Concibiendo al malogrado/Off-Rol

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06/09/2011, 15:52

Rui Bertrán de Azagra, 'el lobetano'

Sólo para el director

Bueno, pues ya he terminado la historia del pj. Al final sí ha sido un poco larga y tiene un hermano y su padre está vivo. En realidad tampoco supone (creo) un problema respecto a lo que te dije ayer, pero espero que te guste y te parezca bien el concepto que le he dado al personaje. No he colocado muchos rasgos de su personalidad (alguno se puede intuir) porque eso son cosas que es mejor que se vean en partida. Ya me dirás si das tu visto bueno. Ahí va:

Hacía mucho tiempo que aquella tierra había dejado de llamarse Lobetum, pero aún había ancianos en la villa de Albarracín que contaban historias acerca de los antiguos pobladores de la sierra. Historias de hombres que vestían pieles de lobo y eran fieros guerreros, capaces de helar el corazón más templado. Y, en efecto, los pinares de rodeno aún escondían secretos y pistas que aquellos pobladores habían grabado en la piedra para que las futuras generaciones pudieran saber de ellos; como si hubieran sabido que, algún día, desaparecerían para siempre. Ocurrió en el año 1327 de Nuestro Señor, poco después de que la Corona de Aragón recuperara la taifa de Albarracín para entregársela a los nobles señores navarros de Azagra. El buen señor Alfonso de Azagra, gran administrador, matemático y alquimista al servicio de Su Majestad, caminaba por los bosques de piedra roja, que eran de su propiedad, en busca de hierbas que utilizar en sus pócimas y embrujos cuando escuchó un llanto entre los pinos. Siguió la compaña aquél desgarrador lamento hasta dar con una profunda cueva que se internaba en una poderosa montaña. En su interior halló el señor Alfonso algo que no podría haber imaginado cuando salió con la primera luz del alba: un niño recién nacido, aún cubierto de sangre, yaciendo a los pies del cadáver de su madre.

La luz de las antorchas reveló extraños misterios en el interior de la cueva, en forma de pinturas simples pero de formas claramente reconocibles. Hombres alrededor de un árbol; cabezas de caballos; hombres cazando toros y domando podencos; todos ellos con extraños tocados en la cabeza. Y ahí estaba el niño, rodeado por aquellos enigmas y conociendo por primera vez en su vida lo que era la muerte cuando apenas había nacido. Dicen que el señor de Azagra quedó fascinado por lo que vio, que durante unos momentos intensos su vista bailó de las paredes al niño y del niño a las paredes, sumido en una especie de trance. Cuando reaccionó tomó su propio manto y envolvió con él al niño, que encontró pronto consuelo. Y, quién sabe si movido por la piedad cristiana o por algún otro sentimiento, se dirigió a su servidumbre y así dijo: “He aquí el milagro de la vida, sorprendentemente cercano a la pesadumbre de la muerte. No sólo la madre de este niño está muerta, sino que yo mismo he perdido también a la mujer a la que amaba cuando dio a luz a mi primogénito. El pequeño y yo estamos conectados, pues no entiendo esto por menos que por una señal de Nuestro Señor; así pues de ahora en adelante éste será considerado también mi hijo y llevará el nombre de mi familia. ¡Y ay de aquél que se atreva a cuestionar su linaje!”

