Partida Rol por web

Doy la orden de atacar y pego un grito me abalanzo de nuevo sobre el León.

Las palabras de Ormuz no eran las que esperaba oír, ni mucho menos hacían nada por aliviar la tensión. Si no nos mataba la fiera, probablemente lo haría la misma tensión si no sucedía nada en los siguientes instantes. Con su misma resolución intranquila me sitúo a su lado, antorcha en alto, mirando hacia el sombrío bosque. Si iba a morir, al menos tenía el estúpido consuelo de que no lo haría solo. Quizás es el miedo, en un momento de irracionalidad nerviosa, lo que me hace soltar la siguiente bravuconada, gritando hacia la oscuridad:

-¡Bestia inmunda! Sal de entre los matorrales... o tendré que ir a buscarte en persona y mostrarte el fuego de los hombres.

Acorralado, herido, el león decide que quiere huir entre los matorrales.

Al ver que planeas abalanzarte sobre él, y que Tulio y sus hombres quieren hacer lo mismo, decide huir hacia delante. Literalmente: salta sobre uno de los soldados romanos y, con el impulso, le clava las garras en la cara.

El soldado cae sangrando, medio inconsciente. Encima de él, el león, y delante de él el bosque. Sólo unos pasos más y estará oculto en las sombras.

Y podrá dejar de ser presa y volver a ser cazador.

.

Te parece oír una voz humana gritando órdenes.

Sin pensarlo, le agarro de la cola, tal y como he visto hacer con los toros en Creta.

-AHORA!-les grito a Antonio y sus soldados

Agazapado cerca del fuego, y con el cuchillo en mano, intento descubrir el origen de los rugidos y planteándome por primera vez en mi vida si rezar es una opción viable

En ese momento, atentos como estáis, escucháis en mitad de la noche un grito humano.

— ¡Ahora! — y un forcejeo.

Es la voz de Calístrato, saliendo desde el lugar de donde llegan los rugidos.

El león, viendo la maniobra, la esquiva. Un soldado romano (aquel que sigue en pie y no es Antonio) se lanza sobre él, pero recibe un arañazo en el torso que le rasga la cota de malla. Cae al suelo, apenas consciente y vivo, con el pecho ensangrentado. Todavía puede luchar, piensas. Pero no mucho.

Por su parte, el león se ha enfadado. Ya no piensa en huir: con dos de sus cazadores prácticamente fuera de juego, sólo Tulio y tú estáis frente a él ilesos.

La sangre de su herida en la espalda sigue manando y escociéndole. Pero eso sólo parece ponerle más furioso.

Tulio, al ver a dos de sus mejores hombres sangrando en el suelo, se llena de ira y se lanza, espada en mano, contra el felino. Sin intentar cubrirse, le lanza un golpe con su arma, y la sangre mana oscura desde el lomo, cerca de la herida propinada por Calístrato. Las dos heridas, combinadas, son mortales de necesidad.

El león lo sabe, o parece que lo sabe. Durante un instante, la pena y el miedo asoman en sus ojos. Sólo para ser transmutadas en la furia de un animal acorralado.

¡Así se hace Antonio! ¡cualquiera diría que vienes de Roma! - miro al león y entiendo lo que le está pasando, lo he visto en otros animales - ¡Ya es nuestro Antonio! ¡Grita Antonio, grita! 

Me inflo y abro mis brazos y piernas imitando a los pavos reales. Se que cuanto más grande parezcas, más miedo infliges sobre tú enemigo. Grito, grito como un mono asiático, y me pego dos golpes en el pecho, o mueres tú o muero yo.

