Partida Rol por web

Los disparos resonaron con un estruendo ensordecedor en la bóveda del pasillo. A pesar de la puntería de Brenda, los disparos apenas rozaron a los hombres, pero fueron suficiente para detenerles en seco: Los egipcios no esperaban encontrarse con resistencia armada.

Los disparos no alteraron a Mina, aunque la bóveda de la biblioteca los amplificó hasta hacer que parecieran no sólo dos, sino miles. Estaba acostumbrada a las balas, había nacido con ellas, y seguramente moriría recordándolas. Pero definitivamente algo la afectó. Tenía los ojos puestos en el egipcio que estaba frente a ella, tenía el libro en la mano, tenía todo el empuje de su cuerpo. Quería tirarlo al piso, era la forma más fácil de quitarle el estoque que traía en la mano. Al piso y luego, un forcejeo. Era lo más fácil, teniendo en cuenta la situación. Sí, tenía que serlo. Era sólo tirarlo al suelo, usando para eso el propio peso de su propio cuerpo en movimiento. Ni siquiera necesitaba hacer fuerza.

No se detuvo, dispuesta a llevárselo por delante.

Pero, no. Oh, no.

El momento de los disparos fue inesperado para los atacantes, que se habían lanzado con la intención de golpear a la mujer. La sorpresa hizo que los hombres se apartasen de repente, y que el golpe de Mina errase. Desestabilizada por el peso del libro, acabó trastabillando y golpeándose la frente contra uno de los maceteros-urnas de hierro fundido que decoraban el pasillo con escuálidas plantas de palma. La joven quedó aturdida unos instantes, mareada por el golpe.

Nathan aprovechó el momento de distracción de lso hombres para golpearles con su bastón, aunque no fuera ni lo bastante fuerte ni lo bastante efectivo como para herir a ninguno de los árabes, al menos distraería la atención de ellos de Brenda y Mina.

La situación se estaba empezando a volver confusa con lso disparos y la alteración que sin duda estaban provocando atraería a gente, y a la policía londinense. Se trataba de mantener a sus atacantes al alcance de las fuerzas de la ley todo el tiempo posible...

El ánimo de Henric había sido taciturno desde que cruzaran el Atlántico. Quizás se debía al cambio de clima o a encontrarse cerca de su hogar, más de lo que hacía muchos años que se encontraba.

Quizás se debía al prolongado periodo de abstinencia, que le recorría las venas y le incitaba a dirigir sus pasos hacia los túrbios barrios de Limehouse y los alrededores de Isle of Dogs.

Tras pasar la tarde revolviéndose en su habitación, sin siquiera unos lienzos y unas pinturas en los que coagular sus demonios, sus pies le había llevado de nuevo a las calles desiertas de una ciudad extraña en mitad de la noche. La arquitectura de Londres le lanzaba, cada poco, su pétrea majestad como un dedo acusador de mármol y piedra de Portland. Las cúpulas de Wren le provocaban cierta inquietud, como si le recordasen a algo entrevisto en alguna de sus pesadillas inducidas por el opio. Su camino, intermitentemente, le alejaba y le acercaba a estos monolitos de vaga amenaza, trazando una línea quebrada de pasos que no llevaban a ninguna parte.

El hambre fue lo que le hizo detenerse, por fin, en una cafetería de Bedford Avenue, a donde había llegado huyendo del pórtico neoclásico del Museo Británico y sus líneas verticales, grises y adustas, clavándose como un puñal romano en medio de los barrios de elegantes casas de ladrillo y contraventanas blancas. El lugar era cómoda, tranquilo, adornado con memorabilia deportiva anodina y fotos borrosas de lugares anodinos. El café era turco, negro y fuerte, y el sandwich de bacon se le antojó a Henric lo más sabroso que había probado en los últimos días.

La necesidad de moverse, hizo que Henric dejara de lado las precauciones y abandonara el hotel en una búsqueda curiosa de impresiones turísticas por Londres, pese a lo arriesgado de moverse solo por la ciudad en la situación en la que se encontraban.

Sus pasos lo llevaron a pasear por grises y antigüas calles londinenses que en cierta forma embriagraon sus sentidos, y lograron calmar el ansía que sentía en su interior a causa de la abstinencia de todo aquello que consumía su alma, incluidas las visiones de artista que llevaba tiempo sin exteriorizar a través de sus obras.

Así, su tranquilo caminar lo terminó conduciendo a satisfacer otras necesidades más mundanas cuando sintió el gruñido de su estómago, y terminó sentado frente a una taza de café, y un rico sandwich que comenzó a devorar con deleitosa parsimonía, para degustar aquel sabroso bacón que le habían servido entre pan y pan, mientras observaba a la clientela del lugar con suma atención, con el fín de impregnarse de la naturaleza inglesa en la que se veía sumergido.

Brenda seguía sin querer matar a nadie, aunque estaba muy asustada no había perdido el control. Los árabes no se estaban por cuentos, y eran muy peligrosos. Pero debían rendir cuentas, y la policía no tardaría en llegar, o eso esperaba ella.

De nuevo apuntó al muslo del hombre que tenía más cerca. Si lo hería, tendrían por lo menos a uno para que pudieran interrogar, en el caso de que no consiguieran retener a ambos.

El tercer disparo resonó en la cámara y uno de los egipcios cayó al suelo, con la mirada perdida y la sangre manchando su traje. El bastón de metal salió rodando de su mano, repiqueteando en el suelo de mármol.

El otro Egipcio, viendose en inferioridad, aferró el bastón con fuerza y se lanzó corriendo hacia la puerta lateral del pasillo

La concurrencia estaba formada por una mezcolanza heterogénea, atraídos al local por las luces que aún iluminaban la calle desierta a esas horas. Policías de Londres, con sus curiosos sombreros y sus adustos uniformes negros entraban a calentarse las manos con una taza de té. Estudiantes de aspecto desaliñado hablaban en un rincón alrededor de una fuente de patatas grasientas y tostadas con huevo. Hombres de aspecto extranjero hablaban entre susurros mientras sorbían sus tazas de café negro y espeso. Parecía una noche totalmente normal.