Partida Rol por web

Llorando Pecados

Testamento

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05/10/2009, 12:04
Director
Sólo para el director

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21/10/2009, 11:06
Director

8 de Marzo de 1857

Es un hecho.

Nada cambia, y sin embargo todo lo hace.

Nada cambia, y sin embargo todo lo hace.

El pueblo continúa pasando hambre, como siempre, malviviendo de lo que consigue extraer de la dura tierra. Continúa pasando frío, apiñándose en casuchas de piedra con techos de paja, mientras los nobles calientan sus salones con el fruto de su sudor.

Todo sigue igual, nada cambia. Y sin embargo las Clearance lo cambiaron todo. Familias, clanes enteros, fueron expulsados de sus casas, arrojados fuera de la tierra que siempre había sido su hogar, empujados hacia la costa para dejar los prados libres a los ricos criadores de ovejas, que pagan por ellos a los nobles mucho más de lo que los trabajadores podrían ni tan siquiera llegar a soñar. ¡Allí, en la costa, hacen falta brazos fuertes para la pesca y las mujeres podrán trabajar en las fábricas! ¡Tendrán una vida mejor! Cuando esa frase no les convencía… se limitaban a quemar sus casas, la mayor parte de las veces con ellos dentro.

Nada cambia, y sin embargo todo lo hace.

El hambre, eso no cambia. O quizás sí. La hambruna de la patata había afectado a Escocia con rudeza, no tanto como a Irlanda, cierto es, pero sí lo suficiente como para derribar muros que ya de por sí se sostenían a duras penas. Cuando aquel maldito hongo comenzó a arruinar cosechas enteras muchos se quedaron sin su único medio de subsistencia. Nunca hay que poner todos los huevos en la misma cesta. Es fácil decirlo si tienes para comer.

Nada cambia, y sin embargo todo lo hace.

En las calles los niños juegan, desde hace quinientos años, a que son William Wallace o Rober Bruce y luchan contra los ingleses. Armados con palos se persiguen unos a otros por los pueblos y los campos, lanzando gritos de guerra y juramentos. Nada cambia. En esas representaciones infantiles los clanes consiguen vencer siempre a las fuerzas invasoras y expulsar al inglés de las tierras de Escocia. Libertad. La historia de siempre. Sin embargo, ahora esos niños la representan entre el hollín y la mugre, rodeados por el humo de las fábricas. Durante los últimos cincuenta años el progresivo surgimiento de la industria pesada en las riveras del río Clyde ha transformado a Glasgow en la segunda ciudad del "Imperio Británico" después de Londres. Algunas cosas sí cambian.

El instinto de rebelión, la necesidad de independencia del pueblo escocés no es viento de nueva era. Tras la humillación de Culloden y la derrota jacobita se mantuvo en letargo, casi dos siglos, pero como siempre hace, como siempre hizo, ha vuelto a despertar. El independentismo escocés ha ido ganando fuerza durante las últimas décadas y no son pocas las voces que expresan a voz en grito su deseo de libertad. Eso no cambia, como tampoco lo hace la presencia perpetua de las casacas rojas en las guarniciones, los dragones ingleses que controlan las principales ciudades del reino.

El poder, y por tanto el dinero, la comida y el calor, siguen en manos de unos pocos mientras la miseria se extiende sobre las almas de los muchos. Pero incluso aquellos privilegiados con apellido, aquellos de la casta noble que tan solo por nacer entre sábanas limpias obtienen el derecho a una vida de riqueza, incluso ellos, pueden sufrir.

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21/10/2009, 13:18
Director

El viaje desde Liverpool había resultado largo y agotador. Allan se había decidido por viajar en barco hasta Port Glasgow, donde tomaría un tren que le llevaría hasta Balloch, un pequeño pueblo al sur de Loch Lommond. Según habían acordado, un carruaje del Conde de Fife lo recogería en la estación de tren y le llevaría hasta WetStones, la mansión de Sir James Duff.

A pesar del frío intenso que se había adueñado de la superficie del mar, se había pasado la mayor parte del tiempo sobre la cubierta. Cada vez que bajaba a su camarote el ambiente húmedo y cargado hacía empeorar su enfermedad y le sobrevenían accesos incontrolables de tos. Tanto tiempo en cubierta, sin nada que hacer, tan solo con el propio mar y las nubes como compañía, le había dado ocasión para meditar sobre su destino.

Aquella asignación le extrañaba. Sin duda que habría inspectores de la corona de confianza, destinados en Glasgow y en Edimburgo, que podrían haberse ocupado del trabajo sin ningún tipo de problema. ¿Por qué entonces le enviaban a él desde tan lejos? La tarea, aunque de gran envergadura, no parecía tampoco poseer en sí misma demasiada complejidad. Normalmente en este tipo de investigaciones se limitaba a servir de testigo ante el testamentario y el notario, que eran los encargados de leer el testamento del difunto, y a asegurarse de que los impuestos debidos se ejecutaban según dictaban las leyes. Siempre había quien trataba de zafarse, pero eran los menos.

Era cierto que la persona en cuestión, Sir James Duff, Conde de Fife, pasaba por ser uno de los principales señores de Escocia. Y ello le desconcertaba aún más, pues cabría esperar que hubiesen asignado la investigación a un inspector más veterano. Su carrera resultaba prometedora, pero aún seguía siendo un joven inexperto.

Con todo, sin duda se trataba de una gran oportunidad que no pensaba dejar escapar.

El mar no puso de su parte y la travesía se alargó algo más de lo esperado. Así, cuando finalmente atracaron en Port Glasgow, Allan tomó un carruaje que lo llevaría hasta la estación de tren.

Era un día triste y encapotado, con total ausencia de azul en el cielo, donde el marengo poco a poco iba ganando la partida al ceniza, formando poco a poco extensas lagunas de oscuridad. Un día de esos en los que el frío viento de poniente obligaba a levantarse el cuello de la chaqueta y a encogerse en el interior del abrigo.

Escocia no había recibido a Allan con los brazos abiertos. Al menos no lo hizo su clima. Mientras el carruaje cruzaba las atestadas calles del puerto el inspector pensaba en su mujer y en sus hijas... y en el calor de su hogar.

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21/10/2009, 13:19
Director

La vida de William Mc Donald no era otra cosa que sufrimiento. A pesar del amor que sentía por su mujer y por sus hijas, la lucha diaria por obtener un jornal que le permitiese llevar a casa al menos algo de comida caliente lo estaba desgastando como una cruel enfermedad.

La sucia jugarreta del Conde casi lo dejó en la ruina. Cuando decidió asociarse con él, hace ya quince años, y fundar el banco invirtió en él casi todo su dinero. El fondo para emergencias que decidió guardar le salvó de la completa ruina, al menos por un tiempo. No obstante, ese dinero se ha mostrado insuficiente y comienza a agotarse. Han tenido que cambiar de casa. Tras su enfrentamiento con el Conde de Fife ningún banco ha aceptado contratarle y ningún inversor ha querido asociarse con él. La situación comenzaba a ser dramática.

