta, ese prisionero podría tratarse de Cirmacar, uno de mis compañeros. Lo primero sería dirigirse a su poblado y allí seguir el rastro de los orcos, que sería fácil de rastrear. De esta manera, iríamos tras los cautivos y podríamos rescatarlos lo antes posible. Mucho me temía que los orcos que habían arrasado el pueblo eran los mismos que habían atacado a mis amigos. Ir al punto seguro, donde las huellas se verían bien, era la mejor opción.

-"Espero de corazón que os vaya todo muy bien en vuestro viaje y que no tengáis percance alguno. Rezaré por vosotros." Le dije a Widhar.

Me volví a los dos jóvenes y les hice una seña.

-"Fynlaug, Hartdar, yo me llamo Fareth. Recoger vuestras cosas y marchemos sin más dilación. No os carguéis demasiado, coger lo necesario pero ir ligeros. Iremos primero a vuestro poblado y desde allí seguiremos el rastro orco. Vamos."

Esperé a que los dos jóvenes cogieran sus cosas y se despidieran. Cuando ya estaban listos, les indiqué que me guiaran, dado que se sabían el camino. Yo me quedaría detrás de ellos, vigilante de los alrededores. Me despedí con la mano de los refugiados y partimos. En unos minutos ya no veíamos a su gente y delante nuestro solo había un terreno triste, gris. El bosque a un lado nos daba cobertura, y al otro, un llano yermo, salpicado de algún raquítico árbol aquí y allá. El aire soplaba fuerte, helado, proveniente del este, de las grandes cimas de las Montañas Nubladas.

Raudos emprendieron los tres aventureros el camino a través del bosque, que  Fynlaug y Hartdar conocían desde los días de su infancia. Por trochas ocultas, entre los árboles que crecían cada vez más apretados y nudosos, recorrieron en apenas una jornada lo que distaba hasta el poblado, y ya antes de ver el daño causado por los siervos de la sombra pudo Fareth percibir el olor inconfundible de la matanza. 

El claro donde se asentaba el poblado estaba sembrado de rescoldos y ceniza, cubriendo los cuerpos de los caídos, como si sobre ellos se hubiese depositado una ligera nevada. Lo que otrora habían sido hogares y cobertizos no eran sino ruinas humeantes, semejantes a las piedras que se levantan alrededor de una hoguera para proteger del viento a las llamas. Con la mirada perdida e incrédula, como quien recorre los escenarios de una pesadilla, Fynlaug y Hartdar caminaron por el que había sido su hogar, cada uno por su lado, conteniendo las lágrimas hasta hallar la soledad que les permitiese dar rienda suelta a su pena sin ser observados.

Mientras esto sucedía, Fareth recorría el perímetro del poblado, buscando algún rastro que indicase por dónde los atacantes habían llegado y, más importante, por dónde habían proseguido su camino de muerte y ruina. No tuvo problemas la experta montaraz en dar con lo uno y lo otro, aún cuando las sombras de la noche ya comenzaban a extenderse sobre el mundo. Así, mientras seguía los pasos impresos en el terreno por los pérfidos pies de los enemigos, en su mente recreaba las imágenes de lo acontecido, como si leyese en un libro:

El ataque había llegado desde el sur, a manos de un grupo de no menos de veinte o treinta asaltantes. Entre estos había algunos goblins, pero la mayoría de las huellas correspondían a botas como las que calzan los humanos. Los goblins debían haber hecho de avanzadilla u espías, pues las marcas de sus pasos se veían alrededor de todo el poblado, ocultos entre la maleza. Por contra, las de los humanos se internaban directamente entre las casas, donde se desperdigaban en todas las direcciones. Por el lado opuesto del pueblo, rumbo al noroeste, donde se alzaban las inexpugnables Montañas Nubladas, salía otro rastro, este acrecentado por las huellas de los cautivos, que debían ser al menos una docena y avanzaban en línea recta, tal vez presos en una cadena.

Di varias vueltas por el poblado, mirando cada huella o señal que me diera información de lo que allí había acontecido. Cada una me daba un retazo de información, que juntándolas todas, me hacía casi visionar lo sucedido allí. Mientras, mis jóvenes compañeros deambulaban tristes por los alrededores, vigilantes. La noche se nos echaba encima, así que seria mejor descansar aquí y continuar viaje al despuntar el alba. Iríamos tras el rastro de los asaltantes, que era bastante claro. Si fuéramos ahora, tendríamos que encender una antorcha para ver y delataríamos nuestra presencia.

