-Estoy bien, Ntala. Creo que sí. Supongo. -los ojos desteñidos de Matt miraron con cariño a su amiga. - Correr yo diría que no, me duele la herida.
Sobre todo la herida de su espíritu.
No pudo racionalizar bien que Bailarina fuese una serpiente. Tampoco comprendió del todo lo que pretendía la princesa Ntala.
Y menos todavía pudo entender a Costronno. ¿Lo habían traído de vuelta para, una vez más, regresar a la muerte?
Seguramente si te morías no podías volver a la vida durante mucho tiempo, ni con magia o brujería. Antinatural. Los dioses no lo permitían.
-¿No te puedes quedar con nosotros? -. -preguntó al escuchar, aterrado, los planes del sacerdote. No había súplica en su voz, sino una esperanza desorientada y frágil.
Agachó la cabeza cuando le felicitó y miró el amuleto sagrado -Me lo regaló la sacerdotisa Ifigenia. Ntala me salvó con su magia y creo que el colgante ayudó. Y Bailarina… ella nos sacó del … no se, el infierno o un lugar peor.
Matt no se movió del sitio.
-Tienes que venir con nosotros -tartamudeó- . Han muerto amigos para llegar hasta aquí y que tú mueras de nuevo. Eso no puede ser bueno.
No levantó la cabeza, mirando al suelo.
-Si te quedas, yo también lo haré y te echaré una mano en lo que sepa.
Negó con la cabeza.
-No deseo vivir sin ella. Todo resultará aburrido y sin sentido.
Ntala tomó el cuerpo de Akeronte. Estuvo atento a si se necesitaba su ayuda para cargarlo, aunque la princesa prefería la ayuda de Ifigenia.
Dedicó una mirada a Costronno.
- El Ibis me dijo que vuestra alma estaba más allá de toda salvación -bajó la mirada-, lo siento. Si me permitís la osadía, quiero preguntaros, ¿Qué pasó en realidad entre Helzebet, Brunnilda y Costronno? ¿Qué obligó a un hombre como vos a caer en un pacto impío? Y si lo sabéis, ¿Quien se sienta en el trono hoy?
Miró a sus compañeros, luego volvió su vista nuevamente al resucitado.
- Sabed que os recordaremos como quien salvó a Turia. Y al mundo. Y si está en mi mano, intentaré que se haga justicia. Lamento vuestro destino -finalizó, solemne.
Había tantas preguntas que deseaba hacerle a aquel hombre. No había tiempo para ninguna más.
- Matt, él se queda porque no tiene opción. Tú si. Encontraremos la forma de traer de vuelta a Bailarina, ven con nosotros.
—Están obrando fuerzas que os superan ampliamente —señaló Costronno con precipitación, toda la energía que había desaparecido en Akeronte parecía haber sido transferida a él —. Ya habéis cumplido con vuestra parte. Ahora es momento de magia y hechicerías, y no precisamente de las más elevadas. Si, habéis hecho suficiente.
El hechicero contempló la piel de serpiente que Ntala le mostraba, al principio sin comprender. Cuando la isleña mencionó a Bailarina, el rostro añejo del brujo se iluminó.
—Me temo que pueda estar en un lugar más inaccesible que Turia. Y más peligroso.
No dijo cual, aunque era evidente. En temas de magia, todos conocían la leyenda negra de Toth-Amón y nadie quería mezclarse con ella.
Sonrió ante la petición de Matt, pero incluso el joven, pese a castrada percepción, entendía que el hechicero no podía quedarse.
—Mi presencia en Turia solo complicaría aún más las cosas, pequeño amigo —contestó a Matt —. Tienes buenos amigos, quédate con ellos, muchacho. Especialmente ahora, tu corazón es traicionero y tomará malas decisiones.
Jareth le preguntó por la veracidad de su historia, señalando que al salir de allí sería encumbrado como un héroe.
—No, no debo ser recordado como un salvador. Brunnilda tejió un complot para asesinar a su padre y a todos sus leales, incluido a mí. También ordenó asesinar a todos mis acólitos. Cegado por la venganza, juré volver de entre los muertos para darle muerte. Y a punto estuve de hacerlo. ¿Qué es la justicia después de todo sino aquello en lo que uno cree? Brunnilda deseaba hacer un pogromo en el Mazo. Mecías, señor de los bajos fondos y su amante, vería como las fuerzas de la reina asesinaban a sus rivales, y a muchos otros inocentes, ganando el poder de la baja Turia. Sería alzado rey. Y juntos gobernarían, una sedienta de poder y el otro, de sangre. Su política expansionista traería una guerra al mundo. Sería injusto decir que mi objetivo era detenerla pues solo buscaba venganza. Ah, los muertos no deberían interferir en los aspectos del mundo de los vivos. Todo se complicó, como sabes. Y no descarto que todas mis malas decisiones, y las de la reina, estuvieran influenciadas por aquello que yace encerrado aquí, entre las vetustas columnas del pasado. Turia tiene la capacidad de podrir todo lo que toca. Aunque eso sería exculparme. Y no debe ser así.
>>No, no debo de aparecer como un héroe ante el mundo. Cuenta tú mi historia, la de un hombre ignorante que jugó con fuerzas que le superaban por motivos erróneos. Que casi consumió el mundo en su ceguera y que perdió su alma por el camino.
Suficiente palabrería, debió pensar. De la nueva reina, nada sabía. Les arrojó una mirada más, ésta de gratitud. En silencio, se apartó de ellos, dejando que las sombras le envolvieran. Y así desapareció, murmurando un quejumbroso conjuro. O un lamento por todo lo que había perdido.