Entonces, cierto día, llegó una carta:

Att. Sr. William McDonald

Estimado señor,

Por la presente solicito su asistencia a la lectura del testamento de Sir James Duff, cuarto Conde de Fife, el cual según su propia voluntad tendrá lugar en WetStones, su mansión en Loch Lommond, el día 9 de Marzo del presente.
Como su albacea y su representante legal, le ruego encarecidamente que acuda a dicho acto.
Para facilitarle que así sea, le hago llegar un billete de tren con destino a la estación de Balloch, para el primer tren de la mañana que saldrá de Edimburgo el día 9 de marzo. En dicha localidad lo estará esperando un carruaje del Conde que le llevará hasta WetStones.
Esperando verlo pronto, reciba usted un cordial saludo.

Su servidor, Charles Buchanan, abogado y testamentario del Conde de Fife.

Conrad & Buchanan abogados.

William recordaba a Charles Buchanan. No era un mal hombre, ni un mal abogado. Ya se ocupaba de los asuntos del Conde de Fife cuando éste se asoció con él y se posicionó abiertamente en contra de su decisión de romper la sociedad y prescindir de su socio. El Conde no le escuchó, como siempre.

Recibir aquella carta con la citación a la lectura del testamento del Conde fue para él como un rayo de esperanza que le permitía soñar con afrontar un futuro algo menos opresivo. Quizás Sir James Duff en su lecho de muerte hubiese meditado sobre las maldades cometidas en su vida, y antes de marchar al otro mundo, hubiese decidido arreglar las injusticias y los agravios pendientes. Quizás se habría acordado de él. ¿Por qué si no le iban a solicitar su asistencia a la lectura del testamento?

Es posible que el Conde de Fife les haya beneficiado, a él y a su familia, en el reparto de sus bienes... pues de no ser así… William sería capaz de cualquier cosa.

Está desesperado.

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21/10/2009, 13:22
Director

Eminé Leary era uno de ellos.

Su vida no era otra cosa que sufrimiento. Apartada a una mansión vacía, con la única compañía de su madre, saliendo adelante gracias a la dispensa que el Conde de Fife les asignó en el acuerdo. No pasa hambre, es cierto, no tienen agobios económicos, pero a pesar de ello, su vida es cuando menos un profundo lago de depresión. Dedicó toda su juventud, sus mejores años, a un hombre que la fascinó, la utilizó y se cansó de ella poco después. Vivió ignorada y abandonada durante una década y aún no ha logrado reponerse de ello.

Entonces, cierto día, llegó una carta:

Att. Sra. Eminé Leary

Estimada señora,

Por la presente solicito su asistencia a la lectura del testamento de Sir James Duff, cuarto Conde de Fife, el cual según su propia voluntad tendrá lugar en WetStones, su mansión en Loch Lommond, el día 9 de Marzo del presente.
Como su albacea y su representante legal, le ruego encarecidamente que acuda a dicho acto.
Para facilitarle que así sea, le hago llegar un billete de tren con destino a la estación de Balloch, para el primer tren de la mañana que saldrá de Edimburgo el día 9 de marzo. En dicha localidad lo estará esperando un carruaje del Conde que le llevará hasta WetStones.
Esperando verla pronto, reciba usted un cordial saludo.

Su servidor, Charles Buchanan, abogado y testamentario del Conde de Fife.

Conrad & Buchanan abogados.

Eminé recordaba a Charles Buchanan. No era un mal hombre, ni un mal abogado. Ya se ocupaba de los asuntos del Conde de Fife cuando ella se casó con él. Le quedó la impresión de un hombre honrado, que se posicionaba abiertamente en contra del noble cuando éste decidía cometer alguna injusticia, aunque nunca le escuchaba.

La carta con la citación para la lectura del testamento del Conde supuso para ella la inmensa alegría de su muerte, la única satisfacción en años. Pero, ¿Por qué solicitaban su presencia en la lectura del testamento?

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21/10/2009, 13:23
Director

Él no era uno de ellos, aún así, la vida de Bruce Keenan no era un campo de flores precisamente. A pesar de no haber nacido entre sábanas limpias ni haber probado las mieles de la vida acomodada, Bruce sí sabía lo que era el dolor. Lo había vivido de pequeño, lo había visto en los ojos de su madre, lo había sentido en su encuentro con el Conde de Fife.

Las estaciones pasaban sin pena ni gloria, con la misma facilidad con la que Bruce pasaba de un trabajo a otro, como el agua de un río, dejándose llevar sin intención ni control.

Entonces, cierto día, llegó una carta:

Att. Sr. Bruce Keenan

Estimado señor,

Por la presente solicito su asistencia a la lectura del testamento de Sir James Duff, cuarto Conde de Fife, el cual según su propia voluntad tendrá lugar en WetStones, su mansión en Loch Lommond, el día 9 de Marzo del presente.
Como su albacea y su representante legal, le ruego encarecidamente que acuda a dicho acto.
Para facilitarle que así sea, le hago llegar un billete de tren con destino a la estación de Balloch, para el primer tren de la mañana que saldrá de Glasgow el día 9 de marzo. En dicha localidad lo estará esperando un carruaje del Conde que le llevará hasta WetStones.
Esperando verlo pronto, reciba usted un cordial saludo.

Su servidor, Charles Buchanan, abogado y testamentario del Conde de Fife.

Conrad & Buchanan abogados.

Bruce recordaba a Charles Buchanan. Lo había visto tan solo en una ocasión pero le dio la impresión de ser un buen hombre. Ya se ocupaba de los asuntos del Conde de Fife cuando consiguió llegar hasta él. Charles fue la primera persona que lo escuchó y que creyó en su palabra. Como siempre, el Conde no le hizo demasiado caso.

Recibir la carta con la citación para asistir a la lectura del testamento del Conde le sorprendió tanto que aún no ha sido capaz de asimilar su significado. Su muerte no le provoca sino satisfacción, desde luego, pero que se requiera su presencia allí le desconcierta. ¿Acaso el Conde de Fife había decidido reconocerle en su lecho de muerte? ¿Es posible que Sir James Duff hubiese optado por admitir su paternidad?

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21/10/2009, 13:24
Director

Él era uno de ellos. Su vida no era otra cosa que sufrimiento. A pesar de vivir rodeado de riquezas y de codearse con la alta sociedad, a pesar de acudir a fiestas y banquetes, Alexander sabía lo que era el dolor. Sabía lo que era el deseo de venganza y que éste no estuviese en su mano.

Alexander vive sin pasar ningún tipo de apuros, en una lujosa mansión en Edimburgo, puesto que tiene una asignación económica de su familia, no obstante para él tan sólo supone un insulto más, vivir de limosnas cuando, por derecho, le corresponde una buena parte de la herencia familiar.

Desde la muerte de su madre, hace cinco años, Alexander ha llevado una vida solitaria, casi monástica, en lo que se refiere a sus relaciones personales. Sin embargo, no ha escatimado esfuerzos en crear y fortalecer lazos sociales con todos los miembros de la nobleza con los que ha podido contactar. Su objetivo, casi convertido en obsesión, ha sido asegurarse la sucesión como 5º Conde de Fife.

