Partida Rol por web

... Y así que me vi, vestido de lindico y con aires de pisaverde boquirrubio, haciendo el papel de galán de damas maduras. Llevaba mucha cintita y mucho brocado, pero también un buen hierro en el costado, que nunca estuvo reñido, gracias al buen  Dios, el bien vestir con el acero de Toledo...

Entramos en la finca en carruaje descubierto, rodando por un camino arbolado que desembocó finalmente en un gran prado enmarcado de cuidados jardines, tras el que se alzaba la fachada principal de la mansión. Y barrunté para mí que muy rico en verdad debería ser el condado de Moscoso, pues tal parecía que la casa de campo fuera capaz de alojar a un Tercio entero del rey.

Nos recibieron los criados con mucha reverencia y mucho besamanos, y si alguno se extrañó del acompañante que la madre de su señor había traído bien que se lo guardó para sí, que ya se sabe que los gandalines saben ser tan discretos ante sus amos como altaneros ante los inferiores. Nos condujeron a un jardín interior, donde gracias al buen tiempo se habían dispuesto mesas para un almuerzo. Allí estaba el conde agasajando a sus invitados, y el muchacho, como buen hijo y como marcan las mejores maneras, se levantó al punto para saludar a su madre:

-¡Madre! ¡No os esperaba! ¡Qué agradable sorpresa!

-Me entraron ganas de venir a verte, hijo. Espero que no te ofendas por haberme presentado sin avisarte... Dijo la señora con una sonrisa.

-¡Que decís, madre! ¡Bien sabéis que mi casa es vuestra, y que aquí siempre sois bien recibida!

Me lanzó una mirada de reojo, como preguntándose quién demonios era yo, pero como doña Marina era muy suya y se abstuvo de presentaciones, él omitió también las preguntas. Cogió a su madre de la mano y la llevó a la mesa principal, donde rápidamente ordenó que se hiciera un sitio a su vera. A mi me condujeron discretamente a otra mesa, que rápidamente me di cuenta que era la reservada para los invitados de rango menor, es decir, los acompañantes y servidores principales de los invitados.

Aquello había sido un golpe de suerte inesperado. Que el posible asesino de mi hermano o su instigador estuviera fuera en una villa pensé que sería el final de mis deseos de venganza, pero sencillamente Dios, o quizás el diablo, ya vería,me daba una buena oportunidad, lo que me llevó hasta el lugar donde estaba dicho marqués. 

Me fascinaba aquella dama, ese arrojo y ese deseo de protección, que si en cuerpo de hombre hubiera estado, seguro que hubiera sido un peligroso diplomático o un arrojado capitán de muy grandes virtudes. Sin embargo, su plan era bueno, y por ello lo acepté sin dudarlo, por supuesto. Esa sonrisa lo dijo todo. 

Y aunque la verdad me sintiera totalmente fuera de lugar en aquel lugar, era capaz de comportarme de manera que no se notara, y además, hasta por momentos hacía gracia que pensaran que era uno de aquellos que se juntaba con alguna madura dama para conseguir ventajas. En este caso, no se imaginaban las razones, pero ya estaba dentro. Me dirigí a la mesa que me decían, y me puse a observar a los invitados. 

Había entre los que estaban a mi mesa uno que a legua me olió que era de mi oficio, es decir, más acostumbrado a danzar filosa en mano que con una dama entre los brazos. Pregunté a uno de los que a mi vera estaban sobre quién era ese fulano, y se me contestó:

-Dice llamarse Blas de Ojeda, y es acompañante del marqués de Villascusa.

Entonces me fijé en dos de los invitados, que era raro no fijarse en ellos por lo mucho que destacaban. Ella era menuda y rubia, vestida elegantemente con corpiño bajo y falda saboyana blanca. Él era un grotesco personaje cojo y manco, con media cara cubierta por una máscara metálica.

Así pues, mi posible rival, y quizás el ejecutor de mi hermano a las órdenes del marqués llamábase Blas de Ojeda. Cavilaba yo cómo conseguir que pudiera sacar algo de él, aunque sería harto dificil, si intuía de manera correcta su oficio. Sin embargo, no pude continuar mis divagaciones sobre el tal Blas, al fijarme en otros dos de los personajes que estaban ahí presentes. Me llamaron especialmente la atención, dada su extraña pareja, y la curiosidad que suscitaban. No los conocía, pero parecían, cuanto menos, interesantes. 

Terminado el almuerzo, el anfitrión propuso, como entretenimiento, que aquellos que no tuvieran el estómago demasiado lleno para cabalgar participaran en una carrera de caballos. Un entrenamiento para la cacería de mañana, según él, y una distracción para las damas y los tumbaollas que le habían vaciado la despensa. Todos rieron ante su campechanía, y yo mismo, todo y que suelen reventarme los señorones, no pude evitar una corriente de simpatía hacia el hijo de doña Marina. Añadió el conde de Moscoso que las reglas consistirían en salir al galope del prado, ir hacia la fuente con la figura de Cupido que había en el jardín, coger la prenda que allí se colocaría y volver con ella, para entregársela a su dueña. Había pensado pedirle la prenda a la más bella, pero había mudado de parecer y lo quería pedir a la dama para él más querida entre las presentes: su madre.

