*Un individuo en tonos blancos y negros se gira a la audiencia. Parece vomitado por el escaparate de una tienda de Ralph Lauren. Si Ralph Lauren hubiese existido en el moderno siglo XIX, claro. El interfecto señala acusador a la audiencia con un huesudo y tembloroso índice*
¡AJÁ!
¡Confesad, cobardes! ¡No esperabais que el Tío Ed también supiese contar fábulas decimonónicas y modernas! ¡Veo el pasmo en vuestro rostro! ¡Rozáis el estupor, oh, sí! ¡Pues aguardad a la que os espera, sí! ¡Tomad prólogo, compulsivos devoradores de letras! ¡Tomad! ¡Tomaaaaaaa*
*Emerge un estridente gallo de su fatigada garganta*
*Tío Ed carraspea visiblemente avergonzado*
Debería dar un traguito a mi vaso de leche antes de empezar... Glu-glu-glu... Aaaaah... ¿Por dónde iba? Ah, sí...
¡TOMAD PRÓLOGO!
* * * * *
Aquella gran batalla trascurrió en un pasado remoto, imposible de determinar con exactitud pues en Arcadia, es bien sabido, el tiempo no pasa a la misma velocidad que en otros planos de existencia. Ayer puede quedar a un siglo de distancia, y sin embargo la semana que viene está a escasos segundos de llegar. Es, en definitiva, una tierra extraña y misteriosa en la que la magia a menudo encuentra numerosas formas de recordar su omnipresencia.
Los arcadios acudían al bosque a defender sus tierras de una invasión que capitaneaban los duendes rojos, que estaban accediendo a Arcadia por una brecha interdimensional de origen desconocido, pero que cabía suponer procedía de la eterna amenaza del continente: La Pesadilla.
Fue el primer contacto para ambos bandos.
La brecha se había abierto al sur del bosque Epping como una desagradable y supurante herida de arma blanca que flota en el aire, y había comenzado a gotear engendros y perversos duendes que habían empezado a aterrar la región con su presencia. Como era de suponer, las dos Cortes, la del Estío y la del Crepúsculo Invernal, trataron de ponerse de acuerdo para enviar a sus más nobles campeones a la batalla en una delicada negociación que comprometió especialmente a algunos de los más insignes campeones de la Corte del Estío.
En aquel día, el bosque Epping, una masa forestal de corte primaveral poco dada a ser testigo de matanzas o conflictos bélicos, vestía las copas de sus maravillosos árboles con una tonalidad de un apagado rojo otoñal y había aderezado el natural verde hierba de su firme con una tupida alfombra de hojarasca ocre. Esto era muy frecuente en los bosques mágicos de Arcadia, que cambiaban el color de sus hojas según su sentido del humor, más que siguiendo un predecible y aburrido itinerario estacional.
Adentrándose en la espesura por la región septentrional marchaban prestos a defender su tierra los arcadios en una variopinta y heterogénea mezcolanza de razas, apenas un centenar de asombrosas criaturas, ninguna demasiado afín a la guerra, todo sea dicho, pero todos unidos en el propósito de expulsar al invasor de su preciosista tierra, existente solo gracias al poder de la imaginación colectiva.
Corazón de Oso
Lideraba la procesión el General Corazón de Oso, un prodigioso y colosal úrsido de pelaje gris y semblante malhumorado que avanzaba lenta e inexorablemente hacia su destino. En su fuero interno, el arcadio anhelaba pescar salmones y bañarlos en miel de flores para rendir homenaje a la vida en su montaña natal; pero, con el enemigo a las puertas, su deber como una de las más reputadas fuerzas de la naturaleza en aquella tierra de fantasía era liderar a sus hermanos en batalla.
Gepeto
Junto al General caminaba a lomos de su corcel de madera el Gran Artificiero Gepeto, anciano alquimista de renombre en toda Arcadia que había puesto a disposición de las líneas defensivas un contingente de soldados de madera de su colección personal recreando a la Royal Army, todos equipados con sus brillantes casacas azul marino, sus sombreros de tres puntas y sus botas de charol. Los soldados marchaban con sus arcabuces al hombro y eran, con sensible diferencia, el destacamento con mejor cuidado de su vestimenta, no hablemos ya de sus excelsas armas de fuego.
Uno de los Irregulares de Nance. Imposibles de distinguir.
A los casacas azules les seguían por el flanco izquierdo la muy familiar pandilla de gnomos del venerable Flurry Nance Sr., una kilométrica familia de diminutos pendencieros muy greñudos con un marcado acento irlandés armados con garrotes espinados de diverso tamaño que conformaban un regimiento conocido como Los Irregulares de Nance. A diferencia del General Corazón de Oso, estos gnomos tenían una predisposición natural a la pelea tabernaria de lo más acusada, algo que manifestaban con sus canciones obscenas sobre el oficio de la madre que alumbró al primer duende rojo, a la que apodaban cariñosamente como…
¡Oh, la bella Guarrindonga, qué pibón!
¡Cómo te gusta retozar y parir cabrones
Con esas orejotas y semejantes narizones!
¡Por nosotros no te recates y alumbra a otro mamón!
Renard
Ondeando el estandarte y sosteniendo el cuerno de batalla marchaba el zorro Renard, astuto y taimado arcadio, triunfante en mil y un lances contra lobos, bandidos y otros cuatreros de mal vivir. Su pelaje casi le permitía fundirse con el rojizo entorno que vestía el bosque esa aciaga mañana. Cantaba alegre las canciones de los gnomos de Mr. Nance Sr. y no se privaba de complementarlas con sus propias y ocurrentes rimas, algo que los bravucones gnomos no tardaron en apreciar, vitoreando al campeón de ojos esmeralda y manto llameante.
Y si a vos alcanza la pasión materna
Enviadles presta un poco de leche y manteca tierna,
Pues tras confrontar a los arcadios en sus milenarios bosques
Acabarán en su cama, compungidos y gemebundos
Lamiéndose las heridas cual solitarios vagabundos
Y admirando entre lágrimas sus armaduras hechas jirones.
Ensordecedor rugido siguió en aprobación a las rimas del zorro y los gnomos, alentados con renovado brío aceleraron el paso, deseosos de una buena pelea y dispuestos a expulsar al invasor como solo un Nance sabe hacer: a garrotazo limpio.
Mas si creéis que a esto se reducían las filas del ejército arcadio debéis seguir leyendo.
Sir Jon Amman
Sir Valadir
Sir Alexei de la Luna de Plata
El Caballero Blanco
Flanqueando la comitiva por la diestra trotaba la caballería compuesta por apenas unos diez caballeros, cada uno un héroe por derecho propio. Todos ellos eran jinetes errantes de distintos reinos, algunos juramentados, unos pocos de origen noble, otros solo bautizados en la batalla. Todos ellos campeones eternos para las leyendas arcadias que jamás rechazaban una oportunidad de trascender en combate. Al frente del pequeño destacamento, silencioso y lúgubre, marchaba Sir Jon Amman, apodado El príncipe de los huérfanos. Le flanqueaban Sir Valadir, su rostro cubierto por la celada de su armadura negra como la noche surcada en el pecho por una cruz roja; también Sir Alexei, el Caballero de la Luna de Plata, y el vetusto Caballero Blanco, uno de cuyo nombre ya nadie quiere acordarse, sosteniendo su larga lanza de caballería a lomos de su egregio corcel, Rocinante. En última posición, algo retrasado, jadeando con cierta fatiga y emanando un penetrante aroma a ajos tiernos, el orondo Sir Dientes de Ajo se esforzaba por mantener el ritmo a sus compañeros a lomos de su jabalí Malas Pulgas.
