Partida Rol por web

Horus - II

Estel

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19/06/2013, 20:25
Udjat

El aliento de la noche que aún aleteaba era cálido, aunque no sofocante.

En la caleta recóndita, en algún lugar de Girona cerca de Tossa de Mar, tres siluetas se recortaban en el incipiente amanecer. Tendidas en la arena de la playa, las tres figuras se mantenían quietas y en silencio, a la espera. La mirada soñadora fija en la línea del horizonte, allí donde el negro y el azul profundo empezaban a sangrar.

Era un picnic del amanecer. Uno más, era una costumbre que Harold había cultivado desde que era un arqueólogo, en Egipto. Allí los amaneceres sorprendían en el mar de dunas. Aquí lo hacían en la mar Mediterránea, y las olas eran de agua.

Entre ellos un mantel de hilo estaba sujeto con cuatro piedras, y encima aguardaba un desayuno copioso y apetitoso por igual. El pan recién hecho en el horno de casa, olía a harina y a hogar. Tomates como soles, la jarrita de aceite, y el pellizco de sal en un papel. El jamón cortado a finísimas lonchas, grasiento hasta el punto que sólo verlo hacía salivar. El fuet, sobre la tabla de madera con el cuchillo a punto. El queso, oloroso pero suave. Y el vino, un vino con tanto cuerpo como requería el jamón, del color del rubí, nacido en el Priorato, y ya viejo.

También había agua, helada, pero sólo para después.

El momento era mágico, y uno casi esperaría descubrir un milagro junto con el halo de luz que iba formándose. O un espejismo...

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20/06/2013, 22:16
Estel Highwater

Llevaban ya un largo rato allí, pero el tiempo era silencioso, arrastrado, y cuando estaban juntos, su paso no significaba nada.

Sofía se había echado cuan larga era, lo cual no quería decir mucho, sobre la arena casi virgen de aquella pequeña cala escondida. No había querido saber nada de mantas, ni de lonas, como no lo había hecho nunca. Prefería estar en contacto con el suelo, el mayor contacto posible, aunque eso significase volver a casa con arena hasta en lo más recóndito. Tantas veces lo había hecho ya, en Egipto, en Catalunya, en cada sitio en el cual se habían sentado juntos a esperar el amanecer como un festejo. Y, como siempre, no miraba al horizonte: miraba directo hacia la bóveda, sus ojos rectos hacia las estrellas aunque, de tanto en tanto, en realidad sólo permaneciera de cara a ellas con los párpados bajos, como si pudiera escuchar su presencia.

Ahora estaba así, de hecho, a ojos cerrados. Siempre los abría justo en el momento en el cual el amanecer empezaba, como también desviaba la mirada justo en aquel instante si se encontraba observando. Harold se había acostumbrado, y sabía muy bien qué significaba eso, algo que excedía al mero conocimiento de la astrónoma, algo que iba más allá de la pura física y la pura predicción del movimiento. Era algo que enlazaba directo con el pasado que los había enlazado a ambos, treinta años ya como una eternidad silenciosa, un resabio, un recuerdo perenne. Harold lo entendía perfectamente, porque formaba parte de su propio cuerpo, su propia alma, su propia vida. Para Estel, en cambio, era más bien aceptación.

Se había sentado un poco más allá, no alejada, sino lo suficiente para darles el espacio necesario. Sus ojos claros reflejaban la oscuridad de las olas que rompían tan lejos y tan cerca, destellaban en la fusión del cielo y la tierra, de la eternidad y lo efímero. Continuaba haciendo exactamente lo mismo que hacía desde niña, cuando Harold sugirió que comenzaran a llevarla a compartir esa costumbre, una orgullosa costumbre de la vida de su padre. Se sentaba y observaba al horizonte, con una fijeza intensa como si detrás del manto nocturno pudiera ver al sol en su víspera, o pudiera ver a los dioses desplazándose de un lado a otros amparados de los ojos mortales por las infinitas sombras. Quieta, hierática, silenciosa, agazapada. Una arqueóloga del infinito, una astrónoma de la historia.

La cámara yacía, preparada pero aparentemente olvidada, a uno de sus costados. Aquel cíclope eterno que había decidido captar la complejidad de los cimientos del mundo, y que con menos ambición había decidido compartir cuanto pudiera los momentos más intensos de la vida. La memoria de aquella cámara ya guardaba, de esa noche, sus figuras enlazadas y los besos con los labios y los ojos que se dedicaban sus padres, el perfil de su madre recortado observando las estrellas, las manos expertas y sensibles de arqueólogo de su padre manipulando el cristal de la vieja botella. Era un verano, como tantos otros veranos, en los que como siempre había vuelto a ellos. Sus únicos padres. Su única hija.

El silencio, tres figuras, una noche, y la compañía. La mirada de un padre acariciaba a una hija. La mano de una mujer acariciaba a un hombre.

Estel parpadeó, y echó la mano a su cámara justo cuando Sofía abría los ojos y se incorporaba.

Ya es momento - dijo, con una sonrisa, y buscó la mano de Harold.

En el horizonte, asomó el primer pellizco de sol.

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22/06/2013, 17:20
Harold

La mano de Sofía encontró la suya, y el roce de la piel erizó su vello, como estaba haciéndolo también la tenue luz matutina. Harold sonrió, a ella, al sol, a su hija que tomaba la cámara justo en ese instante.

-Ahí está. -Murmuró.

Ahí estaba cada día, cómo no, pero seguía siendo un espectáculo renovado, distinto. Una especie de ritual de belleza, algo tan íntimo que requería concentración y silencio. Bañarse en el momento, en la sensación, bañarse en la luz, en el estallido de colores. Bañarse en el agua salada y fresca, aunque sólo fuera a nivel de los pies a los que las olas espumosas alcanzaban, allí semitendido.

Dejó que el momento fluyera, que el sol se fuera alzando, perezoso, saliendo del agua como debería haber salido la propia Venus, henchido y pletórico, el sol del amanecer en Girona, en la suave textura de un paisaje ya tan asimilado que conocía como a su propia piel.

La cámara de Estel trabajó, obediente a su mano y a su mirada, su cíclope según ella, su tercer ojo, como Harold le respondía, sonriendo descarado. Las fotografías de su "luciérnaga", como la llamaba desde que era una chiquilla que apenas andaba pero ya relucía, eran mucho más que un fiel reflejo de lo captado. Cada una de ellas eran un mensaje, preñado de sentido, de oportunidad. Al arqueólogo, que siempre había valorado la sensibilidad para lo que no era evidente al primer golpe de vista, algo que había aprendido a cultivar con su trabajo de campo, le fascinaban.

Cuando hubo pasado ese punto intermedio entre la noche y el día, cuando la magia del cambio se fue apagando y quedó la mañana instalada sobre la arena de la playa, Harold se llevó la mano de Sofía, que había seguido en la suya durante todo el proceso, hasta los labios. Lentamente apartó los ojos del horizonte, arrancándolos de allí con dificultad, pero atraídos por el perfil de su mujer. Deslizó su mirada por las facciones perfectas, y su beso se entretuvo en los pulpejos de los dedos, dedos largos y firmes, los recorrió uno a uno, sin prisa.

La cámara dejó de tabletear, o quizá sólo había callado por un segundo. Pero fue suficiente para que Harold se volviera hacia Estel, satisfecho, feliz.