No encontraron a Gunnar. Solo restos de una feroz batalla. Su arma, y la piedra, consumida por un potente ácido. Una sensación de impotencia muy grande trató de llenar el agujero que sentían el vientre, incómodos. Arriba, el pozo. Akeronte, ligero como una pluma, solo huesos y pellejo ahora, sobre la espalda de Ntala. Zaela, quejándose.
—¿No me iréis a dejar aquí, verdad?
Jareth asintió en silencio hacia Costronno. Todo estaba dicho. Cuando fuera el momento, contaría la historia sin omisiones, con lo bueno y lo malo. No había héroes, ni demonios. Sólo hombres y mujeres. Las pasiones como el poder, el ego, la venganza o el amor habían confluído en Turia formando un torbellino que había estado cerca de arrastrar consigo a millones. Y todavía no había terminado.
Arrastró a Zaela, malherida, atada con las manos a su espalda, sin darle un segundo de respiro ya que su habilidad, aún en aquel estado, podía darles problemas.
Avanzaron silenciosos en el camino que llevaba al pozo, cargando además de su prisionera y Akeronte, sus propios demonios, culpas y heridas.
Todo lo que había pasado allí dejaría marcas indelebles en sus cuerpos y sus mentes. Y en sus almas también. Gunnar no estaba por ningún lado. Habían tenido que dejar el cuerpo de Isabella allí, apoyado en una de las columnas. No había tiempo para llevarla también.
- Subamos.
Su voz sonó hueca. Resaltando lo obvio con la sola intención de romper el silencio, el poder decir algo, el sentir que su garganta aún vibraba.
- Preparaos por alguna sorpresa arriba. Matt, sube primero y avísanos.
No sabía si el muchacho estaba en condiciones de seguir la aventura, si es que todavía lo era, y no una secuencia de muerte y desgracias. Por su parte él estaría preparado.
- Subirás conmigo -dijo a Zaela. Te cargaré, atada, subiremos despacio. Si veo algo mínimamente sospechoso, cualquier movimiento, cortaré la cuerda y caerás al vacío, ¿comprendes?
Jareth le animó a continuar en el grupo de amigos. No supo qué responderle, casi decidido a quedarse. Pero Matt no insistió a Costronno, hasta él comprendía que el destino del mago, sacerdote o brujo, no tenía esto claro, estaba sellado por el mismo Costronno, un hombre del todo desconocido y que le había llamado amigo.
Renqueante, se acercó a él y le dio un último abrazo. -Adiós, amigo. Te recordaré por siempre.
Tal y como le sucedía a menudo, asimiló a medias el discurso del sabio vivo-muerto. Entendió lo de los errores del corazón, “si el mismo Costronno confiesa sus equivocaciones, ¿cómo no las voy a tener yo?”
Comprendió acerca de Bailarina. El corazón del chico estaba tan castigado que no pudo sangrar más, pero sí que le quedaban lágrimas para derramar, sin ningún pudor o vergüenza. Un torrente se deslizó en sus mejillas, igual que el paso de un arroyo en tierra baldía, que enjugó con la manga sucia de su camisola desgarrada y rota.
-Jareth, no podemos dejar aquí el cuerpo de Isabela. Este es un lugar de horror y a saber qué podría suceder con ella. -la esperanza brillaba en sus ojos llorosos al mirar a Ifigenia -¿Puedes subir a Isabella?
Gunnar no estaba, ¿venció al monstruo?Seguro que sí. ¿Muerto también? No parecía que fueran a comprobarlo.
-Iré delante, vale. Pisad y agarraos donde yo lo haga. -Sus ojos fueron de unos a otras, incluida Zaela. Al mirarla, sintió el miedo reptar por su espalda. Era malvada, retorcida, una asesina sin escrúpulos. ¿La salvarían? ¿Podían dejarla aquí para que se pudriera sin remedio?
-Ella ha causado mucho mal. Muchas muertes. Jareth, lo intentará de nuevo, cuando tenga oportunidad, mañana, pasado. -se encogió de hombros, desalentado. - En un año.
¿Qué podía hacer? -Ha sido la causante de la mayoría de nuestras desgracias- Durante unos segundos su mirada reflejó algo similar a la ira. En el pecho de Matt no anidaba la maldad ni la venganza. Aunque sí deseaba justicia.
-Costronno ha dicho que la justicia es en lo que uno cree. Y su justicia, si lo he entendido, causó más mal que bien. Supongo que somos mejores que Zaela, Brunilda. Mecías.
Era un buen lío. Y no estaba para pensar.
Alzó la cabeza hacia el círculo diminuto en las alturas.
Comenzó a trepar, con el cuchillo de Bailarina aferrado en la boca y arrastrando un terrible dolor físico y tortura en su alma.
Ntala asintió, conforme El conocimiento y la sabiduría que Costronno había alcanzado durante años le permitían ver la situación de una forma diferente a la que lo hacían ellos, pero, aunque se resistía a dar a los hechiceros la propiedad de verdad absoluta, una parte de ella quería creerlo todo.
No prestó demasiada atención al relato de Brunilda, parte de él ya lo había imaginado, pero su mirada se agudizó al oír que Bailarina — Si, la misma Bailarina que no había osado dirigirle la palabra salvo para burlarse—, podía ser salvada. Ese era suficiente final feliz para ella.