Entonces, cierto día, llegó una carta:

Att. Sr. Alexander Duff

Estimado señor,

Por la presente solicito su asistencia a la lectura del testamento de Sir James Duff, cuarto Conde de Fife, el cual según su propia voluntad tendrá lugar en WetStones, su mansión en Loch Lommond, el día 9 de Marzo del presente.
Como su albacea y su representante legal, le ruego encarecidamente que acuda a dicho acto.
Para facilitarle que así sea, le hago llegar un billete de tren con destino a la estación de Balloch, para el primer tren de la mañana que saldrá de Edimburgo el día 9 de marzo. En dicha localidad lo estará esperando un carruaje del Conde que le llevará hasta WetStones.
Esperando verlo pronto, reciba usted un cordial saludo.

Su servidor, Charles Buchanan, abogado y testamentario del Conde de Fife.

Conrad & Buchanan abogados.

Alexander recordaba a Charles Buchanan. Lo había visto en varias ocasiones e incluso había tenido la oportunidad de conversar con él. Siempre le dio la impresión de ser un buen hombre. Se ocupaba de los asuntos del Conde desde hacía muchos años y en diversas ocasiones había tratado de mediar entre tío y sobrino. El Conde como siempre, no lo escuchó.

Recibir aquella carta, la citación para la lectura del testamento del Conde de Fife, ha sido uno de los momentos más gloriosos en la vida de Alexander. Le supuso una enorme satisfacción. ¡Al fin aquel viejo buitre traidor había muerto! ¡Al fin había llegado su hora!

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21/10/2009, 13:24
Director

Margarett Heisell era uno de ellos. Su vida no era otra cosa que sufrimiento. Apartada de una vida que le pertenecía por derecho, de una vida de riqueza y poder. Condenada a pasar sus últimos años, su vejez, en compañía de su hermana y su familia, en una casa modesta y pequeña. Abandonada, humillada, desplazada.

El Conde de Fife la alejó de su lado y se casó con una mujer más joven. Aquella fue una humillación que ella jamás le ha perdonado, una ofensa mayor que la que nunca podrá asimilar.

Entonces, cierto día, llegó una carta:

Att. Sra. Margarett Heisell

Estimada señora,

Por la presente solicito su asistencia a la lectura del testamento de Sir James Duff, cuarto Conde de Fife, el cual según su propia voluntad tendrá lugar en WetStones, su mansión en Loch Lommond, el día 9 de Marzo del presente.
Como su albacea y su representante legal, le ruego encarecidamente que acuda a dicho acto.
Para facilitarle que así sea, le hago llegar un billete de tren con destino a la estación de Balloch, para el primer tren de la mañana que saldrá de Edimburgo el día 9 de marzo. En dicha localidad lo estará esperando un carruaje del Conde que le llevará hasta WetStones.
Esperando verla pronto, reciba usted un cordial saludo.

Su servidor, Charles Buchanan, abogado y testamentario del Conde de Fife.

Conrad & Buchanan abogados.

Margarett recordaba a Charles Buchanan. No era un mal hombre, ni un mal abogado. Ya se ocupaba de los asuntos del Conde de Fife cuando ella convivía con él y en numerosas ocasiones compartieron tardes de agradable conversación frente a una taza de te. Le quedó la impresión de un hombre honrado, quizás el único de entre todos los buitres que sobrevolaban su persona al que podría haber llamado amigo.

Recibir la carta con la citación para asistir a la lectura del testamento del Conde de Fife le sorprendió tanto que aún no ha sido capaz de asimilar su significado. Su muerte le provoca sentimientos enfrentados: por un lado el dolor de la muerte de alguien a quien llegó a amar profundamente y por otro la satisfacción por el fin de su humillación, pues llegó a odiarlo más de lo que lo amó. Pero su presencia allí la desconcierta. ¿Acaso el Conde había decidido en su lecho de muerte reconocer a la que fue realmente la mujer de su vida?

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21/10/2009, 15:59
Margarett Heisell

 

La llegada de aquella carta constituyó la primera sorpresa del día para Margarett. Hacía ya mucho que no recibía una, consecuencia del ostracismo al que había sido sometida tras ser repudiada por el Conde de Fife. Todas sus amistades, forjadas en la época en la que ser la amante de James Duff le había proporcionado un status privilegiado, le habían vuelto la espalda al mismo tiempo que él la arrojaba de su lado para sustituirla por aquella exótica otomana, cuyas únicas dotes fueron la juventud y la belleza. Las fiestas, los bailes, las brillantes joyas y los costosos vestidos, las recepciones y la compañía de aquel hombre al que amaba con desesperación, desaparecieron de la noche a la mañana y a cambio solo quedó el olvido, la amargura y la soledad que día a día rumiaba entre las cuatro paredes de aquella minúscula habitación, que disfrutaba gracias a la generosidad de su hermana Gwyn, la única que había demostrado verdadero amor hacia ella, cerrando los ojos ante su turbulento y pecaminoso pasado. Aún la recordaba, en aquel día frío y lluvioso, cuando fue a recogerla a la estación con una triste sonrisa bailando en el rostro. Y su abrazo, la única muestra de calidez recibida en demasiado tiempo y que provocó el llanto de una Margarett dolida, herida y desorientada. Fueron las últimas lágrimas que vertió antes de que su corazón se transformara en una negra y fría piedra pulida por el odio y el resquemor.

Por ello, cuando, aquella tarde mientras tomaba el té con su hermana en el pequeño saloncito, se acercó su sobrino tendiéndole el sobre lacrado, no pudo reprimir un gesto de sorpresa ni dejar de experimentar una mezcla de curiosidad y nerviosismo. Pero un extraño pálpito la atenazó al tiempo que tomaba el sobre, derramando un poco de té.

- Si me disculpas, Gwyn, me retiro a mi habitación – dijo levantándose.

Sentada en una floreada butaca junto a la ventana, la mano de Margarett empezó a temblar ligeramente, conforme leía la misiva. Cuando acabó, su mirada se fijó en los tejados de las casas que se perfilaban más allá de su ventana, sin llegar a verlos. La carta, desprendida de su mano, resbaló por la falda de su vestido hasta acabar en el suelo como una hoja de otoño. Sentimientos encontrados azotaban a Margarett.

- Ha muerto, ha muerto – murmuró en un susurro cargado de pasión -. Ja, ja, ja, ja – rió, pero su risa se interrumpió tan bruscamente como había nacido -. James, oh James… - y su voz se tiñó de una oscura pena al tiempo que sus ojos se humedecían y una solitaria lágrima caía por su arrugada mejilla -, has muerto, has muerto. ¡Por fin! – replicó secándose con un gesto furioso y poniéndose en pie en medio del violento frufrú de su vestido-. No te mereces mis lágrimas, Conde de Fife. Ya derramé más de las deseadas en su momento. Mi agonía, mi suplicio, por fin se ven recompensados.