Jefe de Artillería Fergus
Finalmente, en retaguardia, el ingenio militar del Jefe de Artillería Fergus Porkins, más conocido en el arrabal como Hermano Puerco Número Uno, manipulaba con orgullo los mandos de su último dispositivo de guerra: la Fortaleza Ambulante.
En realidad, se trataba de una torre de asedio con ruedas a la que el Jefe Fergus había surtido de no pocos cañones gracias a la colaboración del Gran Artificiero Gepeto y con suficientes trucos sucios para desmoralizar a esos aviesos duendes rojos en caso de que tuviesen la osadía de asaltarla. En su castillo podrían refugiarse los más hábiles arqueros para debilitar las líneas enemigas antes del inevitable choque de aceros. Y por si fuera poco, su imponente figura estaba sembrada de ocurrentes citas que los arcadios habían grabado en la madera durante los días de marcha hasta alcanzar el bosque Epping, algo que no había gustado nada al Jefe Fergus, claro está. La mayoría de los grabados pertenecían a las soeces mentes creativas de los Irregulares de Nance, motivo por el cual se podía leer hasta en doce ocasiones frases reiterativas en el hedor corporal de los duendes (o de otro sujeto), como por ejemplo: “Los duendes rojos apestan”, “Los apestosos duendes apestan mucho”, “Gerry Nance apesta”, “Larry Nance apesta más”. Esta última parecía una venganza personal.
Y en esta singular y poco académica disposición, con las canciones de los Irregulares de Nance flotando en el éter y los arreglos del zorro Renard, los arcadios marchaban atravesando con el corazón rebosante de ánimo el bosque Epping al encuentro de su enemigo.
* * * * *
Däne Mandíbula de Hierro
En el corazón del bosque aguardaban las falanges del Mariscal Däne Mandíbula de Hierro, un villano escapado del manual militar para Príncipes Arcadios. Su rostro tenía un contorno vagamente simiesco, de una tonalidad roja anaranjada, de orejas picudas y larga cabellera negra con la parte superior recogida en la robusta y tradicional trenza guerrera. Su mirada estaba bañada en acero oscuro, tan negra como la cota de malla y la pesada armadura de placas que vestía de los pies hasta el cuello. Sostenía su icónico yelmo con la zurda mientras con la diestra tomaba las riendas de su descomunal alfa. Su expresión era serena, pues para él la danza con la muerte solo era la más pura forma de vida.
A su espalda, al menos cuatro centenares de lanceros acorazados perfectamente acompasados avanzaban al son de los tambores de guerra. El suyo era un regimiento muy bien pertrechado y entrenado en el mejor campo de batalla que existe: La Pesadilla. No conocían el miedo, pues eran ellos los que procedían de la Región del Terror. Se sabían conquistadores y como tales hollaban Arcadia, jactanciosos de ser los primeros en atravesar el Umbral.
El Mariscal oteó en la distancia a su fiel atamán a lomos de su lobo de manto ceniza. La montura estaba excitada, inquieta.
―¡Sire! ―saludó el atamán, un duende joven, con un golpe seco en la pechera de su coraza. ―Los arcadios marchan hacia nosotros. Sus fuerzas son inferiores a las nuestras. Un centenar con suerte. Tienen un pequeño destacamento de caballería y una parodia de una torre de asedio. Esos ignorantes creen que tienen alguna posibilidad. ¡Ja!
Däne olisqueó el aire mientras relucían sus colmillos.
―Nunca subestimes al enemigo, Noc. Menos aún cuando defienden su hogar. ―habló el Mariscal entrecerrando los ojos al tiempo que se dejaba embriagar por los olores que saturaban el bosque. ―Tienen mucho que perder.
Noc guardó silencio sopesando la ignorancia que había demostrado ante su Mariscal al tiempo que daba una tira de cecina a su montura para calmar su ansia de sangre.
―Dispersa a tus hombres como acordamos. A mi aullido, sin piedad. ―ordenó el Mariscal.
Noc asintió y reiteró el saludo marcial antes de perderse a lomos de su lobo entre la espesura levantando una cortina de hojarasca a su paso.
Era el momento. Däne se ajustó su yelmo. Dos tiras de hierro asemejando las quijadas de una bestia le otorgaban al Mariscal la ilusión de poseer una enorme y aterradora mandíbula sembrada de afiladísimos colmillos.
―¡Falange! ―exclamó en la gutural lengua de su especie mientras desenvainaba su alfanje. Sus soldados respondieron con un primitivo clamor, impacientes y deseosos de mostrar de qué atrocidades eran capaces cuando comenzase la canción del acero.
Däne, ahora transfigurado en dios de la guerra para los suyos, se dio por satisfecho.
La Falange Negra aceleró el paso dispuesta al encuentro con los nativos.
Érase una vez un joven que no era un guerrero. Un joven que no era un sabio. Un joven que, por no ser, no era ni siquiera un humano completo, pues su cuerpo se había convertido en una enorme galleta de jengibre desde el día en que una malvada bruja lo había tirado a su horno. Érase una vez un joven que nunca había contado con el respeto de su padre ni con el de sus hermanos, quienes sólo habían tenido desprecio para él desde que nació. Un joven que había salido de casa de su padre en una infructuosa búsqueda para encontrar a sus hermanos perdidos, pero no había logrado su propósito aún.
Pero el corazón de ese joven, sin embargo, se mantenía siempre firme y lleno de esperanza. Aquel día, al verlo subido a la torre de asedio fabricada por los Tres Cerditos, nadie jamás habría supuesto que Mico tuviera motivos de pesar. Su ondulada melena se movía al viento, enmarcando su horneada cara, que estaba decorada con unos dulces botones de caramelo que conformaban sus ojos, sus cejas y su boca. Cruzado sobre su pecho, llevaba orgulloso su arco y, a su espalda, su carcaj lleno de mortíferas flechas de mazapán (pero el del Aldi, ese que sobró en casa de la abuela el año pasado y ya se ha quedado duro como piedra de granito, pero ahí está, impenitente sobre la bandeja un año más, preguntándote con chulería «¿Y tú qué miras?»).
Cierto es que al ver el rostro de Mico, risueño y tierno como una galletita recién horneada, daban ganas de darle unos mordisquitos en sus mejillitas de jengibre, ñam ñam ñam. Y no menos cierto era que su carácter no desmerecía de su edulcorado aspecto, pues Mico siempre se preocupaba del bienestar de quienes lo acompañaban, con un corazón no menos tierno que su carita de jengibre, ñam ñam ñam. ¡Qué tentación caníbal es nuestro querido Mico para cualquiera que, al verlo pasar, siente el olor ajengibrado del joven! Que se lo digan a los hermanos Porkins, quienes casi lo devoran en cierta ocasión. Ñam ñam ñam.
Así visto, podría pensarse que Mico nunca sería capaz de hacerle daño a criatura alguna. ¡Pero ah! Un duende rojo no es una criatura cualquiera y merece todo el desprecio que hasta un dulce personajito como Mico pueda darle, en forma de duro y mortífero mazapán.