Estuvo de acuerdo en llevarse a Isabella con ellos. Es posible que tuviese que ser Jareth quien la llevase y que su papel de guardián de Zaela recayese en Ifigenia, pero el peso de Akeronte era mínimo. Ntala había llevado fardos más pesados en mil ocasiones anteriores. Podría compartir la carga, de ser necesario.
...
Para cuando llegaron al pozo, Ntala ya estaba preocupada por los siguientes pasos que tendrían que dar. Como cómo conseguir que se cerrara definitivamente la boca de aquel conducto al podrido interior de Turia. Como cómo ascender con Isabella a cuestas
No había rastro de Gunnar, salvo unos restos fundidos de su equipo. Pero Ntala no se fiaba demasiado.. Gunnar podría haberla despistado temporalmente.
En ningún momento quiso asumir la muerte del guerrero colmilludo, por muy honorable que hubiese sido.
—Subid todos primero, incluyendo a Akeronte. Luego lanzadme la cuerda. Subiré junto con Isabella.
Se encontraba crecientemente cómoda en su papel de protectora del grupo. Una princesa sin reino, sin hogar, que puede que, finalmente hubiese encontrado uno.
Uno que pronto desaparecería...
Ifigenia pudo ver en primer plano como aquel hombre al que llamaban Costronno regresaba a la vida del más allá. Aquello hizo que su mente comenzase a imaginarse fantasías en las que su querido maestro o su hermana regresaban a su lado.
No se percató de la mirada del resucitado al nombrar a Akiroh, tampoco de la de Ntala pidiéndole ayuda y mucho menos de nada de lo hablado en aquel lugar desde el momento en que posicionó el dedo del hombre que ahora caminaba entre ellos cuando hacía unos instantes estaba muerto sobre el frío pedestal.
Tardó varios minutos en conseguir que su mente y su cuerpo respondieran, la joven sacerdotisa sabía que aquel había sido el encargo de su maestro y, finalmente, lo habían conseguido, contra todo pronóstico y perdiendo por el camino a sus compañeras, su hermana, y el mismísimo Akiroh. Todavía no sabía que Gunnar se había unido a aquella lista.
Una vez vuelta en si, recorrió el lugar con la mirada. Sus compañeros habían comenzado a salir de allí, ninguno parecía haberse dado cuenta de su shock, aunque era normal en ella quedarse atolondrada. Ntala parecía cargar un cuerpo, Matt suficiente hacía con caminar por su cuenta y Jareth llevaba a Zaela atada. Ifigenia corrió a por le cuerpo de Isabella y, tras rezar unas palabras por su alma, trató de cargarla a duras penas y llevársela tras ellos, aunque fuese a rastras.
Llegaron al pozo dónde Gunnar había quedado peleando con aquella masa oscura y tan solo encontraron recuerdos de lo que había sido aquel héroe de gran cornamenta. La sacerdotisa suspiró y observó hacia arriba mientras los demás organizaban la subida. Ella asintió, sin demasiada seguridad de poder subir cargando ningún cuerpo. - La idea de tirar la cuerda para subir los cuerpos me parece la más razonable. - Dijo, por primera vez en un buen rato. Su voz sonó ronca y seca. Nunca había necesitado tanto un trago de agua. - Aunque probablemente tú - le dijo a Ntala, mirándola a los ojos con aprecio. - tendrás más fuerza que yo para tirar de ellos desde arriba. Creo que debería ser yo quién me quede aquí con ellos y os los envíe. Es probable que hasta necesite de vuestra ayuda para subir, me costó bastante bajar, yo no poseo fuerza más que para blandir mi maza. - y con estas palabras instó a la princesa a ascender, ofreciéndose ella en quedarse abajo con los cuerpos de Akeronte, Isabella y la herida Zalea.
Finalmente, había tomado una decisión con respecto a la asesina pelirroja.
Por otro lado, antes de que Matt comenzase el ascenso se acercó a él y lo abrazó. - Me alegra mucho que sigas con nosotros. - le dijo en un susurro. Mientras acariciaba suavemente las heridas, rezando a Mitra para que le ayudase con el dolor. Había curado innumerables pacientes como sacerdotisa y esperaba que esta vez funcionase de nuevo, aunque fuese la última.
Tirada oculta
Motivo: Curar heridas de Matt
Tirada: 1d100
Dificultad: 90-
Resultado: 2 (Exito) [2]
—Gracias, Ifigenia — la isleña sonrió con aprecio a la sacerdotisa que, por primera vez en un buen rato, parecía estar parcialmente recuperada de su fatal pesimismo —, pero insisto. Yo me quedaré hasta el final aquí abajo.
Aprovechó la circunstancia para interesarse por Ifigenia. Le seguía preocupando su estado de ánimo, pero quería pensar que haber llegado a cabo con éxito la misión póstuma de Akiroh habría habría consolado en parte su tristeza.
—¿Como estás? ¿Estás mejor? —la acercó hacia la cuerda que colgaba, con suavidad, tomándola del brazo. —Puedes acompañarme hasta que Zaela suba, pero no dejaré que te quedes a sola con ella aquí, ni quiero que permanezcas más tiempo del necesario en este lugar maldito. Vamos a.. necesitarte mucho a partir de ahora, eres muy importante para nosotros y para Turia...y no quiero que corras riesgos.
A qué riesgos se refería, no lo dijo, pero parecía muy segura de que los había. Y su tono de voz no parecía invitar a la negociación.
