Partida Rol por web

Soldai, 17 Sirrimont del 353 A.C.

Nadie interrumpe vuestro descanso y solo cuando os sentís física y mentalmente preparados para ello, os ponéis de nuevo en marcha hacia vuestro destino final.

Sabiendo lo que os aguarda recorréis el laberíntico edificio hasta que finalmente os asomáis a la sala de audiencias de la Torre de las Estrellas. Toda vuestra vida habéis oído hablar sobre la belleza de este lugar, construido para almacenar la luz de las lunas. Las ventanas talladas estaban labradas con gemas que absorbían y magnificaban la luz de Solinari y Lunitari, haciendo danzar rayos rojos y plateados por la habitación. Pero las gemas se han roto, y ahora los rayos de luna que se filtran por ellas estan distorsionados; los plateados son pálidos como cadáveres y los rojos, bermejos como la sangre.

Veis allí un trono de caoba y esmeralda, con unas palabras incrustadas en plata pero están demasiado lejos para que podáis leerlas. Y junto al trono, una mesa de cristal rosáceo con la escultura de marfil de unas manos ahucadas y vacías, con los dedos apuntando a las alturas de la estancia.

En el techo sólo se aprecia un agujero grande e irregular, abierto en el extremo más elevado de la torre. A través de él únicamente podéis ver una vacía negrura. Las estrellas no relucen, cubiertas por una esfera de infinita oscuridad que oculta el firmamento estrellado.

—La luna negra, Nuitari —susurra Elspeth, poniendo voz a vuestros pensamientos.

No hay ni rastro ni del dragón, ni de su tesoro.

—No creo que una criatura así no nos tema, ni que haya escapado llevándose sus pertenencias a otro cubil —comenta la Túnica Blanca, convencida de que la bestia no ha escapado de vosotros—. Debe estar usando su magia para sorprendernos, del mismo modo que esperamos hacerlo nosotros. Ciñámonos al plan y estad preparados.

Tras lo que se os antoja una interminable sucesión de conjuros milimétricamente sincronizados de Nalvius, Tareth y Elspeth coordinados por la propia maga de Alta Hechicería, aguardáis su señal para entrar en acción.

Todos tenéis claro lo que se espera de vosotros, aunque quien más y quien menos tiene su propia opinión sobre lo acertado del plan diseñado por la Túnica Blanca. A fin de cuentas, por muy erudita que sea, todos tenéis una larga experiencia de batalla que aventaja en mucho la suya.

Una invisible Elspeth continúa lanzando sobre vosotros sus conjuros y haciéndoos desaparecer uno tras otro hasta que solo Ashe, Gwyn y Zeverúth quedan a la vista. Sabéis que sigue allí porque todavía podéis escucharla recitando sus hechizos y porque os ha obligado a memorizar su plan.

Esperáis unos cuantos segundos más y entonces comienzan los fuegos artificiales. Esferas de luz multicolor comienzan a danzar en algún lugar de la inmensa estancia, describiendo una coreografía compleja. Después, un rugido atronador levanta ecos en la sala de audiencias y hace que algunos fragmentos sueltos del techo caigan desde las alturas.

No ocurre nada. El lugar parece seguir vacío.

Un segundo rugido sigue al primero, mientras comienza a materializarse de la nada la forma equina de un hipogrifo de aspecto temible. El animal comienza a aletear asustado y a correr, alejándose de la zona del trono; sus chillidos se entremezclan con los ecos del rugido y, en ese momento, la pared más lejana del salón comienza a ondularse, a desdibujarse y a desaparecer. Y cuando se desvenece al fin ese muro ilusorio, lo que descubrís os deja helados.

Allí, junto al trono, se encuentra un gran dragón verde tendido sobre una montaña de gemas, joyas y monedas de metales preciosos. No está solo, con él hay una docena de elfos con la cabeza rapada, vestidos con taparrabos y atados con cadenas de oro. Todos ellos se mueven maquinalmente, arrastrando los pies por el polvoriento suelo, puliendo sus escamas con dedicación o acomodando su lecho de valor incalculable. Ninguno de ellos desvía su mirada perdida para buscaros, ni dan señales de que la presencia del hipogrifo les altere.