-"Bien, acamparemos aquí unas horas y por la mañana partiremos. He encontrado el rastro por donde se han marchado, así que no tendremos problema en seguirles. Busquemos un sitio que nos cobije del aire e intentemos dormitar un poco. Yo haré la primera guardia, no quiero que nos sorprendan por la noche. Puede haber trasgos rondando todavía por aquí."

Encontré una cabaña que aún tenía dos paredes y un cacho de techo en pie. Nos colocamos y me dispuse a hacer la primera guardia, bien atenta, aunque estaba bastante cansada. Deseaba que llegara pronto la mañana para poder partir en busca de mis compañeros, de los cuales uno parecía seguir con vida.

Las sombras fueron alargándose sobre las ruinas del poblado, hasta sumir el mundo en una completa oscuridad. El frío arreció durante la noche, e incluso al refugio del viento les resultó difícil a los tres aventureros conciliar el sueño, que despuntaron por turnos, temerosos de que el enemigo estuviese aún cerca.

Fareth, que había sido la primera en hacer su guardia, se levantó justo antes del amanecer, haciendo gala de un instinto que se había ido desarrollando con los años. Para entonces, Fynlaug y Hartdar estaban ya despiertos, sentados uno junto al otro, las gruesas capas echadas sobre la espalda. Conversaban en susurros, y el vaho que salía de sus bocas le recordó a Fareth, en el trance del despertar, al humo que sale de las pipas que fuma la gente pequeña, al otro lado del mundo, más allá del curso del Brandivino.

— Si nos llevan dos días de ventaja, no los alcanzaremos antes de llegar a las montañas — decía Fynlaug, reflexionando en voz alta mientras abría y cerraba las manos, entumecidas por el frío.

Hartdar asentía en silencio, y su expresión era meditabunda a la par que grave, como la del que lucha por hallar solución a un problema en apariencia irresoluble.

Al escuchar que Fareth se despertaba, los dos guerreros la saludaron con un asentimiento y, con aquellos modales toscos a la par que solemnes propios del pueblo antiguo al que pertenecían, le ofrecieron un sitio junto a ellos y una porción de su almuerzo.

Antes de partir, los tres compañeros tuvieron la posibilidad de llenar de provisiones sus macutos, pues los asaltantes no habían tomado nada de las vituallas que los habitantes del poblado atesoraban para el invierno.

Bajo el cielo encapotado, del que comenzaba a caer una ligera nevada que prometía ir en aumento durante la jornada, la compañía emprendió la marcha, siempre tras los pasos de los enemigos, a través del bosque helado.

Terminamos de almorzar y recogimos provisiones. Nos llevaban ventaja, así que tendríamos que recortar distancia con ellos antes de que llegaran a las montañas. Cuanto más tardáramos en encontrarlos, más probabilidades de que se esfumaran su rastro o murieran los cautivos. Era una carrera de fondo, con el invierno casi encima. Si nevaba, adiós a perseguirles. Encabecé la marcha, poniéndome la capa por encima y echándome la capucha. El viaje iba a ser duro y esperaba que los dos acompañantes consiguieran aguantar el ritmo, pues aunque eran jóvenes, no estaban habituados a largas jornadas de actividad.

-"Bien, vayamos tras ellos. No os separéis de mi y si veis cualquier cosa, decídmelo inmediatamente."

Partimos temprano, con el frío metido e nuestros cuerpos. El rastro era claro y no había que pararse a investigar, lo que nos ahorraba tiempo. Imprimí un ritmo demencial, por la mañana, paramos a comer y ya por la tarde fui bajando el ritmo, hasta que llegó la noche y paramos a descansar.

-"¿Estais bien? Si no podéis aguantar el ritmo, avisadme. No quiero girarme y ver que no me seguís."

Esa noche la pasamos escondidos en unos raquíticos árboles que había en un bosquecillo aledaño y que nos sirvieron de refugio. Hicimos guardias y un poco antes del alba, retomamos el camino. Nuevamente fue por la mañana cuando mayor velocidad imprimía, dado que era cuando teníamos más fuerzas. De vez en cuando, de todas maneras, echaba un vistazo a los dos jóvenes. De momento aguantaban como jabatos. A mediodía paramos a comer y continuamos a menor ritmo por la tarde. Esa noche paramos un poco más tarde de haber anochecido, dado que no encontraba un sitio adecuado para pernoctar. Al final dormitamos entre unas piedras grandes que nos parapetaban del viento gélido del norte. Nuevamente hicimos guardias. Nos despertamos por la mañana, cansados y helados, dado que había empezado a nevar débilmente y había bajado la temperatura bastante. Mala cosa, ya que taparía el rastro si nevaba copiosamente. Desayunamos algo frío y duro y seguimos el viaje. Casi no hablábamos, del cansancio acumulado.