Como una leona enjaulada, Margarett recorrió arriba y abajo su habitación, las manos fuertemente entrelazadas en su regazo, su mente hecha un torbellino. Cuando, finalmente, pareció calmarse un tanto, recogió la carta del suelo y volvió a leerla con un espíritu más sereno. ¿Por qué se la invitaba a la lectura del testamento? ¿Acaso James la había recordado en su lecho de muerte y estaba dispuesto a darle en su óbito lo que le negó en vida? ¿O sería una perversa broma elaborada para su divertimento en el infierno, al que sin duda estaba condenado? Fuera como fuera, ella, Margarett Heisell, estaba dispuesta a comprobarlo.

Los siguientes minutos, los pasó ante su secreter escribiendo con perfecta caligrafía su respuesta.

A Conrad & Buchanan abogados

Estimados caballeros

Doy cumplida respuesta de que su misiva, citándome a la lectura del testamento de Sir James Duff, Conde de Fife, me ha sido remitida. Asimismo, me complace informarles de que me hallo dispuesta a cumplir con la última voluntad del finado, el Señor lo acoja en su seno, y que el día 9 de marzo tomaré, en la estación de Edimburgo, el tren de la mañana con destino a Balloch, para acudir a la ineludible cita que el destino me ha marcado.

Suya, atentamente

Lady Margarett Heisell

La llama de una vela le sirvió a Margarett para fundir el rojo lacre con el que selló el sobre y, al mismo tiempo, sintió que ponía fin a una etapa de su vida. Pero en lugar de felicidad, sintió como si ella misma hubiera muerto en parte.

 

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21/10/2009, 17:59
Alexander Duff
Sólo para el director

Alexander guardó la carta en el lujoso arcón de madera de su habitación, no sin antes haber extraído el billete y haberlo dejado encima de la mesita de madera noble del lado de su cama.

La sonrisa de su rostro mostraba todos sus pensamientos, esa era la razón por la que le encantaba estar solo, no había a nadie a quién ocultarle cuanto y con cuanta intensidad odiaba a su ahora difunto tío. Esperaba que ardiese en el infierno por toda la eternidad.

Casi todas las noches se obligaba a salir a las múltiples y aburridas fiestas que la nobleza realizaba a lo largo de la ciudad. Se obligaba a hacerlo porque sabía lo necesario que era tener amigos influentes. En la guerra social de la nobleza una nutrida red de ricos, políticos y abogados lo era todo.

Pero esa noche no solo sí le atraía la idea de salir y beber con sus amigos, sino que esta vez pensaba montar él la fiesta. "A la memoria de su tío". Pensaba “honrar” su muerte con su propio dinero, celebrar que dentro de poco el sería el nuevo Conde de Fife.

El fin de tan amargo viaje había llegado. Todos sus esfuerzos serían compensados, su rabia alimentada, su odio saciado y sus arcas se llenarían al fin del dinero que le pertenecía. Se acabarían las migajas.

Tendría lo que le pertenecía.
Sí, esa iba a ser una gran noche, una gran fiesta. Puede que incluso empezara a buscar alguna joven agraciada y rica con la que formar una familia.

Con la que tener al 6º Conde de Fife.

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21/10/2009, 18:03
Eminé Leary
Sólo para el director

Eminé Leary se encontraba en su casa cuando le llegó la carta y por lo tanto, la inesperada y sorprendente noticia. Sentada en una butaca verde con pequeños adornos florales observaba el fuego encendido frente a sus ojos. Las lenguas se agitaban sobre los leños y las brasas.

Vestía un discreto vestido de gasa y tela que cubría todo su cuerpo. Sobre sus hombros, un chal de color crema. El pelo lo tenía suelto, cayéndole por sus hombros. Siempre había mantenido muy cuidada su cabellera, mostrándose aún negra como un tizón, y muy suave. Su rostro ya era el de una mujer. Tenía algunas arrugas de más para su edad, quizá fruto de los años de sufrimiento que el Conde sembró en ella.

Sostenía la carta entre sus dedos finos y suaves. La había leído al menos tres veces, y en todas ellas siempre decía lo mismo. Acarició las palabras con uno de sus dedos, en especial las refentes al nombre de su difunto esposo. Aquel hombre la había enamorado tantos años atrás. Tan joven era ella, y tan hermosa. Aquellos ojos con los que la miró por primera vez la atraparon en un pozo sin salida, un pozo del que no pudo salir. Solo durante unas semanas -quizá unos meses para los que lo recuerden exactamente-, se sintió amada y querida. Pero aquel pozo era demasiado profundo, demasiado oscuro.

Eminé se movió en su asiento incómoda, alejada de aquel lugar. Tenía los ojos clavados en el fuego, y sin embargo no lo miraba. Tan solo podía ver su rostro: anguloso, brillante, y siempre perfecto. Pero aquel rostro inmáculado se trasformó frente a ella, volviéndose un completo desconocido. La miraba con desprecio, con indiferencia. Su perfección se convirtió en una máscara, y su máscara en la mayor tragedia que aquella mujer pudo conocer. Quiso entregarle su felicidad, su juventud y su inocencia. Quiso ser amante, mujer y madre. Pero él lo tomó todo como la bestia que era. Arrancó cada bocado sin medida, dejándola sin nada, y tirándola al barro cuando hubo acabado.

Apretó la carta entre sus dedos hasta clavarse las uñas. Sopesó tirarla al fuego, acabar con lo que nuevamente la hacía acordarse de él. La miró una vez más, y vio entre las letras el rostro de aquel ser, de aquel demonio conforma de hombre que supo jugar con su alma y sus lágrimas. Sin un solo gesto de rabia o furia simplemente se puso en pie y la arrojó. Varias lágrimas caían por sus mejillas. Se frotó las manos, y pese a estar frente al fuego sintió frío. Se abrazó y frotó los brazos observando cómo la carta ardía.

Regresó caminando hasta su asiento. A su lado y en una mesa de madera con una piedra de mármol descansaba el billete que el señor Buchanan le había hecho llegar. Podría haberlo tirado también, haberse olvidado de todo aquello. Quería refugiarse, sentirse segura de los desprecios de los demás, de las miradas indiscretas. Hubiese querido hacerlo con alguien, pero por culpa de aquel hombre no volvió a contraer matrimonio, ni a engendrar un hijo. Fue como si su vientre se hubiese marchitado. Maldito. Maldito él. Maldito por siempre.

¿Qué cruel broma del destino era aquella que la obligaba a recordar todo de nuevo?.

Tomó el billete entre dos dedos y se abrazó a si misma una vez más. Estaba descalza, sentía cada una de las maderas del suelo clavarse en su piel. Lentamente comenzó a avanzar hacia la puerta del salón.

Debía mostrarse a los demás como una mujer plena, no como el despojo que había quedado tras su abandono y su separación. Necesitaba oir que el Conde estaba muerto. Ansiaba escucharlo, saber que su existencia había llegado a su fin, y que toda su miseria y repugnancia por fin abandonarían aquel mundo. Tantas veces había rezado por ello. Tantas y tantas veces...

Debía preparar su modesto equipaje.

Las lágrimas seguían brotando lentamente.