-Debes tener la mayor colección de amaneceres del mundo, Estel, mi luciérnaga. Y la más impresionante, no hay duda de eso. -Soltó la mano de Sofía, y se sentó ladeado, también él estaba directamente sobre la arena, cuyos granos se pegaban en los pies mojados, y se enredaban junto con hilillos de sal en el pelo ensortijado. -Bueno, hora del desayuno. -Tomó las copas y las tendió a las dos mujeres, a la vez, como si le divirtiera tenerlas a ambas una a cada lado, pendientes las dos de él. -Nada como el vino para celebrar un momento como éste...

Sus pupilas chispearon entre los párpados arrugados, bajo los mechones ya canosos. Lanzaron destellos al mirarlas a una y a otra, seguían siendo destellos de niño, del niño al que le desborda la ilusión.

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22/06/2013, 21:08
Estel Highwater

Los dedos de Sofía se habían enlazado con los suyos, fundiéndose en una quietud compartida, inalterada, de contemplación profunda. Los de Estel, por el contrario, se habían transformado en rayos, destellos en una penumbra cada vez más ausente mientras el sol se sacudía cada gota de noche y emergía como un Dios por las puertas más lejanas del mundo.  Tres pares de ojos confluidos en un mismo punto, su punto arquimédico, como decía Sofía con una sonrisa descarada, peleando con Harold por cuál de sus campos de conocimiento describía mejor al astro. Pero ambos sabían que no era más que una broma, que ambos campos se enlazaban silenciosamente en aquel mínimo punto, y se fundían en uno solo hasta hacerse indisociable. Como se habían fundido en aquella figura un poco más allá, recortada contra la luz naciente. Una figura atrapada por la gravedad del sol, de la eternidad, del significado, desde su más tierna infancia.

Ambas mujeres mantuvieron el silencio todo lo que duró el tiempo, pues compartían aquella virtud, tantas veces defecto, de comunicarse sin palabras. Aún así, Harold sabía que sus pensamientos debían estar discurriendo hacia sitios completamente distintos. Quizás Sofía estaba recordando sin quererlo, pues sus venas siempre estaban plagadas de pensamientos, como si jamás pudiera apagar la voz de su mente; Estel, de seguro, no tenía pensamiento consciente alguno y era pura energía, puro fluir, dejándose llevar por el instante más como él, como él mismo lo hacía. Harold comenzó a sentir la caricia en su mano cuando el sol pasó la mitad del horizonte y, cuando se llevó la mano a los labios, las falanges desatendidas le acariciaron el mentón, el filo de la boca. Como los ojos de Sofía, que encontró al mirarla, le acariciaron el alma.

El ruido de la cámara seguía, gatillándose con un ritmo incomprensible para cualquiera que no fuera Estel. Pero ya no estaba dirigido hacia el lejano horizonte: ahora apuntaba hacia ellos, que se encontraban en su propio ritual, alejados por un instante de lo que les rodeaba. El cuadro captó sus figuras, las líneas ya marcadas de los ojos de Sofía cuya comisura sonreía, la punta de los cabellos de Harold que peleaban aún entre su rubio y cano. Sus cuerpos, alejados de la juventud que les recordaba, pero con el mismo semblante de siempre. Eran sus soles, sus estrellas, el norte allí arriba: y si los marinos habían navegado desde la antigüedad siguiendo a Sirio, y si las civilizaciones desde el nacimiento habían crecido siguiendo al Sol, ella tenía los suyos.

Bajó la cámara y, cuando su padre giró hacia ella, le ofreció una sonrisa cariñosa y una negación descreída, sin atisbo de una timidez bien oculta y emoción silenciosa. Exageraba, como siempre. Sofía, por su parte, se limitó a sonreír con cierto descaro, como si la retase a contestar, y continuó haciéndolo cuando tomó la copa que Harold le ofrecía, que fue al mismo tiempo que Estel estiraba la mano izquierda para hacer lo propio.

- No, no lo hay – dijo Sofía, divertida – Debemos tener también la mayor colección de etiquetas de vino del mundo, joder, con todas las que nos hemos bebido. Esa sí que sería la verdadera colección impresionante, ¿o no, Estel?

Había descaro en sus palabras, pero el descaro era también un salvavidas. A pesar de su carácter, Sofía conocía a su hija, lo que para ella significaba el reconocimiento de su padre, y Estel tomó aquella mano extendida con gratitud.

- Impresionante pero aburrida, mamá. Mucho mejor sería coleccionar fotos de vosotros luego de los vinos, que por cierto algunas de ellas son muy… reveladoras – respondió, con el mismo descaro, y una sonrisa que se mantuvo cuando giró hacia Harold – Tengo una buena colección, papá, sí. De todos los sitios a los que me llevaste mientras viajabas… Ah, amaneceres en sitios que apenas podrían decirse, belleza que apenas se puede describir. Una colección no podría reflejar lo privilegiada que he sido, y que soy. Lo único que lamento es que en algunos era muy pequeña para captarlos – había dejado la cámara a un lado, y extendió la mano derecha para acariciarle el brazo, con amor profundo – Pero todos esos los tengo grabados en la mente, como todo lo que vino con ellos.

Las dos mujeres lo miraban. Ojos de noche, ojos de mar. Ajenos, suyos. El mismo sentimiento.

- Mas, debería daros vergüenza, a ambos – soltó Estel, repentinamente, frunciendo el ceño ¡Me habéis pegado vuestro fetiche! Suerte que fue este y no otro tipo de fetiche, que si no…

Sofía soltó una carcajada de la nada, tintineante. No, los años no habían disminuido sus reacciones repentinas. Recogió la tercera copa y, mientras Estel descomponía su gesto y se reía, se inclinó hacia Harold y se la dejó en el hueco de su mano. Tal como dejó un suave beso en su cuello.

- Sólo faltaría que supiera de los otros – susurró, divertida, sólo para él.

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24/06/2013, 14:16
Harold

-Mmmm... ya no sé qué sabe tu hija, y qué siente la mía, sólo lo que nos dice la nuestra... ¿fetiches...? ¿y Estel...? jeje, prefiero no saber más de lo que ya sé...

Había respondido al susurro con otro, sin rastro de cortarse por ello, por dejar a Estel al margen de la intimidad que todos aceptaban y sólo compartían hasta cierto punto. Al igual que él las dejaba a ellas compartir sin entrometerse, y Sofía no pugnaba por entrar en el estrecho círculo que de vez en cuando se establecía entre él y su luciérnaga, ahora mujer.

Tomó la copa, la botella, y escanció, las tres copas tan juntas como ellos, sin saber si era una u otra la que llenaba, las tres al mismo ras, sólo un cuarto. El resto se iría repartiendo luego, como un tesoro que uno va adquiriendo de a poco, y por eso lo disfruta más, lo valora mejor.

-Miles de amaneceres, sí. Y de desayunos, bien distintos.

Era así, a Harold su ritual del amanecer le gustaba adaptarlo al lugar donde se producía. Por eso habían sido tantos como sitios, exóticos como exótico el momento, el paisaje. Lo mejor de la gastronomía local, que no tenía por qué ser lo que más apreciara la gente, lo más caro, oh no. Habían habido manjares humildes junto con otros orgullosos, ambos soberbios.

Hoy era en casa, una de ellas. Y eso también se notaba en el desenfado con el que se habían relajado, con el que habían dispuesto sus cosas, además de en lo que iban a comer.

Harold levantó su copa, y sonrió.