-"Lo estáis haciendo muy bien, seguir así." Les intenté dar ánimos.

A mediodía paramos a comer y para entonces la nieve prácticamente cubría el suelo con una fina capa de hielo. Sería difícil de rastrear, pero no imposible. Si el tiempo empeoraba mucho, debíamos de resguardarnos hasta que pasara el temporal, si no queríamos morir congelados.

Durante dos días con sus noches marchó la compañía hacia el noroeste, siguiendo el rastro de los enemigos. Poco a poco, el terreno comenzó a ascender, y los árboles del bosque a crecer más ralos, enraizados en el terreno cada vez más árido y pedregoso a medida que se acercaban a las montañas. Fareth, que abría la marcha, trotaba con ligereza como si no notara la carga que llevaba a sus espaldas, leyendo las pistas que los asaltantes del poblado dejaban sobre el terreno, y que tal vez a ojos más inexpertos hubiesen pasado desapercibidas. Hartdar y Fynlaug, que apenas conocían la parte septentrional del bosque, se confiaban a su criterio, dejando que abriera la marcha y ocupándose tan sólo en seguir el ritmo que la dúnedain imponía, sabedora de que la vida de los cautivos podía depender de su premura.

Al tercer día arreció la nevada, que hasta el momento solo había caído de forma ligera e intermitente, preludiando la llegada del invierno. En aquel terreno más abierto, donde los árboles formaban anchos caminos entre ellos y apenas crecía la maleza, las señales que la montaraz podía seguir se limitaban a las huellas que los enemigos iban dejando sobre el terreno. La nieve cubrió su rastro, borrándolo por completo, y Fareth tuvo que guiar a la compañía a ciegas, con la suposición de que marchaban en dirección a las Montañas Nubladas.

Con la llegada de la noche, agotados y empapados por la condensación de su propio sudor bajo las gruesas pieles que los cubrían, llegaron a la última línea de árboles del bosque. Fynlaug, que caminaba la última, parecía tambalearse bajo el peso de su macuto, como si las piernas le fallaran. Aunque de sus labios no había salido ni una sola queja, se veía que la joven guerrera estaba al borde del colapso. 

La compañía hizo un alto, observando la infinita llanura que se extendía ante ellos, bajo el cielo encapotado. Allá hasta donde alcanzaba la vista no se veía ni un solo árbol, y de las lejanas montañas apenas podía apreciarse su silueta, más oscura que la noche que las envolvía. 

— ¡Mirad! ¡Allá a lo lejos! —exclamó Fynlaug, alzando el brazo tembloroso.

En la lejanía se veía un punto de luz anaranjada, que parecía suspendido en el horizonte, a media altura.

— Han llegado a las montañas —murmuró Hartdar, como quien es víctima de una súbita y funesta revelación.

— Esa debe ser la entrada al Valle Largo —continuó Fynlaug, entrecerrando los ojos—. Ahora solo nos sacan un día de ventaja.

El frío cortante que parecía flotar sobre la llanura, aún con ausencia de viento, recordó a los exploradores la necesidad de buscar refugio. Agazapados entre unas rocas, protegiendo el calor de sus cuerpos como si de un fuego se tratase, fueron por turnos cerrando los ojos. Lo último que Fynlaug y Fareth escucharon antes de caer en un trance sin sueños fue la voz de su compañero, murmurando una vieja tonada con la voz cálida y triste, como si arrullase a sus recuerdos.

Oh, vagabundos de la tierra en sombras,

no desesperéis. Pues aunque oscuros se alcen

todos los bosques terminarán al fin

viendo pasar el sol descubierto:

el sol poniente, el sol naciente,

el fin del día y el principio del día.

Al este o al oeste, los bosques acabarán.

Allí estaban, los habíamos detectado. Un pequeño punto luminoso en lontananza. Por la distancia, calculamos que nos sacaban un día de viaje, por lo que habíamos recortado bastante el tiempo. Pero estábamos exhaustos y había que descansar. Además, el clima y la orografía del terreno no acompañaban. Como no podíamos encender un fuego para delatar nuestra posición, nos juntamos los tres para darnos calor.

