La señora Perrodon no llegó a contestar a la pregunta de Richard, pues la doctora se adelantó y la ama de llaves no dio signos de que aquello le pareciera inadecuado. Al contrario, dio un ligero paso hacia atrás, como si quisiera dejaros espacio en vuestra conversación.
Sin embargo, miró un momento a Richard y, aprovechando que la doctora ya quería hablar de trabajo, intervino brevemente.
—Con su permiso, señor. Con su permiso, doctora. Haré que preparen un aperitivo y lo haré traer aquí mismo o donde usted mande, señor. La doctora ha aceptado la idea de tomar un refrigerio —dijo mirando al señor von Galler con cierta complicidad—. ¿Quiere que avise a los niños de que se preparen para la cena a una hora específica, señor? En cocina estará todo listo en menos de media hora.
En su lenguaje corporal, era posible ver que estaba ya deseosa de dejaros solos, pero no quería irse sin dejar zanjados esos pequeños asuntos.
Con tu respuesta, Mina dejó escapar un pequeño suspiro, muy suave, sin perder la sonrisa. Cambió el peso de una pierna a la otra y se llevó una mano a la cadera en un gesto de fresca despreocupación.
Tu pregunta acerca de la cena hizo que Mina se acercara un poco más hacia ti, hasta quedarse a apenas un metro, algo menos. La distancia, ahora sí, te permitía sentir su conocido aroma. Aquella tarde, sin embargo, tenía un toque distinto. Era como si aquella tarde el tercero de sus olores, ese olor que no sabías identificar del todo, pero que en tu cabeza identificabas con el aroma de mujer, dominara a los otros dos, sobresaliendo por encima de ellos.
—Hoy tu padre quiere que cenéis en familia con la doctora, para conocerla y que os conozca. Yo creo que es una buena idea, ¿sabes?
Extendió su brazo hasta posar su mano sobre tu brazo. Lo acarició un poco, amablemente, mientras te miraba a los ojos.
—¿Te puedo pedir un favor? Pero solo si tú quieres, eh.
Bajó un poco el mentón, como para mirarte un poquito desde abajo con sus ojos de un verde grisáceo. Al hacer ese gesto, un mechón de su pelo cayó suavemente sobre su rostro.
Había algo que me incomodaba en el sonido del piano, una sensación indefinida de molestia que se me instalaba en la base de la nuca cada vez que alguien pulsaba sus teclas.
No había sido siempre así. Había habido un tiempo, hacía mucho de eso, en que el piano era mi instrumento favorito. Cómo había admirado a mamá que sabía arrancarle la belleza en cada nota. Cómo había anhelado imitarla, conseguir que se sintiese orgullosa de mí en eso. Pero había fracasado enseguida y su desdén se había instalado con firmeza en mi interior. No tenía talento para tocar. No tenía talento para ser como ella. Nunca iba a estar a la altura de sus expectativas. Y, poco a poco, la admiración se fue tornando rechazo. Con la pérdida de mamá, perdí cualquier interés que pudiera quedarme por el piano.
Los dedos temblaron un poco sobre las teclas del ordenador y cerré los ojos, intentando librarme de esa sensación pegajosa e incómoda que el piano me provocaba. Pero era tarde. El lamento de la melodía se había impregnado en mi refugio seguro, se había pegado a las paredes y hasta me pareció que el suave aleteo de la mariposa en el borde de mi visión era más lánguido y cadencioso.
Mis ojos se aferraron a la pantalla con una súplica flotando en ellos. Una súplica que tardó en encontrar algo a lo que agarrarse, hasta que el alivio llegó junto con el nombre de Carmilla.
Sonreí. Era imposible no hacerlo al leer sus promesas. El entusiasmo era compartido, también vibraba en mi sangre, cada vez más rápido a medida que se acercaba el momento de su llegada. Pero sus promesas de seguridad me estremecían con la necesidad de cobijarme en ellas.
Empecé a escribir rápido, en un intento por quitarme de encima esa melodía que aún resonaba en mis oídos, como si mi mente la estuviera completando a partir de las notas que había escuchado.
¡Lo haremos todo! ¡Mañana!
Ahora es casi de noche y las mariposas de Lycius me custodian… a mi padre no se le ha ocurrido nada mejor que ponerse a tocar canciones tristes en el piano… Es tan rarito… La única tristeza de esta noche es que no sea la de mañana.
Seremos libres… eso quiero. No puedo esperar a que lleguéis. Dímelo otra vez, Carmilla… ¿a qué hora debo empezar a preparar mi corazón?
Y eso si que consiguió dejarme temblando al notar su proximidad. Traté de ocultar la agitación y para eso, la posición de los brazos era la más adecuada. No dejaba entrever, lo mucho que me encandilaba su perfume y lo más aún que me afectaba ese tercer aroma que, como las feromonas de las mariposas, impactaba dentro de mis fosas nasales, impregnando mi mente.