Zalea tenía mil y un palabras para herir a Matt y su sentimiento sobre la justicia. Incrédula, veía que los dados rodaban a su favor. Jareth no era un asesino a sangre fría, Ntala aún poseía la dignidad de la realeza, Matt que había perdido buena parte de él mantenía la honestidad en su corazón. Ifigenia, quien albergaba en su corazón vientos de venganza, había decidido sino perdonarla, al menos dejarla con vida. La asesina que siseaba como serpiente decidió no cambiar su suerte y callar, aunque para aquello tuviera que morderse su venenosa lengua.
Derrotados, heridos, agotados. Un cadáver, una prisionera, un herido, entre la vida y la muerte. Un corazón partido, otro agujereado. La sensación de que el bien, de alguna manera, había triunfado. ¿Serviría aquello de algo? ¿Se sabría alguna vez? Tanto dolor, pena y sacrificio, tanto arrastrarse por el suelo, corretear por callejones oscuros y combatir hasta el alba, blandiendo acero, gallardía y valor. Si aquello era una victoria, era de las más trágicas. Aquella que no podía disfrutarse. Y aún así había retazos de esperanza. Igual que la asesina había visto como su condena a muerte se postergaba, quizás de forma indefinida, también esperanza para el honor, el cruce de miradas, incluso el amor. En las estrellas, algún día, de alguna forma.
Ifigenia cerró la herida de Matt con facilidad. La divinidad a la que servía le había concedido el don de ayudar a los demás. Siempre había estado allí, pero su alma turbulenta y toda una vida llena de ira le habían impedido verlo.
Treparon. Poco importó quien quedó abajo o arriba, pues no saldrían de aquel lugar. En la boca del pozo ya les estaba esperando. Los Lobos de Hierro; la guardia de élite de la reina, habían rodeado el pozo. Antorchas, lanzas, cimitarras. Armaduras completas, hombres curtidos, acostumbrados a trabajar en equipo, militares de profesión, veteranos. Lo mejor que podía escupir tierra en materia de soldados. Y frente a ellos su capitán; un hombre de pelo cano al que algunos conocían.
—Los intrusos se revelan al fin. ¡Acercad una antorcha! Quiero confirmad mis sospechas.
La luz trajo reconocimiento en el rostro del hombre. Era mayor, pero del tipo curtido.
—Tal y como supuse —dijo tras reconocerlos, especialmente a Jareth —. Este grupo de villanos estuvo involucrado en el altercado del Mazo. Y en el asesinato de la reina Brunnilda, mi señora.
Había una mujer con ellos. Alta, con una espada al cinto. Sombras, una larga capa y una cabellera que destallaba oro. Una corona de diamante, rubíes y zafiros, menuda pero llamativa. La última reina de Turia se acercó al pozo para ver los rostros de aquellos que se habían colado en su castillo para saber con qué intenciones. Y en ella también apareció el reconocimiento.
—Vaya, no esperaba volver a veros. Irónico, la última vez yo también tenía el control de la única salida.
La taberna, la redada. Y el oro, mucho oro. Ifigenia no estaba, pero Ntala, Jareth y Matt bien recordarían a aquella que había sido, como ellos, aventurera. Su destino se había entrelazado por la desgracia acontecida en la Garza de Oro. Cuando habían recibido el pago de Akeronte ella los había traicionado. Y se había quedado con su oro.
Y con el resto del tesoro que Costronno había ido acumulando. El rescate de un rey.
Sigrid les saludó con una sonrisa. Seguía siendo atlética. Ahora, más limpia, perfumada, el cabello perfecto. Cubierta de sedas, oro e hilo de plata, también de cuero, botas de campaña. Y su espada, esa era la misma arma de funda desgasta. Tres palmos de letal acero que señalaban que, aunque había ascendido a lo más alto de Turia, aún mantenía viva su esencia.
—Son peligrosos, enemigos del reino —se apresuró a decir el capitán de su guardia.
—Lo sé, yo fui una de ellos —confesó, divertida —. ¿Y qué propones hacer con ellos querido guardián?
—Apresadles, encerradles y ahorcarlos al amanecer. No hay otra condena para ellos.
Silencio, tensión. Treinta pares de ojos acerados sobre ellos y la mirada más intensa era la de Sigrid.
—Ya se la jugué una vez. ¿Y si les perdonamos esta vez y les damos un poco de oro para que se vayan lejos de la ciudad? Bueno, todo lo lejos que puedan llegar con esa maldición que nos ronda.
El capitán de la guardia intentó objetar, pero aquella mujer era su reina. Y no le convenía desafiarla. Todo lo que Turia significaba para la vieja sangre de la ciudad estaba contenida en esa vasija de largas piernas y expresión pétrea. Con Brunnilda asesinada necesitaban encontrar alguien digno del trono. Para mantener el reino vivo, para evitar el caos, la ley marcial y la desesperación. Ella acudió al castillo, decidida y cargando suficiente oro como para pagar a los soldados, mantener el orden y tomar el control. Y el resto era historia.
Pero en toda casa hay una serpiente.
—Puedo perdonar a estos bellacos el asesinato de una amante y reina, pero no el precio que vale una garza de oro.
Por supuesto, el último artífice de aquella obra tortuosa que era la vida. La sombra alargada de un nombre que los había perseguido por toda Turia. Un hombre orgulloso, señor de los bajos fondos, y que allí se personaba como una sombra más, pues no pudieron verlo desde la posición en la que se encontraban. Mecías, al final, los había alcanzado.
—Su vida forma parte del pago por mi lealtad….mi señora.
No lo veían, pero no costaba imaginarle sonriendo.
