Partida Rol por web

Iván echó un último vistazo atrás antes de contestar a Kaleb. Los soldados apenas reaccionaron a la presentación del bardo, aunque alguno no pudo evitar reprimir una sonrisilla furtiva.

—De acuerdo, no me vendría mal despejarme un poco y tomar algo que caliente estos apolillados huesos míos— le dijo.

Cuando se hubieron alejado un poco, Kaleb pudo comprobar que el heraldo volvía a estar relajado. Era obvio que le sentaba bien alejarse de sus obligaciones y pasar tiempo con caras conocidas.

-Vamos, que aquí el frío se hará más intenso y hay que estar precavido- dijo finalmente y caminó junto a Iván.

Una vez estuvieran haciendo el campamento, dejaría que los hombres de armas y de campo se ocuparan de esas tareas. Después de todo, él era parte de la Corte e Iván era un heraldo de una gran casa.

-Te debo la historia del arpa, no lo he olvidado- dijo para relajar el ambiente que había mejorado pero que aún no era lo distendido que necesitaba -¿Puedes creer que el arpa tenía dentro un famoso artista? Hermafro "El insípido"... ¿has escuchado de él?- sirvió dos copas con la pequeña botella de vino blanco.

-Según lo que él mismo me contó, y que pude corroborarlo con un par de familiares y su ex esposa, parece que hizo un trato con alguna entidad, ninguno sabía cuál, y él no quiso decir tampoco nada... yo creo que fue algún genio de lámpara o algo por el estilo- degustó el vino y por dentro agradeció saber ese "detalle" del Abad -La cuestión es que como se sentía frustrado por su mala fama- miró al heraldo para ver si estaba atendiendo o no.

-Digamos que si te dicen el Insípido, claramente no tienes una buena fama- y tomó un trago un poco más largo mientras observaba el movimiento del campamento por si había algo llamativo, muchas veces, las cosas importantes aparecían cuando uno estaba haciendo otra cosa.

-Lo cierto es que estaba pasando por un mal momento económico, muy mal momento, y pensó que lo mejor sería enviar su mente a su instrumento y que pudiera tocarlo como si de su propio cuerpo se tratara- Kaleb se detuvo de improviso -Ahora que lo pienso, suena bastante... cómo decirlo sin hacer que las damas se escandalicen... ¿extraño? ¿Sórdido?- pero se dio cuenta que se había alejado de su historia principal.

-Bueno, así es que pensó que así llamaría la atención y, además, se ahorraría dinero en comida y alojamiento- revoleó los ojos -¿Te imaginas? Debe haber estado muy desesperado...- meneó la cabeza.

Se mantuvo en silencio un poco, como para dejar que Iván comentara algo, necesitaba que se relajara, porque realmente quería saber más sobre Salvatore y la marquesa.

-El sujeto de la máscara, es Salvatore Surrel, ¿no es cierto?- preguntó Kaleb -No conocía el hecho de que llevara máscara...- se acarició la barbilla despreocupadamente -Es un hombre extraño... ¿qué te parece él?-

Arnault miraba a los soldados, y al palanquín, preguntándose como sería la marquesa. Recordaba que siendo joven en su casa se habló alguna vez de la casa de Avellaneda, y de como su padre les visitó alguna vez para hacer negocios... Seguramente no le reconocerían, ya que pasaron años de que entró en el monasterio, y dudaba de que uno de sus tópicos de conversación fuese el bastardo que acababa de tener.

Suspiró y se dirigió hacia Alek. -En fin, amigo. ¿Por qué no me ayudas a montar unas cuantas hogueras para pasar la noche? Así además podremos compartir historias y tomar un buen trago. Parece que ha sido un día duro de viaje para todos, y a algunos les vendía bien un descanso.-

El heraldo escuchaba fascinado a Kaleb, asintiendo de vez en cuando y riendo alguna de sus ocurrencias. Parecía que, paulatinamente, iba sintiéndose mejor.

—Ay, amigo— suspiró, mientras le ponía una mano en el hombro al bardo —. A veces me vendría muy bien un arpa que tocase sola, por muy "insípida" que fuese su música, para ayudarme a dormir.

Sin embargo, su semblante se ensombreció cuando Kaleb mencionó a Salvatore.

—Sí, entiendo que pienses eso de Salvatore— contestó —¿Sabías que una vez fuimos amigos? Nos distanciamos, claro. Siempre fue un bicho raro, dedicado a sus cuadros y a sus libros, pero tras la muerte de Enrique cambió por completo. Solía llevar esa máscara porque decía que le recordaba a su tierra y le ayudaba a concentrarse— dijo, mientras un brillo nostálgico se reflejaba en su mirada —. Pero bueno, yo soy solo un viejo que añora los buenos momentos que el tiempo le ha arrebatado. Háblame de ti, Kaleb, ¿qué te lleva a caminar con esos peregrinos?[1]

Hace unos cuantos años que el pintor de cámara, Salvatore Surrel, ha abandonado sus pinceles para centrarse en ser el mentor y consejero de doña Lorena de Avellaneda.

