Partida Rol por web

Hugo se sobresaltó por el repentino cambio de tono de Kaleb. Debía compartir la información con su escolta, pero toda la situación parecía superarle por completo.

—Todavía no comprendo las implicaciones de todo lo que me explicó lord Laforet. Esta noche parecía bastante preocupado, sobre todo cuando vio cómo te transformabas en esa… cosa. Y ahora, por si fuera poco, parece que Babaccar también ha sufrido la influencia de todo el mal que está liberando la hermandad Veritas lux mea. Pero hubo algo de esperanza en lo que me dijo. Si lo que sabemos es cierto, es posible que Rimbrodogg no sea exactamente lo que pensamos que es. Es peligroso, de eso no hay duda, pero es posible que pueda exorcizarlo si todavía no es demasiado tarde.

Valdemar carraspeó, molesto.

—Me parece que esta puerta no va a abrirse sola, bestias y caballeros.

- El negro manto de la muerte- pensó para sí- tal vez tenga algo que ver con la ceniza de los braseros. Al fin y al cabo, convertir a la gente en ceniza es uno de los pasatiempos preferidos de la inquisición. ¿Qué opinas Iacobus? O tal vez tenga que ver con esta especie de oscuro musgo. Me resulta curioso el porqué estas dos figuras son tan diferentes. Hay, evidentemente, algo que no encaja.

Babaccar se acercó a la figura más tosca y trató de olfatear buscando algo que le diera alguna pista sobre aquel curioso liquen.

Kaleb estaba impaciente.

-Hugo, dime qué cosas te dijo el Patricio- agregó acercándose aún más al Inquisidor -¿Y si abrimos una puerta que no debería ser abierta?- preguntó, en cuyo segundo siguiente se dio cuenta que él no sería capaz de mantener una puerta en ese estado por mucho tiempo, sabiendo que había una gran historia del otro lado.

-¿Qué sería Rimbrodogg entonces?- preguntó el gnomo, al que no le gustaban las indirectas, en lo más mínimo.

¿Y si abrimos una puerta que no debería ser abierta?

—Nuestro trabajo no consiste en "abrir", sino en cerrar. La hermandad trata de crear un portal de acceso al Abismo. Creo que hasta ahora solo han logrado abrir brechas, por eso suceden todo tipo de eventos extraños por todo Montnoir y alrededores. La sola presencia de Rimbrodogg, así como del "Pozo" o el Abismo mismo están alterando la realidad.

  ¿Qué sería Rimbrodogg entonces?

Hugo se detuvo de pronto, dirigiendo una significativa mirada a la forma de lobo que había adquirido Babaccar. Cuando parecía que no iba a responder, se giró de nuevo hacia Kaleb:

—Si todo lo que he estudiado es cierto, Rimbrodogg es… Era humano. Uno muy poderoso, de hecho. Con eso me basta para realizar la plegaria de expulsión. Independientemente de su corrupción, creo que podremos cerrar el portal e impedirle que salga del Abismo. 

—Era... o fue el cancerbero, pero se volvió loco al no poder vigilar el portal. O mutó. Ya no estoy seguro de nada, estos días he visto muchas cosas extrañas. 

«A la muerte le gusta jugar al ajedrez. Cada pieza tiene un valor en el tablero, una función que las hace especiales. ¿Pero qué pasa con ellas cuando son comidas? Todas valen lo mismo: nada. A los ojos del gusano, rey y mendigo son la misma cosa. La muerte lo iguala todo bajo su manto negro, bajo la noche eterna. Ese es el credo de la Orden de Tánatos. Bastante teatral para mi gusto, pero ciertamente interesante.»

Iacobus miraba las piezas con aire divertido, mientras dirigía sus pensamientos a la mente de Babaccar.

«Sé lo que estás pensando, pero la Inquisición no tiene nada que ver con la Orden de Tánatos. A la Iglesia de Lineras le horroriza su culto por la muerte. No comprenden que no se tratan de simples nigromantes, pero sus paladines de la luz y la justicia son tercos como una mula y cualquier cosa les parece impía o profana.»

El druida reflexionó , tratando de encontrar algún sentido a los braseros repletos de hollín y a las esculturas. El sentido era evidente: dos piezas de ajedrez. Una blanca y una negra. Solo bastaba "en negro manto de la muerte" para que cubriese a la blanca y podrían pasar. Derrumbarlas también tendría sentido pensando en los términos que había expuesto Iacobus, pero esa era exactamente el movimiento que esperaría su adversario en una partida de ajedrez y les habría conducido a una trampa[1].

«Veo que lo vas pillando, maese druida. El truco está en igualar, no en destruir. Puede que no hayas jugado nunca a un juego de este estilo, pero alguien como tú debería saber que un debe fijarse siempre en su entorno antes de tomar una decisión importante. Debemos usar las cenizas del brasero para ennegrecer la pieza.»[2]

Antes de ponerse zarpas a la obra, Babaccar se fijó en algo que titilaba a la tenue luz de las runas. Era una especie de colgante que llevaba Kaleb. Algo en aquella joya le hizo sentirse en paz. Se sentía más tranquilo y más… humano[3].

- Informa a los demás- pidió el lobo- no tenemos tiempo que perder. Me alegra haberte encontrado Iacobus, no lamentarás la ayuda que nos estás prestando. ¿Ummm?

La mirada del lobo se distrajo de repente hacia un objeto brillante que pendía del cuello de Kaleb. Las sensaciones que transmitía, de alguna manera, le hacían abandonar su condición de lobo por un momento. Como si...

- Iacobus- llamó- pide a Kaleb que me coloque su colgante alrededor del cuello, por favor.

«Por experiencia, sé que los subordinados del patricio suelen pagar bien y cumplir su palabra. Además, los cuervos y esos estirados mocosos de la universidad nunca me han caído en gracia.»

Iacobus se giró tras unos minutos de miradas silenciosas con Babaccar. Resultaba evidente que el druida había logrado comunicarse de alguna forma con el brujo, o bien el segundo era capaz de interpretar sus gestos. Sea como fuere, cuando se dirigió al resto con calma:

—Escuchad. La forma de encontrar la entrada real al mausoleo, es cubrir la escultura limpia con el hollín que encontraréis en ambos braseros: así es cómo la muerte nos iguala a todos con su manto negro. Sí, ya sé que es algo cursi, pero la orden que construyó las catacumbas es bastante teatrera.

Hizo ademán de tomar hollín con ambas manos, pero se detuvo unos segundos antes para mirar fijamente a Kaleb.

—Y maese Babaccar pide que tomes tu colgante de plata y se lo ciñas al cuello, si eres tan amable.

Kaleb estaba abstraído mirando hacia donde teóricamente había que llenar de hollín, cuando el viejo, que ahora parecía ser la persona con más conocimiento sobre qué hacer en un momento así, le dijo lo del amuleto.

Instintivamente se llevó la mano al amuleto, y miró al lobo negro, como preguntando si realmente le había pedido eso. Si era así, no tenía ningún problema en compartírselo, después de todo, a él parecía haberle servido.

Babaccar se acercó a Kaleb y se sentó frente a él, haciéndole gestos con la cabeza para que colocara el colgante tal y como le había pedido el zapatero.

Kaleb se aproximó al lobo algo nervioso. Aunque todavía no terminaba de acostumbrarse a la nueva forma de su compañero, el tembleque se debía más a la emoción por saber qué pasaría cuando el metal rozase el cuello de la bestia.

Babaccar sintió algo tintineante y frío en el cuello, a pesar del pelaje. Por alguna razón, lejos de ser desagradable le resultó reconfortante. Era un medallón sencillo que le recordó al que le había visto a la hermana Beatriz horas atrás. De pronto, sintió cierta paz en su interior, como un espíritu vehemente que se calma por fin. Cuando volvió a abrir los ojos —que no recordaba haber cerrado—, se descubrió más alto y pesado. Su cuerpo ya no era musculoso ni peludo. Sus sentidos ya no eran tan intensos, y notaba la cabeza despejada pero los oídos y el olfato embotados. El druída acababa de volver a su forma original.

—Bah... Una camisa de cicuta hubiera servido igual, u obligarlo a cruzar siete puentes de siete parroquias.

—Es posible —respondió Hugo—, pero tampoco teníamos tiempo para ninguna de esas cosas. Podría intentar expulsar los espíritus que causan la transformación, pero me temo que Babaccar es demasiado afín a ellos. Sea como fuere, me alegra tenerte de vuelta, compañero.

Kaleb notó, por el rabillo del ojo, que algo se movía a su espalda. Detrás suyo solo se encontraba la estancia sembrada de cuerpos. Era imposible que ninguno de ellos se moviese o se levantase, ¿verdad? El resto pareció percatarse unos segundos más tarde. Algunas miradas se centraron en el viejo Valdemar, pero él parecía tan sorprendido y confuso como ellos.

De pronto, la sensación se convirtió en una realidad: algo se movía en medio de los cadáveres de los estudiantes. Una figura encapuchada empezaba a incorporarse. Llevaba el mismo uniforme y túnica que el resto, pero algo en su postura o su anatomía no terminaba de encajar del todo. Desde luego, era mucho más grande que el resto de estudiantes.

Un frío silencio inundó los alrededores del mausoleo, roto únicamente por los gemidos del cuerpo que se incorporaba. Entonces, sin previo aviso, hizo algo que nadie pudo haber previsto: comenzó a tararear, en una cadencia babosa y gutural, las notas de una cancioncilla infantil.

—Fils de putain... ¿Qué es eso?

Aquella cancioncilla no era precisamente desconocida, hablada de un monje gordo y perezoso que se dormía durante la oración, lo cual no le parecía de extrañar a Tancredo. El problema era que juraría haberla escuchado hace poco, en Montnoir, y sin embargo era incapaz de recordar dónde. ¿Hacía referencia a un hombre del saco y por eso había estado desapareciendo gente?