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21/10/2009, 18:39
Bruce Keenan
Sólo para el director

Bruce releyó la carta una vez tras otra después de recibirla. Apenas daba crédito a lo que veían sus ojos pues cualquier convocatoria relacionada con el Conde le resultaba chocante, pero sobretodo peligrosa.
Intentó leer entre líneas, encontrar algún mensaje oculto entre las frases del abogado, pero al final tuvo que admitir que sólo se trataba de un comunicado bastante estándar y predecible que ya había visto alguna que otra vez con formatos parecidos. Aunque nunca dirigidos a él, por supuesto.

Así pues, y tras un par de días de dudas y más vueltas en la cama de lo habitual durante la noche, Bruce decidió que asistiría. Ya no guardaba la esperanza de ser reconocido, ni siquiera lo pretendía, pero quería darse la satisfacción y tranquilidad de asegurarse que ese maldito malnacido estaba realmente muerto. Además no dejaría de carcomerle la duda si no averiguaba que es lo que se pretendía realmente de él en el testamento, así que a partir de ese momento empezó el proceso de mentalización. El Conde ya no estaría, pero su mansión ya le producía escalofríos.

Aquella mañana se levantó algo agitado y la dedicó a  preparar adecuadamente su pequeña y desgastada maleta. Escogió sus trajes y complementos más elegantes y limpios, aunque sabía que no sería capaz de engañar a ningún noble, saltaba a la legua que no eran de la mejor calidad, aún así esperaba estar lo suficientemente presentable como para evitar miradas y comentarios desdeñosos. Y si se producían... ¡al cuerno! ya estaba algo cansado de la arrogancia de las clases tan privilegiadas, seguro que podía ignorarles sin empezar a tartamudear... o eso esperaba.

Se presentó en la estación con puntualidad y cierto nerviosismo que decidió ocupar en evadirse con alguna de sus obras literarias favoritas. El viaje se presentaba, por suerte, confortable, pero estar pensando en lo que le depararía el mañana podía resultar una agonía para alguien que se consideraba tan desafortunado como Keenan.

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21/10/2009, 21:51
William McDonald
Sólo para el director

William hervía por dentro. Desde que había recibido y leído, días atrás, la notificación que lo citaba para que se presentase a la lectura del testamento del Conde de Fife, su antiguo socio y su mayor traidor, su mente no había cesado, ni por un momento, de imaginar un sinfín de razones por las cuales él debía estar presente en aquel acto, y por encima y con más fuerza que ninguna, todo y sus escasas posibilidades y su nula racionalidad teniendo en cuenta lo acaecido durante los últimos años, estaba aquella en la que aquel despreciable hombre había recapacitado sobre sus actos, decidiendo compensar, tanto a él como a su familia, por todo lo que les había hecho pasar. Esa posibilidad, sin duda rocambolesca y a todas luces poco probable, había conseguido elevar el ánimo del que fuera un exitoso economista, y el hombre, de pie en el andén y cargado tan solo con su pequeña maleta, vieja y gastada, y su siempre dispuesto bastón, no podía evitar soñar con un feliz futuro para su amada esposa y sus dos queridas hijas. Era un brote de esperanza, a decir verdad seguramente el único y último, y mientras pudiera, se agarraría a él con todo su ser.

Como fuera, el economista estaba deseoso de escuchar las palabras escritas por aquel que lo había arruinado y alejado de casi cualquier empleo, y para cuando el tren arribó a la estación, sus labios no pudieron evitar una ligera y tensa sonrisa, un gesto que no era más que una reacción de sus nervios, apresados y encarcelados desde la llegada de la misiva. Y junto a esa poco sincera sonrisa, sus manos también reaccionaron, instintivamente, para alisar la oscura chaqueta que vestía, una prenda, que años atrás, jamás habría vestido para la ocasión, pues aunque se veía limpia, su vejez clamaba a los cuatro vientos, clasificándolo en una clase más bien pobre. Pero aquel gesto no era más que un recuerdo de reuniones y momentos pasados, un fugaz atisbo de la persona que en su día fue, y ahora, a escasas horas del esperado, y a su vez temido momento, William era capaz de sentir la cercanía de tan importante momento, la proximidad del que esperaba fuera el punto y final a su desgracia, y ante ello, no se sentía capaz de evitar gestos como aquel.

Tranquilo William, sin duda ese desgraciado se habrá arrepentido de sus actos, y en su lecho de muerte, se habrá acordado del hombre que tanto le dio a cambio de ....engaños y traiciones. Seguro, tu destino no puede empeorar, esto es un rayo de luz en la negrura de tu vida y de la de tu familia, y seguro que hoy, por fin, llegará a su fin.

Cuando al fin el tren se detuvo, William ya estaba ante las escalerillas que daban acceso a uno de los vagones, y todo su cojera, se las apañó, como había hecho hasta el presente día, para ascenderlas de forma rápida y practica antes de atravesar la pequeña puerta que conducía al interior del vagón. Una vez allí, avanzó con paso firme hasta un asiento vacío y con ventana, y sin que nadie pudiera apreciar el volcán que bullía en su interior, tomó asiento, alentando en silencio al desconocido maquinista para que pusiera en marcha a aquella máquina...

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22/10/2009, 01:27
Allan Murray
Sólo para el director

El calor de su hogar, o el de los brazos de su esposa: ése era el verdadero sitio en el mundo al que Allan pertenecía, su verdadero cobijo. Era donde mejor se sentía y el lugar al cual siempre ansiaba volver, lo que soñaba cada vez que estaba de viaje aunque fuera a unos kilómetros de la ciudad. Era en lo que pensaba siempre que necesitaba darse fuerzas, o abstraerse de un entorno hostil, ridículo, o cansador. Era lo que se llevaba su cabeza mientras el carruaje intentaba hacerse espacio entre la marea de humanos, de bultos y de especias, todo matizado por un paisaje gris y casi lluvioso, lleno de frío, sin ninguna piedad.

El traqueteo de las ruedas altas del coche le incomodaba sobremanera, pues le hacía agitarse dentro de la cabina a pesar de ir sentado de forma cómoda. Al dejar el barco, había esperado que la tierra permaneciera firme y le diera un poco de tregua para recuperarse, algo que parecía no ir a suceder. Allan intentó trabarse para permanecer quieto, o menos agitado, pero fue un esfuerzo vano. Abandonó, resignado. Aprovechó entonces para mirar el reloj, alzándolo cerca de los ojos, y la fina cadena que lo sujetaba se tensó hasta casi el punto de quiebre. Al volverlo al bolsillo, con la otra mano acarició los bordes del sombrero que descansaba en su regazo. La ventana le mostraba que iba abandonando lentamente el mar para internarse en los árboles, dejando atrás el movimiento del puerto y el barco, el largo viaje. Atrás, allí, quedaban ellas y su vuelta al hogar.

