Día 2: Iglesia de Saint Patrick

Jonesport amaneció con los primeros rayos de sol que bañaban las desvencijadas fachadas de las casas cercanas al puerto. El cielo estaba sorprendentemente despejado en comparación a los últimos días, aunque sí se veían algunas nubes.

Las gaviotas graznaban, como siempre, dando vueltas alrededor de la lonja y de los barcos pesqueros para ver si se conseguían un buen banquete de desayuno. Tras la tragedia del Cuerno de Narval, cada vez quedaban menos marineros para proveer al pueblo de alimento. Sin embargo, en proporción, la cantidad de alimento cada vez era menor.

La taberna de Irving, donde todos los jornaleros y gran parte de los clientes del mercado paraban a desayunar a lo largo de la mañana, hoy estaba cerrada. Entre el shock del accidente del día anterior y que todo el mundo daba por hecho que iba a tomar un café caliente con algún tipo de pastel, los ánimos no estaban muy altos.

Cuando el viejo William llegó al adoquinado mercado donde había quedado con la joven Lucy, se encontró a esta en la puerta. Irving no le había dicho nada acerca de que el local estuviese cerrado hoy. De hecho, no sabía absolutamente nada de su empleador.

Pronto bajaron la calle principal y llegaron al tranquilo lugar rodeado de altos árboles donde se encontraba la iglesia. Era increíble cómo estos árboles amortiguaban el bullicio de la plaza principal. El anterior párroco, el padre James Kazinsky, era un aficionado a la botánica e insistió en plantarlos con la ayuda de algunos feligreses. El resultado, desde luego, era bueno.

Pronto iba a empezar la primera misa de la mañana, por lo que algunas devotas —en su mayoría mujeres de avanzada edad— entraban por la puerta de arco apuntado gótico de la entrada principal. Se podía oír desde fuera cómo saludaban al padre Longstone y se perdían dentro del lugar. De la puerta salieron dos hombres solemnes que se despidieron de él. Uno de ellos era el alcalde; el otro, el alguacil.

Cuando pasaron junto a Lucy y William, les saludaron asintiendo con la cabeza y sin mediar palabra.

William saludó con un gruñido y un gesto de cabeza a Lucy cuando se la encontró frente a la iglesia. La noche anterior, la chica había insistido en, según sus palabras, "adecentar" su casa. El viejo marinero no se lo impidió, pero se pasó todo el rato echándole miradas con el ceño fruncido, y murmurando maldiciones. ¿Pero es que esa chica no sabía estarse quieta ni un maldito minuto?

Antes de que pudiesen entablar ningún tipo de conversación, la puerta de la iglesia se abrió y salieron de ésta el alcalde Daniels y el alguacil. William les escrutó con la mirada mientras ellos les saludaban discretamente y seguían su camino.

Sin perder más tiempo, William abrió la puerta de la iglesia para que la señorita Belt pasase, y seguidamente entró tras ella.

- Creo que será mejor que sea usted quien hable con el padre Longstone - dijo William en voz baja mientras se acercaban al pastor.

Era bien consciente de la fama (no inmerecida) de arisco que tenía. Además, hacía muchos años que no pisaba la iglesia, y notaba las miradas de desprecio que le dedicaban el resto de feligreses.

Lucy, sin en cambio, era un encanto de chica querida por casi todos en el pueblo (dejando de lado algunos desafortunados rumores que corrían sobre ella), y no tendría problema en camelarse al padre Longstone. O eso esperaba.

Lucy se preguntaba qué podría contener el interior de la iglesia para que el capitán Anderson se andase con tanto cuidado al pasar frente a ella o a espiarla desde las ventanas. ¿A quién temía? ¿Qué buscaba? Resultaba un misterio inquietante, como todo lo relacionado con el naufragio desde ayer. 