-Por nosotros tres, los tres vividores más descarados que existen. Por la vida, por el sol, por los amaneceres. Por tus fotos, por nuestras pullas, por el amor que somos capaces de sentir.

Luego bebió, un sorbo generoso. Y sin dejar de sonreír se dispuso a preparar el pan con tomate. Pero, con un gesto entre cómico y abusón, se lo tendió todo a Sofía riéndose, antes de hacer nada con los ingredientes.

-Toma, toma, que luego os quejáis de que los británicos somos negados a la hora de cocinar. Mejor será que lo hagáis las expertas. -Y con un guiño travieso cogió una loncha de jamón y se la comió, directamente, con toda la caradura de un chiquillo. -Humm, buenísimo.

Se recostó de nuevo, y entrecerró los ojos mientras masticaba, degustando el sabor con fruición, como degustaba todo lo que llenaba sus sentidos. Tras unos segundos los reabrió de nuevo, y miró a Estel, para preguntarle.

-Bueno, luciérnaga, ¿qué hay de ti? ¿Algún proyecto nuevo, algún viaje en perspectiva? Y, ¿qué hay de Omar y de los dos pelirrojos? ¿Has sabido algo de ellos últimamente?

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28/06/2013, 05:28
Estel Highwater

Sofía sonrió, con una risa baja, frente al susurro del compañero de toda su vida. No se había referido a eso, sino a una intimidad que los involucraba a ambos, pero el sólo imaginar la cara de Harold descubriendo según qué cosas valía la pena todas las confusiones del mundo. Ofreció una sonrisa traviesa a Estel, quien pareció captar el matiz de lo que habían estado susurrando, y decidió pasar de ello antes de enterarse de algo que prefería no saber.

Pero ambas sonreían con sus copas a un cuarto, sonreía Sofía mientras cataba el vino por el sonido que le arrancaba al cristal, sonreía Estel mientras bebía de los colores que el sol arrancaba al líquido a contra luz. Y cuando Harold brindó, Sofía se echó a reír con la fuerza del Mediterráneo en calma, y la sonrisa de Estel se transformó  en amor puro hecho símbolo en sus labios.

- Por ustedes – dijo Sofía, levantando su copa. Dos únicas palabras que describían por sí solas toda la profundidad y complejidad de un universo.

- Por nosotroscorrigió Estel, con una suavidad que casi pedía permiso – Por todos los que hemos pasado, por los que pasaremos, por el que pasamos ahora. Por poder estar aquí, por esta memoria hecha cuadro. Y, claro… por el vino.

La risa de Sofía se mezcló con la de Estel, y ambas se mezclaron con el vino cuando acompañaron al sorbo que Harold había dedicado a su copa. La madre palmeó afectuosamente el muslo de la hija, pero se vio forzada a dejarle cuando se dio cuenta que el padre le tendía las cosas para que cocinara. Lo miró con las cejas arqueadas, inquisitiva, como si no se lo creyera. Estel levantó las palmas, desentendiéndose por completo.

- Oh, nada de eso. Yo soy medio británica, así que también arruinaría del todo la comida – declaró, con toda seriedad – Es mi deber no intervenir en absoluto.

- Claro, claro, siempre sois británicos a la hora de cocinar. Dejad a la catalana cocinando, venga, ella que es mediterránea y sabe lo que hace – soltó Sofía, cogiendo las cosas, que había comenzado a hablar catalán de golpe Joder, ¡Sois todos iguales! Debería haberos dejado morir de hambre. Oh, sobre todo a ti.

Se lo decía a Harold, quien se había robado el jamón. Había vuelto instintivamente a su idioma, al idioma que tenía asociado con él, pero sus cejas fruncidas no tardaron en transformarse en una mano que le dejó una suave y sentida caricia en el cabello. Una caricia que se mezcló con el gusto en su boca, y con el sonido de las manos de Sofía comenzando a preparar todo el desayuno.

- ¿Qué hay de mí? – repitió Estel, como si se preguntara por dónde empezar. O si empezar  Sí, tengo algunas cosas a futuro, algunas a corto plazo. Pero primero, me preguntabas por Omar, Charlotte y Sean. Ah, esto te encantará…

Se desplazó un poco para sentarse más cerca de ellos, ahora que el amanecer ya había madurado. Al reflejo del sol, cuyos rayos delineaban su figura relajada, su cabello castaño oscuro despedía los destellos rubios que lo identificaban como descendiente de Harold.

- Con Sean hablo menos, ya sabes, pero está bien. Igual que siempre, cada vez más parecido a su padre. O a lo que yo conozco de él – Estel sonrió, mientras Sofía se reía de algún recuerdo – Charlotte, bueno, continúa en sus expediciones zoológicas exóticas. Ahora está en Madagascar, estudiando a los lémures. Nos ha invitado a tomar contacto con la naturaleza, como cada vez que se va a un sitio como ese – y, lo peor, es que siempre iban. Así terminaban las cosas. Así una vez habían tenido que bajarla a Estel entre dos de un árbol –  Luego os muestro un par de imágenes que me ha mandado. Está muy feliz, viviendo la vida que la llena.

- Isabelle debe estar fascinada – comentó Sofía, alcanzándole un pedazo de pan con tomate a la mitad catalana – La última vez que nos vimos, ¿recuerdas? – miró a Harold, sonriendo –, no paraba de hablar de ello. Creo que encuentra romántico aquello de la vida rodeada de lémures.

Estel negó con la cabeza, pero sonreía. Aún no había probado su pan, pues siempre esperaban a todos para comenzar a comer. Era algo que había aprendido de ver a sus padres.

- Omar… Pues Omar está muy bien, la verdad. Feliz, satisfecho, lleno de ganas. Muy contento con sus prácticas y totalmente entregado a ello. Es lo suyo. No sabéis lo bueno que es en lo que hace, luego os mostraré – la sonrisa era aún más amplia y cálida, o llena de algo más – Y está mucho mejor con sus padres, también, sobre todo ahora. Imagino que habéis hablado vosotros con Xabier o Halima en los últimos tiempos.

Dirigió la mirada hacia Sofía, que la observaba, y que acabó moviendo la cabeza sin decir nada, al menos esta vez. Ya había dicho mucho, muchas veces, durante muchos años. Xabier a veces era tan… Y eso que lo quería tanto. Como al hijo.

- Le ofrecieron un nuevo trabajo, hace poco. Como corresponsal – siguió Estel, aún sonriendo, preguntándose cómo continuar – Va a estar una temporada cubriendo algunos eventos en el extranjero, en principio medio año. Y hemos decidido ir juntos, él como periodista, yo como fotógrafa – lo cual no era nada extraño. Pero la seriedad de Estel, sí, y sus palabras tranquilas pero suaves – Empezaremos en un mes a más tardar... Nos vamos a cubrir la guerra.

El pan con tomate quedó a medio extender hacia Harold.

- ¿La qué? – dijo Sofía. Se le habían oscurecido los ojos.

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06/07/2013, 20:04
Harold

La mano de Sofía se detuvo en el aire, mientras toda ella requería centrar su atención en lo que acababa de escuchar, en la pregunta que brotaba a la espera de un malentendido, sabiendo, en realidad, que no era así.

Harold comprendió, en esa chispa de segundo que tarda la información en ser procesada por el cerebro, todas las implicaciones que contenían el rodeo y después la afirmación de su hija.

