Partida Rol por web

La siniestra Yedra aplica la pomada con sus dedos retorcidos sobre los párpados de Oier. Este mantiene los ojos cerrados mientras la lobera entona unas extrañas palabras. El revuelo provocado por los gritos sucede cuando el aguerrido vascón abre los ojos y comprueba que ve todo lo que le rodea como lo vería un lobo, con una extraña iluminación blancuzca.

Dolça se pone en marcha la primera. Mezclada entre la gente que se asoma a la entrada del callejón, busca la figura del párroco. Junto a ella, pero dos cabezas más alto, el forzudo Elías. La caseta en que dejaron sus armas queda a unas 50 varas y el musculoso hebreo prefiere no perder el tiempo en ir a buscarla.

Oier, con sus lupinas pupilas amarillas, tensa sus músculos y se prepara para la batalla. Se debate entre el miedo a que los gritos provengan del cura y la rabia que le produce no haber dejado bien asentado el trato, y así se lo hace saber a gritos a Dolça (El párroco no ha sellado el trato, si no veo alguna moneda no me han contratado), que avanza una decena de metros por delante, con misterioso gigante judío a su lado.

Antes de salir a ver qué sucede, Yedra alcanza a aplicarle el ungüento misterioso al mozo judío, que experimenta los mismo efectos de Oier en cuanto vuelve a abrir los ojos. Yosef se lanza hacia el callejón con la discreción de un gato, pasando desapercibido entre el grupo que se acerca a ver qué sucede.

Mientras tanto, la bruja se queda rezagada. Todos sus compañeros le dan ya la espalda, avanzando hacia el alboroto, y no ven cómo la misteriosa Yedra se coloca un chal sobre los hombros, declamando salmos incomprensibles.

Cuando llegáis a la boca del callejón estáis entre los primeros en asomarse. Se trata apenas del espacio entre una casucha y un establo, sin apenas iluminación, puesto que la que llega de la hoguera es detenida por los edificios. El grupito de observadores se ha quedado a cierta distancia del alboroto, cautelosos, por miedo a los gritos y a la oscuridad.

Lo que se distingue es a tres figuras adultas forcejeando, tratando de reducir y callar a una figura mucho más pequeña, que por la voz es probablemente la de un niño.

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   Se oyen gritos mientras poco a poco extiendo el ungüento a Oier y activo. No había terminado de poner el ungüento a Oier, cuando Yosef comenta:

- Si es posible, mi señora Yedra, a mí también me gustaría probar de su ungüento. -

   Sin problemas, Mozo... un momento... y le extiendo a él también el ungüento.

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   Tras cerrar los ojos a Yosef, le extiendo con cuidado el ungüento en los párpados, luego termino con unas palabras que nada entienden, o así lo creo. Mientras termino, Elias sale corriendo tras Dolca al callejón. Quedándonos rezagados Oier, Yosef y yo.

   Con nadie ya cerca, le comento a Yosef, - Ya está, hasta que el sol os alumbre verás hasta en la más honda oscuridad como si estuvieses bajo la brillante luz de la luna, chaval. -

   Luego me río y continuo.

   - ¡Os han quedado unos ojos amarillos preciosos, parecéis un par de cachorros! -

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-- ¡Agárralo de ahí, cago en to, y vámonos rápido!

 -- ¡Cabrón, qué patada me ha dado!

-- ¡Cállate, condenado, o te rebano el pescuezo aquí mismo! 

-- ¡Socorro, que se me llevan! ¡Ayuda, socorro, por caridad! ¡Ay, ay! ¡Socorrooo!

Fascinado por su nueva visión animal, Oier avanza rápido hacia el callejón, pensando en las ventajas que tendría este ungüento para ciertos trabajitos de mercenario. Delante de él, Dolça, Elías y un primer grupo de curiosos ha llegado hasta la boca del callejón. Ellos ya deben de estar viendo lo que sucede.

Los gritos continúan. Tres voces graves y otra... ¿de niño?

