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Dark Heresy: Capítulo Tercero.

Dark Heresy 3: Relatos y Narraciones.

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10/02/2020, 21:58
Sector Calixis.

DARK HERESY 3: RELATOS Y NARRACIONES:

Notas de juego

- Escena narrativa no interactiva.

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10/02/2020, 22:00
Titus Nihilius.

A veces, la vida del Ordo Hereticus no es tan divertida como se supone. Sé bien que nadie me prometió participar en algo digno de ser vivido pero aquel día que bajé la pistola para no volarme la cabeza, pensé que sería para mejor. Después de un par de meses en Iocanthos, llegué a dudarlo:

“Debería haberme volado los sesos.”

Iocanthos es precisamente el tipo de mundo que no me gusta: Primitivo, lleno de salvajes idiotas, árido y sucio, sin comodidades tecnológicas y con la maldita Eclesiarquía constantemente farfullando sus consignas. ¡Con un demonio! ¡Como odio a esos predicadores que desprecian a Omnisiah y su grandeza! Tampoco soy un fanático, como muchos otros relacionados con el Mechanicus, pero son las municiones fabricadas en Los Tornos las que acaban con la herejía al final, no las prédicas.

Ese planeta, después de todo el asunto del demonio y la Catedral de Desesperanza, se transformó en un hervidero de caos, un caos que todos esperaban que fuese la Fe en el Emperador la que lo contuviese. Los idiotas y salvajes se acercaron a los sacerdotes a pedirles guía y protección, olvidando que un arma, apropiadamente untada con los aceites sagrados y con su espíritu máquina bien satisfecho es el mejor guardián del cuerpo y el alma que un hombre necesita para vencer la herejía y a los demonios. Yo, como buen hombre de Fe, realizo los rituales a diario sobre todo mi arsenal, preparado para cuidar mi vida y la del resto si es que a alguien se le ocurre amenazar la paz que se ha conseguido.

La primera vez que me enviaron a Iocanthos, fue seis meses después de que mis compañeros derrotasen al demonio. Pensé que sería una asignación interesante aunque, para ser sincero, nunca tengo demasiadas esperanzas cuando salgo de Specula Maris. No me gusta decepcionarme así que evito hacerme expectativas.

Cuando llegué, me di cuenta de que era un basurero, como mi primera misión en esta célula inquisitorial, la que me llevó a ese planeta llamado Acreage, que era agricultor. Este, en cambio a ese, ni siquiera tiene verde que mirar, pues todo es tierra, arena y polvo. En esa ocasión viajé con esa mujer llamada Renata, Von Braun y un predicador llamado Valerius. A ella parece que le conocieron precisamente en Iocanthos y participó de la misión original. A Valerius, en cambio, le conocía de la misión en Donaris, donde aprendí que es un inútil y que no me interesa, como todos los clérigos que conozco. Von Braun es un constante dolor en el trasero pero me consta que es útil y eso lo aleja de mi desprecio total.

Ostrogov y Veridio nos recibieron, a quienes ya conocía y con quienes no me llevo mal, por lo que en un primer momento no fue tan desagradable. Lamentablemente, me di cuenta de forma veloz que la Eclesiarquía domina la operación directamente mientras que el Ordo Hereticus es más una suerte de supervisor de que las cosas vayan bien. En resumen: Escuchar mierda a diario y aburrirme demasiado.

Si no fuese que en los páramos hay suficientes bandidos y salvajes a los que dispararles cuando se sublevan. No lo hice mucho la primera vez que fui pero tuve oportunidades posteriores de ponerme al día. El primer semestre que estuve allí, fue realmente un infierno para mí.

Pero luego, en el primer semestre del 812M41 volví a Escintilla, lo que agradecí a todos los santos imperiales. Ahí pude ponerme al día con mi entrenamiento, el que fue mi prioridad absoluta. Sentía que estar de pie, quieto como un idiota, durante los ritos en la Catedral de Desesperanza, me había oxidado y cuando aterricé en nuestro centro de comando, dudaba ya poder darle con disparo a quemarropa a un muro.

Así que continué entrenando mis ejercicios y con mis armas, hasta quedar convencido de que no he perdido mis talentos. Me sometí a los ejercicios físicos más exhaustivos, hasta terminar postrado, derrotado en un charco de mi propio sudor. Me aseguré de que ningún blanco terminase indemne al pasar por mi línea de tiro con el fúsil de caza y que mis pistolas disparasen tan rápido que ningún objetivo pudiese quedar vivo bajo tamaña lluvia de munición, precisa y letal.