Adelantó él su propia mano, y en silencio tomó el plato con el pan con tomate que había quedado ahí en medio, suspendido. Sofía. Sofía era la contemplación, el equilibrio, el baile eterno de los astros, inmutable, sereno. Para Harold era un excelente contrapunto, él que era la improvisación, el riesgo, el apaño. Estel tenía algo de ambas cosas, pero en esto, quizá tenía más de sí, más de él. La comprendía, ¡Oh, sí! No había dudado cuando encontraron la Mastaba, no dudó en arriesgarse, entró, tocó, manipuló, apretó. Los mecanismos funcionaron, pero, ¿no existía riesgo...? Claro que sí. Y eso hacía de su profesión, precisamente, una pasión. Era un estímulo.

Se recordó a sí mismo cuando usó la lente azul por primera vez, cuando comprendió que se estaba metiendo en algo que no era comprensible con los cánones lógicos, cuando se enfrentó con lo sobrenatural, cuando supo que había algo muy peligroso en todo aquello. No, no se echó atrás... tampoco Sofía, aunque si hubiera podido elegir, nada de lo sucedido habría ocurrido.

Sobre todo, las luchas. El ataque que vivieron en Saqqara la había traumatizado, hasta el punto de estar a un suspiro de irse de Egipto.

-La guerra. -La respuesta salió de él, como si hubiera brotado de Estel. Miraba a su mujer, y no a su hija. Dejó el plato, y le tomó la mano, con la ternura anidando en sus pupilas. -Corresponsales de guerra.

¿Cómo evitarle la avalancha que se le venía encima? De imágenes, reales o supuestas, de recuerdos y de visiones sin fundamento pero con toda la fuerza. No es que él no fuera a sufrir. Claro que lo haría, cada segundo. Pero comprendía. Ella, y Omar, ambos tan distintos y tan... complementarios. Y tan jodidamente iguales en según qué cosas, cabezones, cabezotas, testarudos. Jóvenes, emprendedores, decididos, aventureros, arriesgados.

Una Estel y un Omar como un Harold a su edad...

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10/07/2013, 01:36
Estel Highwater

Estel agradeció con un gesto imperceptible, un desvío de la mirada que duró un breve instante, la intercesión que había hecho su padre. Fue algo muy escaso, casi efímero, teniendo en cuenta que se lo agradecía desde lo más profundo del alma. Pero sus ojos continuaban en Sofía, entregados a la gravedad de su presencia, frente a la cual guardaban un silencio que era mezcla de mil emociones. Esperaba. Esperaba la reacción que iba a venir, esperaba la intensidad con la que iba a desplegarse, a estallar, aquella fuerza que se iba a expandir desde ella como si fuera una supernova. Esperaba su veredicto. Esperaba...

La mano de Sofía en la de Harold se había quedado quieta, extendida, inmóvil. Su mirada, que se había clavado en Estel, giró despacio para buscar a su compañero. La detuvo en las pupilas que la abrazaban y Harold pudo ver reflejado en sus iris aquello, todo aquello, como si hubiera echado un vistazo a las aguas de aquel oasis de hacía treinta años atrás. Sus manos llenas de sangre, su cabello lleno de astillas de vidrio. La arena bajo su cuerpo, la explosión, el dolor y la rabia, la ira y el rechazo de la violencia. Los gritos y la impotencia frente a la muerte. La impotencia de la injusticia. Una camilla, una figura rubia en coma, las máquinas. Sus manos llenas de sangre y un cuerpo bajo ellas, desconocido. Ahora un cuerpo y un rostro, conocido. Dos rostros, dos cuerpos. En sus brazos, en sus manos, dolor, sangre, muerte. Estel. Omar.

Tras unos segundos Sofía cerró los ojos, reteniendo tras ellos lo que anidaba en su memoria y en sus venas, reprimiéndolo. Los dedos se le crisparon despacio, por un momento, en la mano de Harold que los contenía. Instintivamente, Estel intentó un movimiento que ni siquiera llegó a comenzar, sin saber si era por vergüenza, temor o respeto. La idea ya había estado allí, ya había sido dicha hacía mucho tiempo, parecían años luz, pero por supuesto la idea no era lo mismo que la realidad. No era lo mismo decirlo que hacerlo, que llegara el día y que fueran dos, que fueran los dos, los dos juntos. Su hija y el otro, que no lo era, pero a quien quería como tal. Los dos metidos en aquella vorágine de odio y muerte, aquella... Aquella en la que ella misma había estado en medio, no sólo en Egipto, sino más allá. Una que ella también había luchado, en cuerpo, en espíritu. Una por la que había muerto, varias veces, aunque luego terminase con todos vivos, con todos allí.

Lo había contado, sí. A Harold, aunque él sabía. A Estel, cuando fue momento. Pero hay cosas que sólo pueden experimentarse. Hay cosas...

Estel miró a su padre, por un instante, casi como si le preguntara qué hacer. Sabía lo que él pensaba de lo que había dicho, sabía que ella era él, que en algún punto seguía sus pasos. Pero esperaba otra reacción por parte de su madre, no un silencio, esperaba que soltara algo como siempre, que dijera algo mordaz, que la punzara, que...

¿Pero cómo se os ha ocurrido semejante cosa? ¡Joder!

Antes de abrir los ojos, Sofía había cerrado sus dedos sobre los de Harold, enlazándose despacio a su fuerza como ahora su mirada se enlazaba con la de su hija cogida por sorpresa.

- Habiendo tanta mierda ya por aquí en donde supuestamente hay paz, porque con dos cojones que esto es paz, ¡querer iros de verdad a meter hasta el cuello en un conflicto armado! ¡Es una jodida locura! - soltó, de golpe, tal como soltaba las cosas siempre. Y luego, hizo una pausa - ¿Realmente lo has pensado bien?

Un segundo de silencio. Estel se sintió que la embargaba una emoción inexplicable, un agradecimiento eterno, un afecto insoportable, que le subió por la columna, por la sangre, que iluminó sus ojos como dos estrellas. Allí estaba. A pesar de todo, allí estaba, como lo había estado siempre. Por parte de los dos, siempre. La aceptación.

Sí, sí lo he pensado bien. Lo hemos. De verdad, mamá - respondió con rapidez - No es una decisión tomada a la ligera, sabemos lo que hay, sabemos que... Lo sabemos, los dos - Estel miró a uno y a otro - Pero queremos ver con nuestros propios ojos, estar allí y contar lo que hemos visto, hacer saber, hacer creer, mostrar. Queremos hacerlo.

Sofía miró a Harold, negó, y luego levantó la mirada al cielo que ya casi había perdido las estrellas.

Joder, hostia. Decidme, vosotras... ¿Qué voy a hacer con estos dos?

Estel soltó una risa como un suspiro, como el quiebre de la expectativa, de la tensión, y se lanzó a los brazos de Sofía. Ella apenas llegó a rodearla con el que tenía libre, cogiéndola estrechamente en un abrazo fuerte contra su cuerpo, silencioso, y levantó el otro para besar la mano de Harold con agradecimiento y caricia.

Pero sobre todo, contigo - dijo, frunciendo el ceño - Porque esto es tu sangre, Harold. Oh, no me digas que no, Highwater, si es igualita a ti - añadió, seria como una tumba, antes de empezar a sonreír - A ti, a lo que eres, y a lo que debiste ser a su edad. Estamos cosechando que te la llevaras a todos esos lados cuando era niña, sobre todo a las excavaciones mientras explorabas.