Devolvió el saludo con el mismo asentimiento de cabeza a los dos hombre importantes de la ciudad. -Buenos días, alcalde. Alguacil. ¿Se sabe algo más acerca de las causas de la terrible desgracia? -También fue saludando a las mujeres que conocía, a la mayoría de ellas, procurando no ponerse nerviosa, sospechaba de las habladurías al verla junto al viejo William. 

-Bueno, venimos a rezar por el alma de nuestros amigos fallecidos -le dijo a una feligresa de cara amoratada.

Después, mostró una sonrisa afable para Will. -Vamos, no te sentará mal. No nos comemos a nadie en la iglesia. Ven.

La misa era inminente. Se santiguó con el agua de la pila y tomaron asiento en los bancos más atrás. -Después de la misa hablamos con él.

Aguardaron, siguieron la misa, ella con entusiasmo y fe. A veces echaba miradas de refilón a su acompañante. También se dedicó a observar na y otra vez las estatuas, pinturas y decoración de la iglesia, sin olvidarse del techo. Una vez terminada la misa, esperaron a que los parroquianos marchasen, para quedarse a solas con el sacerdote. No tenía nada claro cómo enfocar aquello.

-Buenos días, padre. Estamos...William y yo, muy entristecidos por lo sucedido, como todo el pueblo. Es terrible. El pobre capitán Anderson y toda su tripulación, de esa forma tan tan horrible.-agachó la cabeza, se secó unas lágrimas incipientes y verdaderas- Qué pérdida tan cruel. Los designios del Señor con frecuencia son incomprensibles. El capitán, era buena persona, qué final más aciago. Aunque no lo veía mucho por la iglesia...

William reprimió una maldición cuando Lucy le dirigió a uno de los bancos y le hizo sentar para atender la misa.

Durante el sermón del pastor - que William pasó en su mayoría revolviéndose en su asiento, nervioso -, no puedo evitar detectar las miraditas que le lanzaban las mojigatas que parecían alimentarse de los puñeteros cotilleos de ese maldito pueblucho. ¡Y cuchicheaban!

La vena del cuello del capitán se iba hinchando con cada murmullo que oía a su alrededor. Ah, como estarían gozando exagerando los rumores del viejo pescador viudo, que vivía recluido y alejado de...

Un momento. ¿Había oído el nombre de Lucy entre los susurros? Ahora que se fijaba... ¿Era realmente a él a quien miraban esas mujeres con tanto desprecio... o era a la joven que le acompañaba? Cuando por fin se dio cuenta de lo que pasaba, los ojos casi se le salen de las órbitas. Esas mujeres no estaban hablando de él, sino de los insidiosos rumores que corrían sobre la joven Lucy. Una mezcla de vergüenza y rabia empezó a crecer en su interior, y estaba ya dispuesto a levantarse y a ponerse a insultar a esas arpías a voz en grito cuando se fijó en que Lucy, lejos de amedrentarse por las habladurías (que ya no eran tan discretas), seguía el sermón emocionada.

La ira, en gran parte, desapareció. El padre Longstone pronto hizo callar al gallinero, y los murmullos cesaron. Cuando la misa finalizó, William siguió en silencio a Lucy hasta el atril. Aunque si las miradas matasen (y en ese momento ardía en deseos porque así fuese), ese mismo día se habría celebrado algún funeral más.

Cuando Lucy preguntó al alguacil acerca de la causa del accidente del Cuerno de Narval y éste fue a responder, la mano del alcalde se posó sobre su hombro e, inmediatamente, el primer hombre bajó la cabeza, como si hubiera escuchado nada. Ambos salieron del jardín del santuario, directos hacia la calle.

Ambos entraron y se sentaron en los bancos durante la misa. El padre Longstone habló largo y tendido sobre multitud de temas, como la buena fe, las almas de los que ya no están —aunque el multitudinario funeral no era hasta el día siguiente— y sobre las apariencias, el perdón y el respeto al prójimo. Un tema recurrente en él cuando asistía Lucy a la ceremonia, ya que todas cuchicheaban a sus espaldas.