Así pues, subido a la torre de asedio dirigida por Fergus Porkins, Mico miraba las filas arcadias avanzar sin miedo contra el invasor. De vez en cuando, se palpaba el bolsillo interior de su ropaje y se tentaba el frasco de cristal en el cual llevaba a Baba Yagá, a quien escuchaba decir algún improperio pequeñito de forma intempestiva.
—Calla, brujita —susurraba Mico, acercando su boca al pecho para que la bruja lo escuchara—. Calla te digo, brujita, a callar te toca ahora, eh, que no estás para dártelas tú de lista, eh. Esas cosas feas que sueltas no se dicen, a ver si te voy a tener que lavar la boca en el mar Sombrío con agua salada y picante.
¡Con agua salada y picante! Y esa amenaza solía surtir efecto en la legendaria brujita, quien se estremecía al pensar en el picor que le dejaban por todo su cuerpo después las aguas del mar Sombrío, ¡que ya Mico alguna vez había cumplido su amenaza! Se encogió en el fondo del frasquito mientras murmuraba todavía alguna maldición más, alguna de sus palabrotitas brujiles, antes de guardar silencio.
Mientras la torre de asedio avanzaba, Mico profería de vez en cuando algunas frases risueñas dándole ánimos a los Tres Cerditos:
—Fergus, Fergus, allí allí, vamos allí, a la batalla, mis cerditos valientes, a la batalla, girad girad que os desviáis. Eso eso, buena dirección, Fergus. Qué buen ingeniero que es Fergus Porkins —le decía al viento, moviendo su boca de caramelo.
Escuchaba las canciones de los gnomos, los Irregulares de Nance, y las respuestas de Renard, y Mico se avergonzaba un poco, pues se veía que su agalletada cara se tostaba un poco más en esos momentos. Le decía a quien tuviera al lado con una sonrisa vergonzosa:
—Ay que son procaces nuestros gnomitos —lo decía con el tono de una madre que quiere disculpar a su hijo—. Pero no lo hacen con maldad, que lo hacen porque quieren mucho Arcadia, nuestra patria común.
Y con una sonrisa orgullosa y risueña de caramelo en su cara, Mico ya acariciaba su arco y preparaba sus flechas de mazapán, saetas que más les valdría a los duendes rojos temer, mientras canturreaba para sus adentros:
Flechita de mazapán, flechita de mazapán,
tan dulce en apariencia, tan rica si la como,
me gusta si le pongo un po’ de cardamomo,
me gusta si le acierto al duende muy truhan.
Tenía razón el pequeño y ajengibrado Mico. Fergus Porkins era un genio militar en toda regla, solo superado en esta era por el excéntrico alquimista Gepeto y sus explosivas invenciones. Según se decía en el arrabal, si Fergus hubiese tenido una más sosegada y al menos confesable pasión por los anacardos tiernos, su obra habría superado a la de su rival intelectual.
Pero es que mira que estaban tiernos esos condenados anacardos…
En el nido de tirador que ofrecía la fortaleza móvil diseñada por Fergus se congregaban además del valiente Mico unos cuantos arqueros cuyo peso narrativo en esta historia, siendo sinceros, ni siquiera rozaba lo relevante. ¡PERO! Sí que había entre los integrantes del baluarte unos cuantos e interesantes personajillos que vieron su atención captada por una mezcla del exuberante olor a jengibre que destilaba el pequeño Mico y los insultos absurdos que una vocecilla chillona profería desde un vial que pendía al cuello del chico galleta.
Baby Yaga, empapada en agua y flotando como podía en lo que parecían los restos de un trozo de regaliz –nadie sabía cómo había llegado allí-, alzó el puño temblando de ira mientras advertía, vaticinaba, maldecía y profería improperios, juramentos e insultos gitanos a su portador, pero siempre con una vocecilla de todo punto ridícula y pitufil.
—Tú, cookie rancia y santurrona… ¡Debí lanzarte la maldición del muffin de chirimoya! Así ahora mismo me estaría desternillando viendo tu cabellera de levadura hincharse como un pez globo. Algún día, y te garantizo que ese día llegará, saldré de esta, mi prisión cilíndrica anegada en agua estancada y volveré a decir palabros y todo tipo de vocablos malsonantes a gogó en un excelso huracán de vileza lingüística. Y cuando llegue ese día, oh, dulcecito elevado en grasas saturadas y azúcar moreno, te vas a jiñaaaarrrr… Aaaaaarrrghglglgl… —Esto último lo añadió porque había tragado algo de agua de un modo absolutamente anticlimático.
La plática de la brujita se vio interrumpida de sopetón.
—Eh, chaval —dijo una voz tan viril y masculina que traspasaba ingentes dosis de testosterona al mero contacto auditivo.
Mico tenía ante sí a uno de los Antiguos Hombres, un héroe de la Antigua Tradición, brillando ante él en una aureola de glamur y magnético carisma en galante apostura sosteniendo un sencillo arco largo. Un héroe tan arraigado en el imaginario colectivo que no necesitaba siquiera de presentación formal.
—Me suena tu cara… ¿Nos hemos cruzado antes en algún atraco a algún puerco burgués? —inquirió con una sonrisa de marfil enmarcada en una perilla dorada, tan deslumbrante que ocasionaba el mismo efecto que una granada de fósforo blanco. —Eh, sin faltar, amigo Fergus —carraspeó para evitar una ofensa a sus porcinos camaradas. —¿No tenías un bigote de nata en aquella ocasión? —preguntó riendo de buena gana.
Estrechó la mano de Mico con vigor. Toda su vestimenta era verde, desde su sombrerito emplumado hasta sus botines, pasando por su jubón y sus leotardos. Suerte tenía de que el bosque Epping se vistiese de un humor otoñal aquella mañana, porque si hubiese amanecido con una climatología estival otro gallo habría cantado en las musculosas pantorrillas embutidas en licra de aquel filibustero.
—Soy Robin B. Good, pero todo el mundo me llama Robin Hood o Robín de los Bosques. También se me conoce como El Príncipe de los Ladrones en el arrabal. Quizás hayas escuchado hablar de mí. Inventé la expropiación forzosa en su variante nobiliaria y he dado lugar a no pocas reformas del Código Penal Arcadio, sobre todo en materia de latrocinio. Aaaah, vida intensa la mía, sí…
>> ¿Y vos? ¿A qué nombre respondéis, joven y crocante amigo?
Cuenta la leyenda que fue en un país muy, muy lejano, donde los dragones juegan entre las nubes y los ginkgos tiñen de amarillo la tierra encantada de Xuan Pu poblada de magia y misterio, donde se forjó la heroína de cabello negro, carácter indomable y espíritu guerrero conocida con el nombre de Mulán. No era una princesa. No había nacido entre algodones ni vivía en un castillo. No tenía hada madrina ni zapatos de cristal. No soñaba con acudir a un baile ni esperaba el beso de su príncipe azul para despertar. Lo más preciado que tenía era el amor incondicional de sus padres, que querían a su hija con la pureza más sincera, a pesar de no tener para ella mayor aspiración que la de convertirla en una mujer casadera. Poco podía imaginar Fa Zhou que aquella hija suya que jugaba risueña en su estanque dorado acabaría liderando ejércitos en la batalla contra el más malvado, el Rey Mono, Sun Wukong.