Bufé molesto ante el comentario de lo que deseaba mi padre. Siempre lo que él quería. Me encerraba en este lugar, lejos de la civilización. Él quería que cenásemos en familia. Conocía a Mina desde que tenía, no se, ¿uso de razón? Es familia. Más que muchos primos segundos que se jactan de ellos y no los he visto más que en fotos y en un absurdo árbol familiar.
— Claro, porque la doctora es familia ¿Cercana? — chasqueé los labios en un gesto de desagrado — Me da igual lo quiera mi padre — y no, me parecía una idea pésima. Strudel amargo de Doctora extraña. Seguro que se me atraganta la cena
Y antes de poder dar un paso atrás, que resultaría de lo más extraño, sentí su mano sobre mi, levantando todos los vellos de mi cuerpo, como una brisa veraniega helada en la nuca, inesperada pero atemperante. Insistir sería de mala educación, pero ella era más cercana de lo que siquiera fue mamá y su presencia me reconfortaba a límites que sólo las mariposas podían llegar.
— Eh... — titubeé expectante — Claro, dime. Seguro que quiero — o al menos eso esperaba y más si lo pedía ella.
Ahora, si sus palabras iban en dirección de que me portase bien en la mesa, ahí no prometía nada de nada. La doctora estaría muy pagada de sí y papá muy satisfecho por haber encontrado a la matasanos, pero en lo que a mí respecta, no iba a seguirles el teatro absurdo. Total, castigarme en mi cuarto no era el peor de los castigos, cuando lo vivía, literalmente, día a día.
Al moverse muy despacito, las alas de la mariposa soltaron un polvillo en el cual parecían reverberar esas notas que se habían callado, pero habían impregnado la habitación. Las notas —allí encerradas, en ese polvillo— eran de un gris triste y amargo. El polvillo flotó en el aire aterciopelado de tu dormitorio y, desde la penumbra, fue a caer lentamente a la zona donde todavía había algo más de luz, pero quedó allí en suspenso durante unos segundos hasta que se desvaneció. Al final, la música siempre se desvanecía y, tras ella, quedaba el silencio.
Aquel polvillo contaminado con la tristeza de la música fue el minutero que te mantuvo una vez más a la espera de otro mensaje, que apareció en el momento preciso en que la mariposa alzó el vuelo y desapareció de tu vista, oculta en la oscuridad. Como se había desvanecido ese polvillo de notas amargas y grises, también se desvanecía cualquier amargura que pudiera residir en el silencio con la llegada de un nuevo mensaje.
Mi madre también es un poco rarita, así que seguro que se llevará bien con tu padre. Ya verás.
¡Mi corazón está listo desde hace tanto tiempo, polilla! Y sé que el tuyo también. Lo puedo sentir. Lo sé con una certeza que palpita en mi interior.
¡Debo irme a cenar! ¡Mañana, polillita! ¡Mañana! ¡Mañana a media mañana llegaremos! ¡Mañana!
Cuando bromeaste con que la doctora no era familia, Mina dejó escapar una suave carcajada que a tus oídos sonó con la misma dulzura que un chorrito de miel derritiéndose en un tazón de leche caliente. Te dio un suave golpecito en el brazo con la palma de la mano con la que te estaba acariciando, como si te estuviera corrigiendo con poca firmeza.
—Qué cosas dices —te dijo mirándote divertida, aunque te pareció detectar algo de complicidad en su mirada y en su tono—. No deberías ser tan duro con tu padre. —Esta vez, su tono de voz ya no sonaba bromista, sino que te hablaba con ternura, su mano aún apoyada en tu brazo—. Tu padre es bueno. Se preocupa mucho por ti, ¿sabes? Yo sé que crees que no se preocupa por tu sufrimiento y que seguramente lo culpes a él de tu encierro, pero creo que nada le importa más en la vida que sus hijos: tú y Laura.
Rubricó las palabras con una sonrisa. Al escuchar que aceptabas la idea de hacerle un favor, su sonrisa se amplió muy satisfecha con esa respuesta. Se inclinó un poquito hacia adelante. Podías notar su rostro un poco más cerca, incluso casi podías decir que su aroma se intensificaba, como si el mechón de pelo que caía por su rostro trajera consigo una fragancia intensa. Traía notas a capullo de rosa abriéndose, traía notas a tierra húmeda en la que germinaba un brote verde, traía notas a promesas, traía notas a un amanecer que te estaba vedado tras una gruesa cortina.
—Me gustaría —dijo bajando la voz hasta hacerla casi un susurro y mirándote con intensidad— que le des una oportunidad a la doctora. Me gustaría —en su tono de voz detectabas esperanza, pero también un tono apenas perceptible de súplica— que confíes en que algo bueno puede salir esta vez de todo esto. Dime, Lycius, ¿lo harías por mí?