La voz de Calístrato me llega alta y clara en la oscuridad, así como el ruido de los forcejeos. Temiéndome lo peor y que mi compañero de cuitas se halle en peligro mortal y impulsado por la tensión y la locura de la inacción me dirijo hacia a la voz con la velocidad que mi edad me permita, mientras girándome le digo al clérigo:

-Gaius, sujeta bien ese cuchillo y sígueme, los hijos de Prometeo no tienen nada que temer. -Mientras alzo mi antorcha y al llegar a los matorrales comienzo a prenderles fuego en mi paso hacia el lugar de la bestia. -¡Ego sum lux mundi! Ormuz, volveremos con la piel de la bestia o no volveremos en absoluto. -grito mientras me interno en la oscuridad y transmuto la noche en día.

Antonio Tulio, al ver el éxito, grita con todas sus fuerzas y se abalanza sobre el león, que queda un instante paralizado por el miedo. Pero el instante no dura lo suficiente, y le da al león la oportunidad de reaccionar, lanzándose sobre Tulio antes de que él se acabe de lanzar sobre él. De manera fatídica y cómica, el león salta sobre Antonio que, espada en mano, le recibe con la hoja.

Los dos caen rodando y forcejean durante un instante en el que es imposible determinar dónde acaba el uno y empieza el otro. Finalmente el león cae, moribundo, sobre un charco de sangre sólo en parte suya. Tulio queda herido y tendido en el suelo, a su lado.

Me acerco rápidamente al lugar donde yace tendido el león. Con mi espada, de la misma manera que he visto hacer con los caballos moribundos, pongo fin a su miseria. Una vez muerto el felino, corro hacia Tulio.

-Esta muerto, Tulio, está muerto. Has luchado como un hombre, hermano. -le digo mientras observo su estado- Déjame ver tus heridas...

Antonio yace en el suelo, inconsciente. Evalúas rápidamente sus heridas: alguna costilla rota, un tajo profundo en el abdomen (allá donde la cota de malla ha saltado) y rasguños más o menos superficiales en las extremidades.

La herida en el abdomen no es mortal de necesidad en las circunstancias adecuadas, pero estáis en mitad de la nada. Por tu mente cruza el recuerdo de la luz que visteis al otro lado del río. Si lográis parar la hemorragia lo suficiente, quizá podréis llegar al lugar y rezar porque sea un pueblo, y sea de aliados.

Uno de los soldados romanos, con el pecho herido superficialmente, se acerca a ti.

— Mi señor, tenemos una baja —te dice, señalando una figura oscura tendida en el suelo. El león le ha seccionado la yugular.

>> Oh, por el amor de Dios —el soldado se arranca un gran trozo de túnica e intenta parar la hemorragia de su comandante—. Mi señor Calístrato, debemos hacer algo. Vos estáis al mando.

"Puto viejo", pienso mientras corro detrás de Jenócrates. "Murió magullado por leones de montaña no es precisamente lo que querría que pusiera mi tumba". 

Intento fijarme en el lugar del que procedían los gritos, para ver si puedo descubrir qué está pasando antes de llegar. 

De repente suenan pasos en el claro. El soldado romano se levanta, espada en mano, pero el gesto es claramente mecánico: sea lo que sea que venga, si viene con malas intenciones, se acabó.

De unos arbustos cercanos aparece (aunque sería más acertado decir que se precipita) un joven, que queda tendido en el suelo maldiciendo. Lo sigue un anciano con una antorcha en mano.

Detrás de ellos quedan ramas chamuscadas y alguna zarza en llamas.

En el centro del claro yacen cinco figuras oscuras. Una de ellas es la de un gran felino, muerto. Sobre una de las figuras (una humana) está recostado Calístrato de Mileto, examinando heridas. El soldado romano os mira y os reconoce. Se alegra, sonríe, pero pronto recuerda la disciplina y os hace una reverencia.

Me quedo tendido en el suelo, utilizando todos los improperios que conozco tanto en latín como en griego para cagarme en Abraham y toda su línea genealógica, en orden. 

Cuando voy por el tercer o cuarto nombre de la lista, recuerdo que nunca me molesté en aprenderme más de cinco. Resignado, bebo un trago de vino de misa y me levanto.