Mulán jamás se arrepentiría de haber tomado las armas para derrotar al mayor enemigo que había conocido China. Si de algo se arrepentía era de haber tenido que hacerlo bajo un disfraz. Las mujeres no podían ir a la guerra a defender su país, aunque la derrota encerrara el riesgo de que no quedara ningún país al que volver. Cuando su secreto salió a la luz le ordenaron vivir el resto de su vida a la sombra de aquella mentira. Fue su padre quien le recordó que no importa cómo aúlle el viento, la montaña no puede inclinarse ante él. —El mayor regalo y honor es tenerte como hija — Las palabras de Fa Zhou antes de su huida al amparo de las sombras pervivían en su memoria con la misma fuerza que antaño.
Mulán cabalgaba con porte majestuoso sobre Khan, su caballo azabache, que resoplaba orgulloso entre los Errantes que avanzaban formando un variopinto grupo. Su armadura roja y dorada resonaba a cada paso. Su famosa máscara de Jiang Go colgaba de su montura. Mulán la cogió con reverencia. A través de las yemas de sus dedos pudo percibir el alma del viejo guerrero pato exultante ante el sonido de los tambores lejanos. —Tranquilo, viejo amigo. Ya queda poco… —pensó la joven mientras la colgaba a su espalda, su cabello mecido por la brisa de la mañana.
—No luches en una batalla si no ganas nada con la victoria —decía el guerrero sabio sentado a la sombra del cerezo. Ellos podían perderlo todo. Los duendes rojos habían conseguido abrir una herida en su mundo que amenazaba con provocar un incendio que arrasara el bello reino de Arcadia. Aquel maravilloso lugar que se había convertido en su segundo hogar, que la había acogido cuando tuvo que huir de su tierra repudiada tan solo por ser ella misma, se encontraba en un peligro mortal.
Mulán rio divertida ante las ocurrencias de los Irregulares de Nance. Uno no debía dejarse engañar por su tamaño y su aspecto. Un solo grano de arroz podía inclinar la balanza. Tan solo uno de aquellos valientes podía ser la diferencia entre la victoria y la derrota. Con los ojos cargados de interés dirigió su mirada al guerrero que cabalgaba a su lado. Su pelo blanco y su armadura resplandecían bajo el hechizo del sol naciente. El famoso caballero de la Luna de Plata. Al otro lado, Sir Valadir erguido en su caballo oculto tras su celada. ¿Cómo sería su rostro? Mulán había oído las historias que circulaban sobre aquel luchador de fuerza inigualable y bravura sin igual. Dejándose llevar por su curiosidad se dirigió al honorable guerrero. —Sir Valadir. Es un honor cabalgar a su lado. Sus hazañas le preceden, aunque debo advertirle que en el país del que provengo los dragones son sagrados —comentó con cordialidad mientras le sonreía.
—Ja, ja, ja —rio con una agradable, risueña y contagiosa carcajada Mico, al ver como Baba Yagá terminaba sus rebuscados improperios ahogándose en el liquidillo del vial en el que flotaba—. ¿Has visto, brujita? Eso te pasa por mala. Por mala, malita. Ay ay ay, brujita malosa, brujita malosa. Qué incorregible que eres, brujita malosa.
Pero sus últimas palabras fueron interrumpidas por la voz varonil de Robin Hood. Al girarse y ver a aquel épico héroe de leyenda, Mico tragó saliva sorprendido. ¿Robin Hood le estaba hablando a él? ¿Aquel hombre apuesto, carismático, legendario? ¿Le había estrechado la mano en gesto cómplice?
—Oh… Ho… Hola, señor Hood, digo… señor Good. Sísísí, claro, claro que he escuchado hablar de vos, señor Hood, digo… señor Good. Eh… Nonono, yo no he atracado a nadie, señor Hood, digo… señor Good. ¿Un bigote de nata? Eh… —Mico dudó si Robin Hood decía aquello como una broma o lo decía en serio—. No creo, señor, yo nunca me he dejado bigote, señor Hood, digo… señor Good. Es que… no me sale —dijo tímidamente, mientras se miraba sus manos de galleta y luego miraba con admiración la rubia perilla de aquel mítico varón.
Cuando el legendario bandolero de los bosques le preguntó a Mico por su nombre, el joven agalletado se recompuso, se puso muy firme y respondió con intensa jovialidad, como si fuera un joven cadete respondiendo a su admirado general, pero sin servilismos, sino muy al contrario con una inocente y trabajada gallardía:
—Yo soy Mico, señor, tercer hijo del marqués de Micomicón de la Fleury du Bois. Mi vida no es intensa como la vuestra, señor, pues yo sólo busco a mis hermanos perdidos para que mi padre ya no esté triste. Pero ahora me he unido a las huestes arcadias para salvar a nuestro reino querido de esos malvados duendes rojos. ¿Creéis que podremos con ellos, señor? Son muchos y nosotros sólo unos pocos. ¡Yo creo que sí, señor, porque un corazón generoso siempre es más fuerte que mil corazones malvados!
Esto último lo dijo sacando pecho ufano, mientras su boca de caramelo esbozaba una enorme sonrisa, con una alegre inocencia que podría haber despertado de su letargo el espíritu de cualquier Larva Saturnina*.
—Yo tengo preparadas mis flechas de mazapán, señor Good. No soy tan buen tirador como usted, pero ya verá que mis flechitas de mazapán pueden ser muy efectivas.
Y, tras decir esto, mantuvo en su boca de caramelo una sonrisa que pretendía ser garbosa y altanera, pero que inevitablemente daba la impresión más bien de ser dulce y tierna.
*Larvas Saturninas. Para la ambientación, podemos añadir estos seres, por ejemplo. Son fantasmas, espíritus de gente que vivió su vida con tristeza y amargados y ahora siguen amargados en el más allá. Gente que no fue capaz de sonreír ni una vez en su vida, gente a la que todo le parecía mal o aburrido. Ahora se pasan la eternidad merodeando por las noches, mientras dicen —con voz aburrida, sostenida, grave, insulsa— cosas como «Me abuuuurroooo», «¿Falta muchooooo?», «No me gustaaaa», «¿No hay otra cosaaaaa?», «Mejor espero que saquen la películaaaa». Y así todo.
Olvidé decirlo, pero las Larvas Saturninas pasan a engrosar el imaginario arcadio ;-D
Robin B. Good quedó impresionado ante la locuacidad y gallardía del joven Mico, hasta el punto de plantearse ofrecerle un puesto como becario en su banda criminal equipo de redistribución de riqueza: The Merry Men S.A. Seguro que este Mico hacía buenas migas con Little John.
—Rebosáis valentía para ser descendiente de franceses, amigo mío. —dijo son una radiante sonrisa Mr. Good mientras palmeaba el hombro de Mico satisfecho por las palabras del jovial arquero de jengibre—. ¡Claro que podremos con ellos! Puede que nos superen en número, pero en batalla no solo importa la cantidad, sino la calidad. Y con intrépidos soldados con un corazón tan rebosante de pasión patriótica como el tuyo, no me cabe la menor duda: GANAREMOS.
>> ¿No es así, muchachos?
La pregunta, cargada de retórica viniendo del Príncipe de los Ladrones, se vio correspondida por una jubilosa ovación del resto de arqueros como no podía ser de otro modo, pues cuando Robín de los Bosques se prestaba a arengar a las tropas había muy pocos capaces de igualar su empatía para con las masas del vulgo arcadio.
