En el año 1187 de nuestra era, las tropas cruzadas de Guido de Lusignan —que agrupaban a templarios, hospitalarios y al propio rey de Jerusalén, Reinaldo de Châtillon— salieron al encuentro de las fuerzas del sultán de Egipto, Saladino, enfrentándose en la batalla de los Cuernos de Hattin. Las huestes cristianas fueron masacradas: Lusignan fue hecho prisionero, Reinaldo fue decapitado y se perdió la reliquia de la Vera Cruz. Apenas dos meses después de aquella fatídica batalla, Saladino tomó Jerusalén. La Ciudad Santa, conquistada con tanto esfuerzo y sangre durante la Primera Cruzada (1099), volvía a estar en manos infieles.

Esta pérdida fue un desastre. Se pidió un nuevo esfuerzo para recuperar el Santo Sepulcro y restaurar el reino cristiano en Tierra Santa. Los grandes monarcas europeos —Federico Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico; Felipe Augusto de Francia; y Ricardo Corazón de León de Inglaterra— aunaron fuerzas en la llamada Cruzada de los Reyes, la Tercera Cruzada. Sin embargo, la empresa comenzó con mal pie: Federico murió antes de que su ejército alcanzara Tierra Santa. Los cruzados solo lograron recuperar Acre, y se firmó una tregua que permitía a los cristianos peregrinar libremente a Jerusalén. Aquellos logros eran algo, pero, tristemente, no ofrecían más de lo que podrían haberse conseguido mediante la diplomacia, y a un coste mucho menor en vidas humanas.

Era cuestión de tiempo que una nueva cruzada se pusiera en marcha. En 1198, un hombre enérgico de 38 años ascendió al trono papal bajo el nombre de Inocencio III, el sucesor número 176 de San Pedro al frente de la Iglesia de Roma. En agosto de ese mismo año, el pontífice lanzó una nueva llamada a la cruzada para reconquistar el Santo Sepulcro. Pero ninguno de los grandes reyes europeos deseaba abandonar su reino para iniciar un largo y peligroso viaje. Tras la muerte de Ricardo Corazón de León, las hostilidades entre la Inglaterra angevina y la Francia capeta se habían reavivado, y ninguno de los dos monarcas estaba dispuesto a dejar de lado sus disputas por una empresa lejana y costosa. Mientras tanto, Alemania se hallaba sumida en el caos de las luchas internas entre los diversos pretendientes al trono, y ninguno de ellos quería ofrecer a sus rivales la oportunidad de ocupar su puesto en su ausencia.

No fue hasta finales de 1199 cuando un grupo de nobles menores decidió dar un paso al frente y asumir el liderazgo de la cruzada sin el respaldo financiero de los grandes reyes. Aquellos que lo hicieron eran un grupo enérgico de caballeros que habían decidido “tomar la cruz” tras coincidir en un torneo en Écry. Los más destacados fueron los condes Thibaut de Champaña y Louis de Blois. Unos meses más tarde se les unieron otros tres nobles: Balduino de Flandes y sus hermanos Enrique y Eustaquio. Todos ellos provenían de familias con tradición cruzada y compartieron la dirección y organización de la empresa.
Seguro que alguno se preguntará: ¿y la Segunda Cruzada? ¿Dónde encaja?
La Segunda Cruzada (1144-1148) fue convocada en respuesta a la caída del Condado de Edesa, uno de los primeros estados cruzados fundados durante la Primera Cruzada. Contó con el liderazgo de Luis VII de Francia y el emperador Conrado III. Ambos ejércitos marcharon por separado a través de Europa y se vieron entorpecidos por el emperador bizantino Manuel I Comneno. Tras cruzar el territorio bizantino y adentrarse en Anatolia, fueron derrotados —cada uno por su lado— por las fuerzas turcas. Una parte del ejército consiguió alcanzar Jerusalén y, en 1148, participó en un desacertado ataque contra Damasco. En resumen, la cruzada fue un fracaso rotundo para los cristianos y una gran victoria para los musulmanes.
Tras un tiempo dedicado al reclutamiento y la organización, los líderes cruzados consideraron que la mejor ruta hacia Tierra Santa sería la marítima. Era más rápida, segura y práctica que la larga y peligrosa travesía por tierra. Para ello, necesitaban un puerto europeo de gran capacidad, y ninguno igualaba en poder y recursos al de Venecia, la joya del Adriático.
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En abril de 1201 se firmó un acuerdo con la República de Venecia, por el cual esta se comprometía a transportar hasta Egipto un ejército de 33.500 cruzados, a cambio de 85.000 marcos de plata. Sin embargo, cuando llegó el momento de embarcar, la realidad fue desalentadora: el ejército reunido era mucho menor de lo previsto y no pudo reunir la suma acordada. Los venecianos se negaron a zarpar hasta recibir el pago íntegro. Así, los cruzados pasaron el verano acampados en los muelles, impotentes y endeudados, mientras el tiempo se les escapaba.
Finalmente, el marqués Bonifacio de Monferrato, jefe de la expedición, logró alcanzar un acuerdo con el dux veneciano Enrico Dandolo. La propuesta era clara: Venecia aplazaría el pago restante si los cruzados la ayudaban a conquistar la ciudad de Zara, en la costa dálmata. Aquella urbe, un enclave estratégico del Adriático, se había rebelado contra la autoridad veneciana en 1183, poniéndose bajo la protección del rey Emerico de Hungría.