- Como si tú no fueras curiosa. ¡No es culpa de papá! - protestó Estel, soltando a Sofía y abrazándose a Harold como hacía cuando era niña - También es tuya.

Sofía soltó una carcajada, que Estel aprovechó para adherirse más a su padre.

- Sí, yo estuve de acuerdo, ¿cómo no estarlo? Incluso estuve allí. Mea culpa - miró a Harold, sonriendo. Él llegó a ver las trazas de la procesión, que seguía por dentro - Ah, cuéntanos cómo fue decírselo a los tuyos. Como acaba de hacer Estel. Lo que querías hacer... No, lo que ibas a hacer. Como lo hice yo, cuando me fui a Barcelona.

Estel besó la mejilla de su padre, y dejó un susurro adherido a su piel, tímido pero sentido.

- Gracias, papá - Harold sabía. Su comprensión, su orgullo... - Significa... mucho para mí.

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18/07/2013, 23:10
Harold

La procesión de reacciones, de sentimientos, había cruzado el espacio a borbotones, como una danza a ritmo distorsionado, ora vertiginoso ora a cámara lenta. Habían aparecido en sus facciones, primero, en los amagos de movimiento, en los mínimos cambios de su cuerpo, de su piel. Apenas había movido los párpados, los ojos, apenas aumentado el roce de sus dedos en su mano. Y luego Sofía había dejado ver, ya no entrever, gritado a los vientos primero con toda ella después con el grito de su voz el rechazo, la súplica, la rebelión. Y, después, como no, como ambos, como los tres sabían, esperaban, la aceptación.

Harold amaba cada mínima tesitura de Sofía, y la anticipó, pero también lo hizo Estel. Y Harold no pudo más que sonreír, a pesar de todo, de la gravedad, de la importancia del momento, una oleada de calor, de ternura y de amor puro y duro, simple y sin embargo tan facetado que no podía abarcarse con ninguna cualidad meramente humana.

Sintió el beso en su mano, y sintió la mirada de Sofía más que la vio, atrapada ella como estaba por el abrazo de Estel. Y luego él mismo en el mismo abrazo, como dulce alternativa, cuando Sofía le hizo jocosamente responsable de la sangre de su hija, de su pasión, de su modo de ser tan paralelo, los dos, los tres en realidad.

Harold se dejó hacer, esa sonrisa prendida en sus labios, que no había dejado de brillar como tampoco lo hicieron sus pupilas, cual las estrellas que su mujer había buscado en el cielo, y que él las tenía en el rostro, y las veía en los de ellas. Oh, sí, ¿quién más sensible, más pasional, más cercano a la ternura y, sin embargo, más visceral y explosivo? Él, y ellas. Todos.

Sofía hablaba, y Estel habló, y él escuchaba y recordaba. La carcajada de una restalló, y su pregunta, y el beso de la otra, y su susurro.

Y él, entonces, afiló las rendijas entre sus párpados, las pestañas enredándose cercanas, y con el ceño fruncido y la nariz arrugada volvió atrás, años y años. Al Harold joven, al Harold muchacho. Al aroma de libros añejos en la casa, su madre y su padre profesores ambos, intelectuales y apacibles, tranquilos. Y como si estuviera narrando un cuento, o como si escribiera una historia en voz alta para unas hadas transparentes, su memoria, sus recuerdos se hicieron voz y palabra, y el momento de entonces fluyó en el ahora, como fluía el del futuro de Estel y Omar en su decisión.

Lo cierto era que, aunque ambas conocían a su familia, nunca les había hablado de eso, de su infancia, de sus propios caminos, de sus circunstancias.

-Jeje, siempre fui un muchacho inquieto. No de los que hacen deporte, o van a bailar, o a correr sólo para gastar energías. No, yo era un chico voraz. Nunca estaba contento, desde que era un crío. Me gustaba llegar al fondo de las razones, o a su cima. Escalaba los muebles, literalmente, forzaba cerraduras, abría puertas. Me gustaba llegar al tejado por la buhardilla, y no me quedaba allí, me colaba por ventanucos y tragaluces, incluso me había descolgado por alguna chimenea medio derruida, de aquellas anchas que le ves el fondo...

Se disculpó con la mirada, poniendo cara de niño bueno ante sus mujeres. Parpadeó, y siguió.

-Mis padres querían que estudiara historia, como mi madre, o literatura, como mi padre. Pero yo... sí que me gustaba leer, y sí que me gustaban tanto la una como la otra. Pero... oh, había algo, algo más que me empujaba. A sacar a la luz leyendas escondidas, a imaginar, a poner en mi realidad realidades pasadas, encubiertas. Descubrir. Cuando vi Stonehenge, con apenas cuatro años, tuve que sentarme en el suelo de la impresión. Es mi primer recuerdo real, y es vívido, tanto como puedan ser otros de hace poco.

Su tono se había calmado, y hablaba casi en un susurro, la mirada ahora puesta en un punto fuera de allí, no estaba en Girona, sino en un mundo ya olvidado, presenciando un ritual o una ofrenda...

Regresó, y se encogió de hombros de nuevo, de nuevo con la disculpa bailando en la mirada.

-Y ya no pude detener esa voracidad. Fue creciendo, y creciendo, y se convirtió en pasión. Y en profesión, aunque nunca he considerado la arqueología como un trabajo, ni siquiera como un modo de vida. Es parte de mi mismo, de mi hambre. Como tú con tu universo, con tu espacio. Y ella... -Se giró hacia Estel, el brote más joven y altivo, más vigoroso.- Y ella, con Omar, con el hambre de mundo. Oh, sí. Descubrir, para sí, y para otros, para la humanidad. Revelar, desvelar... matices de un mismo fuego, sí.

 

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31/07/2013, 04:44
Estel Highwater

Las caricias acompañaron su remembranza lenta, o rápida, si es que algún sentido tuviese el poner grado a la velocidad de la memoria. Dedos y brazos estrechos que no tenían correlato con las sensaciones que invocaba, porque en ninguna de ellas era padre, sólo hijo. La mirada que lo acompañó hacia el pasado, filtrándose hacia sus pupilas cálida e intensa como un rayo del sol alzado, tampoco tenía correlato en los recuerdos que recuperaba, porque en ninguno de ellos era amante, sólo amado. Sofía le esperaba en silencio y en su sitio, aún sonriendo, con una paciencia que sólo tenía para el respeto. Estel besó mejilla, cabello y alma, antes de separarse un poco a tiro de sus ojos, para así poder mirar.

Y cuando empezó a hablar, recibió atención. Toda la atención de las dos, reflejada en la fijeza de ojos claros y oscuros, la suspensión de todo otro movimiento, incluso casi de aquello que iba por dentro de sí mismas. Y cuando puso su cara de niño que no rompe un plato, Sofía se rió con afecto y Estel sonrió con dulzura, ambas con una comprensión silenciosa. Y cuando se alejó del presente para posar dedos, alma y vida en el pasado, o en lo atemporal, Sofía calló mientras se dilataban sus pupilas de empatía, y Estel permaneció un instante sin aire con las pupilas contraídas de ansiedad, compañeras silenciosas de aquel infinito. A su nueva disculpa, ambas respondieron con la misma negación de cabeza.

Cuando Harold dejó de hablar, ambas respetaron el silencio como si fuese un ritual, una ofrenda, o un instante sagrado. Ambas lo miraban, ambas con entendimiento, una con trascendencia, la otra con vibración. Unos segundos y una voz se alzó, sin romper en absoluto con la armonía del silencio.

