Partida Rol por web

Y, finalmente, había un orco. Cuando el pequeño trasgo salió corriendo hacia la puerta opuesta como un relámpago, Annienor chasqueó la lengua. Aprestó el arco y tiró, maldiciendo entre dientes.

Saelh había estado atento a la posibilidad de que esto pasara: un enemigo escondido que tratara de huir y pedir ayuda. Antes de que lograra soplar su cuerno, disparó la flecha que tenía preparada, con sorprendente velocidad y puntería certera.

El Hombre era un cazador de las tierras salvajes, pero después de haberlo perdido todo, sobre todo era un cazador de orcos.

Daebeg no pudo más que quedarse mirando al trasgo como un idiota, mientras los demás hacían aquello para lo que él había nacido: usar el arco.

No iba a meterse entre los flechazos. Se quedó ahí con su ridícula espada en la mano, rezando para que bastara con aquellos ataques para silenciar al engendro.

Cuando empezó el ataque, yo todavía no había visto al orco. Por instinto, salí corriendo a donde disparaban los elfos. Al llegar junto a un bulto tirado en el suelo, presto a rematarlo con mi hacha, vi que se trataba de un jergón de paja. En ese momento llegó Daebeg a mi lado, con la misma cara de sorpresa que habría en mi cara. Saelh me había seguido de cerca, pero se había quedado un poco atrasado, con el arco preparado, para cubrir cualquier incidencia. De una esquina, de repente y furtivamente, salió disparado un pequeño orco a toda velocidad. Se dirigía a la salida e iba a tocar un cuerno que se había llevado a la boca, pero Saelh y Annienor fueron más rápidos. Dos flechas salieron volando hacia el apestoso orco, impactando en él. Salí corriendo en su dirección para rematarle si fuera necesario, además de vigilar la salida por si venía alguna de estas criaturas, avisadas por el ruido.

El trasgo cayó atravesado por la flecha lanzada por Saelh¹ asomándole por la boca. Cayo como un saco de patatas, inerte y rígido sorprendido por el estupor de su propia muerte. La habitación estaba completamente despejada. Solo el cuerpo deforme de un elfo malherido y torturado yacía en los calabozos cerrados, salvo uno de ellos que estaba abierto. En el calabozo abierto había una mesa con restos hediondos de comida, un camastro sucio y un pequeño arcón de madera, de un metro de largo y medio metro de ancho, con un par de palmos de altura. Una voz quejumbrosa sonó en la mazmorra.

Aquí....eftoy aquí... Como un susurro quedo entre estertores de tos sanguinolenta... Fápido, no me quefa muffo fiempo.

La cara que antaño fue de un noble y orgullo señor de los eldar os miraba. Una de sus cuencas estaba vacía e hinchada, la cara llena de cortes y quemaduras, algunas muy recientes. Su boca se abría, a la par que respiraba con dificultad, su boca hinchada no mostraba diente alguno. La crueldad de los Yrch! se había cebado con el prisionero que trataba de atraer vuestra atención.

──No──, pensó. Eso no será así. Sanaría. Al menos el tiempo suficiente para avisar a los suyos, si era su deseo partir al Occidente. Se acercó al herido con un dedo sobre los labios, indicándole que callara. Comenzó a canturrear mientras examinaba sus heridas. Si no podía salvar su vida, al menos calmaría su sufrimiento, y permitiría que les comunicara lo que les tuviera que comunicar con algo más de entereza.

Ese canturreo se fue haciendo más poderoso para transformarse en un Canto de Poder que hizo sentir cada gota de humedad que había en el ambiente: cómo cada gota de agua cantaba la gloria de Ulmo, y se deshacía de las impurezas con las que le había manchado el Enemigo para precipitar en forma de una suave niebla en los seres que todavía estuvieran vivos: incluído el orco, si había vida todavía en él, pues el poder no distinguía entre amigos y enemigos.

Observas que sus heridas parecen irreversibles, sin embargo tus cuidados y curas le permitirán morir con cierta dignidad, en lugar de ahogarse con su propia sangre. Sabes que se irá apagando poco a poco, en cuestión de horas hasta quedar dormido, sin dolor, su cuerpo está demasiado quebrado y su espíritu quebrantado por completo. No hay nada que hacer, solo los Valar podrían obrar algo o quizás Melian la Maia. El cuerpo de este Noldo ha sido llevado más allá de todo límite. Sin embargo te ha de reconfortar la idea de permitirle partir hacía las moradas de Mandos de una forma digna e indolora. 

Cuando terminó, había un silencio especial en el lugar. Algo se había aflojado en el ambiente, al menos un poco. El herido seguía muriéndose, pero no era un proceso lleno de estertores y dolor, sino como una vela todavía fuerte que va apagándose paulatinamente.

──Ahora puedes hablar, primo. Dinos, alivia tu pesar, descarga el peso de tu corazón, pues pronto irás a las estancias de Mandos.

Saelh atravesó certeramente la garganta del orco, que cayó inerte al suelo. Nos acercamos al elfo preso, el cuál estaba en las últimas. Daebeg, ayudado de su magia, logró hacer un canto reparador. Todos nos influimos de vida y paz. Me arrodillé al lado del moribundo para escuchar sus últimas palabras.

El cazador se acercó al trasgo con rapidez y sigilo; quería recuperar su flecha, si no se había partido con el impacto. Se aseguró de que el inmundo ser estuviera muerto antes de volver junto a sus compañeros, que parecían estar reunidos alrededor de un elfo moribundo.