Por supuesto, Salvatore es un mago académico o "perro del Concilio" (como suelen llamarlos los brujos rurales). A diferencia de Iván, estudió en Montnoir tanto arte de la guerra como magia orientada al combate. Esto se debe a que su familia tenía una tradición profundamente militar. Cuando su padre obtuvo un alto rango, quisieron presumir de poder adquisitivo enviando a su primogénito a la Universidad. 
Dicen que su don para la pintura lo heredó de su madre y lo cultivó gracias a clases clandestinas y a una disciplinada práctica diaria.

Pero, ¿cómo llegó a formar parte de la corte de una familia noble?
Maese Surrel era un gran amigo de don Enrique y juntos se habían embarcado en más de una aventura. Cuando este le llamó al campo de batalla para defender a su rey, Salvatore acudió en ayuda siendo un componente decisivo en la victoria que terminó con la guerra de una vez por todas.

La historia de su máscara es más complicada, pues se sabe que para él supone una conexión con su pasado y parece que le ayuda a concentrarse en batalla. Desde que murió el marqués, su gran amigo, apenas se la quita.

—¡Da! Por supuesto, moy drug. Para mi será un placer poder gozar de un poco de compañía y conversación— le contestó el guía rhusiyano.

Alek tenía aspecto de sentirse más aliviado. Al parecer, Iván era el único con el que se le permitía conversar y ahora se había marchado con el bardo. 

—¡Oye tú, grandote!— dijo, llamando a Orrghk, que debía medir más o menos lo mismo que él —Nos vendría bien algo de músculo, ¿te animas?

—¿Eh? ¡Oh sí! Esto... ¡da!— contestó, sin demasiado entusiasmo —No es que tenga nada mejor que hacer.

Mientras se acercaba al guía para unirse a la búsqueda, le dirigió una mirada llena de odio al perro. Sentía rencor hacia el animal, no solo por haberle hecho derramar la cerveza que con tanto mimo guardaba, sino por algo más profundo y ancestral. Antaño, los cazadores y otros humanos solían usar canes de presa para cazar semiorcos, a quienes confundían con sus primitivos parientes. Años de persecuciones y maltrato desembocaron en un odio visceral hacia aquellas criaturas.
Alek, sin embargo, le caía bien. Estaba al tanto del exilio de los rhusiyanos y no podía sino sentirse identificado con su pueblo. Desterrados, masacrados y olvidados; condenados a vagar y a buscarse la vida lejos de su hogar.

Kaleb le sonrió amablemente ante el brillo nostálgico de su mirada.

-Esa mirada la conozco... a veces la he visto reflejada en el espejo que tengo en mi habitación... uno a veces quiere ese pasado que fue, y que la mayoría de las veces su brillo empaña el presente, y oscurece el futuro- tenía aprecio por ese viejo erudito, Kaleb sentía que había aprendido más que sólo cabezología¹ y heráldica, había aprendido de valores y entusiasmo por el estudio.

-¿Qué me lleva a caminar con estos peregrinos?- repreguntó mientras llenaba de nuevo las copas -Como sabrás ahora estoy trabajando en la biografía del Patricio... hace un tiempo ya... ¿un año? Creo que hace un año...- meneó la cabeza como si ni él mismo pudiera creerlo -Mucho tiempo quieto... ya me conoces, bastante fue estar tanto tiempo en la Academia, como para ahora elegirlo de nuevo. Pero bueno, algunos lujos se pegan a uno como las sanguijuelas- hizo un gesto hacia su estómago y tomó un sorbo corto.

-El Patricio me ha permitido dejar de trabajar en la biografía por un tiempo- se acercó confidentemente -Creo que algo ha olfateado- y le guiñó un ojo -Y aquel- dijo señalando sin miramientos a Le Maison -Es el protagonista de unas baladas que estoy escribiendo- agregó con una sonrisa de oreja a oreja -¿Qué más necesito?- y soltó una carcajada.

-Dime, amigo, profesor y formador... ¿hay algo que pueda hacer para que ese ánimo regrese a ser como era cuando lo conocí en aquella Academia vieja y congelada en el tiempo y el espacio?-

Le Maison volvió a tocar su símbolo mientras recitaba una corta plegaria a su Diosa. Le parecía sentir el mal en el aire y quería comprobar quienes eran los enemigos del Bien que estaban en el grupo recién llegado.

Conozco a muchos otros magos, aunque a pocos personalmente. Más bien sé de muchos otros magos.
A veces me hablan de ellos mis clientes, otras veces mis patrones, a veces coincidimos y a veces no. La mayoría de las veces no. Poco tengo que ver con los Señores de la Alta Magia.