Al internarse en las calles de Glasgow, en dirección a los ferrocarriles, los pensamientos de Allan volvieron a su actividad. La perspectiva de un trabajo de tamaña envergadura en las manos de alguien como él era algo impensado para la Corona, por lo que olía algún problema. Posiblemente era sólo su arraigado escepticismo inglés, de dudar de todo lo bueno que se presentara gratuito justo en sus manos. No tenía ninguna razón de peso para creer que su trabajo no consumiría más que un par de horas: mirar la lectura, contener a los menos beneficiados, y asegurarse con buenos modos que la Corona recibiera su parte. Aún así, mientras el caballo continuaba haciendo mover la cabina, Allan miró por la ventana y creyó sentir la certeza de que estaba allí por una razón especial. Y, aunque no sabía si aquello era bueno o malo, había algo que podía asegurar a ojos cerrados: no iba a ser fácil.

El viaje se fue alargando por una lluvia fina que decidió bordar el escenario. Allan asomó la cabeza para preguntar al conductor.

- ¿Se tardará mucho más, señor? Temo perder el tren que me ocupa.

- No hay nada que podamos hacer ahora; cuando empiezan a caer las gotas, la gente se vuelve loca - contestó el hombre, inclinando su sombrero al ofrecerle una media sonrisa - Puedo ser honesto y decirle que se baje ahora, que llegará más rápido a pie a la estación. Pero no se lo sugiero, menos si tiene que presentarse a una reunión con esas mismas ropas.

Allan se lo quedó mirando, sorprendido por la afirmación del buen samaritano. El conductor se echó a reír.

- No llevo veinte años conduciendo para no reconocer un inglés recién llegado, que viene a disfrutar de mi tierra y que se irá lo más rápido que pueda. Le recomiendo que trate de disimular un poco delante de mi gente, porque a algunos no les hace tanta gracia, aunque con su dinero luego consigan poner el pan de cada noche en su mesa.

- Seguiré su consejo. Sus dos consejos - respondió Allan, sonriendo, sin acusar la guerra. Aquello era sólo una advertencia. Mucho más simpática de la que había esperado encontrar, incluso apenas pusiera pie en el Port Glasgow - Pero, en lo que pueda, le pido por favor que vaya lo más rápido posible.

Volvió a meterse en la cabina. El traqueteo no se detenía, pero cambiaba la velocidad cada tanto, como si el caballo fuera un hombre viejo y cansado que necesitaba detenerse a tomar aire. Convencido que no le quedaba nada más que hacer, Allan sacó de su maletín parte de los papeles que le competían. Los había leído ya tantas veces que quizás, si lo presionaban, era capaz de recitarlos de memoria. Aún así, en su trabajo, no había espacio para equivocarse, sobre todo con testamentos de ese estilo: los beneficiarios podían ser muy propensos a olvidarse de la Corona cuando les tocaba su parte. Con grandes patrimonios en juego, muchos olvidaban su lealtad a la monarquía, y se olvidaban quién les reconocía sus posiciones y territorios. No podía saber quiénes eran los beneficiarios de antemano, pues los testamentos eran cerrados; pero tenía que estar preparado para todo tipo de personas.

Allan aún estaba intentando imaginar cómo serían, cuando el carruaje se detuvo en seco frente a la estación.

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22/10/2009, 13:15
Director

Aquel amaneció como un día triste y encapotado, con total ausencia de azul en el cielo, sobre cuyo lienzo el marengo iba ganando paulatinamente la partida al ceniza, formando poco a poco extensas lagunas de oscuridad. Un día de esos en los que el frío viento de poniente obligaba a levantarse el cuello de la chaqueta y a encogerse en el interior del abrigo. La humedad calaba los huesos, aunque del cielo apenas caían pequeñas imitaciones de gotas de lluvia, lo que sin duda era un simple preludio juguetón de lo que más tarde prometía arrojar sobre la tierra.
Un día más que apropiado para la lectura de un testamento.

El tren salió con puntualidad, con puntualidad inglesa. Curiosa ironía. Entre otras muchas cuestiones administrativas las guarniciones de dragones rojos controlaban los principales medios de comunicación. Y las estaciones de los grandes núcleos urbanos, como Glasgow o Edimburgo, contaban como tal. Así pues, bajo la atenta mirada de los jinetes ingleses los viajeros fueron subiendo a los distintos vagones y el tren se puso en marcha.

El viaje no resultaba demasiado largo, pero durante su trayecto se hacía más que evidente el paso de un mundo a otro. Lentamente iban dejando atrás las Lowlands y las suaves y verdes colinas de los Borders, cubiertas de brillantes colores a pocos días para el inicio de la primavera, para adentrarse en las primeras insinuaciones de las Highlands. La transición no resultaba brusca, no se trataba de un cambio violento, pero sí palpable. Conforme se adentraban en West Dumbartonshire y avanzaban hacia el norte el horizonte resurgía sobre sí mismo abriéndose paso entre las nubes, mostrando orgulloso las marrones cumbres del Ben Lommond, Ben Venue y Ben Leni, y tras ellos, cubierta aún su cima por las nieves del invierno, el majestuoso Ben More.

El viaje en tren no había conseguido mitigar en Margarett aquella sensación de vacío, de pérdida definitiva. Si bien al contrario, las oscuras nubes proporcionaban un melancólico telón de fondo para sus pensamientos. Las gotas de lluvia sobre la ventana caían en hileras desordenadas hacia un barranco ventoso, al igual que su futuro. Una etapa de su vida había terminado pero, ¿de qué forma?

Tan hundida estaba en sus propios pensamientos que al principio no reconoció al hombre que, sentado frente a ella, un par de filas de asientos más adelante, viajaba hacia su mismo destino. Levantó la mirada un instante y entonces la memoria le respondió. Conocía a aquel hombre. Era Alexander Duff, sobrino del Conde de Fife, hijo de su difunto hermano menor, también de nombre Alexander. Lo había visto en innumerables ocasiones y estaba segura de que él también la había reconocido.

Entonces sus miradas se encontraron.

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22/10/2009, 13:16
Director

Aquel amaneció como un día triste y encapotado, con total ausencia de azul en el cielo, sobre cuyo lienzo el marengo iba ganando paulatinamente la partida al ceniza, formando poco a poco extensas lagunas de oscuridad. Un día de esos en los que el frío viento de poniente obligaba a levantarse el cuello de la chaqueta y a encogerse en el interior del abrigo. La humedad calaba los huesos, aunque del cielo apenas caían pequeñas imitaciones de gotas de lluvia, lo que sin duda era un simple preludio juguetón de lo que más tarde prometía arrojar sobre la tierra.
Un día más que apropiado para la lectura de un testamento.

El tren salió con puntualidad, con puntualidad inglesa. Curiosa ironía. Entre otras muchas cuestiones administrativas las guarniciones de dragones rojos controlaban los principales medios de comunicación. Y las estaciones de los grandes núcleos urbanos, como Glasgow o Edimburgo, contaban como tal. Así pues, bajo la atenta mirada de los jinetes ingleses los viajeros fueron subiendo a los distintos vagones y el tren se puso en marcha.

El viaje no resultaba demasiado largo, pero durante su trayecto se hacía más que evidente el paso de un mundo a otro. Lentamente iban dejando atrás las Lowlands y las suaves y verdes colinas de los Borders, cubiertas de brillantes colores a pocos días para el inicio de la primavera, para adentrarse en las primeras insinuaciones de las Highlands. La transición no resultaba brusca, no se trataba de un cambio violento, pero sí palpable. Conforme se adentraban en West Dumbartonshire y avanzaban hacia el norte el horizonte resurgía sobre sí mismo abriéndose paso entre las nubes, mostrando orgulloso las marrones cumbres del Ben Lommond, Ben Venue y Ben Leni, y tras ellos, cubierta aún su cima por las nieves del invierno, el majestuoso Ben More.

