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La Compañía Negra 3: Tierra de Sombras.

La Compañía Negra 3: Relatos y Narraciones.

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14/12/2019, 23:24
Hostigadores: Soldado Novato Frontera.

De la frontera con Taglios a la frontera entre el sueño y la vigilia

Desde que Madhumuni tenía memoria, mascar hierbas variadas y sus efectos habían sido una afición suya, normalmente reprobada. Ya acostumbraba a hacerlo antes de que le llamaran Gray Wingu, y precisamente esta afición, o más bien adicción, fue lo que llevo a su expulsión de la tribu de los Nubes Dispersas. Dejó atrás un nombre, y obtuvo uno nuevo, pasando a formar parte de los mercenarios comúnmente conocidos como la Compañía Negra. Desde entonces fue Frontera y era un guerrero. Consumía, por supuesto. Pero el consumo era esporádico. Recreativo.

Sin embargo, eso pronto cambió. La cantidad de gente conocida, querida, que fallece a tu alrededor aumenta exponencialmente cuando abandonas una tribu relativamente pacífica y pasas a formar parte de un ejército mercenario. Unos amigos caían. Y antes de poder llorarlos, ya había perdido a otros. Entablaba nuevas amistades, nuevas hermandades. Pero los dioses, crueles, sólo consentían que la pila de cadáveres aumentara y aumentara.

Tras la batalla de Fuerte Chuda, Frontera empezó a consumir hierbas más frecuentemente, con el único fin de sentirse un poco más alegre durante el día, en lugar de recaer en un luto constante. Ya tenía fama de “embobado”, y todos sabían que le daba a las hierbas alucinógenas. Así que un poco más no iba a causar ninguna diferencia. Y no lo hizo. En la opinión de los demás, al menos. Pero sí que cambiaron otras cosas. Comenzaron las pesadillas.

Aquellos que habían caído, aquellos que habían sido sus amigos, se le aparecían en sueños, y le recriminaban no haber hecho más para salvarlos. Cuando en mitad de la noche, Frontera despertaba aterrado y sudoroso, ¿qué podía hacer? Enfrentarse a sus fantasmas, o diluirlos, expulsarlos de su mente, mediante un agradable cosquilleo, un entumecimiento de los sentidos. Al final, siempre rebuscaba en su bolsita de hierbas, o en el alijo que guardaba en su arcón. Y los espectros desaparecían. Lo malo es que siempre volvían.

Cuando gran parte de la Compañía partió hacia Cho’n Delor para la ceremonia de Jura y entrega de las dádivas del Chambelán de las Cuchillas que se iba a celebrar el día 1 del Mes del Antílope del Año 201 desde Khatovar, la bola de nieve de su problema con las hierbas se empezó a descontrolar. Habiendo quedado muy pocos Hermanos Juramentados de la Compañía en el campamento principal, las guardias fueron largas y duras. Durante sus turnos, Frontera intentó limitar su adicción, para mantenerse atento, pero eso sólo significaba que cuando su guardia acababa y le sustituía otro Hermano el colocón era más grande.

Así, durante la noche del día 30 del Mes de la Jirafa, Frontera estaba colocado, medio durmiendo en su tienda, cuando las fuerzas del Triplete atacaron el campamento. Tras la voz de alarma se levantó, inseguro y trastabillando, apenas capaz de sujetar su lanza. Y cuando consiguió llegar a la empalizada fue cuando los vio. Los cadáveres de Ojopocho y Tristeza. Ojopocho, un gran amigo suyo. Un tipo serio, pero de fiar. Sobre sus cuerpos, o más bien ensartados en ellos, un nuevo elemento que empezaría a plagar sus sueños a partir de entonces. Flechas con plumas rojas. Flechas con plumas azules.

En un estado de ansiedad y de confusión mental totalmente inadecuado para combatir, producido por el conjunto de las drogas y la visión de sus compañeros muertos, Frontera fue gravemente herido, y probablemente hubiera muerto si Chamán Rojo no le hubiera apartado del camino de las flechas enemigas. Flechas con plumas azules. Flechas con plumas rojas.

Siguieron unos días convaleciente, febril, en los que se juntaron las heridas sufridas y el mono de los canabinoides en una tortura mental y física que le pasó factura. Ojopocho le visitó unas cuantas veces, nunca con nada bonito que decir. Por lo que le contaron otros de sus compañeros, Ojopocho y Tristeza murieron dando la alarma, sin apenas tiempo de respuesta. Por lo que Frontera no podría haber hecho nada por ellos aunque hubiera estado sobrio. Pero eso no parecía importarle a aquel espectro, o más bien al subconsciente de Frontera.

Pasaron unos cuantos meses, y llegó el nuevo año, sin demasiada novedad para Frontera. Pesadillas, mascar hierbas, patrulla, pesadillas, mascar hierbas, hacer guardia… Hasta que los leones de Desastre trajeron a su dueño malherido al campamento.

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14/12/2019, 23:26
Hostigadores: Soldado Novato Frontera.

De la frontera entre el sueño y la vigilia a la frontera entre la vida y la muerte

Cuando se confirmó que Desastre había sido atacado por fuerzas del Triplete se despachó a los Exploradores para localizar al enemigo, y si se daba el caso, darle caza. Les tocaba actuar. Frontera iba un poco colocado, pero intentaba mantener el tipo. Examinados los rastros, los que habían atacado a Desastre no parecían ser un grupo muy numeroso. Siguieron las huellas. Tras una pequeña persecución, encontraron unas ruinas. Y entonces empezaron a surcar los cielos. Flechas con plumas rojas. Flechas con plumas azules.

Pese a que les habían descubierto, y que su número era algo mayor, el Cabo Ridvan ordenó atacar, por lo que la escuadra de Exploradores siguió las órdenes recibidas. Frontera, incapaz de medir sus acciones por culpa de los estupefacientes, lanzó una jabalina con tanta fuerza que se dislocó el hombro derecho. Mientras tanto, sus compañeros caían. Niño Guerrero, Belleza, el Cabo Ridvan. Todos ellos cayeron víctimas de las flechas. Flechas con plumas azules. Flechas con plumas rojas.

Otros, Frontera juraría, lograron escapar, como Pipo y Astado. A los demás, los experimentados guerreros del Triplete los capturaron. Frontera, Escudo, Correcta… No, Correcta no. La Hermana de Capa de Frontera se degolló para no ser capturada. La verdad es que a Frontera ni se le habría ocurrido. Tenía la mente embotada. Pero pronto sus enemigos le darían tiempo para tener una mente lúcida, dentro de lo que cabe.

Escudo y Frontera fueron enjaulados, junto a los cadáveres de sus antiguos compañeros, y colgados de la enorme muralla del bastión norte de la Fortaleza de Galdan. Allí pasaron casi un mes, siendo apenas alimentados, y recibiendo agua tan sólo cada varios días. Lo único que podía hacer el explorador era dormir, y ver a los fantasmas del pasado. Tampoco es que importara demasiado, pues tras los primeros días, los delirios empezaron y también veía a los espectros de la culpa durante el día. Hambriento, sediento, demacrado y sufriendo insolación, lo único que deseaba Frontera eran sus hierbas, para que aquellos seres le dejaran en paz. Tan sólo quería dejar de soñar con muertos y con flechas. Flechas con plumas rojas. Flechas con plumas azules.

Quizá por las visiones constantes, cuando durante la Batalla de Galdan los muertos empezaron a levantarse, tanto en el campo bajo la muralla como en las jaulas junto a la suya, Frontera no se vio muy sorprendido. Más tarde entendería el peligro que esto suponía, pero el golpe inicial a su cordura se lo pudo ahorrar, aunque fuese por estar ya bastante tocado. Poco después, la Compañía Negra llegó a la muralla, y sus Hermanos les rescataron de las jaulas. Escudo, sin fuerzas, cayó a la marabunta de caminantes para ser devorado. Frontera tuvo algo más de suerte, y casi como uno de aquellos caminantes, siguió a Desastre durante la batalla. Este recibió dos flechazos en el pecho, flechas con plumas azules, flechas con plumas rojas, pero se incorporó como si nada. Parecía otra persona, pero al menos había roto el ciclo. Sin embargo, Frontera ya no sabía qué era real y qué no.

Unos días después, con Frontera algo recuperado, y volviendo, poco a poco, al consumo regular de sus hierbas, aunque esta vez con bastante más moderación, se convocó una Asamblea General. Y se eligió a un nuevo Capitán, Matagatos, pese a que el Viejo había regresado. Frontera votó por Matagatos, ya que si el viejo había sido curado por el Señor del Dolor, artífice del ejército de no-muertos, ¿cómo iban a poder confiar en él? Frontera, además, fue asignado a los Campamenteros, ya que la escuadra de Exploradores había sido disuelta.

Las siguientes semanas, durante la conquista del territorio del Triplete, fueron algo confusas para Frontera, que no entendía por qué algunos miembros de la Compañía se estaban volviendo cada vez más y más crueles y sádicos. La Caballería, especialmente, cometía actos reprobables de forma constante, y de gravedad en aumento. Cuando finalmente frente a la barrera mágica del Triplete, el Capitán Matagatos portando la Lanza de la Pasión, el estandarte de la compañía, ordenó la retirada, Frontera y sus compañeros Campamenteros no hicieron sino seguir sus órdenes. Así comenzó una huida digna de las pesadillas más creativas de Frontera, con un gran número de sus hasta el momento Hermanos Juramentados transformados en monstruos sedientos de sangre que les perseguían. Fuga que terminó bruscamente, con una explosión a sus espaldas, las ciudades del Triplete, una oleada de fuego y muerte, y una Lanza mítica chocando contra una roca, impacto seguido de otro fogonazo y del negro más oscuro…

De todo lo vivido desde la Batalla de Galdan, ¿qué había sido real y qué producto de su atormentada psique o del efecto de las hierbas con las que intentaba apaciguarla? No lo tenía nada claro. Sólo esperaba no volver a soñar con flechas, ni rojas ni azules ni de ningún color.

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15/12/2019, 12:42
Hostigadores: Soldado Nuevo Caracabra.

Una historia familiar. De Engendro a Caracabra.

La familia no existía.

Únicamente existía la sabana, que devolvía cada esperanza convertida en el profundo dolor y la soledad. Caracabra (aunque entonces, por supuesto, no se llamaba Caracabra sino, únicamente, “eh, tu” o “maldito crio idiota del demonio” o, quizás el más cariñoso, “engendro”)

Porque eso era, y eso había sido, un engendro. Un engendrado por alguien quien, al ver su cuerpo deforme, en vez de matarlo con misericordia, lo había dejado fuera del poblado para que lo devoraran las hienas, los cocodrilos o las alimañas.

No, la familia no existía. Era verdad que no había muerto, aunque poco había tenido él que ver en eso. Vieja Bruja lo había acogido, aun cuando alguien más sagaz que el propio Engendro habría visto lo que era para la demente bruja expulsada del poblado: una mezcla de mascota y esclavo que, como tal, era alimentado de sobras, y domado para que hiciera todo lo que la bruja le ordenara o se le antojara. Sin embargo Vieja Bruja fue también la responsable no solo de su supervivencia, sino de que sus deformidades se estabilizaran: largas sesiones de espiritismo, y magia, días enteros con las piernas y los brazos entablillados para que esos músculos y esos huesos deformes pudieran “captar” la magia y, de ese modo, servir para sostener el cuerpo achaparrado y desagradable a la vista de Engendro.

¿Podría ser que la historia sea distinta? ¿Que esas maratonianas sesiones de algo que solo podía llamarse tortura a ese bebé fueran las que causaran que, a las obvias deformidades de la cara y espalda se sumaran esas extremidades deformes y contrahechas? Podría. Pero a pesar de todo era innegable que el entonces llamado Engendro creció, y que su cuerpo fue, poco a poco, ganando en fuerza y agilidad y salud, a pesar que la belleza no solo fuera esquiva sino que se convirtiera en lo opuesto a lo que el físico de Engendro ejemplificaba.

El niño creció entre el miedo y el amor a aquella loca dotada de auténticos poderes mágicos. Aprendió de ella sus primeras palabras, las locuras que habían ennegrecido su corazón de desprecio a aquellos que la habían exiliado (y que habían exiliado al propio Caracabra) fueron su sustento.

Los días en las aterradoras ruinas que evitaban todos los Caimanes Negros eran de una apabullante sencillez. Obedece a Vieja Bruja. Evita a cualquier otro. Come. Aprende. Sobrevive. A ese sencillo credo, a ese miedo que los esporádicos gestos de cariño de la bruja y el mero hecho del tiempo y la obediencia fueron transformando en adoración, se debían los días y las noches de ese niño deforme que iba contra todo pronóstico sobreviviendo, aprendiendo. De ese Engendro, nombre que Vieja Bruja había usado para él tantas veces que, en ausencia de cualquier otro nombre, (salvo ese que la Vieja Bruja le había dicho que debía guardarse para él, y no contarlo nunca a nadie, porque los nombres auténticos tienen poder y si alguien los tiene puede vincularte con sangre y vísceras y miedo), era su nombre.

Engendro. Ese era él. Tenía siete años cuando Vieja Bruja empezó a cambiarle sus obligaciones. Ya no solo tenía que aprender y obedecer. También tenía que aprender a combatir, por si alguna vez las alimañas o los malos espíritus o los Caimanes, iban a por ella.

“Y aunque fuera más feo que el mismo demonio tenía lengua, y yo soy una mujer muy sola”

Era él. Era Engendro. Tenía siete años cuando aprendió a adorar con su lengua y sus labios a quien le enseñaba y le daba de comer. Y cuando aprendió que debía usar armas porque ese mundo hostil en tantos sentidos, tarde o temprano, querría matarle otra vez.

No odiaba a los Caimanes Negros por abandonarle ni hacerle un paria. En ocasiones se acercaba a hurtadillas a los límites del poblado y, con envidia, observaba a los niños actuar como niños y a los adultos ir a cazar o cantar o reír. No los odiaba. Aunque deseaba tener lo que ellos tenían.

Tampoco odiaba a los animales de la sabana que querían matarle, porque él mismo mataba a otros animales, para alimentarse él y la bruja.

Adoraba a la Vieja Bruja.

Pero Engendro no había aprendido el término de familia. Las preguntas a la Vieja Bruja sobre quien era o por qué vivían solos eran respondidas en términos extraños, irracionales, mágicos o llenos de inquina y soledad. No. Solo existe lo que somos capaces de entender y los conceptos que el idioma imprime en nuestras palabras.

La familia no existía. Solo existía la Vieja Bruja. Y la sabana. Y el mismo Engendro.

 

Y hasta eso le iba a ser arrebatado. El niño había observado como otros miembros de otras tribus iban, en ocasiones, a las tierras de los Caimanes Negros, y les despreciaban tanto como los Caimanes le despreciaban a él. Como les exigían tributos. Y finalmente, presionados por la vergüenza, los Caimanes empezaron a explorar las ruinas que eran la casa de ambos. Tenía 10 años, y las ruinas se convirtieron en un terrorífico juego del escondite. Vieja Bruja se lo había dejado claro: nos matarán si nos encuentran. Con lo que vigilaban los movimientos de las partidas de exploración de los Caimanes Negros, y las esquivaban. Por tres años, tuvieron éxito.

Fue durante el crepúsculo. Engendro regresaba de su expedición de caza cuando vio el grupo de Caimanes Negros, como jugaban dando patadas a la cabeza cortada de Vieja Bruja. No pudo evitar gritar de rabia y pasmo. Le tiraron con sus lanzas y luego con piedras, pero logró huir.

Tenía 13 años, y no recordaba haber estado tan solo nunca. Esquivaba como buenamente podía a las partidas de caza de los Caimanes Negros que querían matarlo. Esquivaba a los mercenarios que los Caimanes Negros habían contratado para vengarse de la tribu que los tenía subyugados. Esquivaba a los depredadores y cazaba cuando y como podía.