—¡Asssí que aquí estáisss al fin! —exclama exultante el dragón verde con voz sibilina, recorriendo la estancia con su mirada, tratando de localizaros— ¡Mirad lo que una vez fue y lo que esss de nuevo! Obssservad el orden natural de lasss cosssasss: los elfosss esclavizadosss y los dragonesss verdesss una vez másss convertidosss en dueñosss del bosssque que esss legítimamente nuessstro. ¿Dónde osss escondéisss, acobardadosss duendecillosss? ¿No veisss que no hay esssperanza para vosssotrosss?

Ajena a las desmotivantes palabras de la bestia, Elspeth convoca un segundo hipogrifo que se encabrita y se levanta sobre los cuartos traseros en un gesto de terror ante el enorme reptil.

El dragón se incorpora entonces de su lujoso lecho (aplastando en el proceso a uno de sus esclavos, que queda reducido a un amasijo carmesí) y avanza hacia la pareja de aterrorizados hipogrifos, decidido a convertirlos en su cena.

Fuera como fuera, al fin había llegado la hora de enfrentarse a su destino. El lugar donde debían hacerlo era una enorme sala donde reposaba aquella bestia de enorme tamaño. Como era de esperar les localizó al instante y les dedicó unas terribles palabras a modo de saludo. Lo que no esperaba encontrar era elfos esclavizados a su servicio o más bien en su despensa.

Tareth no respondió a la bestia. Hablar con aquel ser no iba a traerles beneficio alguno, por lo que no tenía ningún sentido malgastar saliva y esfuerzos en ello. El tuerto tenía una cosa clara, habían ido hasta allí para recuperar el amuleto, pero no lo conseguirían si no acababan con aquel terrible enemigo. Y aunque no solía creer en el destino, que éste hubiera puesto una dragonlance en su camino, les indicaba muy claramente lo que éste quería de ellos.

Tareth tragó saliva. Aunque tuviera claro lo que debía hacer, cual era la misión que los dioses le habían encomendado, ahora que estaba frente a la misma, las manos y las piernas le temblaban. Pese a que iba cargado de conjuros mágicos para vencer a aquella bestia, seguía siendo un ser de colosales dimensiones, contra el que tenían pocas esperanzas de victoria. Peró estaba allí por una razón y trataría de cumplir consigo mismo, con sus compañeros y con su pueblo, por ello avanzó hacia el dragón y esperaba que el resto hiciera lo mismo, aunque a distancia por su aquella bestia decidía arrojar su aliento sobre ellos.

El largo pasillo estaba iluminado al final, la sala del trono era una obra de arte que alguna vez representó el esplendor de su raza. Ahora era la cueva de una bestia terrible y malvada, sus ventanales evocaban sangre y muerte, presagiando el final de todos ellos. Gwyn avanzaba temeroso, Drielae no le había contestado siquiera, tal vez ella misma sintiese miedo de entrar allí y no la culpaba, un dragón era demasiado para cualquiera. Los diplomáticos comenzaron sus encantamientos, algunos sobre él, y luego invocó el poder Idra para desaparecer. 

El trono era imponente, un inmenso dragón era el actual Rey de Silvanesti, tal vez no era el legítimo descendiente pero nadie parecía tener las agallas para oponerse. Había un grupo de elfos encadenados que le servían, caminaban sobre un piso lleno de oro y tesoros que deslumbraron a Gwyn a la distancia. El rechoncho kirath se quedó contemplando el brillo dorado mientras la Túnica Blanca invocaba sonidos y bestias mágicas con su poder arcano, soñaba con nadar en ese mar de monedas cuando su sueño fue interrumpido por el inmenso reptil. Una pisada bastaba para matar a un elfo en un instante, y su pie ni siquiera era una de sus armas de ataque, sus garras, su cola y su aliento serían aún más mortíferas. Moriremos todos hoy, todos! 

Gwyn miró a su alrededor, no podía ver a sus compañeros a excepción del monje, que estaba detrás suyo. De repente sus ojos se abrieron de par en par. Está detrás mío! Convencido de que el dragón podía ver a Zeveruth y que estar delante de él era suicida, se movió rápidamente. No sabía hacia dónde iban a ir los demás, el plan era rodearlo pero olvidaron acordar qué posición tomaba cada uno, así que él eligió una al azar, prefería usar ese tiempo para moverse en lugar de perderlo pensando hacia dónde ir.

