Partida Rol por web

Mientras los piqueros españolas hacían mella en la línea franca, el rodelero, mochilero, tambor, aprendiz de soldado aprovechaba su posición junto al capitán Ferreira, algo retrasado de las picas, para recargar la pistola humeante. Cuando se abriera la formación francesa, como sin duda ocurriría gracias a Dios, a la Virgen y a los redaños de los españoles, el muchacho tendría que tener las dos pistolas listas y el cuchillo apunto para la escabechina que se prepararía.

Con presteza mordió el cartucho y lo vertió en el cañón, puso taco y bala y atacó la munición, todo esto con la rodela sujeta con la axila y atento a los empujones de los hombres que a su alrededor avanzaban o retrocedían según las acometidas de las picas.

Gruño un Ja... Por lo bajo, con un ligero asentimiento ante las palabras de martín, sin apartar la vista del muro de picas que hay enfrente.

Me abro paso entre dos de nuestros hombres y me abalanzo contra un hombre de la primera línea. Una vez en corto, me arriesgo a apartar una de las astas, para abrir algo de hueco, confiando en la poca eficacia de las picas enemigas contra un adversario tan pegado a ellos.

Y el claro se abrió. Fue preciso que Negrete diera otro golpe de pica, cercenando la mano del obstinado piquero francés, y que Moritz apartara otra de un duro golpe, para que se abriera el claro. Y por él entró primero el alemán, dispuesto a sembrar la muerte y el desconcierto con su montante. Y detrás de él fue Vélez, valientemente, dispuesto a explotar la brecha.

-¡Cerrad sobre ellos, duro, sin piedad! -ordenó Ferreira.

Había que darles una lección. Un sargento francés llegó entonces, intentó interponerse entre Moritz y la brecha, taparla valientemente. La bandera peligraba detrás, la bandera de su compañía. La habían acercado demasiado a las primeras filas.

Una vez metido en materia, apenas hago otra cosa que movimientos con el montante. Mecánicos, fruto de la experiencia. Estoy totalmente concentrado en mi entorno más inmediato. Lo que se va sucediendo dentro de mi campo de visión.

Un sargento francés se interpone entre nosotros y una bandera enemiga. Mala suerte para él.

Meto la punta de mi montante y avanzo con celeridad, acortando la distancia a apenas un palmo.

En la distancia justa para partirle los dientes con el pomo...

Pienso, anticipándome a mi siguiente movimiento.

Velez se abalanzo detras del tudesco que embistio como un uro de su tierra al sargento frances, mas pequeño y agil tambien acorto distancias, gano el flanco,  se metio entre su arma y le tiro una puntada a fondo, a la vez disparo su pistola sobre la mano habil del sargento. Tras lo cual dejo caer la pistola ya inutil.

Los gabachos se desmoronaban y ahora menos que nunca podríamos aflojar. Cercené a mano de uno de ellos, pero quedaba todavía mucha carne para el festín, así que fui a por el siguiente atacando con la pica para ir despejando camino. Vélez y el tudesco se adelantan y empiezan a pegar tajos, que higados, me cago en todo.

Por un momento el pequeño Martín se vió invadido por el ardor guerrero que encendía el pecho de sus compañeros, que viendo al enemigo flaquear, se hacía grande. Por un instante a punto estuvo de meterse bajo las picas detrás de Karl y liarse a cuchilladas con los francos.

Se quedó sin embargo junto al capitán Ferreira, sosteniendo la rodela, como antes había sostenido el tambor mientras el entonces alférez hacia lo propio con el estandarte de España. No perdía sin embargo ojo de la acontecido frente a él y sostenía la pistola ya cargada con el puño apretado, dispuesto a descerrajarle un tiro al primer francés que, superando la línea de los españoles, amenazara la vida del sargento Vélez o de alguno de sus compañero.

No tardó la ocasión en presentarse y cuando un franco, aprovechando un descuido, se avalanzó sobre Negrete y el muchacho le soltó un disparo que le atravesó la mano haciéndole soltar el arma y retroceder con un grito sujetándosela con la otra.