Al hacerte esta última pregunta, alzó las dos cejas y se te quedó mirando muy fijamente a los ojos. Los dedos de su mano se cerraron delicadamente sobre tu brazo, dándote un suave apretón para reforzar su petición.
La tonta música del tonto piano se desvaneció en cuanto la campanita anunció el nuevo mensaje. Esa era la magia de Carmilla, capaz de hacerme olvidar las tristezas y volver a confiar. Había encontrado en ella comprensión y una amistad que me parecía sincera. Las dudas surgían, inevitables, enredadas en los espinos sombríos que me acechaban, pero un solo mensaje de Carmilla era suficiente para hacerlas volar lejos y llenarme de seguridad en que todas sus promesas se cumplirían, de algún modo, antes o después.
Me reí, sola en mi cuarto, al recrear en mi mente la voz imaginada de Carmilla repitiendo ese «¡Mañana!», y con cada repetición me di cuenta de que mi corazón palpitaba contagiado por esa misma cadencia. «¡Mañana!», decía emocionado en cada latido. «¡Mañana!».
Yo también lo puedo sentir. ¡Mañana! Qué poco falta y qué larga se me hará esta noche.
¡Hasta mañana!
Me eché hacia atrás en la silla, con una sonrisa tonta en los labios. El mundo que era mi habitación empezaba a tomar forma de nuevo a medida que me despedía de la pantalla. Era hora de cenar, aunque suponía que tendríamos que esperar a que llegase la doctora para hacerlo.
Miré alrededor y me noté las yemas de los dedos cosquilleantes con la expectación de ese mañana. Suspiré. La habitación estaba más oscura de lo que me gustaba y las sombras se arremolinaban espesas en los rincones. Alargué la mano y me estiré todo lo que pude hasta poder tocar el dial de la mesilla con las puntas de los dedos. Una luz suave y cálida llenó la habitación y la oscuridad en contraste se hizo más intensa en el exterior, contenida por los cristales de la ventana. Cerré la tapa del portátil y me puse en pie para correr las cortinas. Era un pensamiento absurdo, irracional, y lo sabía, pero si no veía la oscuridad creciente de fuera, era como si no existiese para mí. Resguardada en el ámbar de mi luz, podía sentirme tranquila.
Me tumbé en la cama bocarriba y mi mente voló lejos, al encuentro de mi amiga. Por enésima vez desde que había aceptado la invitación, empecé a imaginar todos los planes que quería hacer con ella. Eran muchas las cosas que quería enseñarle y muchos los lugares a los que quería llevarla. Incluso la venganza que en ocasiones movía mi respiración había quedado olvidada en un rincón ante la perspectiva de los días felices que esperaba.
Música clásica. Sonreí al comentario de la doctora mientras por mi cabeza cruzaba un fugaz pensamiento:
«¿Es clásica la música que tocamos con nuestras manos si al tocarla se supone que la hacemos nuestra?», pensé, cortando el hilo antes de empezar a divagar. Últimamente sucedía demasiado a menudo y no era el momento.
Observé el atuendo de la doctora, algo apesadumbrado. Es cierto que estaba en mi casa, es cierto que no tenía del todo claro si quería encontrarme con ella tan pronto... ¿Acaso me hubiera planteado la idea de ponerme elegante para su visita? Ya no acostumbraba a preocuparme demasiado por mi apariencia, como Vordenburg pudo notar. Diría que, de vez en cuando, el servicio me dedicaba una mirada de soslayo; pero seguramente estaban tan acostumbrados ya que no le daban importancia. Al fin y al cabo, esta era mi casa.
Mientras me estrechaba la mano la miré. Supongo que no pude evitar dejar escapar una mueca de tristeza que ella podría haber llegado a percibir, si estaba prestando especial atención a mis gestos y expresiones. La presencia de Regina Vordenburg en el castillo significaba muchas cosas en mi mente siendo que, esta vez, había apostado por alguien cuyos conocimientos, aunque atractivos e interesantes, no se encontraban en la misma categoría que los de todos los anteriores médicos que hube invitado anteriormente.
No respondí a la presteza que indicaban sus palabras, sencillamente asintiendo ante ellas. Entendía que la doctora quisiera empezar cuanto antes, para ella esto debía ser como ese libro que llevas tantos años esperando y sigue sin estar disponible; lo que sí me preocupaba era que ese ímpetu que mostraba fuera más debido a un interés pasajero que a una curiosidad verdaderamente científica.
«¿Me estoy equivocando y he traído a mi casa a una especie de "exorcista" encubierta que me va a decir que el niño está poseído...?»
Esperaba, sin embargo, que estos no fueran más que pensamientos sin ningún tipo de razón. Ella no me había dado ninguna por la que dudar de sus habilidades y, desde luego, sus explicaciones e investigaciones publicadas parecían demasiado bien desarrolladas como para pertenecer a un engañabobos.