Pero pensar cómo ir era otro tema, el terror que mostraban los hipogrifos daba cuenta de la desesperación que pronto se apoderaría de ellos. Recordó que Lord Erithalas no pudo esclavizarlo porque no lo había visto, pero esto era diferente, el reptil gigante no necesitaba ver para causar miedo. Decidió que si no lo veía era mejor, así que tras asegurarse que no tenía obstáculos delante, cerró sus ojos y estiró su mano hasta tocar la pared a su derecha, y avanzó siguiendo el borde.

Se mantuvo fiel al plan. Sus compañeros, invisibles e indetectables, avanzaban, mientras él, que medía el doble y era completamente visible a ojos de cualquiera, aguardaba a que ellos estuviesen colocados antes de hacer ningún movimiento. Si llamaba la atención del dragón, su ataque iría de lleno contra él, y sus compañeros estarían lejos para contraatacar, por lo que esperar era lo más sabio.

Quizás, con suerte, los elfos esclavizados se pusieran de su parte contra el dragón.

Cualquier cosa servía para tranquilizar sus nervios. Respiró hondo, y comprobó con satisfacción que no temblaba ni un ápice, así que con renovada seguridad miró a su visible amante y sonrió, tal vez fuese la última vez que la viese. Bajo los rayos plateados y rojos que se filtraban contemplaba la belleza de la exploradora, que a sus ojos superaba la de cualquier reina, y una fiereza y temeridad que sería capaz de hacer dudar momentaneamente hasta al dragón. 

Solo quedaba esperar la señal y el combate comenzaría, y una vez que comenzase, tendrían que continuarlo hasta las últimas consecuencias.

El guerrero antes de entrar en la sala en la que se jugaba no sólo su vida sino el devenir de silvanesti, rezó una plegaria mental a Kiri-Jolith, hace algún tiempo que dicha deidad le había suscitado su interés por lo que era el mejor momento de poner a prueba la fuerza de aquel dios.

Tras ello, y tras asegurarse que los hechizos que le habían lanzado Nalvius y Elspeth surtían efecto se adentró en la terrorífica estancia...

Lo que vieron sus ojos no tenía equiparación posible con todo lo que había contemplado en su vida, el contraste de la riqueza con la maldad del dragón dejaba una sensación de derrota, así como los elfos esclavos, los cuales sumidos en aquella tortura era posible incluso que se mostrasen hostiles, pues dichas cabezas rapadas indicaban que no estaban en sus cabales. No obstante, centrándose en su enemigo se dispuso a reunir el valor suficiente para hacerle frente...

La presencia de aquella bestia alada y verde haría estremecer a cualquiera. No obstante, Tareth había adoptado la firme determinación de vencer a aquella bestia. Matar a un dragón era una hazaña que estaba al alcance de muy pocos, pero ellos estaban tocados por las estrellas y además estaban locos, locos de atar. Era una combinación inmejorable para afrontar el reto que tenían por delante.

El alto elfo se esforzó por seguir adelante, por luchar contra aquel miedo que le iba aprisionando cada vez más su acelerado corazón, sin embargo, la debilidad volvió a su ser, quizás porque la druida ya había muerto de forma completa o simplemente porque el hechizo se acabó, sea como fuere, aquello era una inequívoca señal divina, estabas condenados y Kiri-Jolith intentaba decirle de esta forma que abandonase aquel combate si quería seguir viviendo, aquello había acabado antes de que empezara y el guerrero lo sabía, por lo que en cuanto las piernas dejasen de temblarle, saldría corriendo sin pararse a pensar en nada que no fuera aquel temible dragón...

Ya no era necesario esconderse. Avanzó hacia el dragón empuñando el soris con decisión. Su enorme cuerpo daba cobertura a Ashe, aunque si tenía que apartarse rápidamente por un ataque confiaba en que la exploradora pudiese ponerse a cubierto a tiempo. 

Había pocas posibilidades, y nada de lo que hubiesen podido hacer les hubiera preparado para aquello. Confiar en que Matheri no lo abandonase es lo único que podía hacer.