Yosef avanza fascinado por el efecto que le produce el ungüento. Ve todo como si existiera una luz blancuzca que, surgiendo de las cosas, impidiera que estas se quedaran en oscuridad. ¡Qué maravilla para un malsín!

Mira a sus compañeros. Dolça y Elías ya han llegado a la boca del callejón. ¿Qué estarán viendo?. Oier está a medio camino. Los gritos continúan. Hay algunas voces de hombre y otra más aguda, más desesperada.

Yedra se queda la última, colocándose el chal mágico. Ninguno de sus compañeros se vuelve a verla. Mejor, quizás, así no les sorprenderá que la vieja se desvanezca en el aire. Pero, ¿se ha desvanecido? Alguien muy muy atento podría ver que sus pisadas avanzan en dirección a la callejuela, siguiendo la figura escurridiza de Yosef, la torre de músculos de Oier y, más adelante, a los dos hebreos mayores, Dolça y Elías.

¿Qué habrá sucedido? Los gritos arrecian. Alguien parece desesperado en ese callejón.

Oier desaba saber qué ocurría, no tanto por simple curiosidad como por saber cómo de grande era el peligro y si acaso podía alcanzarles a ellos. También por si pudiese arrojar luz sobre el trabajo que les había propuesto el cura. Siendo más alto que muchos* de los presentes creyó que no le costaría demasiado ver el callejón, aun sin estar en primera fila, pero al escuchar una voz como de niño algo se removió en su interior y trató de avanzar apartando con un suave empujón, si era necesario, a los curiosos que parecían no estar haciendo otra cosa que no fuese mirar. Los niños le importaban. Había matado hombres, había matado mujeres, pero siempre se había negado a trabajos que conllevasen acabar con la vida de los niños. Podía darles un escarmiento, pero no creía necesario causarles un daño real ni mucho menos acabar con sus vidas.

Los niños deberían ser felices.

Con los ojos clavados en el lugar del que venían los gritos trató de acercarse lo máximo posible hasta que pudiese ver lo que pasaba y, tal vez, comprender lo que estaba sucediendo allí.

¡Ey, dejen al muchacho en paz! -grita Dolça desde su sitio.  

¡Maleantes, pervertidos!   -Se mete en el callejón, dispuesta a ayudar en lo que fuera.  Carga su honda con una piedra buena para romperle la testa a cualquier testarudo. 

¿Que quieren ganar con ello?   ¿Una moneda?   Si hoy hay comida y bebida a toneles, ¿que precioso tiempo desperdician con esto? ¿Qué quieren? 

Usó su empatía y experiencia en otros pueblos para saber qué era lo que realmente estaba pasando.  Nada le venía a la mente.

Con sus ojos, en la penumbra, trató de distinguir si sólo esta salida había, o si los maleantes buscaban con los ojos y los pasos algún otro sitio a donde ir. 

Dejó volar la piedra, cual David contra Goliat, contra aquel que más sujetaba al chamaco. 

 ¡Corre, hacia acá! ¡Te protegeremos!

Avanzo hasta la boca del callejón buscando ángulo para poder disparar mi honda contra los posibles enemigos que allí me pudiera encontrar y evitar meter a mis compañeros en la trayectoria de mi piedra.

“El tiempo que perdería en recoger mi arma podría costarle la vida al niño, no hay tiempo que perder”, piensa Elías y se lanza a la carrera (si la oscuridad le permite moverse con cierta seguridad) hacia el origen de las lamentaciones. Al ver las hondas moverse en el aire se echa a un lado, momento que aprovecha para estudiar a sus posibles (tras las pedradas, “seguros”) contrincantes. Ante cualquier gesto violento hacia el niño o la mujer, se lía a guantazos.

Mientras se acerca a la boca del callejón, Oier ve a Dolça llevarse las manos a la cabeza y gritar:

¡Ey, dejen al muchacho en paz!  

¡Maleantes, pervertidos! 