El viaje en tren no había conseguido mitigar en Alexander aquella sensación de euforia que le dominase desde que la jornada anterior leyera la notificación para asistir a la lectura del testamento de su tío. La fiesta resultó de las que se recuerdan durante años. Casi apenas había tenido tiempo de asearse y cambiarse de ropa para poder coger el tren de la mañana.

Se sentía lleno de energía. Pronto todo iba a cambiar.

Tan concentrado estaba en sus propios pensamientos que al principio no reconoció a la mujer que, sentada frente a él, un par de filas de asientos más atrás, viajaba hacia su mismo destino. Levantó la mirada un instante y entonces la memoria le respondió. Conocía a aquella mujer. Se trataba de Margarett Heisell, la que fue durante casi treinta años amante del Conde de Fife y, en opinión de Alenxader, su único amor verdadero. Su tío había tenido dos esposas, una de ellas ya difunta, y multitud de amantes, pero tan solo con Margarett lo había visto Alexander expresar sentimientos humanos. La había visto en innumerables ocasiones y estaba seguro de que ella también lo había reconocido.

Entonces sus miradas se encontraron.

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22/10/2009, 13:17
Director

El carruaje se detuvo de forma brusca frente a la estación de tren de Port Glasgow, levantando nubes de gravilla en su frenar. Los caballos piafaron molestos.

-¡Hemos llegado señor! ¡Debe darse prisa, el tren ya está en el andén!

Allan tocó suelo de un salto y mientras que el cochero le tendía su equipaje le pagó con premura por sus servicios. Se despidieron con un simple gesto amistoso y echó a correr pidiendo paso a los viajeros que ocupaban la calle. Cruzó a toda velocidad el edificio de la estación y se adentró en la plataforma que formaba el andén en el momento justo en el que el jefe de estación daba la señal de partida.
El tren comenzó a moverse pero Allan consiguió abrir una de las portezuelas y colarse en su interior de un salto.

El tren salió con puntualidad, con puntualidad inglesa. Curiosa ironía. Entre otras muchas cuestiones administrativas las guarniciones de dragones rojos controlaban los principales medios de comunicación. Y las estaciones de los grandes núcleos urbanos, como Glasgow o Edimburgo, contaban como tal.

La intensa carrera, aunque corta, lo había dejado sin aliento. Se dejó caer sobre uno de los asientos libres tratando de controlar un vehemente ataque de tos. Estaba mojado, lo que unido al esfuerzo físico, lo había llevado al límite y su pecho se resentía. Tardó un buen rato en conseguir controlar de nuevo su respiración.

La humedad calaba los huesos, aunque del cielo apenas caían pequeñas imitaciones de gotas de lluvia, lo que sin duda era un simple preludio juguetón de lo que más tarde prometía arrojar sobre la tierra.
Un día más que apropiado para la lectura de un testamento.

El viaje no resultaba demasiado largo, pero durante su trayecto se hacía más que evidente el paso de un mundo a otro. Lentamente iban dejando atrás las Lowlands y las suaves y verdes colinas de los Borders, cubiertas de brillantes colores a pocos días para el inicio de la primavera, para adentrarse en las primeras insinuaciones de las Highlands. La transición no resultaba brusca, no se trataba de un cambio violento, pero sí palpable. Conforme se adentraban en West Dumbartonshire y avanzaban hacia el norte el horizonte resurgía sobre sí mismo abriéndose paso entre las nubes, mostrando orgulloso las marrones cumbres del Ben Lommond, Ben Venue y Ben Leni, y tras ellos, cubierta aún su cima por las nieves del invierno, el majestuoso Ben More.

Una vez recobrada la compostura la mente siempre inquieta de Allan se dedicó a examinar a los distintos pasajeros que ocupaban el vagón. Era un gran observador y una vez más aquella cualidad quedó demostrada. Frente a él, sentado un par de filas más adelante, un joven llamó su atención. Había algo en él que le resultaba familiar aunque al principio no supo de qué se trataba. Vestía un traje sencillo, de confección barata, y se agitaba nervioso en su asiento mientras centraba su atención en un libro cuyas páginas devoraba. Sus rasgos, sin embargo, tenían un aire de aristocracia que no pasó desapercibido al inspector.
¡Le recordaba a alguien!
Se rascó la barba intrigado, dando vueltas en su cabeza al origen de aquella sensación hasta que, de pronto, cayó en la cuenta. ¡Era una imagen casi idéntica de Sir James Duff, Conde de Fife, pero con cincuenta años menos! Allan había visto un retrato del Conde en el edificio del gobierno de Liverpool. Sir Richard Gault le había llevado allí poco antes de su partida para que contemplara el rostro del hombre cuyo testamento iba a investigar.

Aquel joven tenía que ser pariente suyo. Tal semejanza no podía ser una coincidencia.

Entonces el muchacho levantó la vista y sus miradas se encontraron.

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22/10/2009, 13:18
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Aquel amaneció como un día triste y encapotado, con total ausencia de azul en el cielo, sobre cuyo lienzo el marengo iba ganando paulatinamente la partida al ceniza, formando poco a poco extensas lagunas de oscuridad. Un día de esos en los que el frío viento de poniente obligaba a levantarse el cuello de la chaqueta y a encogerse en el interior del abrigo. La humedad calaba los huesos, aunque del cielo apenas caían pequeñas imitaciones de gotas de lluvia, lo que sin duda era un simple preludio juguetón de lo que más tarde prometía arrojar sobre la tierra.
Un día más que apropiado para la lectura de un testamento.

El tren salió con puntualidad, con puntualidad inglesa. Curiosa ironía. Entre otras muchas cuestiones administrativas las guarniciones de dragones rojos controlaban los principales medios de comunicación. Y las estaciones de los grandes núcleos urbanos, como Glasgow o Edimburgo, contaban como tal. Así pues, bajo la atenta mirada de los jinetes ingleses los viajeros fueron subiendo a los distintos vagones y el tren se puso en marcha.

El viaje no resultaba demasiado largo, pero durante su trayecto se hacía más que evidente el paso de un mundo a otro. Lentamente iban dejando atrás las Lowlands y las suaves y verdes colinas de los Borders, cubiertas de brillantes colores a pocos días para el inicio de la primavera, para adentrarse en las primeras insinuaciones de las Highlands. La transición no resultaba brusca, no se trataba de un cambio violento, pero sí palpable. Conforme se adentraban en West Dumbartonshire y avanzaban hacia el norte el horizonte resurgía sobre sí mismo abriéndose paso entre las nubes, mostrando orgulloso las marrones cumbres del Ben Lommond, Ben Venue y Ben Leni, y tras ellos, cubierta aún su cima por las nieves del invierno, el majestuoso Ben More.