La iglesia, por dentro, no era muy grande ni muy impresionante. Tenía unas seis filas de bancos de madera, donde cabían alrededor de ocho personas en cada una de ellas. Las paredes eran de yeso y tenía unos frescos pintados por algún artista local que ya habían perdido sus colores originales debido a la gran humedad del ambiente. Contaba también con un pequeño retablo de bronce, un altar y una puerta tras él que llevaba a la sacristía. Además de eso, un lateral de la estancia había quedado indispuesto, con escaleras de madera y coronas de flores, claramente preparando el lugar para el funeral del día siguiente.

Tras la ceremonia, el padre se acercó a ambos.

—Oh, señor Whorf, qué alegría verle por fin por aquí —dijo el padre Longstone a modo de saludo, cogiendo las curtidas manos del marinero—. Y a ti también Lucy, como siempre —hizo lo propio con ella—. Sí, es una pena por la tripulación, que el Señor esté con ellos —lamentó—. Murieron, como Jesús, por los pecados de los demás. ¿El capitán Anderson? Espero que siga vivo, no encontraron su cuerpo —se santiguó de nuevo, era en los de su profesión prácticamente un acto reflejo—. Rezo por su alma todos los días, aunque él no viniera muy a menudo por aquí —dijo, confirmando las palabras de William—. Como usted, señor Whorf. ¿Ya ha pensado en lo que le dije la última vez acerca de bautizarse? Cualquier día le puede pasar algo en el mar.

Entonces se escuchó un golpe sordo en la puerta de la sacristía. El padre Longstone se sobresaltó por un segundo, pero mantuvo las formas como pudo.

—Disculpen, estamos con los preparativos para mañana y son muchos... —hizo una pausa, le costaba continuar— cuerpos los que tenemos que acomodar. Así que tengo que dejarles. Que tengan un buen día, Lucy, señor Whorf.

Y, apresuradamente, abrió lo justo la puerta de la sacristía y se deslizó hacia dentro, cerrándola tras de sí. Ya casi no quedaba nadie en la iglesia, por lo que se quedaron prácticamente solos.

Lucy intentó hacer caso omiso a aquellos cuchicheos, centrándose en las palabras del sermon del padre Barryl. por acostumbrada que estuviese a que mancillasen su nombre a sus espaldas, eso no quitaba que le entristeciese su situación y, en más de una ocasión, y de tres, había pensado en marcharse del pueblo. Algo que, sin duda, haría cuando sus abuelos falleciesen. 

También le ayudó a espantar sus fantasmas a asistir a William, aferrando y apretando su mano, en acto de amistad y ánimo para que no desesperase. Incluso se permitió sonreír en algún momento, al ver los esfuerzos por contenerse del viejo pescador -Parece que te estén torturando, Will -bromeó en un susurro.

Abrió los ojos como platos cuando el sacerdote informó que no encontraron el cuerpo del capitán. Enmudeció y se santiguó por acto reflejo. Miró a los ojos a Will, la perplejidad y el temor pulsando en sus pupilas. Regresó a la cara regordete de Barryl.

-Que... ¿que no han encontrado al capitán? Jesús. -No pudieron conversar mucho más, el cura tenía "lío" -Claro, claro, padre Longstone. Ya sabe que puedo ayudar con gusto, solo tiene que decírmelo, hoy no trabajo en la posada. Por cierto, ¿ha visto al señor Irving? No he dado con él. Pensé que quizá estaría aquí, en la misma, encontrando consuelo para su alma y la de su hijo.

Sintió escalofríos cuando el sacerdote se fue. Inquieta, sus ojos bailaban de un lado a otro, hurgando en las sombras de los rincones mientras susurraba al lado de su amigo.