Tras nueve meses de infierno comprendió que iba a morir. Que la suerte no podía durarle mucho más tiempo. Así que probó suerte con los mercenarios contratados por los odiados (porque ahora sí había aprendido a odiar) Caimanes Negros. Se llamaban la Compañía Negra. Eran de muchas tribus. Y estaba seguro de que lo expulsarían o lo matarían. Pero de alguna forma, lo aceptaba: sencillamente estaba cansado de huir.

Para su sorpresa no fue así. Tres meses después pasó de Aspirante a Recluta. Le dieron un nombre “Caracabra”, un nombre mucho mejor que cualquiera que antes hubiera tenido.

Era cierto: se burlaban de él. No tenía amigos. Pero era con mucho el momento en donde podía hablar con más personas. Sus modales eran… en fin, los propios de alguien que había carecido de compañía durante toda su vida. Pero eso no era lo importante.

Entró en los Hostigadores, y conoció a Khadesa. La gente de la Compañía Negra podía llamarla pitonisa, pero Caracabra sabía lo que era: una bruja. Sin embargo, al conocerla, su sorpresa fue mayúscula. Khadesa fue amable con él. Caracabra no sabía que las brujas pudieran, además de ser sabias y protegernos de los malos espíritus que lo llenaban todo, amables.  En ese momento decidió (¿pero acaso tenía otra opción?) protegerla con su vida, convencido como estaba, más allá de cualquier duda o vacilación, que la supervivencia de la Compañía Negra dependía de esa bruja amable, a la que llamaban pitonisa.

Sus primeros meses en la Compañía Negra, tras pasar de aspirante a recluta, fueron poco satisfactorios. No logró mostrar lo buen guerrero que podía llegar a ser, y su actuación en la batalla de los Tres Castores se limitó, debido a los errores tácticos de Lengua Negra (ahora Analista), a ir de un sitio a otro. Estaba enfadado, pero más con él mismo que con el oscuro. Sin embargo pronto pudo resarcirse. Fue durante la emboscada sufrida en las tierras del Pastel, cuando logró matar a dos enemigos. Fue aceptado, entonces, como auténtico miembro de la compañía Negra, y eso le llenó de orgullo. Como también de sorpresa el que encontrara quien aceptara ser su hermano de capa: Mentiroso.

Era un segundo gesto de amabilidad que no pudo pagar. Mentiroso falleció durante el ataque al campamento de bandidos chondelorianos, en el que el propio Caracabra fue capturado. Y fue en la operación de rescate cuando Caracabra salvó a Peregrino, gravemente herido. Aunque tampoco Peregrino sobrevivió a la campaña contra los reinos pastel.

La Puerta de Galdan. Esa marea de no muertos contra la compañía, y esa fortaleza inexpugnable. Y, a pesar de todo, prevalecieron. Para Caracabra esa era la única verdad. Esa, y que había logrado, con sus siempre fieles lanzas, herir por dos veces a la Heroína. Había participado en matar a esa que se creía invencible.

La Compañía Negra había tomado lo que se creía que era imposible de tomar. Y él era parte del mito. El sentido de su vida, por primera vez, estaba claro. Era un soldado de la Compañía Negra.

Por primera vez entendió el concepto de familia. Como alguien poco acostumbrado al mismo, ese íntimo convencimiento lo guardó en su interior, con el miedo a perderlo que solo tienen los avaros.

La familia existía. Se llamaba la Compañía Negra. Y Caracabra tenía familia.

 

Al vencedor, el botín. Eso había escuchado de alguno de los mandos de la Compañía. Y a ese botín se dedicó durante las semanas siguientes Caracabra, con el desenfreno de quien recibe un premio por una vida de humillaciones. Sin notar como el ambiente enrarecido le afectaba, sin sentir en un primer momento la pujanza de los poderes oscuros, el deforme guerrero tribal se dedicó al saqueo con una mezcla de rabia y de pueril crueldad casi infantil. Bebió, comió, destruyó, mató… Fue uno más de las tropas del Señor del Dolor en la masacre que siguió a la caída de la Puerta y gastó algo de su botín en disfrutar con algunas de las seguidoras del campamento. Pero eso le supo a poco.    

Fue trece días tras tomar la Puerta de Galdan en el poblado llamado Gran Jaspe. Como llevaban haciendo desde la victoria los no muertos habían causado bajas entre los soldados, y tras ellos, la compañía y otros soldados hacían su labor de extermino. Caracabra la localizó junto a su padre (uno de los ricos comerciantes de la ciudad), y dos de sus hermanos, tratando de escapar. A esas alturas tres hombres del pastel, ninguno de ellos combatiente, no eran ninguna clase de amenaza. La primera de las lanzas de Caracabra atravesó al hermano mayor en el pecho, antes que ninguno de los cuatro lo vieran. Aún estaban ateridos por la sorpresa cuando el hermano menor cayó, con la lanza atravesando su vientre. Ella gritó, y salió corriendo. A Caracabra le pareció bien. Quería cazarla. Mató al padre que corría hacia él como quien cumple un trámite, y recogió sus lanzas.

Luego la siguió relamiéndose por lo que iba a hacer con ella. Nunca supo su nombre, la llamó “bonita” y jugó con ella dos días, vaciando el deseo, la lujuria y la rabia. Pensó que cuando terminara podía convertirla en una seguidora del campamento. Pero cuando terminó solo vio dolor y locura en sus ojos, y se apiadó de ella, cortándole el cuello. Mientras la veía desangrarse supo que los espíritus malvados le habían contagiado, y desde entonces, se enfrentó a ellos. No lamentaba lo que había hecho. Ella era su botín. Pero sí lamentaba… otra cosa que no era capaz de describir. 

Caracabra tenía 16 años cuando fue uno de los escasos supervivientes de la Compañía Negra. Hacía semanas se había acordado que eran su familia. Y que debían escapar de la maldición del Señor del Dolor.

Y lo habían hecho. Aunque no fuera un niño inocente, ni un adolescente inocente. Ni fuera un hombre bueno.

Tenía familia. Y eso hacía que todo mereciera la pena.

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15/12/2019, 14:17
Infantería (P): Cabo Barril, Jefe de Infantería.

De los eventos acaecidos en Cho’n Delor y los Reinos Pastel hasta el Día de la Ruptura de la Roca.

Corrían vientos de guerra y la Compañía Negra era el perfecto bajel de oscuras velas cuyo diseño y perfección en la escaramuza y la batalla abierta, le hacía capear los horrores que un enfrentamiento armado tenía. Por lo menos hasta ahora.

Algo había cambiado, una nube de algo invisible había descendido sobre las mentes de los hombres, daba igual su raza o color, y los estaba llevando hacia un espectro ya no oscuro, sino realmente falto de toda humanidad, honor y espíritu de Hermano Juramentado. El Juramento que habían pronunciado se veía tambalear según avanzaba la campaña hacia las Ciudades Pastel. Por un momento algunos pensaron que el nuevo Capitán (antiguamente Matagatos) daría por finalizado el contrato con el Señor del Dolor tras la toma de la Puerta de Galdan, cosa que no ocurrió. Hubiera sido un gambito digno de forzar visto ahora en retrospectiva, por ver la reacción del Viejo, un quintacolumnista en nuestras filas. Aunque lo más seguro hubiera sido que un muy enfurecido Señor del Dolor volcara sus esfuerzos en eliminar ese molesto mosquito que era la Compañía. Sí, seguramente fue una buena elección en su momento el continuar la campaña, mostrando un perfil bajo, tratando de encontrar un resquicio por el que salir de una situación que ninguna soldada justificaba.

La Compañía no era un grupo de tipos agradables y risueños. Entre sus filas probablemente había una sarta de hideputas que harían sonrojarse de vergüenza al Chambelán de las Cuchillas con sus juramentos y sádico modo de actuar en batalla. Pero había algo que les unía, algo que les daba cohesión más allá de ser un grupo de mercenarios corriente. Puede que el de la Tribu de los Jaguares Asesinos odiara sin remedio al de la Tribu de los Pies Rojos, puede que rencillas personales por deudas, bebida, mujeres  u hombres estuvieran presentes en la vida diaria de la Compañía, pero todos habían hecho un Juramento:

- "Esta es la Última de las Doce Compañías Libres de Khatovar. Esta es una Compañía Libre de Hermanos Juramentados.

Como nuevo Hermano de la Compañía, juro obediencia a mis superiores, pero también, y más importante, juro lealtad a la Compañía y lealtad al resto de mis Hermanos Juramentados.

Mi pasado antes de entrar en la Compañía ya no importa. Atrás quedan las rencillas, atrás queda la venganza. Mis hermanos me protegerán, y yo les protegeré a ellos, aunque no les ame.

Si alguna vez nos traicionan, recordad que la Oscuridad siempre llega.

Os juro lealtad a vosotros, Hermanos míos, hasta el día en que decidáis liberarme de mi Juramento o muera al servicio de la Compañía." -

Aunque no les ame”, esa era la clave. Y si bien la traición y el castigo prometido parecían ser para quien traicionara a la Compañía, también había de alcanzar a quien vulnerara este juramento. Así había sido por siglos, y eso no había de cambiar. Y ese Juramento estaba por verse romper, al menos por muchos de sus miembros.

No sabremos si fue la semilla del Viejo, que tan hábilmente nuestro patrón el Señor del Dolor colocó en nuestro seno, o quizás algún tipo de magia insidiosa que afectó las mentes de los hombres y mujeres de la Compañía la que desató un comportamiento aberrante, cuyos primeros flecos se entrevieron en batalla, para luego más sutilmente colarse en aspectos de la vida diaria. Las miradas en el Campamento eran torvas, una muda desconfianza crecía entre Hermanos Juramentados días a día.

Antes cualquiera tenía su soldada en su jergón. Ahora se veía sombras oscuras en la noche cavando agujeros en la negra tierra para ocultar su plata o u objetos de valor. La Tienda del Gordo Wem, lugar de reunión por antonomasia de los soldados en campaña o tras una acción de guerra, estaba cada vez más vacía: El Cabo Barril, un habitual del lugar, sabía tomarle el pulso a la Compañía después de más de dos décadas de servicio sólo por cómo respiraba el ambiente en el lugar de esparcimiento de la Compañía. Casi le parecía ver como día a día se desdibujaban las siluetas de los más o menos habituales dentro de la improvisada taberna que era uno de los pulmones del grupo de mercenarios. Cada vez menos gente frecuentaba las mesas y el jolgorio que antes se respiraba en la amplia sala parecía decaer día a día. Rostros hoscos o encapuchados le devolvían miradas febriles entre los pocos que frecuentaban el sitio, con la excepción de los miembros de su propia Escuadra, algunos Hostigadores y un puñado de Campamenteros. El día en que Barril se vio bebiendo solo en toda la Tienda, y al darse la vuelta la camarera tras servirle no siquiera trató de esquivar su azote en las posaderas, ni tuvo más reacción al mismo salvo alejarse lánguidamente, ese día Barril supo que algo realmente malo estaba ocurriendo.

Pero no nos adelantemos, antes veamos cómo llegó la Compañía Negra a casi su extinción:

Un nuevo contrato de la Compañía, propiciado por la proximidad de la Gran Sabana de la que nuestro camino nos sacaba poco a poco, al reino de Cho’n Delor nos puso en contra por contrato del Reino del Triplete, llamado también el de las Tres Ciudades, o el Reino Pastel. No os engañéis, aquí no había buenos ni malos, blancos o negros, todos los implicados corrían por tortuosos senderos de gris que más tarde o más temprano se oscurecían en grandes tramos de su extensión.

El asunto empezó mal, ya que tras nuestros primeros enfrentamientos con las fuerzas del Triplete, un ataque ladino y traicionero logró hacer que el Viejo Capitán quedara en estado de coma, dejando gravemente tocada la capacidad y la moral de las tropas. El anterior Analista se hizo cargo del mando, y su incompetencia para el mando estratégico y militar nos llevó a rebotar por una serie de desgracias que parecían sucederse, cuyo culmen fue la pérdida masiva de efectivos, Magos y Oficiales en la Batalla de Galdan. En ese momento el Viejo Capitán despertó del letargo de sus heridas gracias a la magia del Señor del Dolor, el cual ganó en el proceso un fiel esclavo, como se descubriría más tarde. Se celebró una asamblea general de la Compañía en la cual Matagatos fue elegido como Capitán, y el Viejo Capitán fue nombrado Teniente por el recién ascendido al cargo. La decisión del mando fue continuar la campaña del Señor del Dolor hasta la toma de las Tres Ciudades, y ese fue el preámbulo de nuestra ruina y casi extinción.

Las siguientes semanas hicieron tambalearse los cimientos del Juramento que ataba a los miembros de la Compañía; el ambiente enrarecido que se respiraba por parte de los Seguidores del campamento era palpable y se cruzaron palabras agrias, miradas torvas e incluso algún acero entre hombres y mujeres que hasta hace poco se reconocían como una familia bajo el mismo estandarte.

En el tema militar, el avance y las conquistas de nuestro bando era cada vez más rápido, pero algo afectaba a los hombres perturbando sus mentes, haciendo que cayeran en actos de crueldad sin explicación, y dispensaran la muerte y el dolor con un ansia indigna del nombre de la Compañía. Era como si el patrón para el que trabajaba el cuerpo armado que era la Compañía nos estuviera infectando con una insidiosa enfermedad que hacía cada vez más un instrumento de dolor y venganza para con los pasteleros. Se cometieron atrocidades, matanzas y torturas. El propio Barril tuvo que patear un par de entrepiernas de ansiosos violadores de niñas y niños apenas destetados. Torturar, violar y matar eran el pan nuestro de muchas de las tropas, y algunas veces no se respetaba ese orden al llevarlo a cabo.

Tuvimos algunos reveses. El Reino Pastel estaba severamente acojonado y sacó sus mejores tropas a relucir en orden de frenar el avance chondeloriano. Los Dolientes dieron más de un quebradero de cabeza a nuestra Caballería, y en el plano de a pie, se dejaron ver los Guerreros del Cielo y los Irredentos. No eran nunca grupos muy numerosos, pero solían fortificarse en un intento de hacernos perder tiempo y dejar núcleos armados detrás de nuestras líneas, teniendo así una base desde la que lanzar ataques a retaguardia o cortar líneas de suministros. El asunto era un problema porque la mayoría de las tropas K’Hlata de la Compañía no estaban acostumbrados a luchas contra enemigos fuertemente acorazados y armados. Provenían de tácticas de guerrilla entre tropas ligeras, móviles y poco organizadas normalmente; desde el Mando se trató de formar a la tropa contra este nuevo y peligroso enemigo.

La Sargento Vientos reunió  la Infantería y se dieron varias consignas a la hora de combatir a este tipo de tropas así como demostraciones prácticas.

  “Bueno zopencos, vamos a ver cómo se aborda a alguien que va cubierto de metal de pies a cabeza.”

 “Que coja a alguno de escuadra Lemur, que coja alguno de  escuadra Lemur…” Barril barruntaba para sus adentros. No tuvo tanta suerte.

“Necesitamos un voluntario de armadura pesada, mmmm… A ver Cabo Barril, un paso al frente y coge arma de entrenamiento.”

 “Me cago en la pena negra…” Juraba Barril interiormente mientras avanzaba de forma pesada y tomaba una de las mazas de madera forradas de trapo que servían como armas de entrenamiento.

Vientos no tenía nada en su manos, pero sus puños y piernas eran un arma más peligrosa que un arma de entrenamiento. Barril se sentía desarmado en esas condiciones, pero antes compondría una poesía que reconocerlo, así que se adelantó enérgicamente con el característico repiqueteo metálico de su pesada armadura de acero Oscuro de la que no solía desprenderse para nada.

  “Lo primero es que el que porta armadura tiene la ventaja de la protección del acero. Pero también debéis de tener en cuenta que su movilidad está reducida y hacer que eso juegue a vuestro favor es algo vital, y lo es porque os puede efectivamente salvar la vida Veamos…” Y entonces atacó.

