Partida Rol por web

Es la iglesia de San Juan templo antiguo, que los que saben de letras dicen que se remontan sus años a los tiempos de las guerras con los moros. Poco me importa ello, que no es lugar que haya tenido que frecuentar las veces que he habido de acogerme a la antana. Tampoco es templo muy cómodo a la hora de retraerse, que no le gusta a la parroquia que lo frecuenta (señorial en su mayoría) ver rufos y descuideros rondando por los claustros, y mil y una argucias se inventan para acelerar los trámites y apiolar a quien se siente salvo en sagrado.

Di mi razón y el nombre de mi hermano, y tras algunos dimes y diretes y que por fin lo identificaran diciendo que era el que estaba esperando la absolución sub conditione (que vaya uercé a saber qué querrá decir semejante latinajo) se me permitió verle. Anduvo discreto el curilla que hasta la cripta me llevó, que me dejó a solas con el cadáver, tapado con un lienzo basto y tendido sobre el suelo de piedra. Me arrodillé y levanté la punta de la tela que le cubría el rostro, y al punto deseé no haberlo hecho, que no era su cara otra cosa que un amasijo de carne quemada, sangre coagulada y huesos astillados.

Cierto era que en aquel templo me sentía fuera de lugar, aunque a todos aquellos estirados les pudiera mirar por encima del hombro en muchas otras situaciones. Pero saqué mi lado más amable para conseguir que me dieran acceso a ver el cuerpo de mi hermano. Y cuando me dejaron y levanté la basta tela, lo tapé con bastante asco. ¿Qué diantres podría haber conseguido que el palurdillo de Álvaro terminara así? Porque no lo habían matado en simple duelo, pero más no podía sacar. No era un médico, ni me gustaba lo que veía, no me parecía honorable ni para él, así pues, decidí buscar otro camino para resolver este problema. 

Reprimí una mueca de asco y tapé rápidamente el despojo que había sido la cara de Álvaro, tratando de que mi desayuno no me saliera por la boca como era su intención. También sentí como me hervía la sangre en las venas y mi mano se cerró con fuerza en el pomo de la espada. Alguien iba a pagar por esa muerte, como que hay Dios. Así que salí del templo con paso firme. Tenía preguntas por hacer y alguno encontraría que me las respondiera...

Salí a la calle y me dirigí pensativo a...

Vive Dios que alguien lo pagaría. Salí de la Iglesia bien asqueado, hasta revuelto, pero al pasar delante del Cristo le juré por mi espada que llegaría al final de todo aquel embrollo y entuerto en que el tontainas de mi hermano se había metido. No descansaría, pues aquello no había sido digno final. Y al menos tendría digna venganza, pues eso si puedo proporcionarlo yo mismo. 

En la calle, aproveché para tomar dos o tres buenas bocanadas de aire, despejando mi sensación de repugnancia ante el cadáver. ¿Qué hacer? Estaba lleno de rabia y de ira, así que mis sentidos estaba agudizados...

Tengo buenos amigos entre la gente de la liga, y no son pocos los que me deben favores, que quien da lo hace porque espera recibir un día. Entre gente tan avisada, no me costó mucho enterarme que se tenía por cosa cierta que a mi hermano lo habían matado por orden de don César Madrazo, marqués de Villascusa. Al parecer, el amo de mi hermano, el conde de Peñaranda, andaba en pleitos y litigios con el tal don César, que no era tal cosa muy buena para la salud y para muestra dello, solamente había que hacer memoria: otros litigios que había tenido el Marqués, en los que se tenía por cierto que perdería, se habían saldado con un desafortunado accidente por parte del litigador, que en esta Villa y Corte una frase dicha a destiempo por un desconocido equivalía a desnudar presto el acero, y no era mal truco, muy usado por los matachines, para forzar así una pelea con la que despachar por la posta al que se nos había encargado eliminar. Si los pleiteantes eran viejos, mujeres o gentes que carecieran de cuajo para meter mano al acero, tenía costumbre el marqués de amedrentar a la servidumbre y a la familia del amo, que no hay como golpear donde más duela para que se sienta más. Así que, resumieron los que esas confidencias me dijeron, no sería la primera vez que el tal marquesito despachara por la posta a un criado, si así le convenía para mandar aviso al amo.

Con todo, algo raro había en el negocio, que me dijeron los más avisados que no era ése pleito uno de los que se ignora quien puede ganar o perder. Las cosas estaban tan claras a favor del marqués que muy astuto tenía que ser el legüeyo que le quitara la razón de las zarpas, que ya podía estar disfrutando de las propiedades en litigio si le pluguía. No tenía, pues, que forzar a su contrincante a abandonar el litigio, y algunos me insinuaron que quizá fuera algo más personal, un aviso de que no se metiera donde no le llamaran, más que otra cosa.

La sangre me ardía, realmente, ante lo que había visto. Y desde luego, ante lo que había conseguido averiguar con mis conocidos de los barrios menos... distinguidos de la capital.  El señor marqués don César seguro que tenía importantes aliados, y parecía que sus problemas con el conde de Peñaranda le iban bien. 

- Pero vive Dios que se ha metido con el demonio equivocado. Por el honor de mi padre, que en paz descanse, que vivirá el infierno en la Tierra mientras me encargo de que vaya al infierno a reunirse con Belcebú. - Juré con cierta premura, mientras me quedaba claro que sería peligrosa la encomienda que tomaba sobre mis hombros. Así pues, mis pasos me encaminaban con celeridad hacia algún lugar dónde comprar un buen coleto. Quizás me hiciera falta... 