- Te amo - dijo Sofía, casi un suspiro.

Estel la miró un instante, asombrada, lo suficiente para ver las mil palabras brillando en la superficie de sus ojos, el perfil delineado por la luz que descendía, y las manos que se pusieron a recopilar el pan con tomate que había quedado allí, olvidado. La dejó ser, sabiendo que ya para su madre aquello era mucho, y volvió a su padre. Extendió una sonrisa de oreja a oreja, sincera, encantada.

Sabía yo que Stonehenge debía tener algo para ti especial... Uno de mis primeros recuerdos es la presión de tus manos sobre mis hombros, ¿sabes?, el brillo de tus ojos señalándome las piedras y explicando algo que sí no recuerdo. Yo también tenía cuatro años cuando me llevasteis - dijo, despacio. Le brillaban los ojos como siempre que descubría un código, un símbolo ante sus ojos - Esa voracidad... Siempre lo sentiste, ¿verdad? Como una vibración baja, una intuición constante, de algo que hay allí, que está allí, al filo de los ojos, de los dedos... Como si quisiera decirte algo, que hay algo que late, algo más allá...

Hizo silencio, un segundo, y esbozó una sonrisa tímida. Sofía, poniendo el plato de pan con tomate entre ellos y acercando el plato con embutidos, miró a Estel y sonrió.

Algo que está allí frente a tus ojos, ante tus sentidos, y sabes que sólo está oculto porque aún no hablas el idioma en el cual está expresado. Sólo tienes que dar con el código. ¿Eso?

Estel asintió, y recogió una tira de jamón para ponerle a su pan, casi olvidado. Sofía sonrió más.

Yo también lo sentía. Por eso lo dejé todo y me fui a Barcelona, a estudiar Astronomía - movió la cabeza despacho, y cogió su porción de pan - Apenas lo aceptaron. Les parecía que algo demasiado arriesgado, que no tenía ningún sentido... y siguen pensándolo. Pero no le sorprendió a nadie, la verdad. A fin de cuentas, ya me consideraban una loca.

La risa involuntaria dobló a Estel, que intentó esconderla. Sofía le lanzó una mirada llena de ironía, afectuosa, y miró a Harold.

Dile a tu hija que no fui la única a la que trataron de loca por ello - apuntó, mientras mordía un pedazo de su pan.

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18/08/2013, 14:18
Harold

-Tu madre no fue la única a la que trataron de loca por ello.

Respondió con un guiño irónico, obediente y serio a la vez. Luego se echó a reír, con ganas, rompiendo un punto la sensación de solemnidad que se había ido creando alrededor del trío, enredándoles en una red sutil pero firme. Harold sacudió su cabeza, y se recostó de nuevo en la arena, ladeando el rostro para que el sol no hiriera sus pupilas.

-Los tres somos, hemos sido siempre, unos locos de atar. Locos por lo que amamos, locos por lo que deseamos, locos por lo que queremos conseguir, aunque nadie lo entienda. -Parpadeando miró a Estel.- Bueno, dinos. ¿Qué tipo de locura es la vuestra, en concreto? Corresponsales de guerra. ¿De qué guerra? ¿En qué zona del mundo? Y, ¿para qué agencia? Porque has dicho que le han ofrecido trabajo a él, entonces, dinos, ¿quién, para quién vais a trabajar...?

Volvía  a estar serio, a pesar de su gesto relajado, a pesar de la mano que había ahora colocado haciendo visera sobre sus ojos celeste, levantando mechones de su flequillo rebelde.

Los ojos que bebían la espera de la respuesta a su pregunta.

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24/08/2013, 23:32
Estel Highwater

Seria como un escriba egipcio, Sofía miró a Estel con la solemnidad de quien ha visto afirmada una verdad absoluta. Y luego, la máscara se astilló sin sonido, como cristal en el espacio, para dar lugar a la risa. Su corazón y su voz asentían a las palabras de Harold, ahora recostado, de un modo más profundo e intenso del que nunca podría ser mostrado con un gesto. Y Estel se perdió un largo instante buceando en el semblante de ambos padres, arqueólogo, astrónoma, caminantes silenciosos de utopías, que habían entregado la comodidad de la convención para alcanzar la eternidad del sueño.

Permaneció así un rato, abstraída, observadora, dando un paso atrás desde ese nudo en el cual latía su herencia. Se vio a sí misma, niña de varias patrias, ciudadana sin fronteras, adolescente de parentesco elegido, joven de decisión sin espera. Advirtió que ambos la miraban pero no respondió nada, no aún, sólo les observó a los ojos. Sus rostros eran como dos símbolos, dos extremos, reflejados en la pupila. ¿Cómo podría haber elegido otra vida? O cómo podría haberla tenido, si cierta era la existencia inexorable del destino.

No eran ninguno de ellos, y era el punto arquimédico entre ambos. Cuántas veces había sido tomada por loca, y cuántas veces lo sería. Matemática, ¿Criptología? Pocos lo sabían, menos aún se lo imaginaban. Casi nadie que la veía con la cámara en la mano creía que tuviera otro oficio, otra pasión, otra identidad que no fuera la lente. Casi nadie que la escuchaba hablar de las fotografías, de la imagen, de lo percibido, creía que viese algo más que lo visible. Pero lo visible era sólo una ilusión óptica de lo real, o del sueño, sólo el fenotipo del universo. Detrás, como un manifestado misterio, yacía el verdadero código genético del mundo. Imagen, códigos, símbolos. Matemática, ¿Criptología? Cámara y números eran parte de la misma búsqueda.

- ¿Estel? - llamó Sofía, su voz una delicada y absoluta caricia.

Estel parpadeó, los miró un momento desconcertada, y esbozó una sonrisa de disculpa, tímida.

Oh, lo siento. Me dejé llevar. A veces... A veces, realmente siento que las cosas no podrían haber sido de otra forma - compartió, críptica, clara, antes de sonreír un poco más - Ah, papá... creo que puedo satisfacer sólo una parte de tu curiosidad, porque aún hay cosas que no tenemos en claro. Más que nada por lo inestables que son estas situaciones.

Sofía parecía resistirse a echarse en la arena, como si aquello, a pesar de la filosofía con la que se lo había tomado, le envarase demasiado la espalda como para descansar. Se limitó a continuar comiendo su pan, los ojos atentos como dos galaxias, ejerciendo con su fijeza una atracción tan grande a su centro que Estel dejó de hablar, para dejarse tocar por ella.

- Por la agencia, podría ser la National Geographic o una periodística importante a secas. Faltan ultimar esos detalles, para ver con qué credenciales vamos. Aunque no importa tanto... En el campo, no va a hacer demasiada diferencia - agregó, quitando la mirada de Sofía, y volviendo a posarla en Harold - Os lo contaré apenas se defina. Por qué vamos a cubrir... bien... Hay varias opciones, lamentablemente... Ya me gustaría que sólo hubiera una.

Estel movió la cabeza, en rechazo. Aunque fuera un rechazo de la resignación de lo inevitable. Por un momento sintió un cosquilleo en la nuca, y creyó adivinar que su madre ya había adivinado cuál sería la respuesta a continuación.

Pero la opción más clara hasta ahora es África - dijo, ignorando aquel oráculo, e hizo una pausa - Egipto.