La rica comerciante, sin dudarlo un instante se remanga la falda y se interna en el callejón. De la misma manera, el gigante Elías desaparece de la vista de Oier al ponerse a correr hacia lo que sea que haya en la oscuridad.

El soldado acelera su marcha, empuja a los mirones y finalmente llega hasta la entrada del callejón. En ese preciso instante, Dolça está haciendo girar su honda sobre su cabeza. La piedra que lanza se pierde en las sombras.

La figura de Elías ya se ha adentrado una docena de varas en la oscuridad, hacia el extraño grupo que se mueve a unas 20 varas de la entrada del callejón. Se trata de tres hombres, malcarados y con sucias ropas de campesino, que forcejean con un chaval que grita y trata de soltarse.

Dos de los maleantes, al oír los gritos de Dolça y sentir el galope de Elías, se separan del niño y echan mano de sus armas, una rudimentaria clava y un cuchillo. Aún les da tiempo a gritar:

 

¿Qué queréis? No os metáis en esto si no queréis salir malparados. ¡Atrás!

Continúas avanzando, viendo como la gente se agolpa a la entrada de la calleja. Distingues que Dolça y Elías se internan en las sombras y los pierdes de vista. En ese instante, Oier llega a la esquina y puede contemplar lo que sucede.

Los gritos son más claros ahora. Dos o tres hombres y un niño. Por encima de sus voces, retruena la de Dolça, a la que responde una de las personas del callejón.

¡Ey, dejen al muchacho en paz!  

¡Maleantes, pervertidos! 

¿Qué queréis? No os metáis en esto si no queréis salir malparados. ¡Atrás!

Yedra Venenosa, completamente invisible pero tintineando con su olla de monedas de plata, sigue los pasos de Yosef. Del callejón llegan gritos, y ahora está claro que son dos o tres hombres y un niño. A esos gritos se une la voz imperiosa de Dolça, a la que contesta el desagradable grito de un hombre:

¡Ey, dejen al muchacho en paz!  

¡Maleantes, pervertidos! 

¿Qué queréis? No os metáis en esto si no queréis salir malparados. ¡Atrás!

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   Aunque algo tintinea la olla, su ruido es muy inaudible en medio del bullicio y los gritos. En estas estoy según me voy acercando, cuando oigo que uno de los mozos habla de malos modos a la mercader.

   Sonrío para mí, y en voz baja y bajo el manto de mi invisiblidad avanzo hacia las voces, donde escucho al mocetón que amenaza a Dolca mientras hago uso de mi talisman Mal del Tullido,-  te vas a enterar, txakur txarra... - pienso, mientras me preparo para la activación.

   En cuanto veo al abusón, murmuro en voz baja la activación del talisman mientras apunto sonriendo.

   Y, funcione o no, me preparo para otro lanzamiento en las mismas condiciones. - Nadie se mete con mis chicos, - pienso para mi.

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Dolça prende la antorcha que traía convenientemente a mano*, pues siempre le gustaba tener iluminado su regreso a los aposentos temporales que son el pan de cada día de los mercaderes. 

Al hacerlo, trata de convencer a esos malencarados de de que dejen las armas y se alejen.   

Miren, maleantes, que somos una jauría de comerciantes que no tolera el abuso de niños ni aquí ni en Toledo, así que, o bajan esas improvisadas clavas y se alejan despacito, o tendremos que chiflar para que vengan los varios amigos que andan apunto dentrar al callejón siguiendo nuestros gestos.

Me acerco lo suficiente para que me vean bien (lo grande que soy), pero a suficiente distancia para que no me puedan atacar (ellos no se mueven) y les grito amenazante:
-¡¡¡A tres enanos escuchimizados como vosotros los mato de dos hostias y me sobra una. Soltad al niño o daos por muertos, que soy el primero, pero me sigue medio pueblo, guardas armados incluidos!!!

Avanzo hasta el callejón para poder tener a tiro a los maleantes.

Tiro iniciativa.