Tras su comentario mostrando su intención de empezar a trabajar cuanto antes, suspiré. «Ojalá hubiera estado un poco más cansada...», pensé; pero no pude evitar mostrarle también una expresión de entendimiento ya que yo también tenía ese nerviosismo, esas ganas de ver si esta vez podía ser la última. Quizá la miré con demasiado orgullo o demasiada aprobación, pero tras haber hablado con ella tantas veces —aunque algunas de esas veces me mostré más bien como demasiado... huraño— y, por fin, tenerla delante, podía confirmar con mi mirada que su vocación me caía en gracia y que aprobaba su fervor.
Miré a la señora Perrodon cuando intervino. Creí entender lo que quería transmitirme con su expresión cuando comentó que Regina había solicitado un refrigerio. No le había dado importancia en un principio, pero igual que debía estar cansada por el viaje también debía necesitar remojar su garganta con algo fresco. Le asentí, sonriendo.
—Gracias, señora Perrodon —le dije, en un tono que traté de que fuera tan simpático como me era tan sencillo esbozar antaño. Intenté que en mi agradecimiento la señora pudiera percibir una disculpa sutil—. Por favor, indique que traigan el aperitivo a mi despacho. Me gustaría pedirle también algo fresco para mí, algo dulce, si puede ser. Sorpréndame, como lo hace siempre, con su incalculable habilidad para saber exactamente lo que necesitamos —le sonreí, demostrando que en mis palabras no había rastro de sorna sino que estaban envueltas en un verdadero orgullo por la calidad y profesionalidad de mi servicio—. Aprovecharé para mostrarle a la doctora cuál es su habitación ya que se encuentra de camino.
Asentí en dirección a Perrodon y me quedé pensativo durante unos instantes.
—Con respecto a la cena: por favor, avise a los niños y a cocina para tenerlo todo listo en una hora y así tener algo más de tiempo para que la doctora y yo podamos conversar un poco más en detalle, dada su loable iniciativa por comenzar cuanto antes tras su largo viaje.
Esperé a que la señora Perrodon asintiera, se despidiera y saliera de la estancia, luego miré a la doctora y di unos pasos hacia la puerta.
—Por favor, acompáñeme. No hablemos de trabajo hasta adentrarnos en mi despacho. ¿Qué le parece el lugar, le agrada la idea de hospedarse en un castillo tan majestuoso?
Richard comienza a andar acompañando a Regina hacia el despacho.
Entiendo que podemos ir caminando sin problema mientras vamos hablando de nuestras cosas a través de los pasillos. Iremos desde el vestíbulo precisamente a través la entrada a una de las alas del castillo (me imagino que el ala oeste, si os parece bien) y comenzaremos a subir las escaleras. Máster, si nos permites seguir conversando mientras avanzamos poniendo posts seguidos a modo de conversación, ¿podemos ir describiendo un poco lo que vamos imaginando que podemos ver de camino tanto la doctora como yo? ¿Hay algo que tengamos que tener en cuenta, que nos puedas decir en A través del cristal?
Tu risa vibró en el dormitorio; fue una bocanada de luz multicolor que salió de entre tus labios y se desperdigó por la habitación, convirtiéndola por unos segundos en un lugar más luminoso, más alegre, más agradable. Esa colorida bocanada, al pasearse por el dormitorio, parecía repetir también de forma jovial: «¡Mañana!», mientras limpiaba el polvillo de la luz de toda nota musical restante; «¡Mañana!», mientras iluminaba con su colorido los rincones más oscuros de la habitación; «¡Mañana!», mientras revoloteaba alrededor de la mariposa que se había escondido en la penumbra y bailaba con ella.
Cuando te separaste de la pantalla, la habitación volvió a ser la misma de siempre: tu dormitorio, con sus luces y sus sombras, aunque estas últimas las barriste con un suave movimiento giratorio de tus dedos, subiendo el dial que había junto a la mesilla.
La mariposa volvió a alzar vuelo al notarse descubierta y buscó el techo con movimientos ágiles, aunque no desesperados. Mientras estabas bocarriba en tu cama, la podías ver aleteando y formando sombras variopintas contra el techo. Esas pequeñas sombras parecían formar figuras que tu imaginación recreaba como escenas de lo que estaba por venir en los próximos días junto a tu nueva amiga.
Pero el silencio se rompió una vez más, de nuevo con amortiguados sonidos que se filtraban del exterior. Tras las ventanas que habías tapado con las cortinas pudiste escuchar los ladridos de Schmetterling. Parecían ladridos un poco ansiosos, que se repetían varias veces con insistencia.
La señora Perrodon sonrió sutilmente al escuchar las indicaciones y asintió con la cabeza un par de veces.
—Claro, señor, ningún… —dijo una palabra en dialecto local, ininteligible para vosotros—. Ningún problema, señor —repitió.