El viaje en tren no había conseguido mitigar en Bruce aquella sensación de inquietud que le dominase desde que la jornada anterior leyera la notificación para asistir a la lectura del testamento de Sir James Duff. La duda lo dominaba y el temor a encontrarse entre gente de un estrato social tan lejano del suyo lo perturbaba.

Tan concentrado estaba en su lectura que al principio no reparó en el hombre que lo observaba con mirada atenta. Un par de veces levantó la vista del libro y en ambas ocasiones aquel hombre continuaba mirándolo curioso. Iba bien vestido aunque no parecía pertenecer a la nobleza. Más bien se diría que se trataba de un empresario afortunado, quizás inglés.

Tratando de disimular Bruce volvió a su lectura para poco después levantar una vez más la cabeza en un gesto rápido. Aquel hombre continuaba observándole y sus miradas se encontraron.

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22/10/2009, 13:18
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Aquel amaneció como un día triste y encapotado, con total ausencia de azul en el cielo, sobre cuyo lienzo el marengo iba ganando paulatinamente la partida al ceniza, formando poco a poco extensas lagunas de oscuridad. Un día de esos en los que el frío viento de poniente obligaba a levantarse el cuello de la chaqueta y a encogerse en el interior del abrigo. La humedad calaba los huesos, aunque del cielo apenas caían pequeñas imitaciones de gotas de lluvia, lo que sin duda era un simple preludio juguetón de lo que más tarde prometía arrojar sobre la tierra.
Un día más que apropiado para la lectura de un testamento.

El tren salió con puntualidad, con puntualidad inglesa. Curiosa ironía. Entre otras muchas cuestiones administrativas las guarniciones de dragones rojos controlaban los principales medios de comunicación. Y las estaciones de los grandes núcleos urbanos, como Glasgow o Edimburgo, contaban como tal. Así pues, bajo la atenta mirada de los jinetes ingleses los viajeros fueron subiendo a los distintos vagones y el tren se puso en marcha.

El viaje no resultaba demasiado largo, pero durante su trayecto se hacía más que evidente el paso de un mundo a otro. Lentamente iban dejando atrás las Lowlands y las suaves y verdes colinas de los Borders, cubiertas de brillantes colores a pocos días para el inicio de la primavera, para adentrarse en las primeras insinuaciones de las Highlands. La transición no resultaba brusca, no se trataba de un cambio violento, pero sí palpable. Conforme se adentraban en West Dumbartonshire y avanzaban hacia el norte el horizonte resurgía sobre sí mismo abriéndose paso entre las nubes, mostrando orgulloso las marrones cumbres del Ben Lommond, Ben Venue y Ben Leni, y tras ellos, cubierta aún su cima por las nieves del invierno, el majestuoso Ben More.

El viaje en tren no había conseguido mitigar en William aquella sensación de inquietud que le dominase desde que la jornada anterior leyera la notificación para asistir a la lectura del testamento del Conde de Fife. Inquietud y esperanza por igual. Se removía nervioso en su asiento, impaciente. Su mente no dejaba de trazar posibilidades de futuro, tanto para una como para otra eventualidad.

Tan concentrado estaba en sus propios pensamientos que al principio no reconoció a la mujer que, sentada frente a él, un par de filas de asientos más atrás, viajaba hacia su mismo destino. Levantó la mirada un instante y entonces la memoria le respondió. Conocía a aquella mujer. Se trataba de Eminé Leary, la que fue durante casi diez años la segunda esposa del Conde de Fife y, en opinión de William, una de las mujeres más hermosas que había visto en su vida. Según había llegado hasta sus oídos el Conde se encaprichó de ella cuando era poco más que una niña y consiguió su mano. Poco después se aburrió de su presencia y la relegó a una vida de soledad y abandono. Fue por aquella época cuando William se asoció con el noble. Según tenía entendido el matrimonio se consideró anulado poco después cuando ella fue acusada de adulterio. La había visto en varias ocasiones y estaba seguro de que ella también lo había reconocido.

Entonces sus miradas se encontraron y William habría jurado que aquellos ojos habían visto muchas lágrimas durante esa noche.

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22/10/2009, 13:19
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Aquel amaneció como un día triste y encapotado, con total ausencia de azul en el cielo, sobre cuyo lienzo el marengo iba ganando paulatinamente la partida al ceniza, formando poco a poco extensas lagunas de oscuridad. Un día de esos en los que el frío viento de poniente obligaba a levantarse el cuello de la chaqueta y a encogerse en el interior del abrigo. La humedad calaba los huesos, aunque del cielo apenas caían pequeñas imitaciones de gotas de lluvia, lo que sin duda era un simple preludio juguetón de lo que más tarde prometía arrojar sobre la tierra.
Un día más que apropiado para la lectura de un testamento.

El tren salió con puntualidad, con puntualidad inglesa. Curiosa ironía. Entre otras muchas cuestiones administrativas las guarniciones de dragones rojos controlaban los principales medios de comunicación. Y las estaciones de los grandes núcleos urbanos, como Glasgow o Edimburgo, contaban como tal. Así pues, bajo la atenta mirada de los jinetes ingleses los viajeros fueron subiendo a los distintos vagones y el tren se puso en marcha.

El viaje no resultaba demasiado largo, pero durante su trayecto se hacía más que evidente el paso de un mundo a otro. Lentamente iban dejando atrás las Lowlands y las suaves y verdes colinas de los Borders, cubiertas de brillantes colores a pocos días para el inicio de la primavera, para adentrarse en las primeras insinuaciones de las Highlands. La transición no resultaba brusca, no se trataba de un cambio violento, pero sí palpable. Conforme se adentraban en West Dumbartonshire y avanzaban hacia el norte el horizonte resurgía sobre sí mismo abriéndose paso entre las nubes, mostrando orgulloso las marrones cumbres del Ben Lommond, Ben Venue y Ben Leni, y tras ellos, cubierta aún su cima por las nieves del invierno, el majestuoso Ben More.

El viaje en tren no había conseguido mitigar en Eminé aquella sensación de desasosiego que le dominase desde que la jornada anterior leyera la notificación para asistir a la lectura del testamento del Conde de Fife. Había escogido sus mejores ropas y se había preparado lo mejor posible para aquel viaje, pero aún así se sentía sola y perdida. Sin rumbo. Sin vida.

Tan concentrada estaba en sus propios pensamientos que al principio no reconoció al hombre que, sentado frente a él, un par de filas de asientos más adelante, viajaba hacia su mismo destino. Levantó la mirada un instante y entonces la memoria le respondió. Conocía a aquel hombre. Se llamaba William, aunque en aquel instante no recordaba su apellido. Según recordaba se trataba de algún tipo de hombre de negocios o inversor, un economista, que hacía quizás quince años se había asociado con Sir James Duff para crear una entidad bancaria en Stirling. Un par de años después el Conde de Fife lo traicionó y lo llevó a la ruina con una sucia jugarreta legal. William quedó destrozado y se marchó a Edimburgo con su familia.
Lo había visto en varias ocasiones mientras vivía con el Conde y estaba segura de que él también la había reconocido.

Entonces sus miradas se encontraron.