Doña Marina agradeció la gentileza de su hijo, y presentó como prenda un delicado pañuelo de seda azul, bordado con puntillas. El conde añadió que aquellos que desearan participar y no hubieran traído caballo propio podían solicitar uno de sus cuadras, que tenía de sobra para todos los que tuviesen lo que hay que tener.

Aunque la idea me tentaba, cabalgar en carreras nunca había sido la mejor de mis habilidades, aunque no montaba mal para no haber nacido entre caballos. Pero en realidad, no estaba allí para llamar la atención de ese modo... si no para ver, para observar y para poder, definitivamente, encontrar alguna pista para poder castigar la muerte de Álvaro. Y ver entre la multitud era bueno, sobre todo, para observar la actitud del marqués y de su acompañante...¿Harían la carrera? ¿No? 

Se impuso mi natural reservado y me quedé entre los espectadores, mirando con no escasa atención la cabalgada, tanto más cuando entre los participantes estaba don César, el marqués que tanto ocupaba mis pensamientos de un tiempo a esta parte.

Ganó el marqués la cabalgata, gracias a un extraño accidente en el que tropezó el caballo que le ganaba casi por una cabeza. Muy ufano y sonriente le devolvió el lienzo a la señora condesa viuda doña Marina, que le lanzó una mirada gélida que hubiera matado a otro con menos redaños cual si la mirada de un basilisco se tratase. En el caso del marqués, rebotó en su amplio cinismo, y sólo sirvió para que se ensanchara más su sonrisa. Claro como el agua estaba, para todo aquel que quisiera verlo, que esos dos no eran amigos, precisamente, y que si ella sospechaba que él trataría de atentar contra su hijo, él bien que sabía de las cuitas de ella. Me hirvió la sangre cuando comprendí que en ese lenguaje sin palabras le estaba diciendo que haría su voluntad, a pesar de lo que ella supiese o tratase de hacer.

Tras la cena, la siguiente distracción con que nos obsequió nuestro anfitrión fue un baile, no una de esas mojigangas a las que huercé sabe que soy tan aficionado, ni una plebeya chacona, sino uno de esos bailes elegantes y ceremoniosos, de música de cámara y pasos mesurados. Y este pobre jaquetón, al que mucho le dolían los pies por el zapato blanco que llevaba, se encontraba en tal ambiente como un pez volando entre las nubes.

Podía tratar de bailar, vive Dios, que donde estuvieres, haz lo que vieres, y no podía ser más difícil que acostumbrarse a beber cerveza, y bien que lo había hecho yo, en Flandes... O podía estar muy ceremonioso junto a doña Marina, que al fin y al cabo venía yo como acompañante suyo, y con esto de mi natural prudencia no me había acercado a ella en toda la tarde. También podía lanzarle requiebros a alguna de las damitas que por aquí corrían, a ver si aprendían algo de un hombre de verdad. O podía igualmente ir a descansar, que el día de mañana sin duda sería largo.

Preferí, por si acaso, intentar acercarme tranquilamente a doña Marina, por si algo tenía que decirme. Además, no quería destacar entre los invitados en demasía, y si había pasado desapercibido hasta ahora, no sería malo que siguiera siendo así. Claramente, quería seguir viendo los movimientos del Marqués don César, que tan extrañamente había conseguido la victoria a lomos del caballo, no fuera a ser que hubiera más "extraños accidentes". Quizás además doña Marina me dijera alguna cosa concretamente que yo no había visto. 

Me acerqué a doña Marina, y ella, muy avisada, se disculpó de las damas con las que hacía corrillo y me pidió el brazo, pues le apetecía salir a tomar el fresco. Y así que salimos a la terraza, como dos enamorados, dejando un corrillo de chismorreos tras de nosotros...

-Don César no intentará nada esta noche, que lo que tenga que pasar ha de parecer accidente y no asesinato. Os aconsejo que descanséis, que mañana, con la cacería, será en verdad un día muy largo y necesitareis de todas vuestras fuerzas, señor jaquetón.

Asentí ante las indicaciones de doña Marina, pero de todos modos, me apetecía estar un rato paseando entre las mozas, sobre todo sabiendo que aquella noche sería tranquila. Y quizás algo pudiera sacar de información de la gente con la que me codease aquella noche. O alguna diversión. Siempre que estuviera atento en la cacería...

...

Eché mano de mi innata capacidad de mostrar amabilidad aunque me pareciera mojigatería, y rápidamente me dirigí hacia la gente de mi alrededor, comentando amablemente con unos y otras, a ver de qué podía enterarme. 

La verdad fue que esos bailes de lindicos tampoco es que fueran gran cosa, que con fijarse en lo que hacía el vecino y moverse lentamente ya bastaba. Y aunque no era yo cortesano consumado, bien cierto es que no lo hice peor que otros, al parecer más acostumbrados a la caza o a la guerra que a los salones de danza. La cuestión es que mis movimientos hicieron que la dama que hacía de mi compañera en el baile me mirara con buenos ojos, y yo pensé que si dormía solo esa noche sería sólo porque yo quisiera.