El trato se selló, aunque no sin polémica. El papa Inocencio III, al conocerlo, condenó la empresa y prohibió expresamente atacar una ciudad cristiana. Pero las necesidades apremiaban, y la flota zarpó de Venecia el 8 de noviembre de 1202. Apenas dos días después, los cruzados sitiaban Zara. Los habitantes, aterrados, colgaron banderas con cruces sobre las murallas, suplicando que se reconociera su fe común. De nada sirvió: el 15 de noviembre la ciudad cayó ante los asaltantes. En represalia, el papa excomulgó a todos los expedicionarios, cruzados y venecianos por igual.
Con la llegada del invierno, los cruzados decidieron permanecer en Zara hasta la primavera. Durante ese invierno en la ciudad, las tensiones se desbordaron. Los cruzados, hambrientos y excomulgados, se entregaron al saqueo, al vino y a la desesperación. Las promesas de Tierra Santa se desvanecían bajo la nieve y el hedor de los cadáveres.
Cuando la primavera de 1203 llegó, Venecia y los señores cruzados necesitaban un nuevo propósito que justificara tanto pecado. Fue entonces cuando apareció un joven llamado Alejo Ángel, hijo del destronado emperador bizantino Isaac II. Prometía oro, soldados y la unión de las iglesias si lo ayudaban a recuperar el trono de su padre. Bonifacio de Monferrato aceptó, y con él, los cruzados.
La cruzada cambió de rumbo. Las naves viraron hacia el este, rumbo a Constantinopla, la Reina de las Ciudades. Los estandartes con la cruz se alzaron una vez más, pero esta vez no apuntaban hacia Jerusalén, sino hacia la más rica y poderosa de las urbes cristianas.
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En el verano de 1203, una marea de velas blancas y cruces rojas apareció frente a las murallas de Constantinopla. Las tropas desembarcaron en la península de Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro, tomando la Torre de Gálata y logrando romper la cadena que cerraba el estuario. Por primera vez en siglos, el Cuerno de Oro, el mar interior de la ciudad, no pertenecía al Imperio.

El 17 de julio tuvo lugar el primer asalto. El dogo veneciano Enrico Dandolo, ciego y con ochenta y cinco años, mandó personalmente el ataque. Dispuso las tropas con la intención de golpear varios puntos a la vez. Uno de los grupos desembarcó en las murallas del Cuerno de Oro y colocó escalas para superar los muros de nueve metros de altura. Los venecianos tomaron varias torres y abrieron las puertas de la ciudad.
Viendo la ferocidad del ataque y sabiendo que no podría resistir el asedio, Alejo III, el emperador usurpador, huyó de la ciudad llevando consigo el tesoro imperial. Ante el vacío de poder, un grupo de funcionarios liberó a Isaac II, el emperador legítimo, ciego y envejecido, y su hijo Alejo IV fue proclamado coemperador, bajo la mirada satisfecha de los cruzados, que creían haber restaurado la justicia divina.
Durante los meses siguientes, Constantinopla vivió una paz tensa. Los cruzados exigían los pagos prometidos, y Alejo IV, desesperado, mandó fundir cálices, reliquias e incluso iconos sagrados para reunir plata. El pueblo lo odiaba; los disturbios se multiplicaban, y las iglesias se llenaban de murmullos contra los extranjeros. En diciembre, la ira estalló. Los ciudadanos se alzaron contra los cruzados, los comerciantes del barrio latino fueron masacrados y las calles se tiñeron de sangre. De entre los rebeldes emergió un nuevo líder: Alejo Ducas, apodado Murzuflo, un general astuto y feroz que supo canalizar el resentimiento del pueblo.
En enero de 1204, el destino se cumplió. Alejo IV fue derrocado y estrangulado en prisión; su padre, Isaac II, murió poco después. Murzuflo fue coronado emperador, con el respaldo de la guardia varega.

Los bizantinos iniciaron una ofensiva contra los latinos que aún permanecían dentro de la ciudad, expulsándolos y reforzando las defensas ante un posible asedio. También lanzaron un ataque contra el campamento de los cruzados, pero fueron derrotados. En la batalla perdieron el estandarte imperial y el sagrado icono de la Virgen Nikopoios, lo que llenó la ciudad de un aire de pesadumbre.
No queriendo volver a negociar, los cruzados decidieron tomar por la fuerza lo que se les había prometido. El 9 de abril lanzaron su primer asalto, frustrado por una tormenta. Dos días después, el 11 de abril, los cañones y catapultas volvieron a rugir. El 12 de abril de 1204, se abrió brecha en las murallas… y comenzó el caos.