Tras aquello, se dio media vuelta y salió por la puerta para cumplir con el cometido que el señor von Galler le había encomendado. Desapareció por el pasillo, dejando que siguierais a vuestro aire. Mientras se marchaba, musitaba entre dientes algunas palabras en dialecto que no podíais entender; parecía como si estuviera casi recitando una plegaria o quizás musitando una melodía o simplemente hablando consigo misma. Era difícil saber.
Cada uno de los pestañeos de las alas de la mariposa me regalaba una imagen fascinante de los siguientes días. Imágenes evocadoras, risueñas y llenas de luz; imágenes en las que los colores eran más brillantes. Tenía los labios curvados en una sonrisa y el aliento contenido en ellos. Subí una mano para jugar a mover los dedos por delante de la mariposa, tapándome su visión en cada aleteo. La otra, relajada sobre mi vientre, dibujaba círculos suaves con los dedos.
Podría haberme quedado así durante horas, envuelta en esa paz de mi dormitorio, con la expectación a flor de piel y la sonrisa atrapada en los labios. Pero el maldito chucho interrumpió la perfecta calma sostenida en mi refugio y me hizo fruncir la nariz con disgusto.
Ni siquiera recordaba por qué le tenía manía a Schmetterling. Seguramente no tuviera motivos para ello, solo era un perro y nada más, suficiente para no agradarme. Pero este me disgustaba más de lo habitual. Quizás por su olor, que me resultaba fuerte y molesto. Cada vez que Lycius andaba con el perro, luego le podía oler las manos desde lejos. O quizás por esa manía de ladrarle a cualquiera que se acercase al palacio.
Y en ese momento quizás le tuviera un poco más de manía porque si estaba ladrando había muchas posibilidades de que la doctora hubiese llegado y le ladrase a ella. Tenía pocas ganas de conocer a la nueva mujer que iba a decepcionarnos, pero sabía que tenía que hacer un esfuerzo por Lycius. En cierta forma, se lo debía.
Con esa idea en mente, empecé a moverme con renuencia para abandonar la cama. Me senté sobre ella y bajé los pies hasta que toqué el suelo con ellos. Eché una mirada de añoranza hacia el portátil cerrado, sabiendo que no podía esconderme en su pantalla ahora, y al pasar por delante del espejo me detuve un instante a asegurarme de que mi aspecto fuese presentable para conocer a una visita.
Tenía la cara lavada, no solía usar maquillaje nunca, y el pelo recogido en una coleta baja que dejaba algunos mechones sueltos, que caían alrededor de mi rostro. Estaba pálida, como siempre, y eso hacía que se me notasen aún más las horribles pecas que salpicaban mi piel aquí y allá sin ningún tipo de orden. Llevaba un jersey granate más grande de lo que debería y un pantalón gris oscuro. Me puse las deportivas negras que solía usar en casa y le hice una mueca con la boca a la chica fea de mi reflejo.
No cogí el móvil antes de salir de mi cuarto. ¿Para qué? Ya me había despedido hasta mañana —«¡Mañana!»— de la única persona que podría escribirme. Así que no lo necesitaría para nada. Al abrir la puerta, llevé la mirada de nuevo hacia el techo, en busca de la mariposa que había sido mi compañera ese atardecer.
—Vamos. Ahora puedes salir, si quieres —le ofrecí, manteniendo la puerta abierta para ella—. Llévame con Lycius, venga.
No esperaba que la mariposa pudiese entenderme, pero no me habría sorprendido que de verdad encontrase a mi hermano siguiéndola. Era increíble lo que Lycius conseguía de ellas. Y yo quería recogerle para ir juntos en busca de papá.
¿POR QUÉ?¿POR QUÉ ME HACÍA ESTO?
Alguien, en algún lugar de ahí arriba, se lo estaba pasando muy bien viéndome sufrir. Sobre todo porque Mina, MI Mina, podría haber pedido algo de la infinita lista del destino. Por ejemplo, que me aplicase un poquito más en latín. "Eso" sí sería un favor. Esto, en realidad era una puñalada trapera en todas las entrañas para quedarse a observar como milímetro a milímetro salen los trozos de tripa por la apertura cual tentáculo de pulpo muerto y la sangre se escabulle de entre las capas de piel, húmeda, viscosa y divertida.
No entendía porqué, la dulzura de Mina, trataba siempre de defender a Papá. ¿Será porque ella es tan buena?
Suspiré impregnándome de su fragancia y de los humores prohibidos, revelando un desasosiego pausado en mi interior. Sus palabras contrarrestaban el maremoto que se extendía por todas las terminaciones nerviosas, como cuando la marea rompe contra el dique, de forma suave y retorna llevándose consigo, con la resaca, más de lo que trajo. Así me hacía sentir la petición de Mina, unida a la suavidad de su tacto, a la inquietud de su cercanía y a lo tentador de sus palabras.