Al semestre siguiente, me enviaron nuevamente a Iocanthos. Era una pésima noticia para mí pero era mi deber y no me quejaría por ello. En esta ocasión, en lugar de Tercio y Ostrogov, nos acompañó el tecnosacerdote Cerberus. Eso es algo agradable pues siempre me siento más tranquilo si alguien que sabe tratar a los espíritus máquina está cerca, alguien de la Fe de Omnisiah, en la que fui educado.

Pocos días llevaba en aquella rutina aburrida cuando una banda de nómadas decidió atacar Desesperanza, por lo que repelimos el ataque junto con los nativos Dalsheen. Cuando el ataque acabó, nos avisaron que habían visto un campamento a unos quince kilómetros, por lo que decidimos ir a la zona a investigar. Encontramos los remanentes de la banda. Yo no soy especialmente bueno hablando, por lo que fueron nativos quienes se mezclaron entre ellos y averiguaron que eran salvajes y adoradores del Padre Cuervo. ¡Cuánta felicidad sentí al saber que por fin repartiría muerte a alguien! Apoyé a la distancia con mi rifle mientras los Dalsheen gritaban y atacaban, haciendo más escándalo que daño real. Mientras ellos agitaban sus armas cuerpo a cuerpo y disparaban a diestro y siniestro, errando más de lo que impactaban, yo destapaba cráneos con precisión quirúrgica. Uno, dos, tres… doce… veinte y tres… en algún momento perdí la cuenta pero agradecí llevar mucha munición encima pues la usé, para gusto y placer mío. Cuando mi fusil terminó de escupir humo, ningún bandido quedaba con vida en kilómetros a la redonda.

Lamentablemente, fue lo único memorable en aquella visita a Iocanthos. Me llevé de todas formas muy buenos recuerdos de ese episodio, la admiración de los Dalsheen y un apodo que nunca aprendí a pronunciar que significaba “Muerte certera”. Me reí y lo agradecí, aunque en realidad me importó una mierda.

Por dos años completos estuve en Escintilla, entrenando y trabajando en la mejora de nuestra finca. Implementar nuevos sistemas de defensa y modernos equipamientos para entrenar las habilidades de combate fueron parte de mis labores, en lo que me esforcé mucho pues siempre me ha gustado pensar que nuestro centro de comando ha de ser una fortaleza segura de cualquier peligro que ose atacar a una célula inquisitorial, además de ser capaz de entrenar a los que han de ser los mejores humanos del Imperium.

Además de eso, participé en unas cuantas misiones en busca de herejía en alguna de las colmenas del planeta. En algunas de ellas, tuve que colaborar con los Arbites, que son un montón de inútiles. Lamentablemente, ninguna de las búsquedas en las que participé conseguimos identificar a herejes y solo hice gritar a mis armas contra alguno que otro pandillero que intentaba atacarnos al andar nosotros de incógnito.

Era el primer semestre del 815M41 cuando volví por última vez a Iocanthos. Ya no me importaba mucho pues tenía la esperanza de que fuera más divertido (o simplemente me había hecho la idea de aburrirme). En esta ocasión, me acompañó Kurt, un penal reclutado en Iocanthos con quien no había coincidido, Ostrogov, Von Braun y el aburrido de Valerius.

Para mi diversión, alguien había dado la información de que quizás había unos herejes en Desesperanza, adoradores del Padre Cuervo, que se mantenían ocultos. Buscamos hasta que encontramos con un par de células de cultistas y las limpiamos. Los Dalsheen me recordaban y me sentí bien participando junto a ellos para vigilar a los nómadas quienes, lamentablemente para mi diversión, eran todos devotos del Credo Imperial. Ninguno de ellos intentó atacar Desesperanza y, como yo no estaba autorizado a participar en rencillas locales ajenas al Ordo, no pude tocar. En todo caso, ya me había acostumbrado a ese planeta y a los Dalsheen, por lo que en el fondo igual me apenó un poco dejarlo a los seis meses de llegar.

“Creo que en el fondo, uno le agarra el gusto a todo, por pobre que sea al principio.”

Ahora, ya llevando seis meses en Escintilla, dedicado a mis entrenamientos casi por completo, no sé si me enviarán nuevamente a Iocanthos pues nuestro Inquisidor, Globus Varaak, nos ha convocado a la capital, así que algo debe tener entre manos. Solo espero que sea algo útil… o divertido por lo menos.

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12/02/2020, 23:46
Vladymir Ostrogov.