—No te subestimes a ti mismo jamás, pequeño Mico. ¿Sabes? Yo tampoco soy tan buen arquero como puedas creer. Una vez perdí una apuesta con una hermosa valquiria y tuve que vestirme con atuendos de mujer durante toda una noche y servirle la cena. La muy ladina disfrutó de lo lindo con aquello. Aunque no fue tan ignominioso como puedas pensar y al final acabé llevándomela al catre. Ya ves, no seré un gran tirador, pero sí un excelso truhan. ¡JAJAJA! —la carcajada de Robin brotó tan sincera e imparable que le arrancó varias lágrimas. Sin duda recordaba la andanza con cariño.
Mico pudo sentirse único por un instante al saber que Robin B. Good, el legendario arquero y ladrón, compartía una confidencia con su agalletada persona antes de la batalla.
—¿Flechas de mazapán? Diablos, muchacho, puede ser la cosa menos ortodoxa que he escuchado en mucho tiempo, y que eso lo diga un arcadio tiene cierto mérito. Yo uso flechas de punta de plata desde que tuve un desagradable infortunio con Mr. Feroz. Déjame comprobar si… —Robin extrajo su daga cachicuerna de su cinto y pidió permiso a Mico para tomar una de sus flechas de mazapán duro como una roca. Con paciencia, Robin empezó a esculpir –a falta de una palabra mejor- el mazapán dándole una característica forma: un puño cerrado.
—Aaaaah… —suspiró maravillado el Príncipe de los Ladrones, satisfecho de sí mismo—. Mira a esta pequeña. Mi sueño hecho realidad. Una flecha acabada en un puño cerrado. El proyectil antisátrapas definitivo. ¿Quién no ha querido darle un puñetazo a alguien –preferiblemente un noble usurero- a larga distancia desde el refugio que ofrece un seto? ¡JAJAJA! —Otra vez aquella poderosa y masculina carcajada, solo al alcance de los Antiguos Héroes—. Toma, amigo mío. Atízales fuerte cuando les tengas a tiro —dijo ofreciendo el proyectil artesano a Mico al tiempo que le guiñaba un ojo.
Mico gana el estado especial Inspiración.
Recuérdalo para más tarde, por si acaso ;-)
Se percató entonces el joven Mico de que una hermosa jovencita de cabello castaño claro algo desaliñado le observaba con curiosidad desde un rincón del nido de tirador diseñado por Fergus en la atalaya.
En verdad era una joven de no más de dieciséis años, de una larga melena color caoba rojizo y unos brillantes ojos carmesíes. Apenas si se le distinguía el rostro, pues llevaba una túnica con capucha de color escarlata, y aquello dio una pista a Mico sobre su posible identidad, pues había oído hablar recientemente de una arcadia célebre por haber llevado provisiones a su abuelita Opalina en mitad de un crudo invierno y evitar gracias a su ingenio la acechanza de un avieso lobo al que la mala prensa acusaba de ser Mr. Feroz, un lupino bastante temido en todo el continente porque se le atribuían singulares dones como la capacidad de invocar ciclones con sus inconfundibles aullidos. Fergus Porkins alguna vez le había insinuado a Mico que Mr. Feroz, más que un depredador, era una amenaza climatológica ambulante y que desde que sus caminos se habían cruzado en el pasado el arquitecto porcino recomendaba construir sus casas con piedra a los habitantes de los bosques por donde el lobo campaba a sus anchas.
En todo caso, no llegó a probarse si fue Mr. Feroz el culpable del ataque a la muchacha y a su abuelita Opalina. Lo que sí estaba más que demostrado es que la jovencita había quedado traumatizada por el suceso y olvidó tanto su nombre como la identidad de su atacante. Resultó no obstante relativamente ilesa del entuerto, a salvo de una fea herida en el antebrazo fruto de una caída. Aún llevaba el vendaje cubriéndola.
Mico se preguntó qué haría allí aquella enigmática jovenzuela entre tanto arquero intrascendente a nivel narrativo, a escasos minutos de entablar contacto con los malévolos duendes. Desde luego, no parecía ir armada. Y su actitud, más bien tímida y atemorizada, distaba mucho del ardor guerrero que destilaban los arqueros que aguardaban la señal de Robin B. Good para anegar al enemigo en una nube de flechas. Quizás, se dijo Mico, en la fortaleza andante de Porkins estuviese mucho más segura que en primera línea de batalla.
Pero lo que generó en Mico un efímero rehílo fue intuir una sombra, una especie de presencia indistinguible tras la muchachita, como si un enorme ente hecho de pura oscuridad abrazase en gesto protector a aquella joven.
Mico no podía asegurarlo, pero juraría haberle visto orejas al…
No terminó su pensamiento por miedo a que se hiciese realidad.
Ahora la joven le mantenía la mirada con el mismo interés, pero sus ojos brillaban con un matiz ambarino.
Sir Valadir reparó en que una dama ataviada en armadura se dirigía a su noble persona. El caballero alzó su negra celada, revelando un rostro que pedía a gritos ser observado mientras uno se deleitaba en alguna pieza de Vivaldi.
Observad a Sir Valadir. Observadle, os digo. Ya no se trataba de ese insuperable tupé mimado a diario con excelsas capas de gel fijador y anticaspa y un carísimo abrillantador conseguido en los ducados de los elfos; era, sobretodo, ese regio y perfumado mostacho curvo cual cimitarra capilar proveniente del Siglo de Oro, un bigotazo renacentista el del caballero que se agitó como si de vida propia gozase cuando aquella mocita de ojos rasgados insinuó confraternizar con el más sagrado enemigo de un caballero digno de llevar tal nombre: LOS DRAGONES.
—Ah, así que usted es una fan de El Hombre y a la vez una simpatizante de los dragones. Curiosa combinación. Acérquese, por favor. ¿Cuál es su nombre? —dijo evidenciando cierta desidia. Extrajo de su zurrón un rotulador negro bañado en oro y firmó en la pechera de la coraza a la noble Mulán un autógrafo, con el siguiente tenor literal:
Para mi groupie Mulán, con inigualable cariño,
Sir Valadir de la Cruz Roja
Sir Valadir suspiró hastiado y su mirada vagó perdida en un punto indeterminado del éter mientras parecía pensar en voz alta.
—Al menos no es una negacionista de los dragones… Sabe San Jorge que a esos indeseables no puedo soportarlos, Sacre Bleu… —Giró entonces sus ojos glaucos hacia Mulán en una apuesta mirada de soslayo a todas luces ensayada –y mecanizada- ante el espejo—. Hasta donde yo sé, no hay dragón benévolo en esta región. Combinan una personalidad resultante de una sutil amalgama de avaricia, egolatría e insoportable vanidad con una complexión física digna de la mejor máquina de asedio jamás concebida. Y eso sin mencionar que integran la categoría de Arma de Fuego Aérea según el Registro de Armamento Arcadio. Mas no debo ser hipócrita, pues yo también los adoro a mi manera: mi fortuna y mi gloria se debe sin duda a la existencia de esos escamosos hijos de furia, mis más dignos oponentes. ¡Así es! ¡Hm! —Y tras decir esto, extrajo un peine de su zurrón y atusó con esmero el parche peludo que decoraba su labio superior.