Sigrid, la reina, lo pensó unos segundos. La corona pesaba más de lo que podía haberse imaginado. Decisiones difíciles, de dudosa moralidad, donde el bien y el mal eran caras de una misma moneda, imposible en ocasiones de discernir una de otra. En otras ocasiones era mucho más fácil.
—De acuerdo, sellad el pozo.
Cimbreó el acero, la cadena que sujetaba la losa que sellaba la entrada al pozo se quebró. La pesada puerta cayó sobre ellos. Y todo volvió a ser sombras.
El pozo, abajo. Isabella reposaba en calma finalmente. Las manos sobre el pecho, entrelazadas en la espalda. El fuego de las antorchas que les quedaban amenazaba con consumirse. Contaron las raciones, el agua. Zaela, sumida en un mutismo terrorífico, solo había pronunciado unas palabras antes de caer en él.
—Hubiera sido mejor que terminaseis el trabajo. Mi muerte será ahora más terrible y dolorosa. Parco consuelo el que vayáis a compartirlo conmigo.
Akeronte despertó. Parte de su energía había vuelto a él, pero no toda. Consumido, esquelético, ofrecía una estampada demacrada y horrible. Comprendió la situación, palpó los regios muros del lugar.
—Si han podido contener a un dios durante eones, ¿Qué no iban a poder a hacer con criaturas insignificantes como nosotros?
Su voz reverberó por los sinuosos pasillos que se perdían en el olvido de la antigüedad. Por uno de ellos, una pesada silueta se estaba acercando. Pensaron que podía ser el avatar de la Pestilencia, aún vivo y vengativo. El fuego de las famélicas antorchas mostró una estampa bien distinta. La de un guerrero, consumido y derrotado, azotado por el ácido. Aún en pie. Una figura imponente, inconfundible, con dos colmillos de jabalí surgiendo de su rostro.
—¿Quién dice que seamos insignificantes, brujo? Vivo. Los dioses se equivocaron. Hoy no era mi día — Sonrisa, piedra contra piedra —. ¿Ganamos? —Los observó con expresión contemplativa —. Si, ganamos. Siempre ganamos así.
Se giró hacia el túnel por el que había aparecido.
—Hay una sala llena de gente pintada como tú, Ntala. Estoy seguro de que hay una puerta que da al exterior. Puedo olerla. Pero no he sido capaz de encontrarla.
Se sentó a un lado, para descansar, para morir. Le bufó a la asesina. Ya pocas cosas importaban.
La última antorcha del grupo se consumió segundos después. Sintieron el peso de la antigüedad, del destino, cayendo sobre ellos. Muerte, decían las paredes. Y durante unos instantes, contuvieron el aliento y las lágrimas. Reinó el silencio. Salvo por un zumbido. Distraído, pero constante. Los brazaletes de Ntala. Zumbaban de nuevo. Una llamada, un toque de atención.
No había esperanza. Pero quedaba aventura.
Akeronte prendió su propia mano de un fulgor verdoso, iluminando la escena. Como las antorchas, terminaría consumiéndose. Pero no entonces, no hasta que agotasen todos los recursos posibles.
Y en esa escena iluminaba, Ntala ganó también claridad. Recordó lo que significaban los brazaletes, cuando los había encontrado. Y ese extraño zumbido que parecía llamarla. O guiarla.
“Puerta”, significaban “Puerta”.
Este es el penúltimo turno de la partida, aunque no lo parezca. No hay mucho que decidir, pero si bastante que rolear. Las opciones están claras; seguir adelante o dejarse morir.
-Parece que siempre los traidores, mentirosos y asesinos alcanzan el poder. -reflexionó Matt en voz alta, apoyada la espalda en la pared.
-Tuve un sueño, ahora lo recuerdo. Vi a Sigrid en el trono. A veces los sueños te hablan, en susurros, bajito, dentro de la cabeza -añadió, con voz serena a pesar de todo.
El dolor menguó y la herida cerró gracias a la sacerdotisa de Mitra. Matt la había abrazado, con tanta fuerza como su menudo cuerpo y actuales circunstancias se lo permitían.
-Yo también me alegro de que seas nuestra amiga. - Y la estrechó de nuevo entre sus brazos cuando cerró la herida, lagrimeando un poco.
Y repartió un nuevo abrazo a Gundar
-¡Gundar, Amigo! -mantuvo el contacto varios segundos antes de girarse hacia Ifigenia y Ntala.
-¿Podéis sanarle? Sí, ¿verdad?
El brillo de la esperanza y el deseo desesperado por ello en sus ojos, daba luz a la oscuridad circundante.
Gundar habló de una salida, Akeronte prendió una mágica antorcha en su mano, como la otra vez.
-Tienes que enseñarme ese truco -le pidió, ingenuo e ilusionado.-Te cuidaremos, ya eres uno de los nuestros.
Los brazaletes de la princesa cobraron vida, lo mismo que el sonido de un abejorro gordo, pensó Matt.
-Podemos pedir ayuda a Costronno. O avanzar por el túnel de Gundar.
Matt se sintió, de pronto, seguramente gracias al don de Ifigenia, como henchido de energía.
-Bailarina quizá no es una serpiente, un demonio o criatura de la oscuridad. Es una mujer transformada en serpiente que sueña que es una mujer.
Le tendió su pequeña mano al gigante guerrero. -Tienes razón, no somos insignificantes. -se giró hacia el resto, una sonrisa que intentaba tapar el tinte de su tristeza.
-Vamos, amigos. Todavía tenemos una oportunidad.
—No hay nada más turiano que tener a una traidora como reina —musitó.