Vientos era rápida como una culebra y tenía una pegada que haría palidecer a Campaña. Cubrió la distancia que les separaba apenas en un par de pasos demasiado rápidos para ser vistos más que como un borrón de pelo rojo en movimiento y golpeó a Barril como el martillo de un herrero. O al menos lo intentó.

Barril era perro viejo y conocía bastante bien las tácticas de Vientos, así que se había puesto en movimiento tan pronto como la mujer empezó a hablar, imprimiendo un giro a su maza destinado a mantener a raya a la feroz luchadora, que al no llevar nada en las manos tenía la desventaja de un menor alcance. Empezaron a moverse en círculos, tanteándose el uno al otro.

Vientos amagó una, dos veces una finta, pero Barril no picaba y la mantenía a raya por el momento. En un instante, la mujer pareció tropezar y Barril, todo un experto en jugar sucio, trató de conectar un fuerte golpe con su maza de atrás hacia delante con todo el peso de su cuerpo. Fue un error. La ladina mujer había fingido el tropezón, y su movimiento aparentemente inseguro se volvió un rodar y voltereta los cuales le situaron al costado izquierdo de Barril, al cual golpeó repetidas veces con el antebrazo en el casco de acero que cubría su enorme testa. El Cabo se tambaleó ante el feroz asalto y soltó un pesado puño enguantado en acero contra la luchadora, la cual con un movimiento rápido agarró la extremidad viajando con ella, para dejarse caer con todo su peso en el final del trayecto, cuando Barril estaba más desequilibrado.

Eso lanzó la masa del Oscuro contra el suelo, y todo parecía perdido ya para el grueso Cabo. Pero Barril había peleado contra la Heroína de la Puerta de Galdan por dos veces, y aunque había salido rajado como un cerdo en matanza, había aprendido un par de trucos. Nada sutil ni elegante, no hizo gala de movimientos económicos y precisos; se limitó a poner sus enormes brazos en forma de “U” extendidos hacia el exterior de su cuerpo, con lo cual en vez de dar con sus huesos en la tierra, el efecto fue como si hubieras tirado una mesa llena de ollas contra el suelo y le costó perder la maza de entrenamiento, pero consiguió algo parecido a rodar por el suelo cayendo sobre una pierna y la rodilla de la otra finalmente. Eso Vientos no lo esperaba, cosa que se pudo ver por su expresión de sorpresa cuando trató de detener la carga que había iniciado contra un supuestamente indefenso oponente que debía estar tirado en el  suelo.

Eso le costó un fortísimo puñetazo de una mano cubierta de acero en el hombro, que la mandó dando vueltas hacia atrás. El golpe iba dirigido a la cabeza, pero la terriblemente rápida y experta luchadora consiguió ser alcanzada solo en el cuerpo y no de lleno además. Barril se impulsó hacia adelante y con un movimiento firme agarró de cuello a la Sargento levantándola del suelo un par de palmos mientras apretaba con fuerza. Se oyó un crujido y los tendones del cuello de Viento se tensaron como cables de acero mientras algo cambiaba en la mirada de la peligrosa mujer. Con su peso sostenido por un inmensamente fuerte Barril y sus piernas en el aire, las imprimió un molinete que dio con la fuerza de un rastrillo al caer en pleno casco de Barril por dos veces. El cuello bovino del Cabo se dobló tanto, que el casco golpeó con un sonoro estruendo metálico contra la pieza del hombro. Un golpe como ese hubiera dejado inconsciente o tullido a un hombre menor, pero contra Barril sólo sirvió para que soltara su presa y se tambaleara algo aturdido hacia atrás un par de pasos. Necesitaba unos segundos para aclarar su ahora embotada cabeza, pero era algo que Vientos no le iba a dar. Se movía como el fuego a su alrededor propinando una ráfaga de golpes tremendos dirigidos a las articulaciones de la armadura o evitando las placas, buscando puntos sólo cubiertos por la malla de la armadura. A pesar de que era muy rápida, Barril se concentró en los movimientos de su oponente sacando fuerzas de donde no las tenía para conectar uno o dos golpes, pero solo sirvieron para alimentar el fuego que era furiosa mujer, que le consumía por segundos.

Finalmente una maniobra de Barril le hizo volver a golpear a la ágil mujer, esta vez en el lateral de la cabeza, si bien de manera superficial. Conectar ese golpe le costó una patada en la entrepierna que a pesar de la protección de la coquilla debió de doler como un demonio, pero sirvió para que ambos salieran dando tumbos en direcciones opuestas.

Se observaron por un momento, del casco de Barril caía un reguero regular de sangre, y se movía de manera envarada a cada paso que daba. Vientos tenía un hilo de color carmesí que caía de su ceja, pero era apenas visible entre el rojo de su cabello. Barril se preparó para el asalto que le llevaría a besar el suelo cuando la Sargento levantó la mano, dando por terminado el entrenamiento.

“Basta por ahora. Bien hecho Cabo Barril, parece que después de que la Heroína te partiera la cara por dos veces, has aprendido un par de trucos. Te felicito.” La mujer sonreía mientras hablaba, si bien se notaba por su postura que tenía algunas dificultades para moverse. — “Os habréis fijado cómo he atacado las articulaciones, y las partes de la armadura que están menos protegidas, bueno pues eso, unido a…” — Vientos continuó la explicación, para lo cual se refirió a un ahora inmóvil Barril, señalando varias ventajas que un atacante podría tener sobre un enemigo fuertemente acorazado. Había un pequeño charco de sangre a los pies de Barril cuando la Sargento acabó su exposición y disolvió la Infantería, pero no parecía que el Cabo se quejara en absoluto, ni siquiera cuando se marchó con paso algo rígido camino a su tienda. Cuando un rato más tarde metió los huevos en un cubo de agua helada se oyó un improperio, eso sí.

La campaña siguió su curso hasta que un mes y medio más tarde, el sitio de las Ciudades Pastel y los intentos por destruir el escudo de energía mágica que las protegía derivó en una hecatombe  mágica de proporciones épicas, preludio de la cual fue la traición y descubrimiento de la verdadera naturaleza demoníaca del Viejo Capitán, así como el asesinato de Portaestandarte a sus manos. La plaga de ira y locura que venía golpeando a los miembros de la Compañía llegó a su punto álgido cuando muchos de ellos comenzaron a transformarse en seres horribles y monstruosos, cuyos cuerpos retorcidos plagados de aberraciones y afiladas garras  o dientes en muchos casos, buscaban derramar la sangre de los antiguos compañeros que no había sucumbido a ese estado degenerado.

Por fin se reveló la jugada de traición del Señor del Dolor y el oscuro destino que tenía reservado para los miembros de la Compañía. Pero una vez más se demostró que si la Compañía era traicionada, la Oscuridad siempre llegaba para con quien ejercía la misma; esta vez fue tan terrible que arrasó dos naciones y toda la vida que en ellas había. ¿Toda? En realidad había un puñado de supervivientes que protegidos por el destino y la mano firme y certera del Capitán, anteriormente Matagatos, habían acertado por algún arcano medio a huir de un destino mortal o puede que peor.

Y sin embargo tras salir de ese helado lago y en las noches posteriores, Barril tenía un sueño recurrente que nunca conseguía recordar en el que la Sargento Vientos y Destello con un puñado de hombres y mujeres de el resto de Escuadras habían conseguido sobrevivir al holocausto mágico posterior gracias a la intervención de la Primera Pitonisa, que había logrado prever el fatal desenlace; si bien su aviso sólo pudo llegar a los oídos de unos pocos elegidos, aquellos que estaban destinados a recomponer la memoria de la Compañía una vez pusieran rumbo al Norte, lejos de aquella tierra arrasada. Ninguno era consciente de la existencia ni posibilidad de que el otro grupo de supervivientes existiera, desde luego. Ojala el destino reservara a los dos grupos la alegría de un reencuentro en esta vida.

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15/12/2019, 20:02
Analista.

El hombre salió al exterior de su tienda, una de aquellas pocas posesiones que había podido conservar y que demostraba cómo en épocas de precariedad lo más sencillo podía suponer una gran diferencia. Nada en él evidenciaba su realidad. Su estatura era la estándar, pero su delgadez le hacía parecer más alto. De igual modo, su rostro marcado por pronunciados ángulos y las ojeras que sombreaban una mirada permanentemente seria lo hacían parecer mayor de lo que realmente era. Nada hablaba de fuerza o destreza pero la espada que pendía a un costado y su forma de moverse lo desmentían.

Se frotó un costado, de modo inconsciente, allí donde dos grandes costurones cruzaban su costillar, viejas cicatrices que se negaban a ser olvidadas y que le provocarían un prurito matutino eterno. Miró alrededor.

La luz del amanecer apenas despuntaba en el horizonte, imprimiendo al nuevo día una luz lechosa en su intento de atravesar la densa niebla asentada sobre el lago y su entorno. Un frío húmedo y limoso envolvió al hombre, que aspiró profundamente, llenando sus pulmones con aquel aire que olía a materia en descomposición y a vegetación. Pareció sentirse momentáneamente renovado, inundado por una sensación que hacía tiempo no le acompañaba. Esperanza. Iniciaba un nuevo capítulo. Pero para ello era necesario cerrar el anterior. 

Aquí y allá humeaban pequeños fuegos prácticamente extinguidos, cercanos a las otras tiendas que salpicaban el lugar. De los cercanos árboles colgaba la caza obtenida en los lindantes bosques, apenas suficiente para alimentarlos un par de jornadas. Ronquidos, suspiros, jadeos de quien aún hallaba tiempo para el sexo y gemidos de algún herido acompañaron al hombre en su corto paseo. Tal y como ya había imaginado, le estaba aguardando.

Era todo lo contrario a él. Una montaña de músculos, sin gramo de grasa, coronada por un rostro negro como la noche y una mirada ardiente como el fuego.

 


 

El Hiena había trabajado hasta bien entrada la noche, robando horas al sueño que últimamente se resistía a acudir en su búsqueda. La memoria de los horrores vividos estaba demasiado fresca y la preocupación por su esposa no había desaparecido pese a que últimamente ya no se agitaba a causa de febriles pesadillas. Sentado en un tocón de madera que hacía las veces de silla, observaba las virutas de madera que caídas al suelo y más allá, el juego de piezas que le habían encargado. Ignoraba su finalidad pero se las habían pedido sin dar mayores explicaciones y pidiendo discreción. No tuvo que objetar a ninguna de las dos peticiones a las que accedió con gusto. Le permitían tener la mente ocupada, las manos en movimiento y la lengua quieta.

Se levantó, recogió las virutas y las arrojó a un fuego cercano. Las piezas las guardó envueltas en una tela y colgadas a la cintura. El sol luchaba de forma aparentemente vana contra la niebla, en un intento de dar luz y calor a aquel lugar abandonado por los dioses. Se acercó a la orilla del lago, humeante como si ardiera, y se acuclilló para lavarse la cara. Después, orinó largamente y regresó al umbral de su tienda para aguardar su llegada. No hubo de esperar gran cosa.

El Analista era puntual como la muerte. E igual de sombrío.

 


 

-Buenos días, Analista -saludó.

Lengua Negra alzó una mano. No era un saludo en correspondencia, sino un gesto para que se detuviera.

-No, Ponzoña. Guardemos las formalidades para cuando correspondan. Aquí y ahora no somos dos soldados, no somos el Cabo Ponzoña y Analista. Y si crees que pese a todo lo somos, dame un respiro, una tregua y déjame nadar sobre mi título y prescindir de él. Hoy solo Lengua Negra. Así que, buenos días, Ponzoña -saludó finalmente con una sonrisa tan incapaz de despejar las sombras de su rostro como el sol de dispersar la niebla-. Agradezco tu puntualidad y que hayas querido ayudarme. ¿Tienes todo listo?

La blanca dentadura del K´Hlata brilló desafiante, al tiempo que alzaba el brazo mostrando un pequeño saco de basto esparto.

-Son... Eran también mis hermanos, Lengua Negra y lo que quieres hacer... Deseo participar en ello. No he tenido mucho tiempo para lo que me pediste pero, ¿acaso se queja el pequeño tejedor de las horas del día cuando quiere hacer su nido? Dicen que es la intención lo que cuenta. Pero aquí hay más que eso. Hay respeto, reconocimiento y el deseo de que sus espíritus descansen. Es bueno y está bien.

 


 

No hicieron falta más palabras. No las necesitaban. Se limitaron a abandonar el campamento, en silencio, no tanto por no despertar la curiosidad de otros o no querer llamar su atención, sino porque simplemente no tenían nada que decir ni que decirse que mereciera el esfuerzo de pronunciar una palabra. Ambos sabían a dónde ir. Habían descubierto el lugar un par de jornadas antes, casi por casualidad, en una partida de caza. Un farallón de piedra no demasiado elevado, cubierto de hiedra y matorrales en buena parte, pero que dejaba al descubierto una estrecha oquedad que daba acceso a un espacio en el interior de la montaña.

Encendieron un par de antorchas antes de entrar. Recorrieron un par de metros antes de llegar a aquel salón natural y a la luz de las teas, no pudieron dejar de sorprenderse, una vez más, de lo que veían. Del techo colgaban brillantes y calcáreas estalactitas que conferían al lugar un aire sagrado  y las paredes, cubiertas de una pátina de verdín y líquenes fruto del constante goteo, parecían adornadas por tapices tejidos, caprichosamente, por la propia naturaleza. Y en el suelo, justo en su centro, un pequeño e irregular círculo de estalagmitas que asomaban como fauces hambrientas. El resto, una verde alfombra de musgo.

El Analista fue el primero en moverse, dejando su antorcha en una grieta de la pared para luego arrodillarse junto al círculo y despejar su interior de restos de hojas muertas y grava. El Hiena, buscó igualmente un lugar para su tea y después desanudó la bolsa de esparto de su cinturón y la abrió en el suelo, revelando una sucesión de pequeños objetos tallados en madera. El Analista alargó una mano y acarició algunos de ellos. Bajó la mirada al suelo. Le resultaba difícil mirar todo aquello y no recordar. Era su trabajo y su maldición. Se puso en pie y salió al exterior, dejando atrás al Hiena que no hizo nada por seguirlo, quizá consciente de lo que estaba viviendo.

Fuera el sol estaba más alto. Alzó la cara y dejó que le acariciara la piel. Tenía los puños cerrados, los brazos caídos a los costados y un grito encerrado en su garganta. Viajó. Viajó en el tiempo. Al pasado.

 


 

Observo a la gente. Observo lo que hace. Y ahora, tengo miedo. Miro a mi alrededor y destaca la hostilidad. El miedo se está alimentando de ella. La ansiedad se está cebando en ella. Ahora llevamos todos  máscaras. ¿Las usamos para escondernos de la verdad? ¿Fingimos que nos protegerán de lo que no queremos ver? ¿O nos da demasiado miedo mostrar nuestra verdadera cara? Creo que intentamos esconder algo que no queremos que nadie vea. Pero es en vano. Algo sucio, oscuro y corrupto está devorándonos. Nadie podrá decir que no lo veíamos venir. Nos refugiamos en la vana esperanza de que las señales no fueran reales, que los síntomas no se correspondieran a la enfermedad, pero desde que unimos nuestro destino a las necesidades del Señor del Dolor, este estuvo sellado. Sí, somos mercenarios pero, ¿acaso ello implica carecer de juicio? ¿Ser la última de las Compañías hace nada importe?

Pero es absurdo culpar de todo al Señor del Dolor. Somos libres, somos conscientes, somos responsables de nuestras decisiones y actos. Él solo ha despertado lo que estaba latente, lo que dormía, la larva que se alojaba y aloja en nuestros corazones, mentes y almas. Halló en nosotros el terreno abonado que necesitaba para obtener lo que ansía. Y por ello muchos han sucumbido a la corrupción, a ese chancro que los devoraba por dentro antes incluso de conocerlo y que nos contratara. Desde el último al primero, desde el Capitán al postrero de los seguidores de campamento han experimentado el hálito oscuro de la tentación, de la libertad de la impunidad. Se han sucedido asesinatos, matanzas, violaciones, vejaciones, torturas. Hemos sido actores o testigos, a veces ambos a un tiempo, pero tanto unos como otros, responsables. Y culpables. Y habremos de vivir con ello.