Mulán gana el estado inspiración.
Al igual que Mico, tenlo presente ;-)
Intervino entonces Sir Alexei de la Luna de Plata, caballero que exudaba en unos veinte metros a la redonda una inconfundible, embriagadora y agradable fragancia. Era un perfume el del caballero tan floral y silvestre que otros errantes cuestionaban su masculinidad por el mero empleo de este aroma en el preludio de cualquier justa o contienda, una cuya composición era un celoso secreto del caballero y que él denominaba Eau du Cavalier. Y es que, habladurías aparte, Sir Alexei era con destacada diferencia el caballero más apuesto y elegante del elenco, ataviado en una armadura de placas hecha por completo de plata de ley. Icónica era su larga melena de un color blanco argénteo peinada al más puro estilo de una estrella de glam rock. Sus facciones eran, cierto es, muy suaves, algo afeminadas incluso, recordando su cutis a la tersa piel de los recién nacidos, algo a lo que ayudaba su condición de eterno imberbe. Pero si había algo que arrebataba el aliento en Sir Alexei eran sus pupilas, penetrantes como las de un azor, como si estuviesen esculpidas con dos zafiros estelares.
—Perdonad, mi señora, pero jamás cabalgué hacia la batalla con una mujer a mi lado. Encuentro esta situación novedosa y emocionante. Decís provenir de un lugar en el que se veneran a los dragones, ¿no es así? ¿Qué fascinante lugar es este, mi señora? —inquirió con vivo interés el caballero.
Mulán, haz una tirada de salvación de Carisma o quedarás irremediablemente prendada de Sir Alexei ;-P
La dificultad (suele acortarse como DC, Dificulty Check, amigo Spu) es de 15.
Y ahora... Falla, canalla.
xDDDDDDDD
A escasos metros, el Caballero Blanco, aparentemente perdido en un delirio prebélico, musitaba incoherencias mientras sus ojos vacuos se perdían ante la inmensidad boscosa del Epping.
—Mrrrr… Mrrrr… Dulcinea hideputa… Dejarme plantado antes de la Gran Batalla por ese sanchista mentiroso, ese falaz botarate atocinado… El muy rufián miccionó con nocturnidad y alevosía en mi bacía la noche previa a mi marcha… Y va el cainita traidor y no me avisa de su crimen antes de tomar los pertrechos… Mrrrr… Mrrrr… Aún puedo percibir el hedor de su líquida inmundicia adherida a mi hirsuta y castellana barba… Y para colmo de males antes de formar con mis hermanos de armas un gigante me ha dado una tarascada en el lomo que me ha dejado la raspa más tiesa que la mojama… En verdad te lo digo, Rocinante, viejo amigo, envejecer en el campo de batalla es un prospecto triste y amargo… ¿Hmmm?
Sobresaltado por algo, el Caballero Blanco afinó la vista.
No vio nada. Es lo que tienen las cataratas.
Engurruñó los ojos al tiempo que profería un quejío de interrogación. En algunas culturas, parece tener un impacto decisivo para mejorar cualitativamente la visión durante escasas décimas de segundo.
Y entonces sí que vio algo volar en el cielo.
Don Alonso de Quijano creyó que se trataba de una muy estilizada golondrina. Una golondrina suicida, porque a juzgar por su trayectoria iba a caer de cabeza a escasos metros la formación principal. A decir verdad, no era una conducta muy propia de una golondrina, pero el Caballero Blanco sabía bien que en aquella tierra pasaban cosas bastante raras. Por poner un ejemplo, mucha gente insistía en denominar a los gigantes molinos. Él, desde luego, no encontraba ni siquiera un parecido razonable.
En realidad, lector, lo que nuestro más longevo caballero vio volar haciendo un picado fue una flecha.
Una flecha que se clavó a escasos metros del General Corazón de Oso.
Una flecha que contenía un mensaje con una caligrafía sospechosamente elegante.
Parlamento.
Avanzad a cincuenta pasos de vuestra posición actual, General.
Podéis elegir dos testigos para que os acompañen.
No habrá riesgo para vuestra vida. Tenéis mi palabra.
En vuestras manos está salvar la vida a vuestros hombres y mujeres.
No desperdiciéis esta oportunidad.
Mico observó con alegría el alborozo generalizado que provocaron las palabras de Robin Hood en la torre de asedio. Y, cuando el varonil arquero le dio ánimos, el joven agalletado hinchó su pecho con orgullo, aunque la referencia a sus proezas galantes le hizo sentir que sus mejillas se tostaban por el pudor. Eso sí, no dejó de sentir cierta honra de que el señor Hood o Good compartiera con él aquella anécdota machorra.
Cuando Robin Hood talló un puño en la punta de una de sus flechas de mazapán, Mico la miró asombrado y luego sonrió con amabilidad y sorprendido, ante la ocurrencia del truhan de perilla dorada.
—Gracias, señor Hood… digo, señor Good.
Pero, cuando terminaba de decir esto, su mirada reparó en dos ojillos que lo miraban silenciosamente desde un rincón de la torre. ¡Qué fascinantes le parecieron a Mico aquellos iris color carmesí! ¿Cómo podía alguien tener unos ojos de semejante color? Cierto, estaban en Arcadia, el reino de la imaginación desbordante, él mismo era un humano agalletado, pero ¿iris color carmesí? ¡Qué fascinante! Estaba su boca de caramelo empezando a abrirse por el atontamiento que le causaban las oculares iridiscencias de la joven, cuando percibió algo tras ella, como una presencia, como un ¿guardián?, ¿demonio?, ¿lobo?
A Mico le recorrió el cuerpo un suave escalofrío que lo puso en movimiento, dio unos pasos para acercarse lentamente a la joven sin dejar de mirarla embobado y, cuando estuvo a apenas unos metros de ella, cuando estaba abriendo la boca para decirle algo, escuchó un tumulto que provenía del campo de batalla. «¡Parlamento! ¡Parlamento!», decían algunas voces. «¡Es una trampa!», decían otras. «¡El parlamento apesta!», se escuchó una chillona vocecilla de alguno de los Irregulares de Nance. La mirada de Mico se desvió hacia un ventanuco de la torre al exterior. Su cuerpo quedó entre dos aguas: por un lado, quería ver qué ocurría fuera; por otro lado, sentía todavía una magnética atracción hacia la joven de la roja caperuza.
«¡Quieren dos testigos para acompañar al General Corazón de Oso!», escuchó. Su corazón dio un vuelco. Inspirado como estaba por las palabras de Robin Hood, sintió la imperiosa necesidad de ofrecerse como testigo. ¡Diablos, estaba enardecido!
Dirigió una última mirada a la joven de los ojos carmesí, como pidiéndole disculpas por dejar aquello a medias, como diciéndole que volvería, para después correr al ventanuco y asomar su galletil cara por él.
—¡Yo iré como testigo, mi General! ¡Aquí arriba, mi General, en la torre!
Me he tomado la libertad narrativa de inventar grititos exaltados en el exterior para que Mico se entere del contenido del mensaje saetero.