No le pasó desapercibido que Mecías aún manejara la ciudad desde las sombras, una voz oculta frente a la cual, la nueva reina se doblegó como una vulgar sierva.
—¡Mecías, miserable! Hemos salvado la ciudad de la Plaga demoníaca que vivía en las profundidades. ¿No vale eso más que ese nido de garrapatas del que te sentías tan orgulloso? Muestra tu cara, al menos, para que pueda recordar a quien deberemos la larga agonía que nos aguarda..
Se embraveció. Nada podían hacerles peor que dejarles encerrados ahí abajo, una tumba en la que morirían lentamente, compañeros de Costronno en su póstuma victoria.
.....
Las sombras les envolvían y Ntala se sumergió en el recuerdo de todo lo que habían pasado juntos. Algo se le escapaba y no sabía qué... Si tan solo su brazalete dejara de vibrar, igual podría..
—¡Puerta!— dijo súbitamente. Sus palabras retumbaron en la verdosa penumbra, en la que el volumen de la conversación se había reducido a un pastoso susurro. Se levantó de un salto y se dirigió a Gunnar.
Qué alegría había sentido al verle, herido pero caminando por su propio pie, un héroe increíble que se había enfrentado a un monstruo imposible. Se sentía culpable ahora por haberle tachado de lascivo y haberle tratado con demasiada brusquedad.—Dime donde está esa sala, Gunnar —le pidió —, creo que si hay una puerta debería poder encontrarse.
No sabía cómo funcionaban los brazaletes, pero el destino los había puesto en su camino por alguna razón y, de algún modo que no alcanzaba a explicarse, Ntala había decidido no usarlos cuando el infierno había venido a ellos. Kádárah, el destino escrito en el firmamento se manifestaba pese a que Ntala habia renunciado a dejarse guiar por él. Puede que esa fuese la clave. El verdadero poder de las estrellas.
Aquello si que era una sorpresa. Sigrid era la nueva reina de Turia. Había pasado de estar en riesgo de perder la cabeza por una deuda impagable a ponerse una corona y ser llamada su majestad. Jareth veía la ironía en aquello. Costronno había pasado de ser el consejero del rey a morir dos veces. La rueda de la fortuna giraba y giraba. No se detenía nunca.
Su ex compañera parecía querer ayudarlos, pero imposible hacerlo sin perder su corona. Y su cabeza. Jareth lo entendía. No su traición anterior, pero él no estaba allí cuando sucedió.
De cualquier forma era Mecías su verdugo. Siempre lo había sido.
- Mecías -se atrevió a llamarlo mientras cerraban el pozo-, es tu última oportunidad para liberarnos de la deuda por lo que te imaginas que hicimos. Iré por ti -su mirada se mantuvo clavada en él hasta que los devoró la oscuridad.
Volvieron a bajar.
Ignoró las palabras de Zaela, aunque comprobaba todo el tiempo sus ataduras. Que la asesina aún respirara era una espina que tenía clavada, pero luego sería tiempo de ver qué hacían con ella.
- Gunnar! - festejó el regreso de su compañero. Lo hubiese abrazado si no custodiara a la pelirroja, pero su retorno era un verdadero alivio en un océano de pesadillas.
- Encontraremos a Bailarina, Matt -respondió a su amigo, que les revelaba que había visto a Sigrid en un sueño premonitorio. En el pasado, Jareth no le hubiera creido, pero ahora habían cambiado muchas cosas.
Se ilusionó luego cuando escuchó a Ntala. Había esperanza aún. Siempre la había.
Tras el abrazo de Matt, Ifigenia le sonrió levemente, todo había acabado. O al menos aquel era su pensamiento mientras el muchacho le agradecía su amistad.
Por desgracia para todos, no tardaron demasiado en descubrir que no era así. Cuando Jareth llegaba arriba algo ocurrió, se escucharon unas voces que parecían saber que se encontraban al fondo de aquel larguísimo pozo y entonces, de repente, todo se volvió de nuevo oscuridad. La sacerdotisa suspiró. No entendía nada, pero ya no era algo nuevo. Había pasado de pensar que comprendía todo, viviendo con su maestro Akiroh, a aceptar que no sabía nunca nada. ¿Se había vuelto entonces más tonta o, por el contrario, más sabia?
Fuese como fuese, Zaela no ayudaba a buscar una solución, seguía con sus tonterías. Pero Matt dijo algo que comenzó a rondarle a Ifigenia con fuerza en la cabeza. Mientras los demás saludaban a Gunnar y Ntala se daba cuenta de lo de los brazaletes, la sacerdotisa se arrodillaba frente a la pelirroja y la miraba a los ojos muy fijamente. ¿Acaso aquella mujer sí era una serpiente? Y tal vez... Bailarina era una humana.
- ¡La piel!, claro - dijo elevando la voz y extendiendo hacia atrás la mano, sin importarle el poco tiempo que les quedaba o lo que estuviesen hablando el resto. Ni si quiera había escuchado a Matt cuando le pidió que curase al guerrero. - Vamos, rápido, la daga, la piel, me da igual. Necesito lo que sea. - Estaba claro que estaba inmersa en sus pensamientos o quizá en una de esas conversaciones interiores que tenía sola con... ¿Mitra? O los dioses o quién ella pensase que le estaba ayudando. Según había avanzado la aventura, Ifigenia parecía cada vez más loca y al mismo tiempo, tal vez más cuerda también. Como fuese, esperaba que los demás la entendieran.