La carne era débil. Cualquier hijo de Vostroya lo sabía. Seguramente debía saberlo cualquier persona que creciera en los mundos iluminados por la sabiduría del Mechanicum. Sin embargo, era igualmente cierto que la carne es nuestro origen, y que para la mayoría de hombres y mujeres de la Guardia Imperial, la carne y la sangre es todo lo que tienen para ofrecer. En ese sentido, él no era muy diferente. 

Su sangre seguía siendo su mayor activo. Y su carne, claro. Casi cien kilos de músculo vostroyano alimentado con kvas y las raciones que el Munitorum proveía. Su servicio a las órdenes de un Inquisidor seguía basado, a grandes rasgos, en el mismo principio: ser más duro que los horrores que la herejía le tiraba a la cara. Y en la mayoría de casos lo había sido. Aberraciones xenos y herejes habían caído, uno detrás de otro, y seguirían haciéndolo mientras dependiera de él. Pues al final el Emperador protege, en todo y en todas las cosas. En eso, todo ciudadano imperial estaba de acuerdo.

Pero si hay algo más cierto que ese axioma, es que el Emperador protege a los que se protegen a sí mismos. Para ello, todo soldado debe tener su equipo siempre bien mantenido y a punto, y hacer lo mismo con su cuerpo. En el caso del vostroyano, eso implicaba una rígida rutina de ejercicios, repetida día tras día. Ya fuera en la finca que actuaba de base de operaciones, o en el condenado Iocanthos, nunca abandonaba sus carreras, levantamientos de peso y ejercicios de fuerza y resistencia, acompañados de prácticas de tiro siempre que tenía ocasión. 

Porque aunque la carne fuera débil, existían en ella grados de debilidad. Y aunque nunca fuera tan resistente como una fiable máquina, o mortífero como los campeones del Mechanicum o los Ángeles del Emperador, aún podía mejorar. Aún podía ser suficientemente duro como para prevalecer donde hombres menores fallarían. Cada vez que flaqueaba, se obligaba a recordar. Los horrores de los hombres gusano. La malignidad tomando posesión de Arlan. Los cultos malignos que intentaron cambiar a Rais. El maldito horror de Iocanthos. 

Todas y cada una de esas cosas estaban ahí fuera. Puede que no exactamente esas, pero sí otras similares, un enjambre sin fin de terrores y abominaciones que la Galaxia arrojaba a la Humanidad, intentándola alejar de su auténtico destino. Intentando rebatir que eran ellos, y no los xenos y los traidores, los auténticos señores de las estrellas. Pensar en ello siempre le ayudaba. La nausea y el horror eran grandes motores cuando el ánimo fallaba, siempre impulsaban a ir más allá. A presionar el cuerpo para que respondiera a las necesidades que vendrían.

Porque vendrían. Sin duda lo harían. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes y año tras año, Vladymir se lo recordaba a si mismo. Puede que aquellos turnos de servicio estuvieran siendo relativamente tranquilos. Que el mal pareciera haberse desvanecido de aquel sector. Pero no era así. El mal nunca desaparecería. Solo dormitaba, recuperando fuerzas. Solo conspiraba, buscando arrojarles algo aún más terrible a la cara la próxima vez. Y tarde o temprano, daría con algo lo suficientemente imponente a sus ojos como para creerse ganador. 

Aunque por supuesto se equivocaba. Mientras quedaran hombres como él, como sus compañeros, la escoria y vileza nunca lograría ganar. Plantaría cara a lo que fuera. Lo fulminaría con láser, lo destrozaría con proyectiles sólidos, lo despedazaría con su sable, e incluso lo reduciría a pulpa sanguinolienta con sus puños de ser necesario. Pero no se rendiría. Jamás.

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13/02/2020, 16:26
Valerius.

La figura desgarbada caminaba con paso firme a través de la Specula Maris. Si no fuera por el exceso de peso al apoyar la pierna izquierda, nadie notaría una leve cojera, o que aquella pierna no era de carne y hueso. Valerius aún no se había habituado del todo a llevar esa prótesis. No es que le importara mucho, al fin y al cabo era una herramienta para un fin. Y por el momento, le había permitido continuar con su labor sagrada en la búsqueda de herejes en nombre de la Inquisición. Aquel tecnohereje con la espada sierra implantada no había acabado su trabajo… No había eliminado a Valerius y eso supuso su castigo y su extinción. En la Inquisición no había piedad para los herejes.

Habían transcurrido cinco largos años desde su última misión inquisitorial. Cinco años que habían dado para mucho. Valerius pasó de Novicio a Iniciado. Y de ahí a Sacerdote. Sus labores en la iglesia de Desesperanza, aun secundarias en comparación con las del Sacerdote Tauron, no habían sido menores. No para él. A Valerius le encantaba cuidar de las almas de los fieles y devotos, y sobre todo predicar la historia de San Drusus.