Todo tiene un precio, y en los malos ambientes de la Carda las cosas suelen encontrarse más baratas que en otras partes... siempre que no se hagan preguntas sobre su procedencia. Otra cosa es que el género, aunque barato, estuviese al alcance del sonante que tintineaba en mi bolsa:

Coleto de Cuero = 20 reales
Traje elegante = 25 reales
Daga = 5 reales
Espada = 20 reales
Pistola = 50 reales

- Pardiez, estimado. Me temo que habéis subido algo el precio que tenía pensado en mente... y desde luego, no me voy a poner a discutir con vos. Y diría de hecho, que alguna rata, o algún odre, se llevó parte de mis monedas. Pero creo que no voy a poder compraros nada... en esta ocasión. - Dijo mirando con tristeza a un hermoso coleto, y dirigiéndose hacia su siguiente objetivo. 

Quizá fuera hora de ir a visitar al Conde de Peñaranda, el amo de mi difunto hermano, que sus pleitos se habían convertido en asunto mío al causarle la muerte a Álvaro.

Vivía el Conde de Peñaranda en un caserón señorial en la calle Mayor, cerca de la Plaza de San Salvador. Era una de esas mansiones de tiempos de nuestros abuelos, los que aún peleaban por sacar a los moros de la península, y a juzgar por las grietas, los rotos y los desconchados de la fachada me apostaba yo todo el oro del Potosí contra medio maravedí a que su dueño tenía más honra en el linaje que provisiones en la alacena, que de señorones de alcurnia cierta y hambres más ciertas todavía, esta patria nuestra está más que llena.

El trayecto hasta el caserón del conde no fue para nada difícil, pues conocía aquellos pasajes más elegantes, y desde luego, me sonreí pensando en que aquellos compatriotas se enorgullecían de su linaje mirando a los de fuera y dentro de la casa la ropa se les caía en harapos. Aquel linaje no lo habían ganado con sangre, era de apellido. Así que, sencillamente, intenté ubicarme respecto al callejón dónde había muerto mi hermano... y sobre qué hacer. 

De pronto caí en la cuenta de donde me encontraba. Giré la esquina de la fachada y supe que si seguía la calle todo recto llegaba, en menos de diez minutos a no demasiado buen paso, a la plaza de Ramales. Donde encontraron el cadáver de mi hermano. En verdad tenía muchas preguntas que hacerle a su amo.

La puerta a la calle estaba bien cerrada, cosa harto extraña en estos barrios, donde se suele tener abierta para dar acceso al visitante a un zaguán, donde un criado le atiende. Me encogí de hombros y me apliqué con ganas al llamador, que creo que le doy un golpe más y hago astillas el portón ahí mismo. Por fin me abrieron, y esa fue la primera de las sorpresas que la visita me deparaba...

Pues la que me abrió no fue otra que Margarita, la viuda de mi hermano. Me miró con la dureza que en ella era habitual, mientras me decía, a modo de saludo:

-¿Vienes a decirme que el asesino de Álvaro ya está muerto?

Le sonreí a modo de respuesta, mientras cruzaba el umbral, de modo que mi cuñada tuvo que echarse hacia atrás para evitar que chocara contra ella. Me miró azorada, y no necesité echarle una segunda ojeada para darme cuenta que estaba nerviosa y asustada.

-¿Vienes a decirme que el asesino de Álvaro ya está muerto?

- Venía a encarar al señor Conde por ellos mismo, querida, pero de pronto se me ocurre a botepronto que quizás, estimada cuñada Margarita, vos me podáis decir más. Al menos, cosas que me habéis ocultado, ¿no os parece? - Dije con una aviesa mueca. Eso me gustaba más bien poco. La casa cerrada a cal y canto, la viuda de mi hermano dentro, y abriendo... y sus nervios. Sobre todo eso. La veía. La veía nerviosa. Tensa. Iba a hacer que hablara. Mi orgullo no permitía que esa mentira (o verdad a medias, que es peor mentira) quedara impune. 

Suspiré mirando a mi cuñada. Parecíame que de un tiempo a esta parte no hiciera otra cosa que asaetearla a preguntas y empezaba a estar cansado de sus respuestas a medias.

- Más os vale, querida, que contestéis con más verdades que evasivas, y que a poder ser, tengamos las verdades completas a la luz del día. Y estoy empezando a estar cansado, así que más os vale que me digáis qué hacéis aquí abriéndome la puerta, cómo si fuerais criada o sirvienta de este señor... que por cierto, me decís que es responsable de la muerte de Álvaro. Así que más os vale contestarme. 

La dureza de las palabras fue ostensible, y la mirada, cansada pero firme, y sobre todo, muy inquisitiva. Llevó la mano al arma. Aquí pasaba algo. 

No era normal que ella hubiera abierto la puerta. Para eso, hay pajes, escuderos o por lo menos criados. Nunca es función de las mujeres tal menester, pese a que en muchas casas sea una dueña la que tenga las llaves. Cuando se lo dije, me miró desafiante

-¿Y quién quieres que abra, si nadie más en la casa hay? Todos los criados que quedaban huyeron tras el asesinato de tu hermano. Esa es la única verdad.

-¿Y quién quieres que abra, si nadie más en la casa hay? Todos los criados que quedaban huyeron tras el asesinato de tu hermano. Esa es la única verdad.

Y toda la razón tenía, pero eso me llevaba, de manera obvia, a querer saber algo más. Si. Efectivamente. Era posible que si no quedaba nadie más tuviera ella que abrir la puerta... ¿pero cuál razón la llevó a estar tras esa puerta y no decirlo? 

- Margarita, si eso puedo entenderlo. Pero me cuesta más saber la razón de que no me dijeras que estabas aquí, y que aquí volvías. Bien esa sabido que una verdad a medias es casi la peor de las mentiras, así que responder, presta, ¿qué hacéis esta casa del Conde?