 


 

El grito brotó desgarrado y el Analista cayó de rodillas. Lágrimas contenidas brotaron incontenibles y su llanto solitario y silencioso, solo fue acompañado por el trino de los pájaros y la mirada oscura del Hiena desde el umbral de la oquedad en el farallón de piedra.

Estuvo tentado de acercarse pero no lo hizo. Reconocía su dolor aunque ignoraba la causa. Podía imaginarla pero no era hombre que cediera a las especulaciones. Todos cargaban con un pasado y con una visión del mismo. Se podía ceder a él y derrumbarse o podía aprenderse de él y avanzar. Era lo que él había decidido hacer. No podía permitirse lo contrario. Nunca se lo había podido permitir. Mirar atrás era ver a sus hermanas. Mirar atrás era ver a los niños muertos de la tribu de los Tres Castores. Mirar atrás era ver a Khadesa agitarse en sueños y vivir una agonía en la vigilia, tambaleándose entre la poderosa llamada del poder y su deseo de aferrarse a un arealidad cada vez más frágil. Mirar atrás era ver lo que la Compañía hacía y sentir que el alma lo abandonaba. Mirar atrás era ver a Campaña llorando ante los cuerpos mutilados de unos niños. Mirar atrás era ver lo que se podía haber hecho y ser consciente de lo que no se había hecho. Mirar atrás no merecía la pena porque hipotecaba el presente. Y la vida era un río y no había río cuyas aguas remontaran hasta su nacedero para elegir un nuevo camino, más amable. No, recorría angostos pasajes, desafiaba desniveles, se arriesgaba a morir en un desierto devorado por sus hambrientas arenas, a anegar un valle formando un lago y regalando vida o a desembocar en otro río aún mayor o en el mar. Pero fuera como fuera, iniciado el camino no había lugar al remordimiento por las decisiones adoptadas. Ni por las no tomadas. Era la ley de la sabana.

El Analista se puso en pie. Cuando se volvió, su mirada se cruzó y se detuvo en la del Hiena. No había rastro de lágrimas y parecía haberse deshecho de un gran peso, dada la serenidad de su rostro.

-Quedamos pocos, Ponzoña. Pero seguimos siendo la última de las Compañías Libres de Khatovar. Tenemos un trabajo y una gran responsabilidad por delante. Purgar nuestros pecados, redimirnos ante quien sea que nos observe, sean dioses o demonios, y avanzar hacia delante. Debemos dejar atrás el pasado, centrarnos en el presente y labrarnos un futuro, un futuro que será el vuestro. O mejor dicho, vuestro. De los K´Hlata. Y para ello, necesitaré de tu ayuda, hermano –era la primera vez que lo llamaba así.

-Puedes contar conmigo… hermano –fue la escueta respuesta, pero en la siempre ronca voz del Hiena flotaba un timbre de emoción-. Creo que es la hora.

El Analista asintió. Era la hora, el momento de cerrar aquel capítulo. Ambos regresaron a las entrañas de la montaña y se situaron en torno al círculo dentado. En su interior depositaron una gran cantidad de piedras, tantas como caídos entre sus hermanos. No estaban todos. No todos lo merecían. Y apiladas formando un montículo, fueron recibiendo un presente conforme se pronunciaba un nombre.

Belleza, Cabo Ridvan, Correcta, Escudo, Niño Guerrero, Ikharus, Manta, Ojopocho, Peregrino, Pipo, Sicofante, Asesina, Astado, León Anciano, Loor, Niña de Oro, Odio, Perdida. El Analista los fue enumerando uno a uno y a un tiempo las imperfectas tallas en madera del Hiena fueron cayendo al interior del círculo. Las armas que portaron, sus tótems y abalorios, todo cuanto los podía representar para acompañarlos en su viaje. Y llegaron los tres últimos, los únicos para los que el joven Analista no había pedido una talla del Hiena. Su voz, levantó ecos en la gruta.

-Portaestandarte.

El Hiena depositó un mechón de cabello de su esposa casi con reverencia.

-Analista.

Una pluma de ave con su punta bañada en tinta seca fue su ofrenda.

-Capitán.

Y sobre la piedra que lo representaba, el Analista vertió lacre y selló en él el broche de plata de la Compañía.

Todo había concluido. Se miraron. Habían hecho lo que debían. Era hora de partir. Dejaron las antorchas dentro y salieron al exterior. El cielo era azul y el sol brillaba con la fuerza del mediodía. En silencio regresaron al campamento. Regresaron a casa. Al hogar.

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16/12/2019, 01:09
Infantería (P): Soldado Nuevo Campaña.

LA MISIÓN

Al terminar de firmar la carta, el viejo abrió el diario que mencionaba en la misma. Con los ojos llenos de lágrimas contempló la primera página de aquel cuadernillo. Su mano le temblaba, pero su determinación consiguió estabilizarla. Necesitaba firmeza. Esa página había permanecido vacía durante demasiado tiempo, y la nostalgia lo invadía ahora que había llegado el momento de llenarla:

Dicen que las marcas en el cuerpo de un hombre cuentan su historia, son los testigos mudos de la vida y de la muerte. Eso yo lo descubrí hace mucho, cuando por azares del destino conocí a un hombre como ningún otro, un hombre cuya altura hacía parecer que el sol desaparecía, cuya fuerza no parecía humana. Esa montaña andante me salvó la vida. Su nombre era Campaña, y ésta es su historia.

En ese entonces creía ingenuamente que podía burlarme del peligro, hasta que la vida quiso darme una lección. Mi orgullo y prepotencia me llevaron a una situación que no parecía tener escapatoria. Todo parecía perdido. Cerré mis ojos y estaba aguardando el momento en que mi cabeza abandonaría mi cuerpo. Pero un milagro sucedió. Escuché un estruendoso grito, unos cuantos golpes, quejidos y tronaduras, y luego simplemente silencio. Un silencio total. Abrí poco a poco mis ojos, con intriga por lo ocurrido. Frente a mi se encontraba una gran sombra, mi corazón casi se detiene ante tal imagen. Tuve que mover mi cuello completamente hacia atrás para poder contemplar la extensión total de aquella imponente figura. No sabía que decir, no sabía que hacer, pensaba que debía correr, pero mi cuerpo no me respondía, simplemente me quedé boquiabierto admirando a quien tenía en frente. Una mano más grande que mi cabeza se acercó extendida hacia mí, invitándome a tomarla. Acto seguido, la poderosa voz, la cual asocié era dueña del grito que había escuchado, se dejó escuchar. “Campaña te saluda. No tengas miedo”. Esa fue la primera vez que escuché su nombre. Lo gracioso es que a lo largo de la noche lo escucharía en reiteradas ocasiones. Pero no me importaría, pues Campaña era el nombre de un héroe, de mi salvador.

El susto inicial con el que lo conocí no demoró en desaparecer. Aquel gigante tenía un corazón noble. Prendimos una fogata para tener algo de calor durante la noche y allí sentado frente a él le comenté que me pidiera lo que fuera, que no había precio para lo que acababa de hacer. Campaña sonrió y se quedó pensativo. Luego me miró y con un brillo especial en sus ojos me preguntó si sabía escribir. Yo asentí a manera de confirmación y noté como la sonrisa de éste aumentaba. “Campaña quiere ser recordado”. En ese momento sentí una empatía especial por aquél guerrero. El miedo a la intrascendencia era un miedo que compartían casi todos los mortales. Como negarme a su petición, podía haberme pedido cualquier cosa, pero solo me pidió que lo ayudará a dejar una prueba de que estuvo en este mundo. Obviamente le juré que lo ayudaría, que escribiría sobre su vida y que cuando estuvieran listos le llevaría estos escritos.

La emoción de ese hombre fue tal que me levantó en un gran abrazo que casi me quiebra las costillas. Estuve tosiendo durante unos segundos y en cuanto recuperé el aliento me volví a sentar frente a él y con un: Campaña, cuéntame todo lo que me quieras contar. El relato más extraordinario que tuve el placer de escuchar comenzó.

Un cruce de caminos

 “Mira los tatuajes de Campaña. ¿Lindos verdad?”. Me comentó emocionado mientras me enseñaba el gran número de dibujos que decoraban su cuello, pecho y brazos. Obviamente yo no le dije lo contrario, así que conforme con mi respuesta el gigantón continuó. “Si, Campaña sabe. Se los hizo su prima Khadesa. ¿Quieres saber cuál es el favorito de Campaña? Este” Señaló al dibujo de una espada con una forma especial en su brazo. Intrigado le pregunté por qué ese era su favorito. Su respuesta fue tan solo una palabra: Peregrino.

 La inclemente tormenta de arena amenazaba con barrer todo a su paso, pero había algo con la que ésta no contaba. Dos valientes guerreros estaban determinados a mantener la posición, dos valientes guerreros unidos por un lazo de hermandad que solo los miembros de la Duodécima Compañía Libre de Khatovar conocían. Tenían una misión, retrasar el mayor tiempo posible al enemigo, debían dar hasta la última gota de sangre si era necesario y así lo hicieron. El enemigo llegó, estaban liderados por una heroína a la que se consideraba imbatible, Segadora. Los números, el armamento, las probabilidades, todo parecía adverso para estos guerreros. Pero nada de eso les importaba, ni siquiera lo consideraban. No debía pasar nadie y nadie pasó. Una cruenta batalla se llevó en ese cruce de caminos de la llanura de Galdan. Una cruenta batalla que transformaría a dos hostigadores en leyendas. Peregrino, el más letal de su pelotón. Su dominio de la espada no tenía igual. Su sangre bañó esa llanura, pero junto a la de él estaba la de un número inmenso de enemigos, cumplió su misión. Campaña, el gigante dorado que partió en dos a Segadora. Su resistencia sobrehumana le permitió aferrarse a la vida, sobreviviría para contar lo que allí había ocurrido. El recuerdo de Peregrino siempre le acompañaría. Cumplió su misión.

Sierra, la mercenaria que se robó un corazón

¿Campaña te has enamorado alguna vez? Le pregunté muy interesado por su respuesta. Hasta ese punto ya me había quedado clara la sensibilidad que tenía ese hombre, pero no sabía si con sus limitaciones podía llegar a entender algo tan enmarañado como el amor. Cuando le hice esta pregunta la emoción con la que me había estado contando su vida se desvaneció súbitamente. Las palabras que siguieron a continuación me hicieron entender que el amor no conoce de barreras.

Cuando se enamoró de Sierra ni siquiera sabía lo que le estaba pasando, era su primera experiencia de ese tipo y sólo sentía que quería pasar todo su tiempo con aquella persona. Se sorprendía a si mismo perdiendo el hilo de lo que hacía, fantaseando sobre su vida con ella, aunque en realidad no tenía ni idea de cómo funcionaba todo aquello del amor. Tan es así, que necesitó pedir consejo a sus amigos, quienes con paciencia le explicaron conceptos nuevos para él y le hicieron prometer que pasara lo que pasara, no iba a montar en cólera. Sabios consejos de quienes sabían que aquella era una situación impredecible y que Campaña no era el hombre más guapo ni el más listo. ¿Y qué sabía Campaña del amor? No sabía absolutamente nada, y quizás por eso el golpe no fue tan duro como habría cabido esperar. Sufrió el rechazo, el primero de su vida, pero aún así cumplió su promesa de no enfadarse y, al menos, aquella negativa se transformó en una bonita amistad. Aquello no era más que un consuelo que le había costado aceptar, pero algo estaba claro, y es que la experiencia le había enseñado cosas.

La Puerta de Galdan

La magia es fea, es mala. Me repetía Campaña. Era evidente su recelo, resentimiento y desprecio por esa práctica. Incluso me atrevería decir que notaba algo de miedo cuando se tocaba ese tema. Pronto entendería totalmente porque mi salvador pensaba así. Lo que me estaba por contar hizo que sudor frío recorriera mi cuerpo. Campaña no dejaba de sorprenderme. Había vivido más en una sola vida que muchas personas en varias. Aquél guerrero me demostró que yo no sabía nada, pues en mis viajes había visto el mundo de una forma superficial, él me quitó el velo que cubría mis ojos y me mostró una realidad que ignoraba.

La tierra retumbaba con el avance de los hombres, pronto se estaría disputando una batalla que marcaría un antes y un después en la duodécima. Esta batalla no sería como ninguna otra antes ni como ningún otra después, ya que por primera vez la Compañía Negra contaría con un inusual aliado: los muertos. Al menos ese era el plan. A muchos esta idea podía entusiasmarles o intrigarles, pero había uno al que no le gustaba nada. Campaña no creía que necesitarán de esas cuestiones extrañas y asquerosas para poder conseguir la victoria. Él confiaba en sus hermanos, el confiaba en su fuerza. Los temores de Campaña no demoraron en confirmarse. El ver a los muertos levantarse había sido escalofriante, pero no fue nada comparado con lo estos harían momentos después. Los que se suponían serían aliados se transformaron en crueles y violentos rivales. Aquel asalto a ese supuesto bastión inexpugnable ya era reto suficiente, pero debido a la magia se transformaría en una gesta que iría más allá del entendimiento de cualquier experto. Las probabilidades de victoria eran nulas, pero para aquellos guerreros los imposibles no existían. Campaña estaba determinado a sobrevivir, estaba determinado a proteger a sus hermanos, a demostrar su valía. Svraisse fue blandida en todas las direcciones, la sangre cubría su cegador brillo, pues todo enemigo que se acercaba al hostigador se acercaba a su muerte. Tantas vidas fueron cegadas por aquel mandoble ese día que en un punto comenzó a emitir un sonido una canción. Pero, entre los gritos, el choque del metal y las órdenes ese canto se perdió. Espalda con espalda, hombro a hombro lucharon los hostigadores. Mostrando una vez más porque eran considerados una fuerza de élite. Aunque ellos no estuvieron exentos de bajas y siendo un grupo tan reducido cada muerto dolía mucho. Fue una batalla sangrienta, cruda, dura, pero a la vez heroica, pues las adversidades son la forja de los héroes y en las puertas de Galdan nacieron varios. (…) La victoria fue para la Compañía Negra, el dorado guerrero salió prácticamente ileso, su actuación dentro de la batalla fue fundamental. Campaña terminó de consagrarse ese día, pues ya nadie cuestionaría su valía dentro de la duodécima.  Pero, pese a que la victoria fue obtenida ninguno de los presentes sabía que el precio de esta no solo sería la sangre de los caídos.

Unos fantasmas llamados Conciencia

Si había un hombre importante para Campaña, ese era Ponzoña. En la mayoría de sus relatos siempre lo mencionaba, era evidente el cariño y admiración que le profesaba a quien consideraba su hermano, su mejor amigo. Esto lo pude ver reflejado cuando me contó sobre la vez en que unos fantasmas lo acosaron por la noche y no lo dejaron descansar. El los llamaba fantasmas, y aunque en principio pensé que, en efecto, lo eran, al terminar de escucharlo me di cuenta que no había nada sobrenatural, al menos, en esta parte de la historia. Lo que acosaba a Campaña era su conciencia y su incondicional amigo sería quien le ayudaría a calmar ese remordimiento.