-¿Te fijaste en la actitud del alcalde? Yo creo que hay que preguntar a solas al alguacil. Es muy extraña la reacción que tuvieron. Y ahora nuestro sacerdote...Ese ruido ha sido muy sospechoso, ¿no? ¿O soy yo, que mi temor y tribulaciones me llevan a imaginar cosas? 

Lucy tenía la idea de que había que investigar en la sacristía, pero, ¿cómo? Se acercó, cuando ya no quedaba nadie en la iglesia, y pegó el oído a la puerta. Luego, puso su ojo en la abertura de la cerradura a ver si veía algo.

William soltó un bufido ante la propuesta de Longstone, que de algún modo se encargaba de sacar a relucir cada vez que coincidan (y William ya procuraba que fuesen pocas). 

Se disponía a responder cuando un golpetazo llamó la atención del padre y, antes de que pudiesen reaccionar, ya se estaba excusando para desaparecer.

- El alcalde es imbécil - respondió William cuando Longstone se hubo ido -, y Evans no es más que un pelele. Aunque no sería mala idea hablar con él a solas - el pescador hizo una pausa mientras observaba a Longstone desaparecer tras la puerta de la sacristía -. Y sí que ha sido sospechoso como nuestro amable y encantador párroco se ha librado de nosotros.

Tras mirar a su alrededor y ver que ya solo quedaban algunas almas rezando en la iglesia, William siguió a Lucy hasta la puerta por la que había pasado Longstone, apoyando la espalda a la pared y parando la oreja. ¿Les habría mentido el cura?

Antes de marcharse, Barryl Longstone respondió a Lucy:

—¿El señor Irving? —preguntó retóricamente el padre—. Oh, sí, pasé toda la tarde con él, estaba destrozado por la muerte de su hijo —dijo con tristeza—. Seguramente se haya quedado en casa hoy, como le sugerí —asintió nervioso—. Y ahora, si me disculpan...

* * * * *

Estaban solos en la capilla, pero todavía se oían voces fuera de las feligresas habituales. Lucy se acercó entonces a la cerradura y pegó la oreja en la puerta mientras William vigilaba que no entrase nadie.

Consiguió distinguir la voz del padre Longstone, pero no atinaba a discernir las palabras. Estaba alterado, algo raro en él; y el interlocutor era otro hombre, pero hablaba mucho más calmado y firme.

Lucy se apartó de la puerta y le susurró a Will- Está con alguien. El padre Longstone está como... como nervioso...alterado, sería la palabra. La otra voz es de un hombre, no logro reconocerla, pero suena totalmente diferente al padre. Con seguridad y aplomo. ¿Quién podrá ser? 

La joven mostraba su preocupación en el ceño fruncido y en sus ojos huidizos.

-Vamos por detrás, hay una ventanita. 

Salieron tranquilamente por la puerta de entrada, y en cuanto se alejaron de miradas curiosos, se apresuraron hacia el patio trasero. Lucy se alzó para mirar por dicha ventana, comprobando si estaba abierta.

William se quedó parado un instante junto a la puerta de la sacristía. Parecía debatirse entre si entrar o no directamente por la puerta. Tras unos segundos, y viendo lo nerviosa que se empezaba a poner Lucy, William suspiró y la siguió al exterior.

Lucy le guio hasta una ventana que daba a la sala a la que se había retirado Longstone. Con discreción, William se asomó a la ventana, esperando ver al acompañante del cura.

La ventana de la parte de atrás de la iglesia daba directamente a los aposentos del padre. Por el tamaño del templo, lo más probable era que la sacristía no consistiese en más que un par de habitaciones y un pequeño aseo.

La ventana estaba ligeramente abierta, lo justo como para dejar ventilar la estancia. Lucy y William se escabulleron por la parte trasera. Una ágil y el otro torpe, se acercaron a la ventana con sigilo. Debajo de la ventana había unos setos que dificultaban que una persona pudiese esconderse bajo el quicio, pero consiguieron lanzar una furtiva mirada hacia el interior.