Con los hombres de Moritz entre nuestros mosquetes y los gabachos, los hombres de Vilaplana parecen haber quedado fuera de juego. Algunos de ellos parecen querer meterse en mitad de la refriega con sus espadas o con las culatas. Pero Vilaplana sabe que en ese rifirafe de picas y montantes solo conseguirán quedar trinchados. Ordena recargar y mira a su alrededor para ver como va la batalla en general.

Luego si encuentra un hueco entre los cuadros, desplazará sus mosqueteros hasta la retaguardia del bloque enemigo y les disparará por la espalda...

El sargento francés cayó pasado de varios tiros. Uno en la mano, de Vélez, y otro en el pecho, del pequeño Martín. La estocada de Vélez fue el golpe de gracia. El pequeño grupo de españoles, Vilaplana el último, se introdujo por la brecha y la explotó. Moritz seguía apartando picas, y más españoles se metían por el hueco.

Pero a difencia de su compañía, el resto del tercio no parecía tener tanta suerte. Se entabló un combate poco decisivo, con el añadido de que los franceses venían frescos y con empuje, haciendo algo de daño. No fue mucho, pero eso les envalentonó.

Moritz estaba tres filas más allá, luchando por abrirse paso a picazos. Cortó una mano y dió otra cuchillada, mientras Vélez tenía claro el objetivo. El alférez de la compañía gala, en la cuarta fila. No retrocedía, a pesar de que ya estaban allí. Solo sacó su espada, desafiante. Tenía un piquero delante, y el de su derecha trataba de cerrar el hueco que acababa de abrir el alemán. Sus ataques no surtían efecto, no podían acortar la pica lo suficiente, con los compañeros detrás. El palilleo no daba a nadie.

Ahora o nunca.

Un comerranas está entre mi montante y el alférez enemigo. Me avalanzo contra él, sajando en corto, afianzo los pies y me dispongo a darle el golpe de gracia si sigue en sus trece de querer proteger al oficial. Su asta me preocupa bien poco a tan corta distancia. Un moratón es mucho mejor que te pinchen como una mariposa.

No pierdo ojo del otro piquero que quiere cerrar hueco... Y estoy atento a movimiento de la fila de atrás.

Seguro que ese alférez desgraciado pide ayuda... Cobarde... Hay montante para todos.

En este punto decisivo de la batalla, ayudo a allanar el paso a mis compañeros, a base se picazos al enemigo. Que no cierren el boquete que ya abrieron. De momento no había resultado herido, y aunque un poco más mermado, todavía me queda mucha guerra por dar.

El pequeño Martín vislumbró la banda del alférez enemigo a pocas varas por delante de él. Si conseguían abatir el estandarte enemigo sería un duro golpe para el ejército enemigo y su moral, su valor y sus ganas de luchar se derrumbarían como un castillo de naipes, tal y como le había repetido Ferreira una y otra vez cuando ocupaba el puesto de alférez portaestandarte. El muchacho que se encogía de miedo por las detonaciones y al ver a los hombres caer acuchillados a su alrededor, le poseyó de pronto una voluntad férrea. Sería él quien acabaría con el alférez y con el estandarte en sus manos. A fin de cuentas ya había abatido a un alférez holandés y al capitán De la Rosa.

Se adelantó al capitán Ferreira y se acercó a la línea de picas, intentando meterse por debajo, tal y como hacían Kurt y los suyos, no debía ser difícil había pensado Martín, siendo el varios palmos más bajo que el alemán. Aunque al ver las puntas de las picas frente a él tuvo que tragar saliva un par de veces y se prometió alabar el valor del germano en cuanto tuviera ocasión.

En cuanto tuviera ocasión le descerrajaría al alférez francés un tiro con la pistola que aún tenía cargada mientras se cubría de sus enemigos con las picas. Luego, en corto, su cuchillo sería más útil que las picas y podría abrirse paso de vuelta al grueso de la línea católica.