La oscuridad reinaba, estaba consumiendo todo. La oscuridad se apoderaba del cielo y de los corazones de los miembros de la compañía. Algo que iba más allá del poco entendimiento que tenía Campaña estaba sucediendo, aunque en realidad era algo que iba más allá del entendimiento de muchos, incluso de quienes no tenían las limitaciones del imponente oscuro. Campaña no había podido conciliar el sueño, pues unos fantasmas decidieron que era momento de reclamarle, reclamarle por algo terrible que había ocurrido días atrás. Alterado por lo sucedido el guerrero decidió acudir a la persona que nunca le había fallado, a donde el hombre que lo conocía más que nadie, donde su hermano, Ponzoña. Al llegar donde él le contó lo sucedido, le contó el motivo de los reclamos de los fantasmas y la indignación invadió el ambiente. Los puños cerrados de ambos eran muestra del enojo y la impotencia por lo que había estado aconteciendo, de la corrupción de cuerpo y mentes de la que estaban siendo testigos. Ponzoña, sagaz como de costumbre encontró la solución para el problema de su amigo. Había que ir al lugar donde esos terribles acontecimientos tuvieron lugar y hacer que esas pobres almas finalmente tuvieran el descanso que merecían. Ese día Campaña escuchó unas palabras que lo marcarían para siempre. “¿Malo? ¿Tú? No, Campaña. No lo eres. Hay ciertas cosas que son imposibles. El león no come hierba aunque tenga hambre. El antílope no vuela como un tejedor por más que lo intente. Tú no eres malo porque no puedes serlo. Yo lo sé. Lo sabe la sabana y lo saben los dioses. Nada podrá cambiar eso”. En ese momento las apreció bastante, pero nunca se imaginó el alcance que esas palabras tendrían en el futuro cercano. Cuando los hostigadores llegaron al lugar el gigante se empezó a sentir mal, las imágenes de esos niños indefensos siendo masacrados por el viejo Capitán lo invadieron, al punto que pensó estar embrujado, pero en realidad era una mezcla de emociones que le estaban sobrepasando, el asco y el enojo fue tal que tuvo que vomitar. Una vez recompuesto, llevó a los masacrados cuerpos de aquellas inocentes criaturas hasta que una pila de madera que habían armado junto a Ponzoña. Todo de forma bastante ceremoniosa y con absoluto respeto. Cuando todo estuvo preparado la pira fue encendida y Ponzoña fue el encargado de dedicarles unas palabras. Poco a pocos las llamas comenzaron a hacer su trabajo, elevando las almas de esos inocentes a medida que el humo subía hacia el cielo. Al fin encontrarían la paz, una paz de la que no pudieron disfrutar en su corta existencia. Al menos ya no tendrían que vivir en un mundo tan cruel, tan lleno de injusticias. Al final de ese día las almas no fueron las únicas que descansarían, sino también la conciencia de aquel guerrero con el corazón tan noble.


El hijo cerró el diario, todavía le quedaba bastante, pero sus ojos ya estaban muy cansados. Tenía que dormir un poco antes de continuar con la lectura, aunque no quería hacerlo, pues estaba totalmente cautivado por la historia de ese tal Campaña y totalmente intrigado de llegar a la página donde estaba la misión que le encomendaba su padre. Por un momento se vio tentando a buscarla, pero logró controlar ese impulso. Debía respetar la memoria de su padre y sus últimas intenciones. Debía hacer las cosas bien. Ya llegaría el momento en que descubriría de que se trataba. 

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17/02/2020, 23:33
Hostigadores: Soldado Nuevo Guepardo.

El Pasado II

La lucha de la luz contra la sombra, soterradamente, había comenzado en la tribu jaguar. La convivencia resultaba enrarecida y la tensión palpable. Un cambio evidente se percibía en los jaguares. Un cambio de pensamiento, un cambio de creencias. Un paso de la supervivencia y la defensa con la ferocidad e implacabilidad del jaguar, con su nobleza y con honor, a otro de hostilidad y ofensiva. Otro guiada por la rabia y el odio, sin honor alguno, donde la traición y la crueldad primaban como método para obtener ventaja, a cualquier precio. Donde el objetivo justificaba los medios. Donde un jaguar dejaba de serlo, dando la espalda a la senda de su espíritu protector, para convertirse en otra cosa.

Y tan pronto obtuvo la Lanza del Jaguar, tan pronto se reafirmó como suya y él como futuro guerrero jaguar con pleno derecho... supo que quedarse allí, en su hogar, con los suyos, iba a ser un conflicto continuo. Los seguidores de la Reina Oscura, frustrados por no obtener la preciada arma, se retiraron en grupo como una jauría de hienas furibundas, urdiendo sus tretas y esperando la siguiente oportunidad. Y la oportunidad no se hizo esperar demasiado.

A los pocos meses, al alba de un día de primavera, se supo de una incursión de Pies Rojos en la zona jaguar. Habían matado algunos pastores jaguares y pretendían robar uno de sus rebaños. Cuando varias autoridades de la tribu, guerreros veteranos y chamanas (o mejor sería decir sacerdotisas de la Reina de la Oscuridad) propusieron al joven Chuma como jefe de uno de los grupos de persecución, por encima de otros más experimentados, tomaron por sorpresa al muchacho. ¿A qué venía aquella honra de parte de aquellos que se habían mostrado tan hostiles días atrás, tratando de arrebatarle la Lanza del Jaguar?

- Solo te alzan para que luego tu caída sea más dolorosa - le dijo su madre de corazón y mente fría, molesta con su hijo porque no cediera el arma de su padre de una vez y se librara de los problemas mientras el hijo de Jaguar de Bronce se preparaba para partir.

Y ellos se encargarán de que tropiece y caiga, dedujo el joven que comenzaba a espabilar sobre la realidad adulta a pasos agigantados. Tendría que ir con mucho cuidado.

La persecución consistió en dos grupos: uno compuesto por veteranos liderado por Pradaku, el amigo de su padre, y otro grupo de jóvenes y nóveles que lideraría él mismo. Y la aguerrida Sadaka estaría en él, algo que le reconfortó y turbó por igual. Su misión era rastrear, encontrar y hostigar a los asesinos y ladrones pies rojos hasta un punto donde el primer grupo emboscaría y exterminaría a los incursores.

La primera prueba resultaba tensa, notando la presión en su nuca. Los murmullos y cuchicheos deliberados ponían en duda las capacidades del joven, comparándolo con su padre para así ridiculizarlo haciendo ver, lógicamente, que no estaba a la altura de aquel. Advirtió las miradas aviesas, casi hostiles, de muchos de los que lo seguían, al igual que advirtió el conjunto de armas que portaban: dos armas de filo en vez de la tradicional lanza jaguar. Y comprendió que, aunque amanecía, estaba rodeado de oscuridad. Fanáticos de la oscura deidad que esperaban ver cualquier signo de debilidad para acabar con él. No les dio ese placer en el primer paso, pues tras llegar a las tierras de pasto seguir el rastro de los incursores y los rebaños de vacas no era complicado.

El segundo paso resultó más difícil para un inexperto como él, pues en cierto punto las huellas se dividían en dos grupos tomando direcciones distintas. El muchacho no sabía qué hacer y su dubitación era símbolo de debilidad. Espero algún tipo de apoyo y consejo del resto, pero nadie acudió. Ya fuera por indisimulada ira y desprecio o por temor a los odiantes.

Sadaka, pensó, pero la joven luchadora parecía mirar a otro lado en todo momento, ignorándolo.

Y sin embargo no estaba solo ya que, unos metros más adelante de la encrucijada de rastros, de entre unas altas hierbas emergió un espléndido felino. Grande, moteado y de color broncíneo claro. Era un jaguar. Uno de los animales protectores de la tribu. Y tras dejarse ver unos instantes caminó tranquilo hasta situarse junto a uno de los dos rastros, señalando cual era el auténtico  y cual una distracción. Un sorprendido Chuma giró la cabeza y observó la reacción del resto y se pasmó aun más cuando estos no parecieron reaccionar de ninguna manera. Como si no percibieran lo acontecido. Como si no vieran al animal. Volvió a mirar al jaguar pero este ya no estaba. Tras unos momentos de confusión guió al grupo por el camino indicado por el jaguar.

Antes del mediodía divisaron la nube de polvo dejado por el rebaño y el grupo ladrón, dándole alcance no mucho después, en los límites de la nación jaguar, y comenzando a hostigarlo, tratando de empujarlo hacia el punto acordado con los veteranos. Fue un acoso lento y cuidadoso. Sin buscar la confrontación directa. Tratando de ir causando alguna que otra baja desde la distancia y obligarlos a que se movieran donde ellos deseaban. Pero, repentinamente, la mayor parte de los incursores se organizaron, reuniéndose y preparándose para atacar a los jaguares. Aun no habían llegado al punto acordado con Pradaku y la lucha iba a acontecer. El rebaño y los pastores pies rojos sí se encaminaban al lugar de la emboscada, pero el derramamiento de sangre acontecería en ese mismo lugar. Una zona con claros, algunos árboles y ciertas acumulaciones de hierbas altas.

El muchacho estaba nervioso, asustado. No había combatido contra enemigos de su pueblo nunca antes. El número favorecía a los jaguares pero la experiencia en combate quizás lo hacía a sus enemigos.

- ¡Juntos! - exclamó Chuma recordando enseñanzas de su padre y comprendiendo que debía sacar ventaja de su superioridad numérica y quizás para sentirse arropado y apoyado por compañeros. Y aunque varios hicieron caso a su indicación hubo un nutrido grupo que, por su cuenta, cargó contra los enemigos, frenéticamente, agitando largos machetes en cada mano, emitiendo un grito de guerra gutural y alabanzas a cierta diosa oscura con ofrecimientos de sangre y cosas así.

Jaguares sin cabeza. Locos de la diosa, pensó el joven tensando la mandíbula al ver que su sagaz y ordenada intención se derrumbaba -. ¡Por el Jaguar, al ataque! - ordenó sabiendo que no debía dejar en solitario a los fanáticos o los despedazarían y perderían la ventaja de mayor número.

Avanzando se topó con dos pies rojos en su dirección, algo que amedrentó a Chuma pero no tanto como para retroceder o huir. Alguien salió de detrás de él y cargó contra uno de ellos, derribándolo con una tormenta de machetazos.

Sadaka...

Pero pronto tuvo que dejar de pensar en ella pues el segundo se abalanzó sobre el muchaho. Era un guerrero fornido, no mucho mayor que él en edad, con escudo de cuero y lanza corta. Un Chuma falto de ideas sencillamente extendió su lanza, aferrada con ambas manos y trató de pinchar a su oponente. La Lanza del Jaguar resultaba engañosa. Más larga que la lanza convencional k'latha, sin aparentarlo poseía un notorio mayor alcance. Sorprendiendo tanto al jaguar como al piel rojo, la punta de la lanza perforó como si fuera fina tela el escudo e hizo lo propio con el pecho de este último que tras mirar incrédulo al joven jaguar, puso los ojos en blanco y cayó inerte. Chuma había matado por primera vez. No tuvo mucho tiempo sobre pensar o sentir al respecto, pues una jabalina pasó a escasos centímetros por encima de su cabeza y observó cómo su dueño, un pies rojos que preparaba una lanza, movía hacia él. Y él acudió al enemigo.

La lucha fue ruda, bruta, salvaje. Llena de arañazos y falta de toda técnica. Pero la Lanza del Jaguar volvió a marcar la diferencia, mordiendo finalmente el muslo del oponente, haciéndolo caer y permitiendo que Chuma golpeara el rostro enemigo con el borde del mango, dejándolo fuera de combate. En ese momento una jabalina voló hacia su espalda y pasó sobre su hombro izquierdo produciéndole un corte superficial. El jaguar rodó sobre sí y se metió entre unas hierbas altas, a cubierto, recomponiéndose y sin dejar de mirar la dirección de ataque para localizar a su enemigo. Finalmente alzó la cabeza, oteó el lugar... y solo vio algún cadáver de los pies rojos y algunos jaguares victoriosos. Con dos machetes, la mayoría.

El temor, la confusión y la rabia inundaron al joven. ¿Uno de los suyos había intentado matarle? ¿O quizás era uno de los enemigos, recién abatido? Y conforme la duda y la sospecha prendían en él, los gritos de lucha se apagaban. La tribu del Jaguar se había impuesto.

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22/02/2020, 16:57
Hostigadores: Soldado Nuevo Guepardo.

El Pasado III

- ¡Empalémoslos vivos! - exigieron los más exaltados, adoradores de la oscura diosa en su mayoría, en referencia a tres Pies Rojos supervivientes y capturados que yacían arrodillados, malheridos y temblorosos. Todas la miradas se dirigieron hacia Chuma. Eran miradas exigentes, arrogantes y hostiles en buen número, pretendiendo que el líder del grupo tomara la decisión correcta... que era la que ellos imponían, claro. Una decisión macabra, ensañada y deshonrosa. Una acción que quizás otros pueblos k'hlata podían llevar a cabo, pero no los Jaguares Asesinos. El pueblo jaguar podía ser letal e implacable, sin piedad ni misericordia para sus enemigos. Pero nunca cruel y sádico. El Jaguar cazaba y mataba por necesidad, para defender su territorio o para proporcionarse alimento, nunca por sanguinario divertimento ni para saciar sus deseos más bajos y viles. Entonces comprendió qué significaba ser adorador de la Diosa de la Oscuridad, algo que él no era ni sería. Su mirada barrió a todos los que lo observaban y se detuvo ante Sadaka. Esta lo miraba muy tensa, con el ceño fruncido y casi impercetiblemente asintió con la cabeza, instándolo a que callara y lo hiciera. Por un momento dudó y se planteó que en ese ambiente hostil lo más sencillo y sensato era aceptar y dejar hacer.

Sin embargo recordó las palabras de su padre, Jaguar de Bronce, el encuentro que tuvo con él y cómo este le advirtió que llegado el momento tendría que elegir si abrazar la sombra o rechazarla. O ser un Jaguar o ser un siervo de la Reina de la Oscuridad. No había término medio. Sin duda, físicamente, no era como su padre pero en su interior trató de ser todo lo honorable que él fue para que su progenitor, que lo observaba desde el mundo de los espíritus, estuviera orgulloso de él.

- No. Esa no es la senda del Jaguar. Morirán, pero no mancillaré sus cuerpos ni degradaré mi alma y honor permitiendo lo que exigís - replicó firme, a pesar de que percibió cómo Sadaka por un instante pareció desconcertada y desilusionada. Finalmente la joven guerrera se le encaró llena de ira.

- ¡Idiota, haz lo que te decimos! ¡Sé fuerte, sé duro y cumple con tu obligación! - le espetó. Chuma se preguntó si tras esa rabia se lo exigía... o se lo urgía. Y por primera vez el siempre dubitativo y frecuentemente acobardado jaguar no dudó -. Haré lo correcto. Cumpliré con mi obligación - dijo serenamente acercándose a los tres reos maniatados y tras observarlos unos momentos, aferrando con fuerza su lanza, perforó el corazón del primero. No sintió duda, no sintió remordimientos. Por contra sintió cierto alivio en su corazón por saber que hacía lo correcto con una muerte rápida y piadosa. No se detuvo e hizo lo mismo con los siguientes, causando estupefacción y silencio entre los jaguares congregados. Tras un largo enmudecimiento de los presentes el joven captó la rabiosa ira de la mayoría... acompañada de crueles y sádicas sonrisas de muchos, complacidos por lo ocurrido. Por fin tenían una excusa para acabar con él.

- ¡Traidor! ¡Eres un cobarde y traidor a tu pueblo! - le acusaron y antes de poder encararse a ellos o defenderse se le abalanzaron en manada muchos de ellos mientras otros mantenían a raya a los jaguares que no estaban de acuerdo, los menos. Las piedras y los golpes de mango de lanza tumbaron al joven, sabiendo que no sobreviviría a aquello.

- ¡Alto! ¡¿Qué está pasando aquí?! - tronó una poderosa voz familiar.

Pradaku, reconoció el magullado y aturdido Chuma. Los veteranos habían llegado, recuperando exitosamente el ganado.

Las piedras y los palos cesaron aunque una acalorada voz de uno de los jóvenes fanáticos se enfrentó al poderoso guerrero y amigo de Jaguar de Bronce, exigiendo despectivamente que no se metiera en eso y que el hijo de su amigo debía morir allí por traidor y cobarde al no ser capaz de empalar a los enemigos. Con un ágil y rápido movimiento de su lanza el veterano dibujó con esta un arco ascendente, golpeando con el mango inferior el rostro del fanático, saltándole varios dientes y dejándolo inconsciente.