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25/08/2013, 13:36
Harold

Había escuchado sonriente, crítico y pensativo, hasta que captó el rechazo. El gesto inconsciente que alargó el arco del cuello, tensando la nuca de Estel, el ligero vibrar de sus pestañas, incluso creyó oler el segundo de vacilación, de prevención. Supo de la tensión de Sofía, que adivinaba, como también él, aunque su hija no lo hubiera supuesto.

Se incorporó un tanto, dejando su postura cómoda, dejando atrás la agradable nonchalance con que se había recostado tras el pequeño banquete. Y la miró de nuevo fijamente, serio, mientras con la mente repetía lo que ella estaba diciendo en una palabra.

Egipto.

Era lógico, por otro lado. Desde los sucesos un par de años después de lo de la Mastaba, Egipto no había dejado de ser un hervidero de guerrillas, luchas intestinas y por cualquier causa, ya fuera religiosa, civil o militar. Habían caído sucesivos gobiernos, había sufrido matanzas, la sangre había corrido en las calles que tanto él como Sofía habían conocido en El Cairo. Lágrimas en los ojos de Halima, su querida amiga, su más querida amiga. ¿Cómo reaccionaría ahora ante la idea de que su hijo fuera allí, a esas calles a las que ella misma había dejado de acudir para no abrir heridas aún más, ahora que ni ella ni los que ella conocía podían curar? Omar, en Egipto. Y Estel. Egipto, la tierra que Harold amaba por encima de cualquier otra, tanto, o quizá más en su corazón dividido, que aquella que le vio nacer.

Egipto.

La historia y la leyenda de la mano sobre la arena, el Padre Nilo arrastrando su senectud y su infancia al mismo tiempo bajo el Sol de los dioses, todos ellos espectadores silenciosos e inmóviles de la guerra entre hermano y hermano, hijos unos y otros de una misma fuente.

Egipto.

Harold se rebulló, incómodo. Consigo mismo, con el destino, con su hija, con el mundo, con la humanidad. Se pasó las manos por la cara, dejando rastros de arena en sus arrugas, rastros que parecieron lágrimas bajo los ojos, o que quizá lo eran. Memorias asomaron a sus pupilas, memorias que no todas eran suyas, segundos, años y milenios. Realidades descarnadas y ficciones épicas, mezcladas en un batiburrillo de sensaciones sin discriminar.

-Egipto...

Su mirada se desclavó con dificultad de Estel, y su tono pronunció la palabra con el peso de lo obvio. Se giró lentamente hacia Sofía, buscando su reacción, su sentencia. Pensando no sólo en ella, ni en ellos, ni siquiera en lo que representaba. Imaginando, previendo, anticipando. Estel en Egipto. Omar en Egipto. Sofía y Harold en Egipto, Halima y Xabier en Egipto.

De pronto, se sintió viejo. Terriblemente viejo.

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29/08/2013, 22:11
Estel Highwater

Harold se rebulló, se tocó, dejó que la arena goteara como un grifo por sus mejillas, sus ojos, su alma. En los ojos de Estel brilló cierto impacto, cierta inquietud, empatía, culpa, sin palabras. No había bajado la cabeza pero, frente a los regueros de grano que acudieron al rostro de Harold y al silencio que acudió al de Sofía, pareció agitarse. Y cuando Sofía despegó su mirada de ella, una mirada que por muda e intensa pesaba como un mundo y pegaba como una nova, Estel pareció encogerse, y en sus pupilas brillaron inseguridad y desesperación.

Los ojos oscuros de la catalana giraron, pesadamente, hasta posarse sobre Harold. Había una inmensa mezcla en ellos, una mezcla densa, agridulce, compuesta por vibraciones cada cual más intensa. Amor, locura, rabia, ira, impotencia, dolor. Como tantas otras veces, parecía que no había modo humano de que semejante intensidad y explosión cupieran en la cáscara de aquel cuerpo, y menos en uno que ya no era joven. Dolía, y dolía tanto. Memorias, fantasías, recuerdos, certezas, imposibles. ¿Cómo podría no serlo? Su vínculo no era exactamente con Egipto, no era exactamente con la tierra. Su vínculo era con el cielo, con el tiempo, con un hijo de aquella tierra. Y, también, con la guerra, con la lucha. Dolor. 

Las asociaciones eran inevitables. El amor, también.

Por un momento, pareció que Sofía iba a estallar. ¿Cómo podría no hacerlo? Sal en las cicatrices, sal en el núcleo de sus sentimientos. La veía, los veía, se veía, lo veía a Harold, los veía a ellos, a todos ellos. Si antes la asociación había sido dura, ahora era imposible. Parecía percibir el cansancio de Harold, lo que subyacía en su mirada, en sus pensamientos, y hacerlo suyo, agregándolo a lo propio como en un abismo sin fondo. Su respiración se agitó por un momento, se frunció su ceño, su espalda envarada se volvió aún más rígida y, cuando estaba al borde, justo en ese instante, su gesto se relajó. Su rostro adoptó un semblante calmado, eterno, y brilló una lágrima en la comisura de sus ojos quietos.

Estel, que se había mantenido ausente hasta ese momento, se revolvió.

Joder, no, mamá, Dios. No es para tanto. Yo... murmuró, con desesperación, con inseguridad.

El peso de la opinión de sus padres, para ella, jamás dejaría de ser más fuerte que el peso del universo.

¿Omar se lo ha dicho a Halima y Xabier? - preguntó Sofía, con calma profunda, casi apática.

No, aún no... Sabes... - Estel parecía haber perdido las palabras. Sus ojos eran dos cristales, a los que podría partir un soplido - Sabes cómo es su relación, y probablemente lo haga luego  Yo... - miró a Harold, despacio - Yo quería decírselos primero a ustedes, y...

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22/09/2013, 18:34
Harold

Asintió. Sí, sabía de esa frase inacabada.

Harold, aún viejo, aún surcado de arena y de tiempo, sin embargo, sonrió de nuevo. Allí estaban, los tres. Los tres pilares de su mundo. No, los tres mundos, las tres caras del mismo universo, aquello que, realmente contaba para él.

Estel volaba, ya hacía tiempo que había aprendido a usar sus alas, pero el vuelo realmente importante acababa de anunciarlo ahora. Rompía el vínculo, los lazos. No era traumático, pensó, era lo que tenía que ser, y ambos, ella y él, lo aceptaban. Aceptaban a su niña como mujer, aceptaban a aquella persona fruto de todo lo que ellos eran como un ser nuevo, independiente, uno que sin alejarse, lo hacía.

Vivir, crecer.

Sonrió pues, y en sus labios apareció un suave gesto, uno casi imperceptible, que luego trepó hasta sus ojos, y se instaló allí. Sofía lo vería, seguro, no sabía si también Estel.

Era orgullo. Orgullo de ella, orgullo de que fuera ella, de que fuera así.

Oh, sí... también Estel lo vería...

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22/09/2013, 21:33
Estel Highwater

El silencio arreció en el ambiente como si se tratara de la tenue brisa marina. El Mediterráneo continuaba rompiendo a sus espaldas, como si intentase llenar el vacío que habían dejado las miradas, la inmovilidad, la expectativa, marcando el ritmo de un tiempo que había dejado de sentirse casi desde los inicios de todo. Y el sol, que había continuado su ascenso inexorable mientras el mundo bajo sus rayos lo ignoraba por completo, pareció recobrar protagonismo al posarse inclemente sobre la arena, y empezar a conducir al olvido las sombras que proyectaba aquel pequeño universo.