Los aposentos eran totalmente austeros: un pequeño catre, una mesita de noche con un cuenco de agua y un destartalado espejo con los que lavarse la cara y un armario haciendo esquina. Un crucifijo sobre la cama, por supuesto, y algo que llamó la atención de los dos curiosos: ¡en la cama estaba dormido el maldito Thomas Mason! Tenía un aspecto más que deplorable.

Y una cosa más colgada junto al crucifijo: una extraña llave plateada.

En el marco de la puerta, de espaldas a la ventana y mirando hacia dentro, se podía apreciar la silueta de Longstone de discutiendo con ese interlocutor al que no alcanzaban a ver.

—¡Lárgate de aquí, esto es la Casa de Dios! —espetaba el padre, alterado, tratando de bloquear el paso del extraño hacia la habitación—. ¡Márchate!

El interlocutor seguía sin verse, pero alzó un poco la voz. Le pedía que se apartase en un marcado acento que William, que había viajado a ultramar, distinguó como nórdico: tal vez sueco, danés o tal vez islandés.

William no era muy dado a las sutilezas, y ya se disponía a abrir esa ventana y liarse a gritos cuando reparó en Lucy, agazapada a su lado. Lo último que deseaba en ese momento era poner a la chica en peligro.

Decidido, William se incorporó y le hizo un gesto a la joven para que se quedase ahí. Con paso raudo, volvió a la iglesia y, tras llamar a la puerta dos veces pero sin esperar respuesta, entró a la sacristía.

- Padre - dijo mientras accedía a la habitación -, respecto al tema del bautizo...

William fingió sorpresa cuando hubo entrado, mirando primero a Longstone, luego a la cama donde dormía Mason, y seguidamente norteño que habían oído antes.

- Disculpe, Padre, no sabía que tenía compañía - pero, lejos de retirarse, William accedió a la habitación y se puso junto a Longstone, encarando al extraño - ¿Hay algún problema?

William entró en la sacristía pegando voces como un elefante en una cacharrería.

—¡Oh, Whorf!—exclamó Longstone, sobresaltado. Se podía distinguir un tañiz de alivio en su voz—. ¡Oh, Whorf!—gritó de nuevo, esta vez más horrorizado.

Antes de que William cruzase medio pasillo, el extraño le placó, estampándolo contra la pared. Era un hombre fuerte y de hombros anchos; de avanzada edad y piel curtida por el sol y el salitre. Tenía unos ojos hundidos y unas pupilas de un azul intenso que escudriñaban los  de William como tratando de leerle la mente. Sin duda, William lo identificó como un compañero marinero. Los marineros sabían identificarse entre sí a la legua.

—¿Quién eres... Whorf? —preguntó, pronunciando con cierta sorna su nombre. Tenía un acento realmente extraño—. ¿A qué has venido? ¿Por qué no te marchas y nos dejas en paz?

Desde la ventana, Lucy pudo ver cómo Thomas seguía dormido a pierna suelta pese al ruido. El padre Longstone, nervioso, echó mano de la llave plateada que colgaba de la pared y la guardó bajo la sotana.

Al estamparse contra la pared, William se golpeó la cabeza con fuerza contra ésta. La mirada se le nubló durante unos instantes, y cuando por fin pudo centrarla, vio ante él dos ojos como zafiros que parecían querer atravesarle el alma.

Sin perder un instante, William junto sus puños y le dio un golpe en la clavícula haciendo que el hombre le soltase, y seguidamente lo apartó de un empellón. 

- Las preguntas de una en una, capullo - dijo mientras avanzaba con precaución en dirección contraria a la ventana, sin quitarle los ojos de encima al norteño -, que me duele la cabeza.

Mientras hablaba, William notaba como la sangre le empezaba a correr por la nuca. Mierda. La cosa pintaba fea.