Los periodos de tiempo pasados en la Specula Maris, en cambio, habían resultado de lo más monótonos. Su devoción inquebrantable le había hecho no volverse loco mientras revisaban comunicaciones de forma casi cíclica. Rutina, rutina y más rutina. No podían estar más de ocho o nueve horas consecutivas revisando grabaciones, pues cualquiera se volvería loco... Así que Valerius aprovechó para cultivar su cuerpo el resto del tiempo en aquellos días. Iocanthos y Desesperanza le ayudaban a dirigir sus expectativas espirituales. Escintilla le servía para hacer algo de ejercicio, entrenar con sus compañeros, y tratar de mejorar esa deficiencia en combate que su historial académico no le había proporcionado.

No era un soldado, ni un guerrero... pero tras todo ese tiempo había conseguido estar medio en forma. Sería un verdadero defensor para la Inquisición. Daría con los herejes, y acabaría con ellos.

El pelo albino y lacio era prácticamente la única parte del cuerpo del antiguo novicio visible en aquellos momentos. Se detuvo frente a la puerta de los ascensores y esperó con impaciencia a que se abrieran las puertas. Con la mano derecha enguantada y casi rodeada por el brazal de caparazón, el sacerdote se ajustó las gafas.

Las puertas se abrieron y, sin titubear, se introdujo en el habitáculo metálico mientras pulsaba el botón que le llevaría al cuarto sótano. En el espejo pudo ver su reflejo. Lo poco que alcanzó a ver de su rostro le recordó lo pálido que era. Lo llamativo que sería para muchos. Casi lo había olvidado. Por norma general solo se quitaba toda la parafernalia, armadura y ropas para dormir. Y solamente en la privacidad de su cuarto.

Un leve pitido le indicó que ya había llegado a su destino. Salió del ascensor y empezó a avanzar por el pasillo hasta la celda donde le esperaba el hereje. El pandillero que habían atrapado en Desesperanza seguía sentado en la esquina más lejana a la puerta, y tardó en percatarse de la figura que le observaba al otro lado del cristal.

La puerta se abrió con un sonido deslizante y Valerius se adentró en la celda. El hombre elevó la mirada y se acurrucó aún más en el extremo opuesto. Sus ojos decían mucho al sacerdote. Estaba asustado, pero pese a ello había desafío en su mirada. Sabía algo, y no quería revelarlo. Con mucha calma, Valerius sacó un alma – la moneda de los locales - de uno de sus bolsillos, y la colocó en el mismo banco en que estaba sentado el prisionero. Con un dedo la deslizó unos centímetros hasta situarla justo en el medio, para que el hombre la viera bien.

Sonrió, pero el pañuelo que tapaba su rostro hasta la nariz impidió que el preso lo viera. Entonces, de otro de los bolsillos, sacó una bala. Para él, era especial. Le traía recuerdos de su primera misión inquisitorial. Conocía el dolor que esa bala en concreto era capaz de provocar. El prisionero no podía comprenderlo, para él tenía otro significado.

Valerius situó la bala junto a la moneda.

- ¿Qué va a ser? – Preguntó con tono monótono, pero inmisericorde.

Llevaban los dos últimos años vigilando al grupo al que pertenecía este hombre. Monitorizando sus comunicaciones y turnándose para seguir a algunos de los miembros de su banda. Valerius sospechaba, tras descifrar algunas comunicaciones, que aquel tipo tenía relación con algún grupo de herejes que operaba a escondidas… Pero aún no había podido probarlo.

Cerberus era el que había detectado algo sospechoso en la primera comunicación. A partir de ahí, tiraron del hilo. El sonido deslizante de la puerta al abrirse de nuevo logró que Valerius dejara de mirar al prisionero y se girara para encarar al recién llegado.

Intius Varnias… un arbitrador cuya figura imponía mucho más que la del sacerdote. Bajo el pañuelo que ocultaba su boca, Valerius sonrió. Varnias seguro que podía sacar información al prisionero con mucha más rapidez que Valerius.

- El Inquisidor Vaarak nos ha mandado llamar. – Las palabras del arbitrador interrumpieron sus pensamientos.

La sonrisa se difuminó bajo el pañuelo. Valerius asintió y se volvió para recoger tanto la moneda como la bala.

- Volveremos a hablar. No he acabado contigo. – Espetó al prisionero antes de que ambos acólitos salieran de la celda.