¿Sería que Mina estaba secretamente enamorada de Papá y por eso le defendía? Ese pensamiento, fustigó mi cabeza, casi con rabia y esperanza. Sería una buena madre, eso lo tenía claro. Pero... ¿quería a estas alturas que lo fuera? Una dialéctica lucha interna se fraguaba, dando como resultado una mezcolanza de irritación e incomprensión que me dejaba imposibilitado a tomar un bando o una decisión.
— Si.... claro — terminé soltando a regañadientes, no sabía si realmente convencido o simplemente deseando que no ahondase más en esa herida.
Otro suspiro. Y ya iban tropecientos más uno. Bajé la mirada y derrotado claudiqué. Lo había pedido ella y ver la cara de felicidad al descubrir que complacía sus deseos... me complacía a mí de una extraña manera.
— Lo intentare, ¿vale? Pero no prometo nada — advirtiendo — No se lo voy a poner más difícil — aunque si eramos realistas, tampoco se lo iba a poner más fácil. Me limitaría a dejarle que me toquetease con su fonendo, me rascase la piel con las pipetas, me incrustase lancetas con cualquier tipo de porquería a la que pudiera ser alérgico y me suministrase pócimas infernales, sacada del libro de conjuros de Belcebú.
— Pero podrías venir a cenar. Seguramente, sería más fácil darle así una oportunidad a ambos — agregué casual, como si la propia serpiente del Eden se hubiese hecho carne en mí. Tenía que intentarlo ¿no?
Luego, iría a contárselo a las Mariposas. Con suerte, esta noche nacería Regina que ya estaba tardando en encontrar mi siguiente alma. O quizás sea mañana por la noche, la primera vez que la Polilla Vorden, habite el invernadero. Eso si que sería de lo más inconveniente. Si es así, debería de tomar medidas y precauciones. Arrasan a su paso con todo lo que pueden. Y más
Como si pudiera entenderte, cuando le abriste la puerta, la mariposa buscó la salida y marchó rauda por el pasillo hasta perderse de vista en su viaje crepuscular. Mientras caminabas por los pasillos, viste que el servicio había abierto ya las cortinas, costumbre habitual y puntual en la casa; estaban acostumbrados a que, en cuanto el sol se escondía, podían abrir las cortinas para que las últimas luces del día —ya inocuas para tu hermano al carecer del sol directo— alumbraran un poco aún el interior. No carecía de ironía aquello, pues lo normal era que Lycius aprovechara esos momentos efímeros para salir del palacio. Sin embargo, como todo ritual, a veces el sentido original de una acción quedaba olvidado en el tiempo y se seguía realizando casi como por ensalmo.
Te acercaste al dormitorio de Lycius y, tras llamar a la puerta y no recibir respuesta, pudiste suponer rápidamente que debía haber terminado sus clases del día y debía haber salido al exterior, como solía hacer en cuanto desaparecía el sol. Así pues, te dirigiste hacia el primer piso para dirigirte al invernadero, el lugar más habitual de Lycius.
Justo antes de empezar a bajar las escaleras, te llegó desde un pasillo del primer piso la voz lejana de tu padre conversando con alguna mujer cuya voz desconocías, aunque no te era difícil suponer a quién pertenecería. En mitad de tu descenso por las escaleras, te cruzaste con la señora Perrodon, quien precisamente había empezado a subirlas también.
La señora Perrodon esbozó una sonrisa amable al verte. Las sonrisas de aquella mujer creaban nuevas arrugas en su rostro, pero eran arrugas apacibles, arrugas que inspiraban confianza, arrugas acogedoras, arrugas que parecían decir «No hay nada que temer entre nosotras».
—Kuchendal* —te llamó, con ese apelativo cariñoso que usaba contigo desde que tenías memoria—. Tu padre dice que la cena se servirá dentro de una hora. Él está recibiendo a la… —dijo una palabra en dialecto que no entendiste—. A la doctora —repitió en alemán—. ¿Tú quieres algo, Kuchendal? —te preguntó con un tono delicado y suave. La señora Perrodon siempre había sido cariñosa contigo, pero podías darte cuenta de que, desde tu regreso al hogar, te trataba con una delicadeza aún mayor.
* Sería algo así como «bizcochito» en dialecto bávaro un poco inventado por mí, pero me gusta ponerlo así para que se refleje que no es «alemán estándar» y que, al mismo tiempo, tu pj lo entiende porque es el apelativo que la señora Perrodon ha utilizado de siempre con ella.
Tu respuesta afirmativa hizo que la sonrisa de Mina se volviera mucho más esperanzada y amplia y sus ojos claros brillaron con ilusión. Volvió a acariciarte el brazo con la mano que aún tenía allí y, entonces, se acercó aún más a ti y te dejó un beso en la frente. Cuando lo hizo, pudiste sentir un mechón de su pelo rozando tus mejillas, lo cual te produjo un cosquilleo en la piel. En ese momento, su aroma se te hizo tan intenso que era capaz de embriagarte.