El elfo empezó a respirar con mayor calma, seguía notándose su debilidad, pero al menos no parecía tan grave.

Llegáis tarde para liberar a los cautivos... los orcos los mataron a casi todos  Tomó aire unos segundos Agotaron la mina principal, ya no quedaban metales útiles y mataron a todos los prisioneros que usaban en la mina. La mayoría se han marchado...

Exhaló un poco de aire. Metió la mano entre sus andrajos y empezó a tirar de un pliegue, pero no conseguía romperlo.

Aquí, aquí... en mi ropa... No puedo hacerlo, estoy demasiado débil. Abrió los restos de su camisa. En el pliegue hay una llave.... tras la sala del trono, hay un pasadizo, los orcos no lo conocen... lo buscan, por eso me mantienen vivo... Yo soy Aidhil, mayordomo del Rey Felagund y de Orodreth, guardián de las llaves y custodio de los tesoros reales.

Un pequeño destello de orgullo se encendió en la voz del moribundo.

Coged todo lo que podáis, todo, llevadlo lejos de aquí, que no se pierdan las armas forjadas en Elven Tirion o los regalos de los naugrim de Belegost y Nogrond... y tomad un rollo de pergamino y entregadlo a Turgon... Dijo agotado. He guardado por años estos tesoros del rey, ahora mi alma se prepara para partir, os encomiendo mi tarea.

Un leve desmayo le sobrevino, estaba realmente cansado, y siguió respirando quedamente. Los cuatro quedasteis en la habitación. A lo lejos sonaban groseros sonidos de las conversaciones de los orcos, pero estaban bastante lejos y no se acercaban, pero delataban la presencia de mas enemigos. 

Sin duda había un Poder operando ahí. Inspiró y pensó que sería Ulmo, que jamás olvidaba del todo a los hijos de Illúvatar, y a quien tanto ensalzaban con canciones. No podía ser casualidad que justo acabaran de llegar y encontraran lo que buscaban. Aunque, y los Destinos solían operar así, también les había cargado con una gravísima responsabilidad a cambio. No uno, sino todos los tesoros debían preservarse.

──Al menos preservarse de que los encuentre y utilice el enemigo──, reflexionó en voz alta.

Cuando el disparo de Saelh acabó al orco, Annienor había recargado y permanecido en la misma postura de antes. Pero no pudo resistir acercarse al elfo moribundo. Le pusieron el pelo de punta.

-Disculpadme -dijo, con la cabeza gacha y tono contrito, cuando Aidhil se desvaneció. -Disculpadme por lo de antes. Mi precipitación ha estado a punto de costarnos caro.

No dijo más al respecto, aunque el error parecía seguir martilleando en su cabeza. Quizá por eso no dijo nada ante las reveladoras palabras de Aidhil, el fabuloso ofrecimiento de la llave, la inquietante posibilidad de que dicha llave abriese el camino a las forjas en las que suponían que podrían encontrar lo que buscaban. Tampoco parecía reaccionar a la cercana presencia de otros orcos.

Dio unos cuantos pasos hasta el jergón del guardia. Apestaba. Reparó en el arcón, y comprobó con la punta del arco si estaba cerrado con llave. Entraba dentro de lo habitual, se contaba, que los sucios orcos equipasen sus baúles y cajas con pequeñas trampas y repugnantes venenos. Pero le intrigaba lo que podría contener aquel cofre, inmundicias aparte. Incluso se aproximó un poco, curioseando la cerradura.*

Levantó la cabeza para mirar a sus compañeros. Parecía cansado, y más que nada, indeciso, desprovisto de voluntad. Echó un vistazo al mayordomo. Sus palabras o su estampa lo habían, tal vez, impresionado más de lo que parecía.

-¿Qué vamos a hacer con él? ¿Dejarlo aquí?

El montaraz puso su mano en el hombro de Annienor. Luego, con voz suave, le dijo: - No podemos llevarlo con nosotros y tenemos una misión que cumplir. - Saelh echó un vistazo al elfo que estaba a sus pies: antes, un dignatario de Nargothrond, sabio ya mucho antes de que él naciera. Ahora, un pobre ser roto y quebrado. Lamentaba que el Elfo fuera a morir solo y en la oscuridad, pero probablemente su agonía no se prolongaría mucho más tiempo. - Los orcos pueden venir en cualquier momento. Debemos irnos.

El cierre parece ocultar una pequeña trampa, una pequeña cuchilla oculta saltaría con un resorte pequeño. Simple pero ingenioso. Al examinar el cofre, parece que el orco lo tomó del reino élfico y lo convirtió en su cofre personal. Parece estar cerrado, pero el cerrojo está tan oxidado que parece cercano a partirse.

──Mi ciencia no solo sirve para dar la vida, también sirve para dar la paz, Saelh. Yo velaré por él, y cuando nos vayamos, habrá partido sin dolor. Mientras, sugeriría que registrarais todo esto, por si hay algo más de utilidad.

Tomó la llave del prisionero mientras velaba por su comodidad, y le tranquilizaba poniéndole la mano en la frente.

Saelh asintió ante las palabras de Daebeg. No quería tomar la vida de uno de los Primeros Nacidos, ni siquiera de forma piadosa, así que le alivió saber que lo haría uno de los suyos.

Se marchó a registrar el lugar.