- Aprende más respeto a tus superiores - gruñó notando cómo los jóvenes fanáticos se amilanaban -. Ahora cargaréis con él de vuelta - ordenó a sus partidarios que, tras mirarle con ira en sus ojos terminaron por agachar la cabeza y recoger a su compañero.

- ¿Y él? - preguntó alguien con respecto al joven apaleado.

- Lo decidirá el Consejo - sentenció el veterano y más capaz guerrero en la actualidad de la tribu jaguar. Pradaku se acercó y ayudó a levantarse al muchacho, mirándolo con preocupación.

- G-gracias, Pradaku - dijo un dolorido y cansado Chuma, poniéndose malamente en pie y necesitando del veterano para poder caminar.

- No me las des. Quizás termines peor. El Consejo hace algún tiempo que no es de fiar - murmuró mientras caminaban de regreso al poblado -. No has hecho nada malo. Has seguido la senda del Jaguar en unos tiempo en los que cada vez es más difícil hacerlo. Tu padre estaría orgulloso de ti - dijo el guerrero. No hablaron mucho más en el viaje de regreso, aunque captó las diversas miradas de odio y frustración de los fanáticos al no haber logrado darle muerte y el cómo Sadaka le negaba mirada alguna.

Llegaron al atardecer y apenas tuvo tiempo para limpiar sus heridas cuando fue convocado a la cabaña del Consejo. La historia de lo acontecido había corrido como el fuego en arbustos secos. Deformada, no le cupo duda, y pronto la mayor parte de la tribu tenían a Chuma como un cobarde, tal y como constató en las miradas de muchos cuando se dirigió al lugar, congregados y curiosos sobre lo que iba a acontecer.

Una vez dentro observó a los integrantes del Consejo y comprendió las palabras de Pradaku. Allí estaba el veterano guerrero y la oráculo Makemba, pero también muchos de los chamanes y ancianos que un año atrás trataron de arrebatarle el legado de su padre: la Lanza del Jaguar. Ese grupo de personas no iba a ser imparcial.

Las acusaciones y reproches llegaron pronto, dejando bien claro en su exaltación e inculpaciones quién era adorador de la Reina de la Oscuridad y quién no. El muchacho no comprendía las acusaciones pues él había seguido el código tradicional del Jaguar, así que, cuando las tesis oscuras se fueron imponiendo, solo pudo ver detrás de todo mentiras y una farsa de proceso. Pradaku tenía razón. Tenían que condenarlo sí o sí y hacerse con su prestigiosa lanza.

Los ancianos más tradicionales parecían callados y apocados mientras que miembros más jóvenes, con la voz cantante, imponían su visión de las cosas. La visión de la Reina de la Oscuridad.

- ¿Es seguir la senda del Jaguar un delito? - preguntó repentinamente, con serenidad, la anciana Makemba, logrando el silencio en el lugar.

- N-no. Pero ha impuesto su capricho a las necesidades de la tribu. Era preciso un escarmiento. Ahora los Pies Rojos no temerán el regresar. Chuma nos ha perjudicado - trató de implantar su argumento una de las chamanas o sacerdotisas de la diosa oscura.

- Su padre, Jaguar de Bronce, siempre actuó de esa manera. Y siempre nos dio la victoria. ¿Acaso nos perjudicó? ¿Acaso fue un traidor? - preguntó tranquila la ciega oráculo. El nerviosismo y temor de los oscuros fue patente. La figura de Jaguar de Bronce se había convertido casi en mítica. Hablar contra ella no era nada prudente y además podría traer mal yuyu.

- N-no. Claro que no - balbuceó la sacerdotisa intranquila -. Pero él fue guerrero de otra época. Ahora es otro momento, otra realidad - sentenció con cierta arrogancia.

Solo le ha faltado decir que es el momento del ascenso de su oscura deidad, pensó el joven.

- Sí, es verdad. Los tiempos están cambiando en la tribu de los jaguares - reconoció con cierto tono apesadumbrado la anciana -. Así que Chuma, con su comportamiento, pertenece a otro tiempo, a otra realidad. ¿No es así?

- S-si - afirmaron inseguros los seguidores de la Reina Oscura, no sabiendo donde quería llegar la oráculo.

- Si es así, sencillamente su falta reside en que no es capaz de ver lo que su pueblo necesita y por tanto no le es útil. No debería estar con nosotros - dedujo Makemba. Los seguidores oscuros apretaron sus mandíbulas conteniendo la rabia, no sabiendo cómo contradecir a la prestigiosa anciana.

- Chuma, hijo de Jaguar de Bronce, este ya no es tu pueblo. No el que tú creías conocer. No hay cabida en él para tus acciones y convicciones, para tu honor y compasión - dijo la oráculo con tristeza. El joven pareció azorado, indignado ante tamaña injusticia. Lo echaban por ser fiel a las enseñanzas del Jaguar. Aunque pronto comprendió que lo que la anciana ciega hacía era salvarle la vida.

- Si se te ve en nuestro territorio serás descuartizado y tu carne servirá de alimento a los jaguares que rondan la tribu - añadió con saña la sacerdotisa oscura.

Protegen. Protegen la tribu, no merodean. Aunque con vuestra malvada diosa no sé por cuánto tiempo seguirán haciéndolo, pensó el joven jaguar.

- ¿Y qué pasa con la lanza? - preguntó un seguidor oscuro -. Debería quedarse en el pueblo - reclamó con el asentimiento de muchos.

- El espíritu de Jaguar de Bronce habló hace un año, dando claramente la lanza a su hijo. ¿Alguien va a osar contradecir su espíritu? - preguntó Pradaku severamente. Los oscuros negaron y agacharon la cabeza, amedrentados. Ir en contra de la voluntad de un espíritu, y además uno tan fuerte como Jaguar de Bronce, solo podría traer mal fario e infortunio. No se insistió en el tema de la lanza.

- Descansa esta noche y partirás al alba para nunca más volver - sentenció la sacerdotisa oscura concediéndole una noche de descanso.

El joven comenzó a abandonar la cabaña cuando sintió una mano fuerte sobre su hombro. Era Pradaku, en señal de apoyo y despedida.

- No esperes al alba. Adiós joven jaguar - susurró el guerrero. El muchacho asintió en señal de despedida, gratitud y comprensión. Había comprendido que esa concesión de descanso solo era un regalo envenenado.

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25/03/2020, 02:20
Hostigadores: Soldado Nueva Dedos.

TUMBAS

 

LUGAR: GRAN SABANA, TRIBU DE LOS PIES ROJOS.

TIEMPO: HACE POCOS AÑOS.

¡Hija! ¿Qué es este tatuaje? ¡¿Qué has estado haciendo?!

Reconoció la voz de su padre. Aún se sentía confusa al llegar al territorio de la tribu. No había apartado la mano del hombro en todo el camino de vuelta. Le escocía, y hasta había sentido un poco de sangre, pero ya seca, como la de una herida quemada.

- ¡Padre! - Reprimió las ganas de acercarse corriendo y abrazarle. Pedirle consuelo. Pero se contuvo, ya que si los acontecimientos ocurridos dentro de la tumba la tenían aterrada, su padre le daba aún más miedo.

Se había dado cuenta. El tatuaje sobresalía entre los dedos de sus pequeñas manos. Y parecía saber que no significaba nada bueno.

- Padre, yo… - ¿Cómo explicárselo? Conocía bien las leyes de la tribu, y fue incapaz de continuar hablando. Agachó la cabeza, y esperó a que él dijera lo que tuviera que decir.

Y ojalá piense que es por cualquier otra cosa…

¡Hija! – Volvió a exclamar sin apartar la mirada. Parecía esperar una explicación.- Habla. Explícame lo que llega a mis oídos por boca de otros.

- No puedo hacerlo, padre. No sé qué es lo que otros dicen. - Replicó la muchacha con la poca valentía que le quedaba. Intentaba tapar la marca del hombro sin mucho éxito, y se concentraba en no apartar la vista de su padre para aparentar seguridad y veracidad.

- Tumbas. - El hombre eligió no jugar al juego de la k’hlata y hablar directamente. - Profanas las tumbas de los antepasados, y les robas sus tesoros. Muchos son los que dicen que has hecho trueques con ellos: carne a cambio de oro y objetos raros. Un cazador ha reconocido una vasija que le ofreciste a cambio de pieles como una que debería estar enterrada junto a su bisabuelo. ¿Lo niegas, hija?

Maldito idiota.

La rabia consumía a la pequeña Pies Rojos. Había cometido dos errores: el primero, entrar en una tumba demasiado reciente; el segundo, confiar en el mercader inadecuado.

- Ellos ya no lo necesitan, padre. - Dijo, desafiante. Nuevos sentimientos afloraban y se anteponían al respeto y al terror.

- ¡Y tú tampoco! Gritó con furia su padre, dando un paso adelante por la inercia y la fuerza del grito, lo que hizo que la chica diera a su vez uno atrás, asustada de nuevo. - Entiendo que sea importante para ti no dar muerte a los animales con tus propias manos, pero ya te dije que, si encuentras un hombre, él lo hará por ti.

- ¡Pero no quiero depender de ningún hombre, padre! ¡No quiero depender de nadie! ¿De verdad piensas que entregarme y satisfacer las necesidades de un hombre, incluso cuando yo no quiera, es peor que coger unos cuantos objetos abandonados?

- ¡No son objetos abandonados, son regalos! ¡Reliquias! ¡Una ayuda para los muertos en su otra vida!

- ¡No hay otra vida, padre! - La muchacha comenzaba a enfadarse. Nunca había estado de acuerdo con las creencias y costumbres antiguas.

Su padre la miró con terror, como si la muchacha estuviera pronunciando las palabras de un hechizo desolador.

- ¡No me miréis así! Creedme, lo sé. Cientos de años después los muertos siguen tumbados en sus lechos, sin moverse. La comida con la que les entierran, se pudre, y el oro sólo coge polvo. Padre, por favor, os suplico que…

La chica no pudo terminar la frase. Algunos miembros de la tribu se congregaban a su alrededor, llamados por los gritos. Pudo ver las expresiones de asco, de desprecio, de miedo. Había bajado la guardia, y las manos, y ahora todos podían ver la marca de su hombro. Las madres giraban la cabeza de sus hijos para que no la mirasen directamente. Hasta su propia madre clavaba los ojos en ella con la boca abierta de pavor. Pero nadie se acercaba a ella a menos de tres metros, excepto su padre.

¡Silencio! - Quizá por la presión añadida de los testigos, la expresión de su padre cambió del terror a la ira. Con un movimiento rápido se acercó a ella y la agarró del brazo para hacerla callar, rozando con ello el límite del tatuaje. Ella puso gesto de dolor, y él se dio cuenta. Miró la marca apenas un instante antes de soltarla, aprovechando para empujarla hacia atrás y poniendo de nuevo distancia entre ambos, rechazándola, como si de repente pensara que ella era portadora de una enfermedad contagiosa.

Entonces, con mirada fría y terriblemente sosegada, gesto solemne, y movimientos suaves, como estudiados, su padre agarró una lanza cercana, y la blandió por encima de su hombro apuntando a la chica.

- Nos traerás el caos y la muerte.

- No… padre… por favor...

La muchacha suplicó en vano, con voz temblorosa y el rostro sucio empapado de lágrimas. Pero eso no ablandó al hombre que ahora la amenazaba. Notó cómo el brazo de este, que agarraba la lanza, se tensaba, y el hombre inclinó el arma hacia atrás. Así que ella, con un grito de angustia, se giró rápidamente y salió corriendo. Y casi no respiraba mientras corría, esperando notar de un momento a otro la lanza clavada en su espalda. Pero ese momento no llegaba, y cuando la muchacha entendió que no llegaría, sin dejar de correr, tuvo que volver a respirar pues rompió a llorar de nuevo, de rabia, de miedo, de incertidumbre. Sin embargo, no duró mucho, pues notó que el arrepentimiento no era parte de lo que mojaba sus mejillas, así que se concentró en correr. Y corrió, hasta que sus pies hicieron honor al nombre de su tribu, pero con su propia sangre.

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07/12/2020, 22:15
Infantería: Soldado Novato Preocupado.

EL CICLO DE LAS ESTACIONES.


EL AMANECER DE MIS TIEMPOS.

 

- Bambú, Baambúuu… ¿Dónde está mi pequeño cachorrito? Ven Bambuúu – canturreo la mujer buscando a su pequeño.

- Ahí Bambúu... ahí estás mi pequeño. ¡Te pillé! – dijo mientras alargaba las manos a un cesto y sacaba de detrás a un pequeñajo de no más de siete u ocho primaveras.

- Jajajajajajajaja…Umama noooo, no más umamaaaa. Para, para… ufff, ufff – jadeaba el pequeño ante el inmisericorde ataque de cosquillas con una espiga de hierba.

- ¡Mthunzi!, ¡mujer!, todos los días lo mismo. Este niño necesita endurecerse. Bhekumbuso, Thulani y Gatsha ya se adiestran con los hombres. Tiene que ir dejando los juegos, me preocupa que termine siendo un cachorrillo de verdad- comentó el padre mientras entraba en la choza al escuchar el escándalo.

- ¡Bangizwe, las lecciones a tu madre, hombre! – increpó la mujer al hombre escondiendo al asustadizo pilluelo tras su cuerpo.

- ¡¡No la menciones mujer, madre nos dejó hace tiempo!! No tolero su recuerdo en este hogar, ¡¿entiendes Mthunzi!? Suerte tenemos de contar con la protección de los espíritus. Haz caso a lo que digo. ¡¿Quieres ser la próxima?! – comentó el hombre enfurecido mientras volvía a salir tras coger un cuerno de cerveza de sorgo.

El hombre ya mostraba las carencias de la edad. Frente despejada y pocos dientes fruto de una alimentación deficiente. Su en otros tiempos buena planta se marchitaba frente al calor de la sabana y sus músculos colgaban donde otrora fueran flexibles.

La mujer atrajo al muchacho hacia si mientras se arrodillaba para tenerlo cara a cara. Unos pequeños lagrimones escurrían por la polvorienta cara de niño.

- Umama, ¿Upapa está enfadado conmigo? – dijo el pequeño.

- Thoba uthando, bambú. Upapa te quiere – el dijo al niño mientras le acariciaba la mejilla.

- ¿Y por qué grita siempre Umama? – preguntó.

- Ayyyy Bambú. Upapa grita no porque esté enfadado. Grita porque tiene miedo amor. Los hombres son así – comentó la madre.

- No entiendo Umama – dijo sorbiendo el pequeño.

La madre emitió una sonrisa esplendorosa, – ¡Mi pequeño!, lo entenderás cuando debas – le dijo sentándolo en sus rodillas.

- Por ahora, solo tienes que crecer. Upapaa, upapa está preocupado Bambú, siempre está preocupado – suspiró la mujer.

- ¿Por lo que dicen los otros adultos Umama? – dijo el chaval.

La madre lo miró como si lo viese por primera vez y sonrió – ¡Ajaaa!, alguien ha estado merodeando como un pequeño caimán de charca, ¿¡eh!? – dijo la madre mientras volvía a las cosquillas momentáneamente con una sonrisa pícara en la cara.

- No te preocupes mi Bambú. Nuestro pueblo es temeroso de lo que no conoce. Y lo que no se conoce y se teme, se toma por malo, aunque sea necesario para sobrevivir – comentó la madre más para sí que para el niño.

- Sigo sin entender Umama – reconoció el pequeño.

La madre lo miró como calibrando su madurez.

- ¿Sabes por qué te llamo Bambú, amor? – inquirió la madre.

- Sí Umama. Porque los nombres tienen poder – respondió orgulloso por conocer la respuesta.

- Sí mi amor. Pero Bambú no es tu nombre verdadero – aleccionó la madre.

- ¿Nombre verdadero Umama? – preguntó extrañado el muchacho.