Aunque las piernas le tiemblan con cada paso, el agigantado monje da largas zancadas para acudir al encuentro de su aterrador enemigo, confiando ciegamente en que sus invisibles compañeros acudirán en su auxilio en cuanto comience la contienda. La bestia se encuentra tan cerca que Zeverúth puede notar el olor picante del cloro inundando sus fosas nasales.

De Nalvius no hay señales. Ni se le ve ni se le oye y tal vez haya huido nada más descubrir al dragón. Pero si no ha sido así y todavía se ciñe a vuestro plan, deberéis apartar al dragón de las escaleras para que el clérigo de Astarin pueda llegar hasta el medallón.

Los hipogrifos convocados por Elspeth causan un gran alboroto, lo que aumenta la confusión reinante en el lugar. Ninguna de las impresionantes bestias emplumadas osa acercarse a la sierpe verde y, en su lugar, huyen a galope tendido, aterrorizadas y sin rumbo sin más propósito que el de escapar de la muerte.

Es entonces cuando la sala de audiencias se estremece con un tercer rugido y un joven dragón dorado se materializa de la nada, en un intento de atraer sobre sí la atención de vuestro antagonista.

Gwyn no veía qué ocurría, pero podía oír perfectamente los pesados pasos del inmenso reptil que se acercaba.Viene hacia aquí, no mires, no mires!. Cerró con más fuerzas sus ojos, sin dejar de avanzar ni despegarse de la pared. Aún estando a ciegas podía sentir en sus huesos la imponente presencia del dragón. No es nada, no te asustes Gwyndrahir, es tan sólo una lagartija grande, nada más!, se dijo mientras juntaba valor para no orinarse los pantalones y continuar caminando.

Al ver que el dragón se acercaba a su posición, Tareth no se lo pensó demasiado. Había ido hasta allí para acabar con aquella criatura, por lo que no se achantaría pese a su enorme tamaño y su ferocidad manifiesta. Armado con la dragonlance y sobre todo con toda la fe en que lograría dañar a aquel ser, cargó contra este con la esperanza de atravesar sus defensas naturales y clavar su arma en su dura y escamosa piel.

- Electrum... - Dijo en tono muy serio justo antes de descargar un poderoso impacto eléctrico contra aquel ser.

Y la lanza sagrada impactó contra la bestia y rompió escamas. Tareth sólo esperaba que fuera suficiente como para atravesar su gruesa piel y dañarle, pues de lo contrario, sería muy difícil salir con vida de aquella.

El olor a cloro hacía que su garganta picase y sus ojos comenzasen a lagrimear, intentando mantener los ojos bien abiertos como podía. Aquella bestia era inmensa, inteligente y muy poderosa, su sola presencia hacía que su instinto le pidiese salir corriendo de allí, pero temblando como nunca había temblado se mantuvo delante del dragón, sosteniendo el soris, y rezando para que sus compañeros se ciñesen al plan de verdad y no lo dejasen tirado.

El plan era atacar, y se lanzó a atacar al dragón...

Ghilmerïl estuvo a punto de darse media vuelta y salir corriendo, pero en un último instante, el dios guerrero élfico le infundó las fuerzas necesarias para seguir en su puesto, aunque debía admitir que la confianza en sí mismo había mermado significativamente por el miedo a aquel temible enemigo.

No obstante, tenían una misión que cumplir por lo que cargó contra el dragón dispuesto a ser él el que vertiera la primera sangre de la bestia, consiguiendo al menos dicho honor, pues dudaba que llegase a ver si quiera el golpe final a semejante engendro, si es que llegaba... Sin embargo, comprobó maravillado como un dragón dorado irrumpía en escena, suponía que era algún hechizo de la maga, pues los dragones dorados eran bondadosos y los ayudarían, y el hecho de que uno de verdad hubiese llegado justo en aquel momento le parecía tan irreal que sólo pudo achacar su aparición a la magia "Ojalá me equivoque" pensó para sí.

Así pues y dejando a un lado las cuestiones sobre la veracidad del recién llegado, cogió una carrerilla considerable y cargó con todas sus fuerzas esperando maximizar el daño a la bestia aprovechando que era invisible y le costaría verlo venir.