- ¿Verdad? Tiene todo el sentido. ¿Me ayudarás esta vez también, a que sí? - hablaba en voz baja. Todo el rato sin dejar de observar los ojos de la Zaela. - ¿A que estás de acuerdo conmigo? Debemos restaurar el equilibrio. Las serpientes son serpientes, y las humanas, por muy rebeldes que sean... humanas. Akiroh me dijo que la materia no se crea ni se destruye, tan solo se transforma, y creo que ese brujo hizo eso. - se quedó en silencio dos segundos mientras se apartaba un cabello del rostro - Sí, ya lo se, lo se... yo no tengo magia, solo puedes hacer milagros pero tal vez si Ntala nos ayuda... - Se giró hacia su compañera y alzó ligeramente la voz - Ntala, ¿podrías ayudarme a intentar algo? Necesito la piel de Bailarina, y quizá su daga - comentó hacia Matt. - Sabía que no tenían tiempo, y sin embargo, no le daba importancia. Lo encontrarían, como hacían siempre. Y si no, al menos, conseguiría que su protegido se despidiese de su amada. Ella nunca había podido despedirse de sus seres queridos. Quería darle aquello a Matt.
—Nos veremos en el Arallu —había dicho Mecías, sin mostrarse, sin molestarse.
Para él, ellos no eran más que una deuda que debía saldarse. Su orgullo era más importante. ¿Salvar la ciudad? Si, gracias, ahora podría volver a intentar conquistarla desde abajo.
Vagaron por los corredores, entre las sombras, el pasado y las ruinas. Puede que el olfato de Gunnar estuviera mermado, debilitado por el potente ácido que le había quemado parte de la cara. Y que los sentidos de Matt, una parte de él hundida, la otra vital y optimista, estuvieran confundidos. No había ninguna puerta.
El instinto de Jareth no les sirvió entonces. Salas y piedra, columnas, rostros milenarios contemplándoles desde la tumba. Grabados en la pared que nada les decían. La magia de Akeronte había perdido su poder, como él. La llama era cada vez más pequeña. Zaela mascullaba de vez en cuando. Una risa de desesperación, una maldición que siseaba.
Ifigenia no lograba encontrar la claridad en aquella turbulencia de roca y ecos del pasado. Tan cerca del Arallu puede que los poderes de su deidad no lograsen alcanzarla. ¿Funcionaria su plegaria? Las sombras, de momento, solo contestaron mediante silencio.
Ntala seguía los brazaletes. Puerta, decían. Puerta, gritaban. Susurraban. ¿Una puerta que abrir o que cerrar? ¿Una puerta física que podrían tocar o hablaban de magia?
Fuera como fuere, el grupo vagó de un sitio a otro, encontrando quizá la puerta que Gunnar había detectado; un enrejado armatoste que daba al exterior, donde aliados inesperados les esperaban con caballos y agua fresca. Puede que Riza, a quien Jareth había entregado parte del botín a pesar de su traición, estuviera esperando, incapaz de olvidar aquel gesto tan noble. O Gammesh y Thul-Dur, quienes darían por saldada así la pequeña deuda contraída con el corsario en la arena de Rolfo. O quizás estuvieran esperándoles un enorme bárbaro y una mujer de rojos cabellos a quien un hechicero había guiado hasta allí para mostrarles le salida y proponerles una nueva aventura. Algo relacionado con un anillo negro y la ascensión al trono diabólico del Nuevo Anillo Negro por parte de Thot-Amón.
O quizás solo vagaron durante días hasta ir cayendo de hambre, sed o desesperación. ¿Quién sabe? Turia guardaba sus secretos. Sus tumbas estaban llenas de ellos.
***
Turia, la maldita. Agujero de ladrones, criminales y pendencieros. Tierra de perdición y crueldad, de hechicerías prohibidas, asesinos de reyes y reinas. Turia, la perdida.
O no.
La nueva reina ofrecía un reinado continuista para la ciudad. La ley del más fuerte, separación de clases, ley marcial, ansias de conquista y poder. Atrás quedaron los tiempos pacíficos del rey Hezelbet. Aconsejada por aquellos que gobernaban a su lado, Sigrid, Hija del Sol, decidió expandir el reino mediante el fuego y el acero. ¡Habrá guerra! Decía su lema. Y prosperidad. Crecida en la miseria, forjada en la batalla, estaba dispuesta a expandir un reino…no, un imperio. Uno que no cayese jamás, donde sentirse segura hasta el fin de sus días.
Los vieja sangre de la ciudad la apoyaban. Nobles, las castas antiguas y podridas que habían visto como su poder menguaba debido a la maldición y la pérdida importante de aliados. También las tropas de élite, los Lobos de Hierro, estaba de su parte. Execrablemente honorables, leales a un blasón de forma ciega, a una forma de vida. Añorando los tiempos antiguos en los que Turia era más que una ciudad de paso, cuando era destino y partida.
A pesar de tener de mano derecha al que se ha dicho que era el más cruel de los criminales de los bajos fondos, y a aquel general de los Lobos de Hierro veterano en cientos de guerras y escaramuzas, la reina ha encontrado oposición a su ansia de poder. Y donde Brunilda no encontró más que un barrio que erradicar, el Mazo, Sigrid encontró la piedra en la bota.