Al igual que un banquero conoce a los otros banqueros, y sabe de su fama y reputación para hacerse una idea de si son de fiar o no (me refiero a si se les puede prestar dinero o no) yo conozco a los otros magos para saber si son amigos o enemigos.

Salvatore siempre tuvo fama de tacaño y ambicioso, además de lameculos del poder y pretencioso, tal vez por eso lleva una máscara, para darse un aire teatral. Tampoco dudó en sondear las profundidades más oscuras, tanto de la magia como del poder, profundidades a las que yo apenas me he atrevido a asomarme. 

Babaccar permanecía pensativo, pegado al límite que marcaba la diferencia entre el camino y el bosque. Le preocupaba la actitud del mastín, especialmente si, como parecía, era un animal habituado a la presencia de las personas a las que ahora ladraba.

Una vez pareció que hubo terminado el debate, el grupo empezó a dispersarse, cada uno en lo que creía más conveniente mientras los hombre de la Doña se afanaban en preparar todo lo necesario en uno de los laterales del camino que, más adelante, se elevaba en una pequeña loma que casi pareciera haber sido diseñada para colocar ahí un campamento que, desde luego, no iba a ser pequeño^[1].

El druida empezó a moverse, con la vista perdida en el infinito, hacia la hierba mullida que parecía recubrir la loma, mientras pensaba en esta y otras cuestiones y sus adornos y piedrecillas tintineaban con el movimiento.

Errante...-pensó- no parece un sinónimo de viajero.

El viejo Iván daba largos sorbos al vino que le ofrecía su antiguo alumno mientras reflexionaba sobre lo que este le estaba contando.

—Ah, entiendo bien eso que dices. Nada me gustaría más que viajar e inspirarme para mis libros, pero hice un juramento y la vida acomodada es una amante exigente.

Su ánimo estaba mejorando bastante y disfrutaba mucho de la compañía del risueño bardo. Era reconfortante encontrar a un viejo amigo en el camino, casi agradeció que lo hubiesen arrastrado a aquella extraña misión.

—¿Que si puedes hacer algo por mi?— preguntó, meditabundo. Se giró un segundo para observar al guía rhusiyano —Verás, cuando lleguemos a Montnoir, nuestro contrato con Alek expirará, ¿me comprendes? Es un buen muchacho — dijo, mirando seriamente a su antiguo pupilo, como rogándole con la mirada —. Igual es mucho pedir, pero si pudieses echarle un ojo y cuidar que no se meta en líos me harías un gran favor[1].

Una vez más, Lineras prestó sus ojos a su paladín y le permitió discernir la pureza en los corazones de aquellos que le rodeaban. Un sinfín de pequeños pecados empañaba el alma de los soldados y los porteadores, pero no parecía nada fuera de lo común. Del palanquín, en cambio, parecía emanar una pestilente nube de ambición y vanidad. Le Maison ya había tratado con nobles antes y estaba acostumbrado a percibir sus vicios y su mezquindad, pero había algo diferente que lo hizo estremecerse.

Sin embargo, lo que más desconcertó al caballero del Santo Pendiente fue el consejero. No era capaz de escrutar su alma. Cuando notó la mirada penetrante de Le Maison, Salvatore se giró hacia él e hizo algo insólito: se retiró la máscara, revelando el rostro de un hombre de unos cuarenta años y con una barba negra y cerrada que se abrió en un siniestra sonrisa. Fue en ese preciso instante, cuando pudo ver sus ojos grises, que percibió un aura de avaricia, ambición y vanidad. De nuevo, no parecía nada fuera de lo común, pero sí le intrigó aquella máscara.

Existen antiguas historias que hablan de oráculos ciegos que vagaban por Zork. Se hacían llamar "los errantes" y deambulaban de aquí para allá revelando las nuevas de los dioses, justo después que que el Velo fuese levantado. Apenas hay datos de antes del Cataclismo, pero puede que existiese alguna referencia anterior a esa acepción o a este extraño grupo de mensajeros.

Todo druida sabe que los animales tienen una percepción mayor que la de las razas inteligentes, ya sean mortales o inmortales. Es posible que Tarannis se refiriese a otra cosa, pues hace siglos que ya no se ve a ningún "errante" por los caminos[1].

Volk aprovechó para estudiar el entorno y familiarizarse con él. De manera distraida, se apoyó contra un árbol al tiempo que cargaba su pipa y la fumaba.

Observó como algunos de sus compañeros se marchaban con Iván y con Alek. Prefirió permanecer allí, con los caballeros de la marquesa cerca, e incluso ella misma.

Al cabo de unos minutos, decidió acercarse al pabellón de la marquesa, y tal vez escuchar algo que les sirviese de indicación de qué hacián por esas tierras, mientras paseaba tranquilamente por el campamento.