Acobardado por la presencia del dragón, pero decidido a no ser menos que los kirath que le acompañan, Ghïlmeril avanza hacia el dragón verde con el escudo firmemente embrazado y la mano en la empuñadura de su espada, preparándose para lanzarse contra él tan pronto como su pesada armadura completa se lo permita.

Ajeno a lo que sucede a su alrededor, Gwyn continúa avanzando por el inmenso salón de audiencias con los ojos cerrados, buscando el tacto de la pared para abstraerse de los chillidos y aleteos horrorizados que escucha a su alrededor.

—¿Pensáisss que vaisss a intimidarme con trucosss baratosss? —se burla el wyrm al ver aparecer de la nada a su némesis Dorado—. Aficionadosss.

El soris titulado del monje tiembla en su mano cuando el dragón verde extiende sus alas en toda su envergadura, cerca de 18 metros, para acobardarlo todavía más con su presencia. Gracias a la magia de su arma encantada, Zeverúth mide ahora casi tres metros y la estatura de su enemigo le aventaja todavía en medio y medio. Mire a donde mire, el monje se ve solo. Es consciente únicamente de que, muy atrás, su leal amante le cubre las espaldas. La proximidad del dragón le hace dudar de la lealtad de todos los demás.

Entonces, Tareth parece emerger de la nada, cargando contra el dragón lanza en ristre. El arma legendaria chisporrotea con la magia eléctrica que su portador le ha infundido y atraviesa las gruesas escamas de la criatura haciendo brotar la sangre.

En ese momento, una solitaria flecha pasa silbando por encima de su cabeza y atraviesa el membranoso tejido del ala izquierda del dragón, dejando una gélida estela a su paso y haciendo que la bestia ruja de dolor con el miembro parcialmente inutilizado.

Trocando rápidamente su dolor en cólera, la bestia avanza colérica hacia el monje. Zeverúth intenta esquivarlo pero no tiene la menor posibilidad y las enormes garras abren profundos tajos sangrientos en su pecho desprotegido. Entretanto la cola del dragón, un poderoso látigo de seis metros, azota sin piedad al tuerto lancero.

La magia de su soris ha protegido al monje de la mayor parte del daño sufrido pero ahora ésta se ha desvanecido. Zeverúth blande su arma tratando de contraatacar al dragón, pero la bestia esquiva el golpe y el bastón termina impactando en el rostro del invisible y sorprendido Ghïlmeril; situado peligrosamente cerca de su compañero.

Del hijo venerable de Astarin seguís sin tener noticias, al igual que de Gwyn que supuestamente iba a sumarse a la refriega. La pareja de hipogrifos, enloquecidos de terror, continúan corriendo sin control por la sala de audiencias aumentando la confusión reinante. Entretanto, Elspeth conduce a su dragón Dorado hasta la retaguardia del Verde, confiando en que ello de algún modo distraiga de vosotros su atención.

Sangrando copiosamente por la nariz, Ghïlmeril desenvaina su espada, rodea a su involuntario agresor y se sitúa junto a él para atacar a vuestro auténtico enemigo. Zaimaiel destella en su mano al ser desenvainada y encuentra un hueco entre las grandes escamas del pecho del dragón, hundiéndose profundamente en su carne.

Tareth sufrió un duro golpe con la cola de aquella bestia, pero nada que le dejara fuera de combate por suerte. El tuerto decidió ganar la espalda de aquel reptil alado y rodearle con sus compañeros para que se convirtiera en una clara amenaza para él.

Entonces lanzó un golpe con la lanza que le había sido asignada por la divina providencia y trató de penetrar a través de las escamas de la criatura de nuevo a la vez que pronunciaba de nuevo la palabra de mando de su toque electrico. - Electrum.

El guerrero no se esperaba aquel brutal contragolpe del dragón, sin duda, por mucho que se protegieran aquel enemigo era demasiado para ellos, por su cabeza pasó la idea de rendirse, pero era tarde incluso para eso, por lo que si habían de morir, mejor hacerlo con dignidad, sin dar un paso atrás y aceptando su destino con altivez.

Así pues, realizando un nuevo corte con su espada intentó superar la dura piel escamosa de su rival, al menos su enemigo había mostrado síntomas de debilitamiento, aunque dudaba que ellos pudieran aguantar lo suficiente como para ver su final...

Gwyn venía cerrando los ojos de un modo obsesivo para evitar asustarse por el dragón, pero luego escuchó un rugido enorme que retumbó en toda la sala del trono. No pudo evitar abrir un ojo y observar de dónde provenía. Oh, No!! Otro dragón! Estamos malditos! Era más pequeño y brillaba como el oro, tal vez por eso el rechoncho kirath se vio atraído por él y comenzó a avanzar en esa dirección. La voz del dragón verde habló de trucos baratos, pero a él le parecía una realidad muy redituable.

A cada paso algo sucedía a su alrededor. El monje temblaba de miedo y con justa razón, era el único que estaba delante del gigantesco reptil, hasta que de la nada surgió su tuerto amigo con la Dragonlance y la hundió en la carne de la bestia, esparciendo rayos y sangre hacia todos lados. La flecha de Ashe congeló un ala del oponente pero eso no lo detuvo de comerse a Zeveruth, que quedó con profundos tajos en el pecho y al moverse, lo hizo con tal torpeza que impactó de lleno en la cara del soldado de la Protectoría. Claro, si hubiese sido yo el que daba ese golpe por accidente me habrían encarcelado de nuevo, no? protestó hacia sus adentros, mientras Ghilmeril se recuperaba y hundía la espada sagrada en las verde y escamosa piel. 

La idea del ataque le había parecido mala antes, y absurda ahora, si bien habían logrado herir al dragón, en pocos segundos se los comería a todos, los caballos alados no ayudaban y tampoco el pequeño dragón que hasta ahora sólo gritaba sin intimidar a nadie, a la maga se le habían acabado los conjuros y al clérigo ni se lo veía ni se lo escuchaba. En cambio, si seguía avanzando, podría hacerse con las escamas de oro del infante reptil, o con las abundantes monedas que había detrás, y quién podía decir qué otros tesoros invaluables custodiaría ese dragón. Para hacerlo tenía poco tiempo, De todos modos ya están muertos, pensó. Pero entonces el dragón dio un coletazo y golpeó de lleno a Tareth, e instintivamente desenfundó la espada que Ghilmeril le había prestado. Codo a Codo, recordó y algo de sus entrañas se estremeció. No puedo dejarlo...

Llevó su mano libre hacia su pecho alcanzando el símbolo sagrado que guardaba en su bolsillo y susurró una plegaria a los dioses. Cumple tu promesa y yo cumpliré la mía, liberemos Silvanesti de una vez.

Aunque ninguno de sus compañeros puede verle, Gwyn decide finalmente unirse a la refriega aunque tal vez no llegue a tiempo para ayudar, pues se lo toma con calma.

Entretanto, Tareth trata de encontrar una posición ventajosa al pie de la escalera desde la que acometer la retaguardia de su antagonista. La chisporroteante Dragonlance impacta entonces contra las erizadas púal que recorren el lomo de la bestia y resbala en sus gruesas escamas sin lograr atravesarlas en esta ocasión.

En el extremo opuesto del gran salón de audiencias, la exploradora semihumana vuelve a tender su arco, pero no dispara con la presteza que os tiene acostumbrados sino que apunta cuidadosamente en un intento de infligir el mayor daño al wyrm Verde.

El enfurecido dragón contraataca con todo lo que tiene. Sus colmillos atraviesan la armadura de Ghïlmeril como si fuera de papel, sus zarpas desgarran la carne de Zeverúth y su poderosa cola azota sin piedad a Tareth. Los tres esforzados guerreros todavía se mantienen en pie pero a duras penas, conscientes de que su enemigo puede acabar con todos ellos en cuestión de segundos.

Con el pecho desgarrado y sin posibilidad alguna, a simple vista, de conseguir una victoria, el monje se ve obligado a recurrir a su cinturón curativo para no morir o quedar inconsciente en el siguiente golpe. Sus compañeros visibles estaban destrozados, y de los invisibles no había ni rastro. Si seguían llevando a cabo el plan o habían huido aterrados, era un misterio.