Desde la rendija de la ventana entreabierta, Lucy fue testigo de lo que acontecía en el interior de la sacristía. Ahogó un grito cuando el desconocido empujó de forma tan violenta a William. No había podido detener a su amigo, el viejo marinero. Se dio cuenta, que en su corazón, aquellos tres hombres ya eran algo más que conocidos, se sentía unida a ellos de alguna manera que solo podía definir, en su sencillez y su corazón, como amistad.

Notó el detalle de Barryl guardándose aquella llave plateada. Una llave. ¿Acaso no necesitaban una llave? Se preguntó si era justamente la que buscaban. Y si lo era, o no, ¿por qué la guardaba con tanto celo el sacerdote? ¿Y quién era ese desaprensivo?

Observó la escena, dubitativa. ¿Qué podía hacer ella para ayudar? Sus ojos se movían, veloces, reflejo de su nerviosismo e inquietud. Notó que Thomas continuaba durmiendo la mona. ¿cómo había llegado hasta aquí? ¿Se despertó y caminó hasta la iglesia?

Indecisa, la chica se quedó mirando a ver qué sucedía y si en algún momento podía ayudar, pensando en la manera en la que podría hacerlo, pero no se le ocurría nada de momento. 

El extraño aflojó un poco el agarre, solo para empujar de nuevo su antebrazo contra la garganta de William, haciendo que su cabeza golpease dolorosamente contra la pared. Aprovechó ese breve lapso para lanzar un puñetazo contra la clavícula, haciéndole tambalear y zafándose de su agarre.

Vio entonces al padre y, tras él, al maldito Soplón en la cama. Lucy estaba al otro lado de la ventana, observando la escena con una expresión de confusión.

—¿Está usted bien, William? —preguntó el padre, preocupado—. No debería estar aquí, ¡tiene que marcharse! —le apresuró, colocándose bien la sotana tras guardarse la llave en el bolsillo de atrás del pantalón—. Si le atrapa... —comenzó, mirando al hombre que ya estaba comenzando a levantarse.

Thomas, por fin, pareció que se comenzaba a despertar. Miraba a los lados, sin saber muy bien qué lugar era ese. Le dolía la cabeza tras tanto beber en casa de William y estaba tratando de asimilar lo que pasaba, incorporándose y con los ojos entrecerrados.

—¿Whorf? —preguntó entonces Thomas, extrañado, llevándose la mano a la cabeza—. Ayer te vi salir de...

William se quedó unos instantes sin saber qué hacer. La cabeza le ardía ahora como si le estuviesen quemando con un hierro ardiendo, y la habitación empezaba a darle vueltas. No parecía haberle hecho mucho daño a ese tipo, y ya se incorporaba, sin dudas con ganas de más gresca.

- Salga usted de aquí, padre, y reúnase con Lucy.

Dicho esto, William cargó contra el norteño antes de que éste se reincorporase del todo.

Sacando fuerzas de vete a saber dónde, William impactó contra el tipo y lo lanzó volando contra la pared junto a la ventana. Antes de que éste reaccionase, el pescador se puso detrás de él y envolvió sus brazos alrededor del cuello del extraño, forcejeando para dejarle inconsciente.

Lucy observaba atónita la pelea entre el desconocido y William. Sus ojos, completamente abiertos, denotaban no solo confusión y miedo, sino angustia por el devenir de los acontecimientos y en particular por la integridad física del viejo pescador. 

Se mordió los labios, miró a un lado y a otro fuera de la ventana, dio con una piedra de cierto tamaño, la cogió aprisa y regresó a la ventana a mirar justo en el momento en que su amigo lanzaba al violento desconocido contra la pared. Al ponerse detrás de él agarrando su cuello, Lucy, presa de un gran temor pero también llena de decisión, aprovechó el forcejeó entre ambos hombres cerca de la ventana para, a través del hueco y del espacio libre que dejaba Will, golpearle con fuerza en la cabeza al tipo aquel ahora que lo tenía de espaldas y la distancia apropiada.