Los mosqueteros de Vilaplana se han metido en mitad del berenjenal. Nunca en todos los combates en que ha estado Vilaplana se ha encontrado un follón como este: recibe varios empujones de sus camaradas; tiene que apartar astas de pica para evitar que lo derriben, y de algún lado brota una puñalada que casi le raja una vena del cuello. Es un francés orondo, de bigotes rizados. Velozmente, sujeta el puño de ese cabrón antes que pueda intentar degollarlo de nuevo. Le estampa contra el codo la culata de su pistola y nota a través del brazo del tipo un crujido. Con tanto follón es imposible oirlo. Instintivamente aprieta el gatillo, pero el arma está descargada. Así que le arrea al tipo un rodillazo en las partes. Cuando cae gimiendo, le arranca la daga de los dedos retorcidos, lo arrastra al suelo y lo apuñala en las partes. En la tripa. En el muslo. Ningún sitio vital. Para que sufra.

Se levanta con sangre hasta el codo. ¿Quién gana? Es difícil saberlo. PEro sin armadura y sin armas largas para el cuerpo a cuerpo, sus hombres tienen pocas opciones. Empieza a darles órdenes para tomar espacio para preparar una descarga. Entonces el francés le sujeta por el pantalón. Implora clemencia en su lengua. Vilaplana le arrea una patada en el bigote ridículo.

- Empassa fang y rebenta, truja ferrada.*

Entonces ve al alférez francés con su bandera... Demasiada buena pieza. Retrocede unos pasos para volver a sus filas y eEmpieza a cargar su mosquete.

Velez estaba obcecado, a pesar del enorme revuelo que habia a su alrededor que le hacia imposible comprender la situacion global del combate sabia que el alferez era la clave del momento.

Pese a la confusion podia ver el montante del tudesco por el rabillo del ojo haciendo estragos, los compañeros que no se habian convertido en erizos merced a las picas gabachas aprovechando su superior agilidad creaban sensibles huecos en las filas enemigas en donde la pìca no valia nada cuando un menudo, renegrido y enfurecido español se te echaba encima con espada y daga.

Tambien notaba cerca, demasiado para su gusto las pelotas de plomo que partian de sus filas y les allanaban el camino y por su exactituid en el disparo sabia que no podia ser otro que el catalan, o Martin, que parecia tocado por Dios...

Sin pensarselo ni un instante mas, para no dar tiempo al piquero a reaccionar y cerra huecos se colo por uno de los lados del piquero que procuraba guardar al alferez, esperando que por detras suyo hubiera alguien que se hiciera cargo de la situacion y se arrojo encima del oficial como un lince sobre un conejo. Ni siquiera penso en la pistola que le quedaba, a espada y daga y que Dios decidiera donde estaban los suyos.

El pequeño Martín se había metido - maldito fuera el impulso suicida que le había llevado a hacerlo - por debajo del mar de picas horizontales de uno y otro bando que entrechocaban. Delante y a un lado vió como el sargento Vélez tomaba la delantera, adelantándose incluso al germano Karl, se dirigía hacia el alférez portaestandarte de los francos.

Viendo la oportunidad de hacerse valer a los ojos del sargento y dispuesto a cobrarse la presa que se había jurado a sí mismo tomar se colocó detrás del sargento vallisoletano con el puñal en una mano y la pistola en la otra, dispuesto a rematar a puñaldas a los que dejara heridos el sargento y con la intención de descerrajarle un tiro al alférez.

Allá viene toda Europa a lincharnos... Vilaplana vuelve a formar su manga de mosqueteros. Les hace encender las mechas, clavar las horquillas en suelo firme, cargar las armas. Apuntar y disparar. Pone algunos hombres que tienen rota la piedra o están heridos a cargar las armas sobrantes, como su carabina y su pistola.

Su propio cañón está tan sucio de restos de papel de munición y pólvora que tiene que mear rápidamente en el tubo para limpiarlo. Mea de cara al enemigo, para que vean que no les teme. Una bala se clava en un muerto dos pasos delante de él. Gabachos sin sentido del humor. Se guarda el miembro, carga el cañón limpio y apunta...

