Nabuk esbozo una sonrisa cargada de ternura y comprensión— Es normal. El corazón marca el camino de cada vida mortal hacia su fin... Y nosotros, no tenemos un final predefinido. Además, para renacer hemos de encontrar primero nuestra muerte, y ella se lleva nuestros latidos espontáneos, nuestras lágrimas saladas, nuestro sudor, y todas nuestras necesidades mundanas.—le oiste suspirar, de una manera ligeramente premeditada— Lo comprenderás todo, a su debido momento. Te hablaré sobre nuestras leyes, sobre nuestra sociedad, te enseñaré a sobrevivir.—llevó el dorso de tu mano a sus labios, y besó tu piel, con delicadeza
— Desde esta misma noche, soy tu sire. Tu padre en la noche eterna. Y tú eres mi chiquilla y mi responsabilidad. Debo cuidar de ti, hasta que seas capaz de valerte por ti misma.
Quizás más adelante, cuando fuera más consciente de lo que las palabras de Nabuk escondían, Naida temiera por su suerte y por el Dios que había castigado a Caín y ella ahora seguía aquella misma senda oscura.
Pero en ese momento, bajo la luz del candil, contempló a Nabuk y le amó todavía más.
- Haré que te sientas orgulloso de mi... - Le dijo y una suave sonrisa se perfiló en sus labios. Se sentía fuerte, la enfermedad que la estaba consumiendo ya había quedado atrás, junto a las sábanas mojadas y el olor a marchito que había estado gestándose en el otro dormitorio.
Ahora, Naida había renacido. Había dejado la enfermedad atrás y no había seguido los pasos de su madre. Siempre había creído que algún día la encontraría, pero todavía era muy joven y había tenido miedo de ir a su encuentro. Pero ahora... Una ligera sombra cruzó su mirada. Pero no quería pensar en ello. Lo único que sabía era que estaba allí, junto a Nabuk, y que sentía sus sentidos mucho más despiertos.