Excelente iniciativa, intrépido Spu ;-)
No estaba claro qué había impactado más a Mulán, si el bigotón de Sir Valadir o la cantidad de fijador que parecía llevar en el pelo. La brisa matutina que agitaba su cabello no movió ni uno solo de los pelos de aquella imponente masa capilar que más que peinada parecía esculpida. El Hombre... Quién sería aquel Hombre al que se refería Sir Valadir no lo sabía, pero la joven se acercó sonriente al famoso caballero. —Mi nombre es Fa Mulán y la verdad es que... Ah, vaya. Gracias. —Su intención de preguntarle por su experto parecer sobre el posible devenir de la batalla y la táctica enemiga se perdió ante el gesto de Sir Valadir. Mulán observó las letras grabadas para siempre en su armadura y pensó que aquella debía de ser alguna costumbre arcadia desconocida para ella. Un gesto de buena fe para desear suerte al guerrero antes de una contienda importante. Abrumada ante semejante gesto pensó en qué podría darle ella a Sir Valadir para corresponderle mientras escuchaba las reflexiones del guerrero sobre los dragones. —¿Los dragones no lucharán a nuestro lado en esta batalla? Al fin y al cabo, Arcadia también es su reino ¿no?
Entonces se le ocurrió. Metió la mano en su armadura y encontró uno de sus muchos amuletos. Con una sonrisa se lo tendió a Sir Valadir. —Este es Chan Chu. Le traerá buena suerte en la batalla. Pero no abra la caja o se escapará. —Mulán le entregó una especie de joyero en miniatura de la que emanaba el inconfundible canto de un grillo.
Su atención se vio, sin embargo, reclamada por el embriagador perfume y la voz aterciopelada de Sir Alexei de la Luna de Plata. Un velo de añoranza pareció cubrir los ojos de Mulán al rememorar su hogar. —China, mi señor. Imperio de dragones y de magia. ¿De verdad no ha oído nunca hablar de mi hogar? —Estaba a punto de hablarle a Sir Alexei de la caída de la hoja del gingko, de la Ciudad Prohibida, del Templo del cielo y del vuelo del dragón cuando una flecha que surgía de los árboles lejanos y surcaba el cielo llamó su atención. Una flecha dirigida a su General.
Sin pensarlo dos veces Mulán salió al galope mientras agarraba su escudo y esquivaba a las distintas facciones de su ejército. La máscara de Jiang Go lanzó un graznido de guerra. Con los dientes apretados se lanzó de su montura y rodó por el suelo, colocándose frente al General Corazón de Oso, interceptando la trayectoria de la flecha que se clavó en su escudo con una fuerza brutal, quebrándolo en dos. Con la respiración acelerada, la joven asomó tras el escudo con precaución. Había algo clavado en la flecha. No intentaban asesinar al General, solo mandaban un mensaje. Algo azorada ante su confusión cogió el papel y se lo entregó al General con una inclinación militar. —¡General! Fa Mulán a su servicio— Corazón de Oso era absolutamente imponente. Su sola presencia habría sido capaz de atemorizar al más aguerrido de los guerreros, pero era el aura de mando que emanaba de cada uno de sus gestos lo que verdaderamente asombró a la joven. —Señor, ¿está seguro de que no es una trampa? Pido permiso para acompañarle.— exclamó la joven en posición de firmes y observando con asombro al chico galleta que se había apeado de la torre y avanzaba con decisión hacia su posición.
Motivo: Tirada de salvación
Tirada: 1d20
Dificultad: 15+
Resultado: 14(+1)=15 (Exito) [14]
He pensado que esta era una buena manera de introducirme al General. Así justificaría que Mulán lucha con dos espadas porque ha perdido su escudo y que pudiera acompañar al General como parte de la comitiva. Siempre que Dewey dé su beneplácito, claro...
—Nuestros dragones no son precisamente estadistas, milady. Dudo mucho que alguno acuda en nuestra ayuda. ¡Y casi mejor así! No queréis saber las fortunas que estarían dispuestos a pedir por prestar su aliento ígneo en una contienda como esta. Son engreídos y arrogantes por naturaleza. Raro sería que creyesen que algo al otro lado del Umbral puede dañarles. Por ende, nos dejan a nuestra suerte, como escamosos y traicioneros demonios que son… —se notaba a la legua que Sir Valadir guardaba un profundo rencor hacia la estirpe dracónida, así como su bigote, que se sacudió cual alfombrillo de escarpias ante la mención de los legendarios reptiles.
Y hablando de bigotes, solo el tupido mostacho de Sir Valadir impidió que su mueca de sorpresa y desconcierto fuese perceptible cuando Mulán le regaló una cajita rechinante a modo de amuleto de la suerte. El caballero estaba acostumbrado a recibir pañuelos perfumados, lencería parisina o gorjeos de amour de sus más acérrimas fans en Twitter, pero uno no se topaba todos los días con una joven tan ocurrente que regalase grillos ruidosos atrapados en un joyero en miniatura.
El caballero de la Cruz Roja guardó el tesoro entomológico en su morral –arrojarlo al bosque le habría parecido una grosera falta de educación caballeresca- y dedicó un solemne saludo de cabeza a la guerrera china.
—Lo llevaré junto a mí para teneros presente durante la batalla, milady. Por cierto, me aqueja una molesta e insoportable duda clasista: ¿Cuál, si puede saberse, es vuestro estatus nobilia…?
Pero Sir Valadir no pudo concluir la pregunta, pues una sibilina flecha surcó los cielos –algunos dirían que se trataba de una golondrina malintencionada- rumbo al General Corazón de Oso y Mulán reaccionó con gallardía, eludiendo los de por sí ineludibles encantos masculinos (¿?) de Sir Alexei de la Luna de Plata para efectuar un salto doble desde su montura y usar su escudo para detener la flecha en lo que podría catalogarse como una exhibición de acrobacias digna de la élite del ejército de la República Popular de China.
Y todo esto con la armadura pesada puesta.
HEAVY SHIT.
—¡Carámbanos! —dijo Sir Valadir, que aborrecía el lenguaje soez y no era proclive a replicar las palabras proferidas por este obsceno narrador—. She knows the moves, I give her that… Hmmmm-mmm-mmm… —esto último fue la réplica del bigotón a su portador, claro.
¿Había comentado que el mostacho de Sir Valadir tenía personalidad jurídica propia?
—Creo que estoy enamorado —confesó Sir Alexei, sus ojos haciendo chiribitas cual irredenta fangirl al tiempo que lanzaba suspiros acunando su mentón entre sus manos enguantadas.
El caballero de los Dientes de Ajo eructó. Los modos de Sir Alexei le generaban ardores en el píloro.
La valentía de Mulán y de Mico no pasó desapercibida para los Irregulares de Nance, que empezaron a mantener un sesudo debate sobre lo que estaba ocurriendo. Como era costumbre, al ser una familia con suficientes miembros para conformar un destacamento militar, los debates eran confusos y caóticos de necesidad, y era frecuente que los de retaguardia solo alcanzasen a comprender pequeños fragmentos de la conversación que tenía lugar en vanguardia.
—¡Toma ya! ¡Esa piba ha dejao en evidencia a todos los caballeros al detener esa apestosa y traicionera flecha, sin duda dirigida con aviesas intenciones al General! ¡Qué ruines esos duendes! ¡Tienen apestosos francotiradores! —explicaba Larry Nance Sr., El Patriarca.
—Odio a los camperos… Apestan —gruñó Barry Nance, que profesaba un sincero odio a todo aquel que hiciera la guerra con armas de combate a distancia, alejado del honor que exuda una buena y grasienta pelea tabernaria.