Volvió a separarse después de aquello y sacó su mano de tu brazo, pero se te quedó mirando contenta.
—Gracias. Eres un buen chico. Ya verás. Va a salir todo bien. Te lo prometo.
Dijo estas últimas tres palabras con mucha intensidad y te diste cuenta con ello que parecía creer firmemente que en esta ocasión iba a ser diferente, que Mina realmente tenía esperanzas y creía en que todo podía salir bien.
—Puedo estar un rato antes de la cena, si quieres, para ayudarte a recibir a la doctora. Y así también la conozco yo. Pero para cenar quiero que estéis solo la familia con ella. Es mejor así de momento.
Tomó una respiración profunda y luego soltó el aire de golpe, como si se hubiera librado de un peso. Dirigió su mirada, relajada, hacia el lugar en que sabía que estaban algunas de las orugas y crisálidas que criabas.
—¿Venías a ver tus crisálidas? Puedo dejarte solo, si quieres. En realidad, creo que debería ir a ponerme algo un poco más decente para recibir a la doctora —comentó mientras se miraba la ropa. Iba vestida con ropa campestre.
No me había pasado desapercibido el aspecto del señor von Galler. Su pelo estaba despeinado, y su ropa no parecía la más adecuada para recibir visitas. Además, sus ojos estaban acompañados de unas ojeras inconfundiblemente fruto de múltiples noches sin conciliar el sueño. Probablemente estaba sufriendo de insomnio. ¿Se debería a su preocupación por su hijo, o habría algo más? En general, su apariencia era la de alguien que está sufriendo un cuadro de ansiedad.
Sostuve su mirada mientras nos estrechábamos la mano, sin perder mi cordial sonrisa. Pude captar determinados detalles en sus expresiones faciales. No podía asegurarlo con certeza, pero me daban la impresión de un hombre desesperado. No pasé tampoco por alto su suspiro, que, junto con su forma de mirarme, me hizo pensar que en esos momentos se estaba debatiendo entre su necesidad de tomarse un descanso y sus deseos de descubrir cuanto antes qué le ocurría a su hijo. Mis ojos en todo momento mostraban un brillo lleno de energía, una determinación por empezar con ello lo antes posible.
Durante los intercambios de palabras entre el señor von Galler y la señora Perrodon, podía detectar cierta tensión, aunque no fue algo a lo que prestara demasiada atención. Tras recibir algunas indicaciones, la señora enseguida nos dejó a solas y el señor comenzó a guiarme a su despacho. En lugar de hablar sobre los asuntos que me habían llevado allí, intentó conversar sobre temas más triviales.
—El castillo me parece fascinante. Pese al pasar de los años, no ha perdido ni un ápice de su grandeza. Sigue tan imponente como en sus primeros días —expliqué con elocuencia. «Aunque también transmite sensación de soledad y tristeza. No sé si se debe a las pocas personas que lo habitan, a la falta de luz o a la decoración», pensé—. La idea de hospedarme en este lugar me resulta todo un honor. A mi madre le apasiona la historia del arte, ¿sabe? Así que yo he heredado también algo de su interés. Se trata de un palacio de estilo neogótico, de alrededor del siglo XIX, ¿verdad? —Esperaba que mostrarle mi interés y conocimientos sirviera para facilitar nuestra primera toma de contacto.
Que hiciera eso, no solamente me ponía tembloroso como una gelatina de fresa fuera de la nevera, sino que conseguía alterarme hasta algunos niveles insospechados, donde el olor y su proximidad, evocaban en mi mente recuerdos de masa de pan recién horneado, risas inocentes y raudales de haces de luz, que jamás vi, colarse por entre las ventanas abiertas.
El cosquilleo de las puntas de su cabello, levantaba las mía, desde la corva hasta la coronilla, como si fuese una extraña reacción alérgica al tacto de suave de sus dedos largos, al roce de sus labios voluptuosos en mi frente, dejando una marca indeleble de fuego tras ellos, que me hacía arder todo yo, desde el epicentro en el punto del contacto.
— Te creo — musité más para mí mismo que para ella. Y lo peor es, que era verdad. Algo en mi fuero interno, deseaba creer sus palabras. Sentía que si ella las decía, podían hacerse realidad, sólo porque provenían de su boca. No la convertiría en una Cassandra auguradora de la verdad que no deseaba escuchar — Lo intentaré — esta vez un poco más convencido tras el comienzo de una mueca disconforme. Siempre estaría hermosa, se pusiera lo que se pusiera. Pero quizás verla con el uniforme, ayudaría a calmar estas ideas peregrinas que revoloteaban entre las musarañas de mi desván mental.
La postura de mi enfermera, relajada, restó algo de preocupación a mi noche y su promesa, agregó un toque de seguridad. Una conversación con la Frau Doktor le daría las pistas necesarias para saber, si realmente esta vez iba a funcionar o no. Si era, por fin, la definitiva o una más de las múltiples intentonas por hacer del niño de la oscuridad, un conejillo de indias impuesto.