Que nadie se atrevió a hacer tal cosa es algo que hoy sabemos a ciencia cierta, pero no es menos cierto que, entre la servidumbre primero, y entre el vulgo después, la noticia de un niño nacido en las antiguas moradas de los legendarios lobetanos corrió como la espuma. De ahí que, desde entonces, se conociera al que fue llamado Rui Beltrán de Azagra como ‘el último lobetano’ o, simplemente, ‘el lobetano’.
De cualquier modo, el señor de Azagra cumplió con lo que dijo y trató al niño como si fuera suyo legítimamente, pues según él mismo decía ‘el Señor así lo ha querido y las estrellas me han dicho que su linaje es puro’. Pocas veces la gente comprendía la avanzada mente del señor Alfonso, quien siempre parecía hablar con acertijos y pasaba noches enteras en su laboratorio o en el observatorio de su hacienda de ‘El Cerrado’. Y, mientras educaba a su primogénito Pedro en los deberes propios de un Señor de su parangón, enseñaba también a Rui los rudimentos del latín, ya fuera hablado o leído. Cuando hubo crecido lo bastante y demostrado ampliamente que poseía una mente afilada y rápida, también comenzó a recibir una clase de enseñanzas más mistéricas. Alquimia, astrología… Magia. Más allá de las supercherías del vulgo y las leyendas que circulaban, numerosas, por toda la sierra, el joven Rui encontró desde muy temprana edad algunas verdades ocultas, al alcance de muy pocos, que su padre tuvo a bien enseñarle. Con gran sorpresa para el señor Alfonso, pues su hijo demostró ser ducho en el aprendizaje de tales secretos. No sólo con ese tipo de asuntos era diestro el pequeño. Casi inmune a dolencias y enfermedades, tocado por la fortuna, el muchacho empezó a desarrollarse grandemente denotando gran fuerza y viva agilidad. Gustaba de escaparse por los pinares de rodeno, para cazar o para simplemente recorrer los vastos terrenos valiéndose únicamente de su intelecto y sus habilidades innatas. Y, pronto, se descubrió que el título que las gentes de Albarracín le daban no era errado, pues si algo escapaba de la lanza del muchacho eran, precisamente, los lobos que poblaban la sierra. Parecía como si, en presencia de los mismos, el joven no tuviera miedo alguno, siempre observándolos con respeto y reverencia cuando, el resto de la gente, huía ante la presencia de tan dignas bestias.
Así, ‘el lobetano’ creció fuerte y sano, en compañía de su querido hermano Pedro, con quien rara vez tuvo disputas, hasta que alcanzado su noveno invierno, su padre le mandó llamar. “Hijo mío”, díjole, “como el más joven de mi Casa, sabes que no se te concede honor o gloria alguno dentro de nuestra casta, pues eres tú quien ha de ganar tales favores con tu vida o con tu muerte. A tal fin, acudirás a Uesca para ponerte al servicio de Su Majestad Pedro el Tercero, el Ceremonioso, quien te nombrará paje del Señor que bien decida. Y, llegado el momento, serás nombrado caballero y deberás mostrar tu valía a la Corona y a Cristo Nuestro Señor. Jamás olvides cuanto he podido enseñarte, pues en este oscuro mundo mis lecciones habrán de ser importantes para ti; y jamás olvides dónde están tus raíces, pues perteneces a la casa de Azagra, señores de Albarracín por derecho propio”.

Y así, con una carta en la mano escrita por puño y letra de su padre y acompañado por dos vasallos, viajó el niño hasta Uesca, donde estaba la Corte del que sería recordado como Pedro IV, intitulado él mismo como Tercero. Ahí, por deseo de Su Majestad, fue nombrado escudero del caballero Ramón de Borja, quien no tardó en sentirse impresionado por el vigor y los conocimientos de su joven siervo. Junto a él, Rui aprendió el oficio de caballero. Aprendió acerca del honor y la gloria, de la corrección que los de su clase debía demostrar, protocolo y normas necesarias para la vida del Infanzón. Y también aprendió a usar las armas, más allá de lo preciso para la caza. Fueron siete duros años los que pasó en el castillo de Ramón de Borja, acompañándole a batallas y a escaramuzas por orden del rey. Pero sobrevivió y creció… ¡Y vaya si creció! Sin ser una montaña, el muchacho se convirtió en un hombre de poderosos músculos, pero rápido cual lince. Manejaba el montante con igual facilidad que otros las espadas de mano y media y, rápidamente, los rumores de su fuerza y su valor se extendieron por la corte. Tal fue así que fue finalmente nombrado caballero a la edad de dieciséis años, terminado su aprendizaje sobradamente. Fue entonces cuando, ya nombrado caballero y al servicio de Su Majestad, comenzó su camino para ganarse la gloria y el honor. Mas fueron muy específicas las labores que se le asignaron al ‘lobetano’. A oídos de Pedro IV llegó que no solo se trataba de un bravo y hábil guerrero, sino que también era conocedor de mitos y leyendas extraños y conocedor de brujerías y de criaturas malignas, que poblaban la Tierra de Dios para traer la desgracia a sus legítimos pobladores.

Su valía en estos menesteres fue prontamente probada, enviado a Bronchales para hacer frente a una leyenda que se había convertido en realidad: el llamado dragón goloso. Cuentan los nativos de esas tierras acerca del caballero de negras túnicas que llegó a la villa y se presentó únicamente como ‘el lobetano’. Cuentan cómo se internó en la cueva del dragón y, pasado un día y una noche, salió con un fardo a cuestas. En otros lugares, en los condados catalanes, cuentan cómo un hombre con la misma descripción, con una espada inmensa a la espalda, viajó a unos bosques donde circulaban rumores acerca de Follets devoradores de hombres, y salió vivo aunque cubierto de heridas. También son muchos los que hablan sobre él, y de cómo cazó un basilisco cerca de un pueblo de Zaragoza. O de cuando se enfrentó a una bruja en los Pirineos, capaz de hacer que los muertos caminaran y siguieran sus órdenes. Muchas de estas historias han sido deformadas al pasar de boca en boca; algunas de ellas son ciertas; algunas otras, simplemente, son rumores. Lo que es sin duda cierto es que el caballero Rui Beltrán de Azagra, ‘el lobetano’, natural de la sierra de Albarracín y nacido entre rocas de color carmesí, se convirtió en un fiel siervo de la Corona de Aragón, siempre dispuesto a dar caza a criaturas del Maligno y a sus muchos siervos. Y, si fuera necesario, también su vida.

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