En retaguardia, al cabo, llegó la siguiente información sin adulterar.
—¡No os lo vais a creer! ¡Una ameba ha lanzao una beneficencia a los macarreros al sostener una apestosa y zalamera flecha, que parece iba dirigida con funestas emulsiones al manzanar! ¡Qué cataplines tienen esos duendes! ¡Hieden como apestosos boñigadores! —dijo Warry Nance, un gnomo muy gesticulante que presumía de tener un excelente oído.
Como conclusión definitiva a las palabras de Warry, Willy Nance, el último gnomo en pie, combó su entrecejo en una mueca de disgusto y sentenció:
—Tsk… Apestan.
Alguien ajeno a aquel intercambio de pareceres de lo más familiar podría haber preguntado a Willy: ¿A quién te refieres exactamente? Pero en aquella familia se entendían a la perfección y, para cualquier Nance que se preciase de serlo, no había una mejor forma de concluir una frase que la oportuna conjugación del verbo de cabecera de la familia.
* * * * *
Cuando uno le veía de lejos encabezando la hueste, sabía con precisión que estaba observando algo muy grande moverse firme, parsimonioso e inexorable, como la arena precipitándose en un reloj. Pero era de cerca, en las distancias cortas, cuando uno tenía la prístina sensación de que Corazón de Oso era un prodigio de la naturaleza, único en su especie. Era desde un punto de vista literal una criatura enorme, incluso para el estándar de un oso. Podría pesar fácilmente más de mil kilos, y si se erguía en todo su esplendor, rebasaba los cinco metros y medio de altura. Su mera visión era imponente y encogía ligeramente, de haberlos, los genitales en el espectador. Sin embargo, su mirada era noble y en sus movimientos rezumaba una serenidad y una calma propias de un ser milenario, ancestral.
El colosal úrsido se sentó sobre sus cuartos traseros y tomó la carta que le tendió Mulán, inspeccionándola con un monóculo que extrajo de uno de los bolsillos de su frondoso pelaje de un azul índigo.
—Has actuado con gran velocidad, Fa Mulán. Estoy impresionado. Todos lo estamos, de hecho. Gracias por tu valentía. Hmmm… Podría ser una trampa, claro —razonó con su cavernosa voz al tiempo que olisqueaba la carta. —Pero solo conozco una forma de averiguarlo. Además, nuestros aliados se retrasan… —reveló de improviso—. Algo de tiempo no nos vendría mal para agotar las posibilidades de que los elfos del Duque Oberyn y los nobles de Everwinter se unan a la batalla.
Intervino entonces Maese Gepeto. Mico y Mulán fueron testigos de la tensión que palpitaba entre el General y el Gran Artificiero.
—Mi General, con el debido respeto, os desaconsejo acudir a lo que sin duda parece un ardid del enemigo para descabezar nuestras líneas. Estamos en inferioridad numérica, es cierto, pero tenemos no pocos ases en la manga para sorprender y desmoralizar al invasor. Por muy ducha que sea la guerrera Mulán o muy intrépido que sea este bizcocho llamado Mico, dudo que incluso vos podáis salir vivo de una emboscada de esos arteros duendes.
La preocupación y las sospechas sobre la inesperada maniobra diplomática propuesta por los duendes estaban más que fundadas habida cuenta de que los oponentes de los nobles arcadios en aquel matutino y otoñal lance eran nativos de La Pesadilla. Jugar limpio no entraba en la genética de los habitantes de la Región del Terror. A decir verdad, a muchos de los arcadios les extrañaba que el bosque Epping no estuviese ardiendo a estas alturas, pero dado que la masa arbórea tenía una personalidad cambiante, era hasta cierto punto plausible que los duendes no quisieran provocar la ira del mágico Epping. Pero, por otra parte… ¿Y si existía no solo una oportunidad de ganar tiempo para que llegasen refuerzos, sino una opción de evitar muertes innecesarias entre los arcadios? El General, una criatura en esencia pacífica, no podía desperdiciar tal ocasión, aunque eso entrañase un riesgo evidente para su propia vida. Y así, dispuesto a zanjar el asunto, tras escuchar las palabras de su amigo y consejero Gepeto, Corazón de Oso guardóse el monóculo e inspiró profundamente, algo que solía hacer antes de concluir un diálogo de cierta carga metafísica.
—Iré yo —dijo una jubilosa voz a espaldas de los presentes, mucho más cantarina que la del General—.
Gran oso, alquimista anciano, valiente china y galleta aventurera miraron en derredor, buscando al autor de tal declaración de intenciones.
Y allí estaba él, el zorro Renard, abanderado entre los arcadios. Sonriente, arqueando una ceja con gesto taimado, mirando de arriba abajo a Mulán y a Mico, se puso junto a ellos conformando un extraño triunvirato.
—Mi General, con vuestra venia, querría tomar vuestro lugar en vuestro Escuadrón SuicidaTM, que diga, vuestra comitiva diplomática. Soy, y me atrevería a decir que a kilómetros de distancia, vuestro mejor embaucador. Y escoltado por esta valiente princesa -Enchanté, mon cherie- y a esta temeraria galleta -Bonsoir, Monsieur Biscuit salé- creo poder decir que saldremos airosos de alguna manera del posible entuerto que preparen esos duendecillos.
El zorro, maestro de una oratoria aterciopelada y seductora, alzó con gracia su mano para pedir calma al Gran Artificiero Gepeto que ya se disponía a protestar por la estupidez que suponía confiar misión alguna a un experto en la triquiñuela como Renard.
—Sé lo que pensáis, mi pirotécnico señor Gepeto, mas dejad que os explique las ventajas de confiar en mi plan… —Bastó un parpadeo, y tras el chasquido de dedos del zorro, lo que antes era un vulpino, ahora era un úrsido. Renard ya no era Renard, sino Corazón de Oso. Magia de ilusión. Y de la buena, debe decirse. Un truco impresionante a ojos legos, pero solo un pequeño destello del talento que atesoraba el timador Renard.
Los Irregulares de Nance dejaron escapar un bien acompasado «Wooooooaaaaaah» al ver la transformación del zorro. Ahora, el ejército disponía no de uno, ¡sino de dos colosales titanes con forma de oso!
—Si soy yo el enviado, mi General no se expone a un magnicidio y al tiempo nuestras huestes ganarán tiempo para recabar auxilio de elfos e impuntuales, que diga, invernales nobles. Si se tratase de una emboscada, soy más escurridizo que vos, mi General; y si en realidad quieren parlamento esos duendes, no se me ocurre nadie mejor para conversar en una mañana de otoño que mi persona —argumentó jugueteando con sus cejas, arqueándolas a placer para enfatizar su elocuencia—. ¡Hasta les llevo pastas de té! ¡JA! —dijo dando una palmadita a Mico al tiempo que le miraba con aire suspicaz por un instante—. Oye, amigo. Tus cejas… ¿Están hechas de espárragos? Sacre Bleu…
Renard, ahora en una imponente forma de oso, se cruzó de brazos y sonrió ladino deslizando sus ojos esmeralda hacia Mulán y Mico.
—Et bien? ¿Deberíamos formar el Triunvirato Arcadio?
¡Ajá! ¡Comienza la magia!
¡Pronunciaros sobre la cuestión trascendental y avanzamos! ^^