El príncipe Rolfo, hasta ahora un bribón que poseía un cortijo de cortabolsas y maleantes, expandió sus territorios. Dicen que fue espoleado por el amor de una poderosa guerrera Aesir. Su carácter, ligero y burlón, despreocupado, se tornó más serio desde que el amor floreció en la pareja. Ella, dicen, era todo corazón y bondad. Y hermosa como una diosa. Algo ingenua, pero suficiente para ver la sutileza de la pobreza y la mano de hierro que reinaba en el castillo. Así, el Mazo había pasado a ser territorio privado. Los ladrones, y los cada vez más maleantes que se unían a su causa, tomaron el papel de guardianes de aquellos más desfavorecidos, convirtiendo el Mazo en una segunda ciudad. Limpia, segura. Humilde. No había gran ostentación en el Mazo, pero el ambiente era diferente. Había comida, pozos y algunos pequeños negocios empezaban a prosperar, aunque sus mecenas fueran los ladrones más hábiles. Y cuando hacía falta una inyección de oro los muchachos de Rolfo salían a cazar todos los pagos con los que la reina quería movilizar un nuevo ejército. No habría guerra porque la reina no podía pagarlo.
Y hay quien decía que había en estos robos un plan estratégico, militar, que impedía que la reina diera un paso fuera de las murallas de su reino.
Otro fuerte gremio se estableció en la ciudad. Antaño, los comerciantes estaban dominados por la oscura figura de Karmak, el prestamista, quien conocía los secretos de todos y ofrecía un control sobre casi todos los negocios de la ciudad y las almas de sus propietarios. Tras su muerte, hubo un vacío de poder y una pequeña guerra comercial. Algo interno y visceral. Se solventó gracias a la habilidad de un comerciante, al que llamaban Medio Hombre, quien tomó el control de los negocios de Karmak y creó un gremio de comerciantes en el que reinó concordia y equidad.
Medio Hombre liberó a las chicas del harén de Karmak convirtiéndoles en sus mejores agentes. Una nueva red comercial se estaba tejiendo, hebra a hebra. Por supuesto, sabedor de que una guerra era mala para los negocios el gremio de comerciantes se negaba a ofrecer préstamos a aquellos que pugnaban por la violencia contra los reinos venideros. No habría suministros para los soldados; ni espadas, caballos o raciones.
Los acólitos del dios de la destrucción trataron de expandir su zona de influencia, pero desde que el tránsito en la ciudad se reestableció “milagrosamente”, llegaron nuevos sacerdotes, de Ibis, Mitra y Rodion, prometiendo consuelo, comprensión y paz. Mucho mejor que el negro fatalismo que promulgaban los acólitos del Dios de la Destrucción. La esperanza había vuelto.
Empezaron a llegar los primeros viajeros, las rutas comerciales comenzaron a recuperarse. Turia ya no era ciudad de paso, tierra a evitar. Era destino de muchos.
Un golpe de suerte, dicen. Pequeños cambios, pequeños gestos…
Turia, un reino entre dos tierras; las salvajes selvas de Pönth a un lado, llenas de caníbales y serpientes gigantes capaces de engullir a un hombre de un solo bocado, y los desiertos de Kizaki, de arenas tan doradas como letales, donde muchos se habían perdido, bien por la picadura del escorpión o por el espejismo de un charco de agua. Y en medio de dos mundos ¡Turia! Turia, que jamás seria conocida como la Joya, o la Grandiosa. Turia, el paso intermedio que todos visitaban, pero donde nadie se quedaba. Al menos, nadie que tuviera sueños.
Pero ya no. Turia es tierra de místicos y comerciantes, de damas que fueron cortesanas y ladrones que poseen código de honor. Turia, es y será, tierra de aventuras...”
Un ensortijado castillo que desafiaba las leyes de la lógica y la gravedad. Un espiráculo de piedra repleta de aristas y grotescas formas que se cerraba sobre si mismo para ascender, dominando el hediondo pantano de aguas burbujeantes y calientes que lo rodeaba. La dantesca malformación de arquitectura y horror coronaba la niebla gris y pestilente que manaba de las corruptas vacuidades del vacío. Espantos sin nombres convivían con gigantescos reptiles. Las escasas plantas, que predominaban en los terrosos montículos que como granos purulentos salpicaban la cara del pantano, eran de hojas de un color verde intenso. En lugar de savia poseían un poderoso veneno letal incluso en pequeñas dosis. Todo allí podía matarte.
Y aún así, las criaturas, locos y aventureros que se adentraba en esta tierra de nadie se cuidaban mucho de acercarse a aquella fortaleza infernal más que a ningún otro peligro.
En lo alto de la misma se podía apreciar un arco descomunal en forma de ojo partido y una oscuridad que tenía presencia, forma y solidez. Más allá del profundo salón donde los pasos resonaban con ecos dobles, pasando por el grueso embaldosa donde sangre de héroes, valientes y ladrones se había derramado de forma profusa, se alzaba un trono. Rostro, alas, como si envolviera a su dueño. Una alta figura envuelta en negro y anillos, con una capucha cornuda y un rostro afilado, conspirador. Sus ojos denotaban la misma astucia que un cepo para osos. Su expresión, la misma contundencia.
Con expresión impávida contemplaba una enorme esfera de cristal, la cual se sostenía por una garra que parecía brotar de la misma piedra. En la esfera se reflejaba el mundo. Uno brillante, real, mundano. Un desierto, una ciudad. Un pasaje tras los muros más antiguos. Unas ruinas cubiertas por las arenas del desierto que todos habían olvidado que estaban ahí. Una salida por la que escapaba una curiosa comitiva, pintoresca.
Thot-Amón se recostó, cómodo, en su trono de muerte y poder, dejando que aflorase una sonrisa de victoria en su rostro.
—Ya vienen.