-"Sí, parece que ya han empezado la ascensión hacia Valle Largo. Mañana habrá que salir antes del alba, debemos de ganar terreno y ya sabemos hacia dónde ir exactamente, no hay que buscar su rastro. Descansar lo que podáis, ya que mañana tendremos que dar lo mejor de nosotros." Dije antes de acurrucarme y cerrar los ojos.

La canción resonaba en mi cabeza cuando me quedé dormida. Me despertaron a media noche, como les había dicho, para hacer la ultima guardia. Cuando pasó algún tiempo y creía que era la hora, desperté a ambos y almorzamos rápidamente. Habia que seguir. A lo lejos seguía viéndose el fuego del campamento enemigo.

Bajo la tenue luz del alba, que iluminaba de rosado una estrecha franja en el cielo del este, como si por allí comenzara a rasgarse la noche, la compañía comenzó la marcha. Fuera del amparo de los árboles, la amplia llanura que se extendía entre ellos y las montañas era un páramo a capricho del viento, que parecía azotarlos desde todos lados, como una extraña presencia que se divirtiera atormentándolos. Arrebujados en sus capas para protegerse del frío helado, los aventureros avanzaban cabizbajos y taciturnos, sabedores que solo contaban con su determinación y sus propias fuerzas en aquella tierra olvidada y hostil.

Tras un largo día de marcha llegaron a las montañas, apenas visibles entre la ventisca que se había levantado, y que les obligó a buscar un refugio para evitar morir congelados. No se arriesgaron tampoco entonces a encender un fuego, pues sabían que todo aquel valle que se abría ante ellos, como una gran grieta entre las montañas, era tierra de orcos, y que muchos ojos la vigilaban. A partir de ese momento marcharon siempre de día, ocultándose antes de la caída del sol, y eligiendo los senderos más abruptos y resguardados. 

Desde la entrada al valle, que comenzaba como una estrecha garganta para ir luego ensanchándose progresivamente, el camino comenzó a ascender, a veces con ligereza, otras de forma abrupta. A medida que ganaban altura, el espesor de la nieve iba en aumento, llegando en algunos puntos a pasarles por encima de las rodillas. La marcha era larga y fatigosa, y a todos menos a Fareth parecía que pronto los abandonarían las fuerzas. Fue entonces cuando, en la oscuridad que precede al amanecer, cinco días después de haber abandonado el bosque, vieron algo que renovó su moribunda esperanza: en la lejanía se atisbaba de nuevo otro punto de luz, sin duda un fuego, a no más una legua de distancia.

Haciendo un último esfuerzo, que probó las fuerzas de Fynlaug y Hartdar hasta el límite, la compañía se echó al camino, sin detenerse ni un solo instante hasta la caída de la noche. Para entonces habían llegado a una zona boscosa, donde el valle se cerraba hasta formar una estrecha garganta, de paso obligado para todo aquel que quisiera continuar hacia el oeste. Moviéndose en absoluto silencio y al amparo de las sombras, casi se dieron de bruces con el grupo al que perseguían, que se había detenido entre los árboles, justo a la entrada del desfiladero. Lo formaban unos treinta orcos de las montañas (más de los que la compañía se esperaba), sin que vieran rastro alguno de los Hombres de las Colinas que supuestamente los acompañaban. Entre los orcos, atados en una larga cadena, derrumbados sobre el suelo y apiñados unos contra los otros, estaban los cautivos. 

El viaje fue penoso y casi nos faltan las fuerzas, pero al final lo conseguimos y llegamos a un bosque. Más allá, el grueso de los orcos montaban un campamento, pero no había ni rastro de los hombres de las colinas que iban con ellos. Eso me preocupó bastante. Estábamos ocultos tras los árboles, pero demasiado cerca de ellos. Les indiqué a mis amigos que desandaran un poco el camino, para que no nos descubrieran, pero el suelo estaba cubierto de nieve y ramas quebradizas. Miré los alrededores, para ver bien qué había por allí o si había apostados vigías en algún punto. Ser conocedor del terreno te daba ventaja casi siempre. Los cautivos estaban tirados en el suelo, atados a una larga cadena, unos a otros. Mi idea era espiarles y preparar un plan de rescate. EL número de esas criaturas hacía casi imposible un combate abierto. Nosotros éramos tres y estábamos bastante cansados. Ellos nos sacaban diez a uno, sin contar el grupo de hombres malvados que les acompañaban. Debía idear un plan seguro. Después de observar todo, fui retrocediendo junto a mis compañeros, para alejarnos un poco y poder hablar cómodamente.