El asentimiento rodeó a Estel como un abrazo, una caricia, y transformó a los vitreaux de sus ojos en dos mares de aguas tranquilas. Los giró para devolverlos a su madre, aún insegura, pero Sofía había girado los suyos hacia Harold. Y lo miraba, así, con la profundidad con la que miraba al mismo centro del cosmos. Miraba a su compañero de vida, al padre de su hija, miraba al espíritu que se había enlazado con el suyo en una eterna, grácil trenza desde hacía ya décadas. Porque, para ella, ese acto no era un quiebre, no era un dolor... Sofía no poseía, Sofía acompañaba. Si no hubiese apatía en sus ojos, en su alma, aquella calma casi existencial que duraría al menos un rato, su gesto hubiese sido el mismo que el de Harold. Orgullo. En realidad, sí, lo era.

Y Estel lo vio, por supuesto. Lo vio mientras saltaba de uno a otro, como espectadora y protagonista de aquella comunicación silenciosa. En los ojos de su padre, en sus labios, en cada línea de su rostro, de su cuerpo, en todo él. Sintió emoción en la base de la garganta, en el fondo del pecho, en la mitad de la nuca. Sintió un sentimiento mudo de agradecimiento, de sumisión, de dominio, de libertad y poder. Y, cuando percibió que su madre se movía por fin, para enfrentarla, también lo vio. En su silencio, en la curva de su espalda, la relajación de sus hombros, en su inmovilidad. Estel no necesitó que le dijeran nada. La imagen decía todo aquello que las palabras no podrían decir jamás.

Y se echó a llorar.

Sofía se arrodilló, se inclinó hacia ella, la cogió por las mejillas. Estel llegó a perderse un instante en la gravedad de sus ojos tan oscuros, tan expresivos, las ventanas de un alma de límites insondables. Al siguiente, agachó la cabeza porque Sofía se erguía y dejaba en su frente un beso, que permaneció allí mientras sus brazos la rodeaban, sin pretender limpiar sus lágrimas o agotar su llanto. La sujetó, y se dejó sujetar, en silencio, mientras el mar y los astros ocultos continuaban marcando el paso irremediable de la vida. La eternidad, quizás, podría haberse agotado en aquel mero instante.

Cuando la soltó, el rostro de Estel continuaba surcado de lágrimas, pero Sofía no las limpió. Besó sus mejillas húmedas, como un homenaje, y se volvió para inclinarse, para sí limpiar el rostro de Harold, para luego pasar una mano tras su nuca y besarlo a él en los labios, con la intensidad de antaño, del presente, de siempre. Lo miró a los ojos unos segundos largos, largos como la vida que llevaban juntos, y sólo recién habló.

Necesito caminar un rato. No hagáis una fiesta sin mí.

Estel soltó una carcajada, y más lágrimas, que se fundieron con la arena.

Hacía un par de minutos que Sofía se había ido. Su figura aún se veía a lo lejos, subiendo por la ladera del acantilado, en dirección a algún sitio cuya ribera del Mediterráneo pudiera contener una caminata que la pequeña cala no podía. Estel se había sentado al lado de Harold, y había buscado el hueco bajo su brazo que le pertenecía por derecho. Con la cabeza recargada en su hombro y pegada a su cuerpo, bajo su abrazo, observaba el horizonte en el cual, al otro lado del Mediterráneo, se escondía la tierra que los había traído hasta aquí. Porque ella sabía que así era. Ella siempre había sabido.

Acarició al ankh y la estrella que vivían en su pecho. Se los llevó a los labios, los besó, y luego miró a su padre.

Sabes, papá... - dijo, mientras deslizaba al dije en lo más profundo de su ropa, y sonrió - Yo también estoy orgullosa de ser vuestra hija.

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25/09/2013, 23:25
Estel Highwater

...

 

Llevaba ya un rato caminando a la ribera del Támesis, en una burbuja de contemplación y silencio mientras, a su alrededor, la ciudad desaforada continuaba su marcha hacia ningún sitio. Estel se detuvo un instante y sus ojos se posaron, una vez más, sobre las aguas que reflejaban el perenne cielo gris. No… el Támesis no era el Mediterráneo, nunca, del mismo modo que un río jamás sería un mar, pero tampoco tenía por qué serlo. Cada uno reflejaba entidades distintas, alimentaba identidades diversas… y era símbolo de cosas tan diferentes.

Aunque eso no evitaba que los confundiera, por supuesto. Sonrió para sí misma, mientras se apoyaba en uno de los monumentos y sacaba la cámara de fotos. Le pasaba desde niña, sí, que tras una prolongada estancia en alguna de sus dos ciudades, volvía a Barcelona y llamaba río al Mediterráneo, o volvía a Londres y hablaba de la ribera del mar. Nadie había podido quitarle nunca aquel vicio, aquella dislexia del alma. Una de las tantas cosas para las que no había remedio.

La Torre de Londres, el antiguo Ojo de Londres, el reloj… Las aves, el oleaje, el reflejo de los edificios de cristal y titanio, la composición grisácea en el cuadro, el pavimento, las miradas. Su cámara gatillaba recuerdos más rápido que sus propios ojos, daba esa frágil inmortalidad al tiempo que se sucedía frente a ella sin detenerse.  Era increíble que ya casi hubiesen pasado dos años desde que había dejado Barcelona para establecerse en Londres… Casi increíble cómo se habían dado las cosas desde ese entonces.

Sabía que aún tenía tiempo antes de volver a la universidad, y un café la estaba esperando en aquella terraza a escasos metros. Estel cruzó la calle para depositarse en una de las mesas más alejadas, en el ángulo desde el cual tenía la mejor vista de todo su alrededor. Era un acto reflejo, algo inconsciente, del mismo modo que lo era ponerse a observar sin darse cuenta de ello, captar todos los detalles de la gran imagen aún sin quererlo. Así reparó repentinamente en el hombre que, unas mesas más allá, leía abstraído frente a su taza de café.

Quizás fuera su forma de sentarse, su concentración tan profunda como relajada, o que la posición de sus dedos no sostenía sino que acariciaba al libro. Quizás fuera el modo en el cual se recortaba contra la pared de verde, gris y beige que constituía Londres a sus espaldas. Quizás fuera cómo la cortina de humo de su cigarrillo invadía de aroma a tabaco toda la imagen, y difuminaba como un velo el silencio que lo rodeaba. O quizás sólo fuera que la composición era perfecta, que la soledad de su figura en el marco de las mesas alineadas contrastaba con las curvas que la rodeaban, y coincidía con una perspectiva que tendía hacia el infinito.

La cámara estuvo en su mano incluso antes de pensarlo. La foto fue sacada por instinto, por impulso, antes de poder arruinar con la técnica lo que la percepción hacía único. No hubo sonido que develara la privacidad robada, la observación no autorizada y el atrevimiento, pero al instante Estel supo que había sido descubierta. Se lo dijo el movimiento de una mano, el crujir de una hoja, y el cambio de postura de la espalda le avisó que el hombre levantaría la mirada para enfrentar a su espía.

Estel bajó la cámara y sonrió, mitad disculpa, mitad descaro. Y la sonrisa quedó allí pendiente en sus labios, olvidada e inmóvil, como sus ojos quedaron pendientes de aquellos ojos que se levantaron hacia ella...

... de los que supo que los suyos ya no se moverían más.