- Ajá Bambú. El nombre verdadero es lo que “uno es”. Es su espíritu, su verdadera naturaleza. No es dado al nacer, no lo adoptamos. Pero yo te llamo Bambú por otro motivo cariño – indicó la madre dándole un toquecito con la punta de dos dedos entre los ojos.

- ¿Cuál Umama? – preguntó realmente interesado el hijo.

- Las madres debemos proteger a nuestros cachorros, Bambú. Y el nombre que yo te he dado es mi esperanza de amor. Lo que yo espero que llegues a ser – explicó la madre.

- ¿¡Un árbol Umama!? – inquirió extrañado el aprendiz.

- Ajajaja…no, no, no mi pequeño. Un árbol no. Lo que representa, amor. Ven conmigo – le dijo mientras se dirigieron a una pared de la choza – Pon la mano y empuja con fuerza – dijo la maestra.

El niño tocó la pared compuesta por tallos del árbol en cuestión con curiosidad y temor supersticiosos como si alguna magia extraña fuese a manifestarse al tacto.

- El temor a lo desconocido, el mal de los K´Hlata.  – pensó la madre.

- ¿Qué notas? – dijo la madre ejerciendo presión a la par que su niño.

- Es duro Umama. Muy duro. Pero suave… y se mueve – comentó el niño.

- ¿¡Ajá!? Ahora suéltalo, ¡rápido! – dijo la madre como si el bambú se fuerza a cobrar vida, retorcerse y morderlos.

- ¡¡¡Tonnnc, Tonnnc, Plassss!!!- sonó mientras la choza entera cimbreaba violentamente con el retorno elástico del bambú, mientras el niño dio un salto para atrás asustado.

 - ¡Umamaaaa! – reprochó el niño ante lo que entendió como una broma pesada.

- ¿Has visto? El bambú es duro, pero flexible, muy flexible. Es suave, pero te devuelve toda la fuerza que le das. ¿Sabías que el árbol de bambú es que más rápido crece de la zona? Se adapta, pero no lo invade todo. Muestra respeta por su entorno y otros seres. Puedes aprender muchas cosas del bambú hijo – dijo esperando a que calase su mensaje.

- Creo, creo que lo entiendo Umama – dijo el niño con un brillo en los ojos - ¿Cómo sabes tanto Umama? – preguntó.

La madre se mantuvo un momento dispersa, oteando el pasado y los recuerdos - Ay hijo, es nuestro legado. Y el de toda nuestra tribu. Aunque lo hayan olvidado. Éramos sabios, consejeros de otros, hombres y mujeres. Pero eso ya es pasado, se rompió el equilibrio y ahora somos lo que somos - siguió con su ensoñación.

Miró intensamente a su hijo y en su mano apareció un pequeño tótem de bambú representando al caimán negro. La forma reptiliana danzó entre los dedos de la madre mientras meditaba unas palabras que bambú nunca podría escuchar - Imimoya nokhokho, izulu nomhlaba, ukukhanya nobumnyama; khombisa ukubuka kwami ​​ekusaseni legatsha lami –

Finalmente la madre exhalo su aliento en la talla y la enseño a su hijo - Mira hijo - le dijo enseñándole la figurita reptiliana – Este amuleto te acompañará allá donde vayas. Tenlo a mano. El caimán nos enseña, bambú. Te recordará que debemos buscar oportunidades para ingerir nuevos conocimientos y sabiduría. Pero recuerda bien esto hijo. Debes asegurarte de darte tiempo para integrar todos los nuevos cambios de tu vida en tu espíritu. En otras palabras, paciencia Bambú, mantén el equilibrio a medida que te mueves a través del ciclo de las estaciones o el conocimiento te consumirá -  

- No entiendo Umama, hablas en acertijos – dijo Bambú.

La madre sonrió, abrazo al niño y lo libero al exterior a jugar. Sabía que la primavera sería floreciente. Pero el verano de sus retoños sería duro, muy duro. Especialmente el de Bambú.

Cuando el verano te alcance en toda su oscuridad bambú. Cuando las verdes y arremolinadas frías aguas que acogen al terrible reptil te traben con sus dientes, amenazando despedazar tu espíritu; se abrirán ante ti varios caminos. Los espíritus llegarán a ti, en tu mano estará abrazarlos o rechazarlos.


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13/12/2020, 18:04
Infantería: Soldado Novato Preocupado.

CICLO DE LAS ESTACIONES

CRIATURAS NOCTURNAS


 I

Las ruinas se encontraban a penas a unas millas a pie del poblado. Cuando emergieron en toda su dimensión, el muchacho imaginó preocupado que muros de piedra como aquellos tendrían que haberlos construido una antigua y poderosa raza de hombres con ayuda de los espíritus. Los K’hlata no eran capaces de semejantes construcciones. Los muros tenían por lo menos ocho codos de altura, si no más. Porque desde la distancia y, en plena noche, el recorte de los lienzos derruidos era complicado de estimar.

Nunca se había acercado a aquellas ruinas. Era el tabú entre los tabús.

Cierto, la tribu se había asentado en tiempos del primer patriarca en aquellas tierras. Pero no menos cierto es que lo habían hecho por pura necesidad, miedo. En aquel entonces los Caimanes Negros no eran una tribu de guerreros. Seguían sin serlo, realmente. Pero en aquellos tiempos ni siquiera despuntaban las lanzas en el exterior de las chozas. Eran una tribu que buscaba el conocimiento de los ancestros, que lo veneraba, pero que lo respetaba lo suficiente como para no adentrarse en las ruinas. Pero las estaciones pasaron y no se sabe quién y con qué autoridad o propósito, declaró tabú tales búsquedas.

Sin embargo, esos mismos tabúes y la presión de otras tribus por expandirse llevaron al Patriarca a tomar una decisión. Acercar la tribu a las ruinas de Dzimba-Hwe. Era una máxima de la supervivencia K’hlata. Si no tienes fuerza física para imponerte, usa los miedos de tus enemigos para sobreponerte.

Habían estallado protestas sí. Los chamanes de la tribu clamaban por el respeto a los ancestros, por la “invasión” de aquellas ruinas. Realmente el poblado se encontraba a medio día a pie, pero las ruinas se asentaban en una baja meseta que dominaba muchas millas a la redonda y se podían ver, ominosamente, cada vez que un Caimán Negro viraba su cabeza en aquella dirección. Parecía tratarse del estandarte de una advertencia ya olvidada.

Había algo en aquellas ruinas que despertaba un temor ancestral, era cierto, pero ya nadie recordaba el motivo. El muchacho suponía que bastaba mirar a semejante construcción de piedra para que a uno se le pasase por la cabeza lo mismo que a él.

No te acerques.

Todo esto, suponiendo que el relato que le había contado su madre era exacto y verídico. Teniendo en cuenta que lo había recibido de la madre de mi padre, una loca exiliada. Y esta de su madre y así sucesivamente. No lo hacía muy de fiar. Las mujeres K’hlata son más supersticiosas aún que los machos, máxime cuando la histeria de la edad se apodera de ellas.

Lo cierto es que la historia había calado en Waliokimbia. Estaba en esa edad en la que la curiosidad y la temeridad ofuscaban el buen juicio. Una edad temprana para un pueblo como el K’hlata. A los doce años un macho era ya separado de su madre, e iniciado en las artes de la caza y la lucha. No había espacio para más. La Gran Sabana no era un lugar amigable. Si la dejabas, te mordía y tragaba. Había sucedido suficientes veces como para que la vida fuese de otra forma.

El relato de su madre lo había dejado con dudas. Pero en la tribu, su madre tenía cierta reputación. Mala reputación. Era tachada de bruja y agorera. Posiblemente fuese una mezquindad inventada a causa del exilio de su abuela paterna. Pero su madre nunca había hecho nada por negarlo. Sencillamente nadie había encontrado pruebas para ajusticiarla. Aunque en la cultura K’hlata eso no era en absoluto necesario. Pero el respeto a los ancestros y la espiritualidad de los K’hlata impedían quitar una vida sin una causa “justa”. Y su madre tampoco había dado nunca muestras de ser una bruja, más allá de una mordaz ambigüedad y una clara predilección por aleccionar sin motivo.

Era esa ambigüedad la que había llevado a Waliokimbia a preguntar por su reputación la primera ocasión. El pasado invierno. La respuesta de su madre lo habían desconcertado.

- Esas preguntas ya te fueron respondidas, aún sin salir de ti – le había dicho.

Odiaba cuando su madre hacía eso. Su ambigüedad dañaba a su familia. Dejaba en evidencia a su padre. Un padre siempre preocupado por despejar cualquier duda de mancha dejada por su propia madre. Waliokimbia no recordaba nada de eso. Todavía no había nacido cuando eso sucediera. Sus hermanos mayores eran pequeños, tampoco recordaban gran cosa.

Desde el invierno pasado las dudas se habían acumulado. Las semillas se habían sembrado y regado abundantemente durante la primavera. Para cuando llegó el verano, brotaron abruptamente en forma de preguntas que Waliokimbia ya no podía contener.

Waliokimbia nunca había sido especialmente feliz en la tribu. Su familia estaba siempre bajo cierta sospecha. Antes por su abuela, ahora por su madre. Sus hermanos se habían apartado rápidamente. Por intercesión de su padre. Waliokimbia siempre había permanecido cerca. Pero con la edad las miradas suspicaces empezaron a incomodarlo. Se sentía un tanto extraño entre su gente. Obsesionado como estaba la preocupación le reconcomía.

Hasta que llegó el día que abordó a su madre. Necesitaba respuestas. Quería conocer el porqué de la obsesión de su padre. El porqué de las amenazas no veladas a su madre.

- Tus respuestas no están aquí Bambú – odiaba que usase ese mote de la infancia, lo hacía menos hombre – Si de verdad quieres saber, debes adentrarte allí – dijo señalando con su dedo las ruinas de Dzimba-Hwe.

Waliokimbia se había quedado pálido, si eso era posible. Dzimba-Hwe era tabú. Los machos no se acercaban. Las mujeres no lo mencionaban. Los ancianos lo temían.

Sabía de algunos machos jóvenes que se habían iniciado en su hombría internándose en las ruinas. Por pura fanfarronería. Habían vuelto enloquecidos. Hablando de extrañas visiones de un ser cruel y maligno, sufriendo fiebres y pústulas. Nunca conseguían describirlo con certeza, pero su impacto estaba claro. Nadie volvía a intentarlo. Al menos en una buena temporada. Siempre hay estúpidos.

Y ahora allí estaba él. Estúpido por preguntar. Estúpido por oír. Estúpido porque su hombría recién estrenada le obligaba a desmostarse no sabía bien qué.

Estúpido, estúpido, estúpido.

 


 II

Waliokimbia examinó el perímetro de la muralla exterior de Dzimba-Hwe. No tardó demasiado en encontrar una oquedad en donde la erosión del tiempo había pasado factura a la piedra. La abertura se encontraba parcialmente fusionada a una torre de forma extraña, como de falo despuntado, bastante superior en altura a la propia muralla. La maleza y las raíces de algunas acacias habían terminado la tarea de derruir esa parte del lienzo.

El muchacho escaló y se deslizó cuidadosamente en medio de la penumbra de la noche, preocupado por evitar que alguna piedra se desprendiese y lo lanzase abajo. La muralla se había derrumbado, pero seguían siendo un par de pasos de altura y una muy mala caída sobre piedra.

El interior de la muralla daba acceso a un corredor de uso desconocido para Waliokimbia, perimetrado por otra muralla más baja en mejores condiciones. Al rodear la extraña torre descubrió un acceso al área interior de las ruinas. Un gran espacio abierto cubierto de maleza seca y baja que creía dificultosamente en el interior del recinto. Una vez en el interior, el muchacho se arriesgó a encender una antorcha con la yesca y el pedernal que había llevado. Estaba bastante convencido de que las murallas ocultarían su brillo a los ojos del poblado allá abajo pero no podía evitar preocuparse. Un descuido y estaría anunciándose a millas a la redonda. Aunque no es que nadie fuese a subir allí. Creía.

Lo que Waliokimbia divisó mientras se encaminaba por la zona lo dejó bastante descorazonado. Allí no había nada. Nada de nada. Piedras y rastrojos. Algunas acacias y ficus sobreviviendo a la sombra de los montones de roca derruidos sorbiendo la escasa humedad de la tierra y poco más. Algunas zonas se dibujaban como senderos ya que los rastrojos crecían peor en esas zonas o directamente no crecían. Pero el área de luz de su antorcha tampoco daba para discernir su origen o destino.

No había nada allí que sugiriese la causa del temor ancestral que mantenía anclados a los Caimanes Negros al poblado. Nada en absoluto. Salvo las tradiciones. Su madre lo había manipulado. Otra vez había desviado su atención. Y él había picado. Estúpido.

Pero eso no explicaba los desvaríos de los pocos que se habían desventurado en las ruinas. Incluido él. Así que algo debería haber. Por fuerza. Las historias no salían de la nada.

Deambuló un buen rato iluminando con su antorcha en lo que debía ser la zona central del área, donde se apreciaba una delimitación de piedra lo suficientemente grande como para tratarse de otra muralla. Había piedra por todo el interior del perímetro, como si el tajdo de un edificio de grandes dimensiones hubiese colapsado hacia dentro. Pero en la Gran Sabana nunca había habido edificios de semejante tamaño.  

¿O no?

Waliokimbia creyó haber dado con algo. Las historias de Dzimba-Hwe siempre mencionaban que se trataba de una gran ciudad. Muy extensa, en millas y millas hacia el norte, y luego extendiéndose al este y oeste. Como si de una forma de pico se tratase. Pero con su origen siempre en el sur. En aquella meseta. Había visto evidencias de esta extensión por la zona. Montones de piedras demasiado alineadas y apiladas para tratarse de algo natural. Conjuntos circulares que parecían recordar a los límites de chozas de piedra. Cosas así. Todo Caimán Negro las conocía, por sus partidas de caza hacia el norte. Aunque nadie tocaba las piedras. Nunca.

Así que fuera lo que fuera lo que su madre quería que viese, estaba allí. Solo tenía que buscar bien. Era más fácil decirlo que hacerlo. Las estrellas ya se habían movido un buen trecho en el cielo cuando Waliokimbia pensó en descansar un rato.

Se sentó en sobre una roca particularmente apropiada para la tarea. Fría como solo puede ser la noche de verano en la Gran Sabana. Sus oídos estaban lo suficiente entumecidos como para notar un leve dolor. Trataba de mover la mandíbula para desbloquear la presión cuando escuchó un leve susurro.

- Engendroooo. ¿Eres tú engendro? –

Waliokimbia pegó un salto y se encaramó a la piedra, golpeando la antorcha y haciéndola rodar por el suelo. Instintivamente sacó su lanza y la agarró con ambas manos por delante de su cuerpo. Dobló sus rodillas para reducir su estatura girando levemente las caderas para ofrecer menos blanco ante un posible enemigo.

Pasó un rato hasta que Waliokimbia fue capaz de darse cuenta de que llevaba sin respirar un buen rato. El martilleo de su corazón en la cabeza fue el aviso que le hizo liberar un bufido para liberar la presión de sus pulmones. Aun así, le costó recuperar la cadencia normal de respiración. Seguía agitado.

- Estoy tarado – se dijo para sí mismo.

Relajó la postura, tras haber afinado el oído y no notar más que el sonido de los rastrojos sacudidos por el viento. Allí no había nada. Estúpido paranoico. Se sentó nuevamente, clavando su lanza en el suelo y recolocando la antorcha en el hueco entre dos rocas. Volvió a sacar la carne seca para trabajar sobre ella.

- ¡¡¡Maldito muchacho del diablo!!! ¡¡¡Trae tu horrible cara ante mí!!! -

Esta vez la carne voló por el aire y la lanza se transportó prácticamente sola a las manos de Waliokimbia. Respiraba agitadamente como un ñu perseguido. El frío se pegaba a la humedad que liberaba su piel a chorros. Aquello había sido un grito en toda regla. Pero un grito que no podía localizar. Parecía que el viento manaba una ira pura.