- Atentos a mi señal...

La compañía de Ferreira estaba herida, pero no muerta. Ahora le tocaba cambiar las tornas de aquella batalla, que no pintaba nada bien para los sitiadores. Tiro a tiro, golpe de montante y estocada, Vélez se acercó al alférez francés, con una bala de su pistola reservada para él. Un tiro en la frente, decisivo, y cuando uno de sus compañeros se aprestó a tomar la bandera, el tudesco le cercenó la mano.

Pánico, rabia. Cogió la bandera entre sus manos, y un alud de franceses se precipitó hacia él, desenfundando espadas. Moritz floreó el montante, y el catalán le cubrió las espaldas. Martín avanzó, intentando abrirse paso con la rodela, pero eran demasiados, y estaban enfadados.

Viendo a su paje en peligro, el capitán Ferreira se giró hacia un cabo de pífanos de la compañía.

-¡Paso de carga, a por ellos!

No habían recibido tal orden, solo la de resistir. Pero no les iba a dejar morir. No de aquella manera. Hartos tras la escopetada y los muertos recibidos de manos del francés, los piqueros cargaron contra las primeras filas, desprevenidas en su maniobra de intentar atrapar a sus compañeros, y les pasaron de parte a parte con las picas. Los arcabuceros y mosqueteros entraron al cuerpo a cuerpo, espada en mano.

El empuje fue determinante, los franceses, apretados en su formación, estorbados por las picas españolas, caían por decenas en cuestión de segundos. El pánico comenzó a adueñarse de sus filas, y ante tal matanza, algunos comenzaron a escapar. Otro oficial, un cabo, trató de mantener la resistencia de los suyos, muchos de los cuales soltaron picas y sacaron espadas, pues estaban todos tan revueltos que era imposible usar las astas. Fue un craso error. Empujando desde atrás, los piqueros españoles les mataban con facilidad. Aquel era el fruto de la indisciplina de un ejército poco fogueado en aquellas lides, y a decir de los cronistas, fue totalmente impropio de un regimiento tan señero como aquel, el de Dordoña.

Pero la pérdida de la bandera y de sus oficiales, así como la tremenda mortandad que les redujo a ser mucho menos de la mitad, les quebró. Y emprendieron la huida. Algunos españoles estaban calientes de tanto matar, y sin órden de degüello, corrieron tras ellos. Pero no convenía. El resto de su ejército todavía no había sido derrotado.

El maestre de campo llevaba un tiro, que afortunadamente había parado su peto antibalas, que costaba (como era usual) una pequeña fortuna. A través del catalejo vió movimiento de caballos, y supo que los holandeses les darían una carga de caballos coraza, aprovechando que el cuadro se había desgajado por el avance de aquella compañía.

-Maldita sea. La hazaña nos puede costar el tercio -dijo a uno de sus entretenidos- Id y haced que vuelvan de inmediato. O yo mismo iré a traerles.

El oficial asintió, saliendo como una flecha entre los piqueros, esquivando a los heridos. No tardó más de un minuto en llegar hasta donde se encontraba Ferreira, aunque falto de resuello.

-Su excelencia le ordena volver al cuadro. Se acerca la caballería.

En ese mismo instante, un tiro pasó la garganta del entretenido, que cayó al suelo boqueando sangre. Un regimiento sueco les había largado fuego de mosquetería desde lejos, que se llevó a unos pocos hombres.

Ayudó a Martín a levantarse, pues un piquero francés al que había matado se le había caído encima. Y pesaba un quintal para el pobre muchacho. Miró de pasada a Vélez con su flamante bandera. Pero el sotalférez Jimeno le sostenía la alabarda que había soltado antes.

-Bien hecho. Les hemos cabreado. Ahora, a ponerse en cobro. ¡Toque de repliegue!, ¡VOLVEMOS AL CUADRO, SEÑORES!

Ya se escuchaba los cascos de los caballos, situándose del paso al trote. Si no se daban prisa, les iban a pillar a calzón quitado.