— Pero vas a estar ¿verdad? — esperando escuchar una confirmación comprometedora. Ya trataría luego de tentarla para que la señora Perrodon añadiese un juego de cubiertos más a la inutilizada mesa del comedor.
Seguí la dirección de su mirada, asintiendo a su pregunta, silenciosamente antes de agregar:
— Quédate, a mi no me molestas y a ellas tampoco — aportaría algo de paz a la desazón que se desparramaba por las venas, conforme el momento de la visita de la invitada, se acercaba. Y tampoco le diría que podía ponerse un saco cosechero, cubierto de mugre y tierra, que aún así su presencia brillaría más que luna en una noche despejada de verano.
Mis ojos se fueron detrás de la estela colorida que dejaban las alas de la mariposa al alejarse por el pasillo. Mis pasos, al principio también, pero se detuvieron poco después de perderla de vista, cuando llegué a la puerta de Lycius. Aquella era la primera parada, aunque improbable dada la hora, y no tardé en encaminarme a la segunda.
La voz de mi padre, en la lejanía, me traía los ecos del piano. Así que la ignoré y seguí adelante, como si no los hubiera escuchado a ninguno de los dos esa tarde. Y al ver a la señora Perrodon, mis labios se curvaron en una sonrisa blanda en respuesta a la suya, la sonrisa que le podría dedicar a una abuela, de haber tenido una.
Ya había pasado hacía tiempo la fase en la que ponía los ojos en blanco cuando me llamaba de esa manera. No sé en qué momento preciso había dejado de molestarme aquel apelativo ridículo y ñoño para empezar a provocarme algo de ternura. Quizás eso era crecer.
—Señora Pe —saludé al detenerme junto a ella.
La llamaba así desde que podía recordar, primero por facilidad, después con una pizca de malicia, ahora porque ya no concebía hacerlo de otra manera.
—Estoy buscando a Lycius. ¿Sabe si está en el invernadero?
Ahora que ya sabía dónde estaba papá, no sería difícil esquivar esa estancia en la búsqueda de mi hermano. Una de las cosas buenas de vivir en un palacio era la gran cantidad de caminos y rodeos que se podían usar para llegar a cualquier sitio. Incluso pasadizos ocultos, decían las historias, pero esos nunca había sido capaz de encontrarlos… y Dios sabe que los busqué muchísimas veces cuando era pequeña.
Después de mirar a la zona donde criabas tus mariposas y al escuchar tu pregunta, giró el cuello para mirarte de nuevo. Se quedó unos segundos en silencio, mirándote. Sus ojos, claros, con ese verde grisáceo tan etéreo como la bruma del amanecer —una bruma que sí te estaba permitido ver, pues de hecho era una bruma que solo podía verse en ese momento del día entre la primera luz y la salida del sol—, te miraban satisfechos.
—Estaré —te aseguró—. Pero solo un poco, no puedo quedarme a cenar, no sería adecuado. Lo justo para saludar a la doctora y que me conozca.
Sonrió tras decir estas palabras. Tenía unos labios alargados que formaban una sonrisa como no le habías visto esbozar jamás a nadie más. Era una sonrisa… ¿especial? ¿Qué escondían esos labios, esa sonrisa, que resultaban tan… singulares?
Cuando le confirmaste que podía quedarse, miró de nuevo hacia el lugar en que criabas tus mariposas.
—Está bien. Un poco solamente, que me tiene que dar tiempo a cambiarme. Venga, muéstrame qué mariposas estás criando ahora —te invitó.
Se te quedó mirando un poco, lentamente, unos segundos de más. No te era fácil saber si te miraba así, detenidamente, solo porque sí, porque te tenía aprecio y le gustaba quedarse mirándote un poco, con esa morosidad propia de su edad y del afecto, o si es que estaba pensando algo más, temiendo por ti y deseando cuidarte. Desde que habías vuelto, sus miradas eran para ti un poquito más indescifrables, pero siempre veías en ella una atención especial por ti.
Tu pregunta la hizo mirar hacia arriba de las escaleras y luego hacia abajo.
—No he visto a tu hermano. —Encogió un poco los hombros—. Pero imagino que estará con sus… —dijo otra palabra en dialecto. Nunca habías entendido esa palabra del todo, pero te parecía que era la palabra que usaba para referirse a las mariposas de tu hermano—. Siempre anda con esos bichos —dijo, como si contuviera un escalofrío y luego pronunció una frase en dialecto mientras se abrazaba y se frotaba un poco los brazos—. Habría que avisarle también de la hora de la cena. ¿Podrías hacerlo tú, Kuchendal? —te preguntó con otra de sus sonrisas rugosas y agradables—. Ve, ve —te dijo moviendo las manos para hacer que siguieras tu camino—, no te molesto más, niña.