- Ahhhh, ¿pero que tenemos aquí? Tú no eres mi asqueroso pobre diablo…-

Waliokimbia estaba ya en pánico absoluto. Si no había escapado ya era porque su cabeza había olvidado transmitírselo a sus piernas. En parte el instinto entrenado de la caza lo había clavado al suelo. Todo buen K’hlata sabía que, ante un depredador, no se debe correr. Eso lo provoca.

Y en aquella voz había instinto de depredación. Casi podía notar un sonido de arrastre por el suelo como de una fiera al acecho.

- Bien, bien, bien. Así que tenemos un nuevo estúpido en mis tierras. ¿Cómo te llamaré a ti? Mmmm… ¿Cagado? Ohhh, sí, siiií… Cagado, es perfecto. –

Los insultos de la voz consiguieron que una emoción diferente al miedo tomara el control. Waliokimbia no era un gran guerrero, ni siquiera un gran cazador. Pero odiaba que lo menospreciaran. Empezó a girar sobre su posición, volviendo a reducir su postura a la par que alargaba el extremo de su lanza mientras trazaba círculos. Era una conocida posición defensiva K´hlata cuando el guerrero desconocía la procedencia de la amenaza. Otra máxima K´hlata. Nunca te paralices.

- Vaya, vaya. A Cagado le ha salido el orgullo, ¿¡eh!? Lástima que sea un orgullo de mierda, Cagado. ¿No hablas? Bueno, ya que no hablas… - susurró como con complicidad la voz. - Thula ngempilo yakho. Vala inhlanhla yakho. Thula ethuneni ngokufa kwakho. –

Waliokimbia había entendido algunas palabras ¡Parecía K’hlata! Pero su significado era un galimatías sin sentido. Era una voz ronca, andrógina, de esas a las que no le puedes distinguir el sexo. Intentó provocar al dueño de la voz para que saliera a la luz. Crea tu oportunidad, provoca a tu enemigo para que cometa errores. Lo recordaba de sus lecciones de lucha.

Waliokimbia gritó. Pero no llegó a escuchar su propia voz. Volvió a intentarlo. El pánico se apoderó absolutamente de su mente. Hasta aquel preciso momento pensaba que alguien estaba jugando con él ¡¡Alguien!!

Ahora sabía que era algo.

Salió corriendo con su lanza sin pensar en la antorcha.

- Haaaaahhaaahaaaaaaahaaa – reía la voz histéricamente – ¿¡Pero donde vas mi Cagado!? –

Fue lo último que Waliokimbia escuchó antes de recibir un brutal golpe en la sien derecha y caer en la oscuridad con un fogonazo de dolor.

 


 III

Waliokimbia se despertó en un lugar húmedo y oscuro, iluminado únicamente por la luz de las brasas de un hogar a ras de suelo. En un pote se cocía algo de olor picante. Era un olor bastante atrayente teniendo en cuenta la situación. Parecía algún tipo de sala construida en piedra. Trató de moverse, pero estaba fuertemente atado a la espalda, sin acceso a sus armas ni nada útil a mano. Otra vez el sonido arrastre de algo contra el suelo.

- Veamos que tenemos aquí. Déjame que te vea bien – dijo una voz esta vez a su espalda. Tiró de su cabeza hacia atrás para poder verlo bien a la luz de las llamas.

- Umthakathi... – susurró Waliokimbia – Umthakathi, Umthakathi... ¡¡¡ Umthakathiiiii!!! – Chilló sin control el muchacho mientras sus párpados salían prácticamente de sus órbitas y su pecho bajaba y subía como un tambor. La malicia de esos ojos, lo retorcido de su sonrisa.

- Sí, sí... Umthakathi, Umthakathi. Bruja, Bruja... Oh cállate ya. Plaaaff – sonó el tortazo de la bruja en la mandíbula del muchacho. La sorpresa del golpe dejó aturdido a Waliokimbia.

- ¿Qué hacer contigo Cagado? Os advierten, os advierten y seguís viniendo. Estúpidos reptiles, hijos de una hiena ¡Este es mi hogar!, ¿¡Entendéis!? ¡¡Mi hogar!! ¡Mío! ¡¡¡No me iré de aquí!!! ¡¡Díselo a los monos infectos de ahí abajo!! – escupió la bruja salvajemente.

- Pero tú…bah todavía llevas el pañal. Tú no has venido a echarme ¿O es que el resto de tu manada de hienas está ahí fuera, esperando? Mmmmm…, ¿eres un gusano?, ¿¡¡queréis este buitre pique para que le despedacen esas hienas!!!? ¿¡¡Eeeh!!?, ¿¡¡Eeeeh!!!? No respooondes…Bien, yo te soltaré la lengua, ya estaba previsto…sí, estaba previsto…sí…mmmmjum – anticipó la bruja.

 

No es que Waliokimbia no quisiera responder. Es que su lengua se había vuelto rígida, adoptando una curvatura extraña hacia su paladar mientras la saliva se negaba a fluir.

- ¡¡¡Aaahhh!!! – grito Waliokimbia al serle arrancado un mechón de pelo. – No. No, no. No, nononoooo… ¡¡¡ubuthakathi no!!! – gritó mientras la bruja lanzaba el mechón al caldero y removía susurrando una letanía. Todo K´hlata sabía lo que podía hacer una bruja con algo de pelo.

- Sí, sí...yo te soltaré esa lengua inútil que tienes Cagado. Verás, verás. Cantarás como un pajarillo para este buitre... –decía mientras removía el líquido que pasó a despedir un olor ácido. Cogió un cuenco de barro y lo llenó con ese líquido turbio. Acercándose al maniatado, le agarró del pelo y colocó la cabeza hacia arriba. Waliokimbia negaba, luchaba, cerraba la boca. La bruja harta de tanto bailoteo golpeo la tráquea secamente con su mano y mientras Waliokimbia boqueaba como un pez fuera del agua, introdujo el contenido del cuenco directamente a su garganta. Waliokimbia tosió salvajemente ahogándose. La vieja lo tiró de lado y le propinó una patada en la boca del estómago. Tenía fuerza la puta vieja.

Waliokimbia regurgitó restos de carne seca, pero una buena parte del líquido le recorrió el vientre, quemándolo desde el interior. El ardor se convirtió poco a poco en una sensación cálida que se repartió desde su vientre a las extremidades, quedándose adherido en la pequeña zona entre sus ojos.

La vieja espero un largo tiempo y abrió los párpados del muchacho. – Mmmmjumm…bien, bien, suficiente Cagado, suficiente. Incorpórate por favor, muchacho – la voz de la vieja bruja había cambiado radicalmente su registro. Waliokimbia se sorprendió sintiéndose levemente mejor con la situación y el dolor. Restregándose, consiguió erguirse y quedar sentado en la fría piedra – Veamos muchacho, no necesitamos todo esto ¿no? Me he exaltado. Un extraño armado. Entrando en mi hogar. Sin mi permiso. Entenderás que una anciana como yo se haya asustado ¿no? -

Waliokimbia pensó que visto tenía cierto sentido. Cualquier K’hlata tenía derecho a defender su hogar. Pero él no sabía que estas ruinas eran el hogar de nadie – Pe… ppee…, ¿perdón? – expresó con menos dificultad Waliokimbia.

- ¡¡Yaaa, sí, sí…ya decía yo que me parecías un muchacho educado, claro!! Sólo hemos empezado con mal pie. Eso es todo, eso es todo.  Bebe, bebe, te sentará bien – comentó la bruja mientras le acercaba el cuenco a los labios.

Waliokimbia pensó que el líquido, aunque ácido y especiado le había sentado bastante bien. Podía ser una medicina. Las de su madre siempre eran desagradables, pero le sentaban bien. Así que bebió algo más. El calor manó con mayor intensidad y se sintió más relajado.

- Tienes que entender muchacho que haya tomado precauciones – dijo señalando a sus ligaduras – Eres un joven fuerte y yo una vieja asustada, por eso te ataque – explicó su anterior actitud. – Pero ahora ya nos conocemos. Me llamo Nkombe, ¿cúal es tu nombre? – preguntó solicita la vieja con una sonrisa arrugada.

Waliokimbia sabía que los nombres tenían poder, así que prefirió utilizar su apodo familiar. – Bambú, señora –

- ¿Bambú? ¡JA! Que nombre más curioso – indicó la vieja. – Pero no me hagas caso. Llevo tanto sola en esta zona que ya no recuerdo las buenas costumbres Bambú. –

Pronunció su nombre con tal intensidad que algo pareció sacudir a Waliokimbia. Pero la sensación pasó y volvió la calidez en su cabeza.

- Curioso, curioso, sí… – le miraba la vieja con extrañeza – Y dime Bambú ¿Qué te trae a mi hogar? ¿Estás lejos de casa? –

El muchacho le extrañaba que alguien pudiese vivir en semejantes condiciones de oscuridad y humedad - ¿Vive aquí señora?, ¿Sola? –

- ¿Qué?, ¿Aquí? Oh, no. No, no mi buen Bambú. Este es un lugar frío. Desagradable. Pero hay unas bayas y raíces buenísimas para cocinar. Esto es…- dijo abarcando lo que ahora Waliokimbia distinguía como un pasillo de piedra pronunciado – …únicamente un refugio para cuando llueve. –

- ¿Llovía? – se forzó Bambú a recordar. Le costaba centrarse en la fecha en la que estaban. Pero juraría que era verano - Mmmm, sí… una tormenta de verano realmente inoportuna. Ahora no podré recoger nada. Pero al menos tengo compañía… ¿¡Eh!?-

- Pero bueno mi buen Bambú, cuéntame, cuéntame ¿Qué te trae por aquí joven? ¿Un poco de aventura?, ¿Una mujer? Dime, dime. Tengo pocas visitas – solicitó la vieja.

- ¿Mujeres?, ¿Aventuras? – repitió calmadamente Waliokimbia. – No señora. Fue una estupidez. Solo quería comprobar algo… - dijo con cierta reticencia - ¿Ajaa?, ¿sí? ¿Lo qué? – repitió la vieja.

- Fue mi madre señora. La acosé a preguntas y bueno…me envió aquí para tener respuestas. Pero aquí no hay nada señora. Piedra y, bueno, usted. Ya me entiende – confesó con algo de pudor.

La vieja le miró durante un largo rato. Un rato extremadamente largo sin decir absolutamente nada. El fuego crepitaba bajo. En la lejanía del pasillo se escucha el rascar contra la piedra de alguna alimaña. Waliokimbia únicamente miraba la intensidad de esos ojos tan enormes, ancianos, pero a la vez muy vivos.

- ¡El nombre de tu madre muchacho! - restalló el látigo de su voz como al inicio de su encuentro. Waliokimbia dudó - ¡¡¡El nombre!!! ¡¡¡Dime su nombre!!! – se levantó la mujer con ira arrojando el contenido del caldero.

Mthunzi. Mthunzi Nioka – confesó sintiendo que cometía algún tipo de traición que no terminaba de entender.

Otro eterno momento en silencio mientras la “sopa” recorría la piedra y embadurnaba una larga falda de paja. La vieja suspiró pesadamente. Un cuchillo que parecía bien afilado apareció como por brujería en su mano. Se acercó a Waliokimbia con resignación. Waliokimbia pateó, se puso en pie, giró y se trastabilló golpeándose duramente el mentón. Notó como la vieja plantaba los pies a los lados de su espalda y sintió el contacto de la hoja con su piel y un fuerte tirón.

Sus manos se soltaron, mientras oía imprecaciones por lo bajo de la vieja acerca de mujeres manipuladoras e irresponsables.

- Sígueme, quiero enseñarte algo. -

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13/12/2020, 20:45
Infantería: Soldado Novato Preocupado.

CICLO DE LAS ESTACIONES

LA PÉRDIDA DE LA INOCENCIA


I

El pasillo de piedra discurría en una pendiente cada vez más pronunciada que se extendía y extendía. Las hornacinas podían verse aquí y allá a lo largo de las paredes. Huecos y más huecos con los restos de cientos, pude que miles de ancestros. Waliokimbia había hecho el mismo trayecto en tres ocasiones en las últimas estaciones. El terror cerval ya no se apoderaba de él cada vez que dejaba atrás la necrópolis que se extendía bajo Dzimba-Hwe. Ya no temía que los ancestros K´Hlata se levantasen de sus lugares de descanso para recriminar su ofensa. Ahora solo le preocupaba que su espíritu se hubiese mancillado más allá de todo arreglo.

La primera vez, la vieja prácticamente había tenido que arrastrar Waliokimbia a golpes y apalearlo para que se calmase. Tras aquello el terror se había transformado en una mezcla de temor y curiosidad malsana, aderezada con una gran dosis de escepticismo e incredulidad. Aquella sopa seguía funcionando bien.

Las ruinas escondían cientos de años de historia y cultura K´hlata. A unos pasos de su poblado. Sin embargo, nadie quería afrontar la realidad. Sería demasiado dura. Los tabús se sostienen porque no existen hechos para enfrentarlos. Era una frase de la vieja.

Waliokimbia continuó su recorrido. En ocasiones anteriores, por lo menos había recorrido veinte veces veinte pasos para alcanzar su destino. Los había contado con sus manos, pero era su límite. Así que podía ser más.

Era fácil desorientarse en aquel lugar. El pasillo central solo se distinguía por ser más ancho que los pasillos laterales. Una densa maraña de piedra que subía y bajaba sin ningún tipo de salto vertical o escalera. Pasillos y más pasillos. En un momento dado bien podrías encontrarte a dos pasos bajo tierra y en otro, a una decena. El efecto era angustiante. Una telaraña de piedra donde miles de huesos se mantenían atrapados como cadáveres digeridos. Waliokimbia se preguntaba quién o qué sería la araña de aquel reino. Le preocupaba descubrirlo.

El joven llegó a su destino. Una gran bóveda natural cuya pared serpenteaba trepando perezosamente cubierta de cuernos de piedra, hasta alcanzar una altura de por lo menos veinte pasos. Puede que más. La luz de la llama no la alcanzaba.

La vieja esperaba pegada a una de las paredes de piedra. Se podían ver perfectamente grandes agrupaciones de pinturas ocres, negras, rojas, … Colores siempre relacionados con la tierra, muy presentes en la Gran Sabana. La bruja los iluminaba con cuidado a cierta distancia sin dañarlos con la llama o el humo que se desprendía de la antorcha. Toda la bóveda se encontraba repleta con esas pinturas. Decenas y decena de ellas. Sin orden ni concierto aparente. Era una de las ambiciones de la bruja. Encontrar la senda entre las pinturas. Revelar la pauta que daba sentido al conocimiento allí recogido.

Había hecho algunos progresos con los años. Costaba interpretar los elementos. Él mismo lo había intentado y no había sacado gran cosa. Algunos eran claros.  Animales y figuras negras parecidas a los K´hlata corriendo tras ellos con palos en las manos. Escenas de caza. Otras eran inexplicables, reflejando lo que parecían bestias de cuatro patas con cuellos de proporciones gigantescas si los comparabas con los minúsculos hombres que aparecían alrededor. Las bestias parecían inclinarse sobre las copas de unos árboles igualmente enormes, pero del todo desconocidos. Enormes árboles que recordaban a los tocados de trenzas de las mujeres K´Hlata cayendo por todos lados del tronco, como si se tratasen de enormes hojas.

Treinta años recorriendo aquella penumbra. Toda una vida de trabajo en aquel páramo de muerte. Y allí estaba Waliokimbia, preguntándole el porqué de todo aquello y su utilidad real. Seguía sin conocer porqué su madre lo había enviado con Nkombe.

Seguía sin acostumbrarse a usar su nombre. Siempre pensaba en ella como la vieja bruja. Le preocupaba que algún día se le escapase. La primera respuesta de la vieja fue un guantazo. Waliokimbia nunca respondía a su maltrato, el mal yuyu de la vieja lo intimidaba 

- Estúpido bisonte tarado. