En el principio no había tierra ni cielo, ni fuego ni sombra. No existía el tiempo, ni el pensamiento, ni siquiera el concepto de existencia. Solo un vasto y eterno vacío —un silencio sin forma— al que los antiguos llamaban Vátnlogi, el aliento que no respira. No era oscuridad, pues la oscuridad es ausencia de luz, y ni siquiera la luz había sido soñada. Era una nada absoluta, inmóvil, sin límites ni intención. Y sin embargo, algo latía en su centro, una tensión dormida, como una cuerda tirante en la vastedad del no-ser.
De este abismo nacieron dos presencias gemelas, tan opuestas como necesarias: no fueron engendradas, ni creadas, sino que despertaron, como si siempre hubieran estado ahí, esperando el momento de romper el equilibrio. Una era quietud y forma; la otra, impulso y ruptura. Su primer acto no fue hablar ni moverse: fue reconocerse, como si fuesen dos mitades de una verdad que el vacío no pudo contener por más tiempo.
La de la calma, el alma, el ciclo y la estructura. Ándvetr no nació: simplemente fue, como si el vacío necesitara un marco para entenderse a sí mismo. Era la conciencia fría, el susurro que organiza, la respiración lenta del universo en gestación. Donde todo era turbulencia sin forma, Ándvetr soplaba con lentitud, dando contorno al caos como si modelara escarcha sobre el aire.
De su hálito surgieron el orden, la materia, la gravedad, el tiempo y los límites. Cada uno, una ley sagrada. Con Ándvetr nació la noción de antes y después, de arriba y abajo, de dentro y fuera. Ella trajo la permanencia, el ciclo, la memoria de lo que fue y la previsión de lo que puede ser. Era la contemplación que aguarda, la eternidad que no se apura. Destino, no como un camino trazado, sino como el murmullo inevitable de lo que debe cumplirse.
Y sin embargo, incluso ella sabía que sola no podía crear vida.
La de la chispa, el impulso, el cambio y la expansión. Eldrheimr era el caos ardiente, el corazón salvaje del vacío que no podía contener su latido. No tenía forma ni deseo de tenerla; era estallido, colisión, nacimiento sin tregua. Donde Ándvetr traía contención, Eldrheimr traía ruptura. Era la grieta en la quietud, la risa en el abismo, el fuego que baila sobre los cimientos de lo eterno.
De su pulso nacieron la energía, el calor, el movimiento, la pasión, la vida. Fue ella quien encendió las primeras chispas del alma, quien infundió al universo no solo el cómo, sino el por qué. Donde todo estaba trazado, Eldrheimr sembraba incertidumbre. Donde todo era estático, ella soplaba posibilidades. Era deseo, voluntad, hambre de ser.
No destruía por crueldad, sino porque sabía que sin transformación, no puede haber creación.
Ambos danzaron en un ciclo eterno: Ándvetr contenía a Eldrheimr; Eldrheimr desbordaba a Ándvetr. De sus choques y armonías nació el maná, la quinta esencia: una fuerza pura que equilibra materia, energía y alma. Del maná surgieron las primeras criaturas, las estrellas, los mundos y finalmente, los seres capaces de contener su luz.
Así todo comenzó todo...
Los Primeros Ecos
El primer estallido no fue uno solo acto. Su choque no creó un único universo, sino un sinfín de realidades paralelas: ecos de un mismo latido, cada una distinta según el equilibrio o la tensión entre Ándvetr y Eldrheimr en su núcleo. Algunas realidades nacieron estables, otras se desplomaron en el mismo instante de su surgimiento, devoradas por sus propios extremos. Así se formó el Vélhrafn, el gran tapiz de mundos, entretejido de posibilidades, destinos truncos y existencias múltiples.
De los primeros estallidos de maná surgieron los Elementales, los seres primordiales. No fueron creados por los dioses, sino cristalizaciones vivas del maná en estados puros, moldeados por los aspectos esenciales del universo:
Cada uno habitaba una realidad naciente, esculpida en su imagen, dando origen a reinos elementales más allá de la comprensión humana. No eran ni buenos ni malos: eran necesarios.
Y así, en los hilos del Vélhrafn, cada mundo surgido del choque original lleva consigo versiones únicas de estos seres. En algunos universos, el fuego lo consume todo; en otros, la oscuridad fue lo primero y la luz nunca llegó. Cada realidad es una verdad alternativa, un eco imperfecto de una creación sin control.
Pero... ¿Qué pasa cuando seres tan poderos como los creadores terminan su trabajo? Pues van a ver lo creado.
Después de la Gran Confluencia, cuando los hilos del maná tejieron los primeros mundos, Ándvetr y Eldrheimr no hablaron. No era necesario. El lenguaje no existía aún, y tampoco la prisa. Viajaron en silencio, deslizándose por los recién nacidos universos como dos presencias antiguas que lo observaban todo desde detrás del velo del tiempo.
En cada mundo, hallaban una nueva maravilla. Algunos eran mares eternos sin costa, donde criaturas de agua danzaban sin nombre. Otros eran desiertos de cristal, reinos de viento sin fin. Y en algunos, la vida —pequeña, temblorosa, obstinada— comenzaba a brotar sin que nadie la hubiese llamado. Germinaba en el barro, se alzaba hacia la luz, se ocultaba en las sombras. La vida era la única hechicera capaz de sorprender incluso a sus creadores.
Ándvetr se detenía con asombro frente a los patrones invisibles que la existencia tejía: espirales, ciclos, simetrías, muerte que alimentaba vida. Ella entendía el propósito en lo efímero.
Eldrheimr, en cambio, reía sin boca cuando veía una chispa rebelde. Un ser que se salía del patrón, una criatura que deseaba más, que destruía para crecer. La imprevisibilidad era su mayor gozo.
Pasaron eras incontables —aún no existía el tiempo medido— cuando en uno de los mundos, algo distinto ocurrió.
En ese mundo, la vida descubrió la ambición de consumir. No para sobrevivir, sino por deseo. Las criaturas comenzaron a cazar más de lo que necesitaban, a destruir por juego, a absorberlo todo hasta que sus tierras se convirtieron en ruina. La llama de Eldrheimr estaba viva en ellos, pero sin equilibrio.
Ándvetr los observó en silencio.
—Así es el ciclo —murmuró, no con palabras, sino con presencia—. Lo que sube, cae. Lo que nace, debe morir. Todo vuelve a la calma.
Pero Eldrheimr ardió de rabia. No por el caos, sino por la posibilidad truncada.
—No. Ellos aún pueden cambiar. Solo necesitan una chispa nueva.
Y así intervino, derramando maná puro sobre el mundo. Las bestias mutaron, la tierra tembló, y del caos surgieron criaturas poderosas, con mente y alma, capaces de elegir. Capaces de crear, destruir y recordar...
Ándvetr se estremeció.
—Has alterado el ritmo. Has roto el equilibrio.
Eldrheimr respondió, su voz como trueno lejano:
—¿Qué equilibrio hay en el abandono? ¿Qué sentido tiene la creación si solo la observamos morir?
Por primera vez desde el principio, las dos presencias chocaron sin danza, sin armonía. No fue guerra, pero sí un abismo de intención.
Y así, se separaron.
Ándvetr se hundió en las capas invisibles del orden, guiando desde las sombras los ciclos que no necesitan guía.
Eldrheimr, herida en su pasión, huyó más allá del borde del Vélhrafn, hasta donde el maná se enfría y las estrellas no cantan. Se ocultó en una grieta oscura entre mundos, llevando consigo un fragmento de su llama... y un profundo resentimiento.
Desde entonces, el universo continuó su expansión, pero nunca volvió a ser el mismo. Donde antes había una sola voluntad en danza, ahora había dos destinos en discordia.
Y en medio de todo eso, la vida siguió creciendo.
La Herida de la Creación
Cuando Ándvetr, esencia del equilibrio sereno, y Eldrheimr, llama de la pasión creadora, se separaron, el tejido mismo de la existencia se estremeció. No fue una ruptura violenta. No hubo guerras ni gritos. Fue más bien la partida silente entre dos eternidades que, por un instante divino, se amaron en armonía. Y sin embargo, lo eterno no entiende de tiempo, y su separación, aunque breve para ellos, fue un abismo de eras incontables para los mundos que dependían de su unión.
En su ausencia, algo nació.
No una criatura. No una voluntad. Sino un eco.
Una condensación de lo que no se dijo. De lo que se temió. De lo que ardió sin consumarse.
Una chispa que brotó del hueco entre sus presencias: la emoción pura sin dirección, la añoranza hecha podredumbre, la ansiedad del regreso que nunca llega.
A ese ente se le ha llamado por muchos nombres en las lenguas antiguas:
Vek'hür, en la voz quebrada de los sabios sin rostro.
La Sombra que Siente, en los cantos prohibidos del norte.
Pero su verdadero nombre se pronuncia con el alma, y nadie que lo haya hecho ha quedado indemne.
No es un dios. No fue creado.
Vek’hür simplemente fue.
Emergió de la intersección entre el amor roto y el poder abandonado.
Una criatura menor en comparación con Ándvetr y Eldrheimr, sí, pero su capacidad de multiplicarse es infinita: no necesita ser adorado, solo sentido.
Donde hay odio reprimido, Vek’hür florece.
Donde hay miedo enterrado, Vek’hür enraíza.
Donde hay deseo no correspondido, culpa, soledad, vergüenza, allí se arrastra como hiedra negra sobre mármol.
Vek’hür no destruye directamente.
Corrompe. Infecta. Seduce.
Sus susurros no suenan como amenazas, sino como comprensión.
Él no empuja. Solo ofrece... lo que uno ya guarda dentro.
En los eones de separación entre Ándvetr y Eldrheimr, Vek’hür se deslizó por incontables mundos, alimentándose de los conflictos menores, de los traumas primordiales, de las emociones que ni siquiera los dioses supieron gestionar.
Y así llegó a Verz´Abbia.
Un continente próspero, rico en esencia mágica, vivo.
Pero también antiguo. Herido. Humano.
Aquí, Vek’hür no tomó forma monstruosa ni erigió imperios de ceniza.
Dejó semillas de su ser en cada mundo que visitaba.
Así se infiltró en las academias. En las líneas de sangre. En los pactos.
En los secretos no confesados entre amantes, en la envidia de los magos, en el miedo a morir, en la obsesión por el poder.
Aquí, la corrupción no se ve. Se respira.
Y así, la creación misma comenzó a pudrirse desde dentro.
La Guerra de la Ruina – Los Siglos del Silencio
Hace diez mil años, Verz´Abbia no era un continente dividido, sino un tapiz vivo de culturas, razas y ciudades que compartían una magia abundante y casi inagotable. Los elnuar caminaban por los cielos de Uven-Tor, los throlgar fundían los metales vivos bajo Narah-Kûl, los ysmari vivían en simbiosis emocional dentro de Kaelyr, los seremi hacían florecer ciudades enteras en los bosques de Valmorien, y los humanos, siempre volátiles, aprendían de todos, imitando, mezclando, creando.
En ese tiempo la magia era celebrada, reverenciada, y los magos eran los custodios de un equilibrio frágil entre los elementos, la carne y el espíritu. Pero como ocurre en toda historia que termina en ruina, alguien escuchó algo que no debía.
La idea no fue un grito, sino un susurro. Una semilla invisible sembrada en el corazón de un mago desesperado, quizás traicionado, quizás simplemente ambicioso. La semilla era Vek’hür, no como ser físico, sino como eco, como pulsación que se infiltró en pensamientos, en emociones mal digeridas, en deseos que ningún maestro de magia supo nombrar.
Al principio fueron pocos. Magos solitarios que empezaron a hablar un idioma olvidado por todos, que escribían con sangre símbolos que no se borraban, que soñaban con ojos abiertos. Pronto se reconocieron entre ellos. Formaron grupos. Y luego sectas. No había un plan central, pero todos querían lo mismo: romper el límite. Dejar de ser magos para convertirse en magia pura.
Las torres de sabiduría cayeron una a una, corrompidas desde dentro. Bibliotecas enteras se consumieron sin fuego. Las siete sectas que nacieron de esa corrupción no respondían a reino, raza o dios alguno. Solo al Vacío.
Y entonces comenzó la guerra.
No fue como ninguna otra. No hubo declaración formal. Fue un desmoronamiento lento.
Un amanecer en que un bosque entero dejó de cantar.
Un puerto que fue tragado por el mar mientras los barcos se derretían en su muelle.
Un castillo donde los niños comenzaron a hablar lenguas muertas hasta que sus padres los silenciaron... uno por uno.
Durante siglos, Verz´Abbia no tuvo tregua. Los antiguos pueblos fueron reducidos a ceniza, traicionados desde adentro, aniquilados por fuerzas que no respondían a lógica. El cielo se partía. La tierra temblaba sin fin. La magia, antes fuente de vida, se convirtió en veneno.
Algunas razas desaparecieron. Otras se ocultaron. Algunas, como los humanos, resistieron, adaptándose al horror.
Pero no todo fue ruina.
Los supervivientes, cada vez menos, se unieron sin importar bandera, lengua ni linaje. Formaron refugios, fortalezas móviles, torres selladas bajo tierra pero todos anhelaban una esperanza. En uno de esos lugares olvidados, entre lo que quedaba de la cordillera de Yss, nació un niño.
Algunos decían que fue invocado. Otros, que fue una casualidad cósmica. Lo cierto es que donde él caminaba, la corrupción se replegaba.
Tenía en su alma diez estrellas. Diez dominios completos. Diez formas de comprender la magia que nadie había enseñado. Nadie supo su nombre real. Nadie se atrevió a escribirlo. Solo lo llamaban El Brillante.
Él no lideró ejércitos. No dio discursos. Solo caminó hacia el corazón de la corrupción.
Y cuando llegó allí... el mundo se partió una última vez.
Se dice que el cielo se incendió. Que los ríos se secaron. Que la tierra se tragó los cuerpos y vomitó silencio.
Y luego, todo acabó.
No se volvió a hablar del Brillante. No se volvió a hablar de nada.
Los registros fueron destruidos. Las crónicas reescritas. Las lenguas olvidadas a propósito.
Las razas sobrevivientes acordaron un pacto silencioso: olvidar.
Porque el recuerdo mismo era veneno.
Hoy, lo poco que se sabe son cuentos deformados, canciones de cuna, versos que nadie entiende del todo. Las sectas se convirtieron en mitos. Las ciudades perdidas en leyendas.
Y la guerra que casi rompió la creación entera...
Es solo una sombra en la historia.
Pero en algunas noches, cuando el viento sopla desde las ruinas de Valmorien, y el fuego de la hoguera parpadea como si escuchara algo, los más viejos bajan la voz y dicen:
“El Vacío aún recuerda.”
Pero ya la oscuridad se acabó... ¿Cierto?
La academia no tiene nombre. Al menos no uno que los hombres comunes se atrevan a pronunciar.
La llaman la Torre, el Espiral, la Aguja Silente, la Escuela del Velo, la Frontera de la Razón, dependiendo de qué región hable, qué bardo lo cante, o cuánta cercanía tenga con ella.
Pero su existencia es incuestionable.
Tiene más de cuatro mil años en pie. Más antigua que algunos reinos actuales. Más influyente que muchas religiones. Fue fundada por un concilio de nueve magos legendarios, cada uno con un dominio cercano a la perfección: nueve estrellas brillaban sobre sus almas. Sin embargo, no fue su poder lo que los unió, sino la convocatoria de uno solo.
Aquel al que llamaban Myel'draeth, el Rehacedor de la Voluntad.
Un hombre que, según se dice, tenía diez estrellas bajo sus ojos. No era El Brillante, pero algunos creen que fue tocado por él o que descendía de su estela.
Myel'draeth no construyó la academia con piedra ni hechizos.
La invocó.
Los cimientos fueron tomados de una montaña petrificada por la magia misma.
Los salones son tan antiguos que responden al pensamiento antes que a la palabra.
Y las bibliotecas cambian de ubicación para proteger el conocimiento... incluso de sus lectores.
La academia nació con un propósito claro: crear un espacio sagrado donde la magia pudiera estudiarse, dominarse y contenerse sin caer nuevamente en la ruina de los Siglos del Silencio. Un lugar donde el talento se purgara por medio de la disciplina, la teoría y la resistencia al susurro.
Desde entonces, ha crecido.
No como un imperio. Sino como un nervio invisible que atraviesa todo Verz´Abbia.
Cada reino del continente —desde los hielos del norte hasta las junglas del sur, desde las islas flotantes del Elné hasta los laberintos de sal del occidente perdido— mantiene embajadores, alianzas, reverencias o temores hacia la academia.
No hay trono que no escuche a un consejero salido de sus aulas.
No hay guerra sin un taumaturgo educado entre sus arcos.
No hay invento mágico que no lleve trazas del saber que allí se custodia.
Sus egresados ocupan cargos como:
Entrar a la academia es un honor que transforma la vida de una familia durante generaciones. No todos los que aplican son aceptados. No todos los aceptados sobreviven la formación. Pero basta con haber puesto un pie en sus puertas para que tu apellido tenga peso.
Solo aquellos con una chispa de estrella, como se dice en lenguaje poético, tienen la opción real de ser convocados. A veces aparecen enviados de la academia en lugares remotos, a veces los candidatos tienen visiones, a veces son reclamados directamente durante alguna manifestación mágica espontánea. No hay patrón. La academia elige.
Y sin embargo, hay un misterio más profundo aún.
Desde la fundación, se han sucedido decenas de directores. Cada uno —según registros— alcanzó el mayor dominio mágico de su época. Sin embargo, nadie ha vuelto a ver sus rostros desde que son elegidos. No se presentan públicamente. No hablan ante multitudes. Solo emiten órdenes, escriben con manos invisibles, dejan marcas mágicas imposibles de falsificar. Algunos creen que se funden con la academia misma. Otros, que dejan de ser humanos al asumir el cargo. Otros más temen que ni siquiera sean los mismos… que haya solo uno, que ha vivido todo este tiempo.
La academia no tiene murallas. No las necesita.
Está protegida por su ubicación: el Umbral del Horizonte, una región tan próxima al límite del mundo que ninguna caravana la ha alcanzado por mar o tierra sin guía arcana. Solo los magos tienen los medios para llegar. O para volver.
Porque más allá del horizonte visible… hay otros continentes. Territorios que solo los magos conocen.
Tierras rotas, mutadas, cambiantes, demasiado peligrosas para cualquiera que no lleve una estrella dentro.
De allí regresan algunos. Marcados. Cansados. Con hechizos nuevos. Con advertencias. Con mapas que se autodestruyen. La academia los envía en misiones que nadie en Verz´Abbia puede cuestionar.
Y si alguna vez el mundo vuelve a inclinarse hacia la ruina, se dice que no será un rey quien lo impida.
Ni un ejército.
Ni siquiera un héroe.
Será la academia. O nadie.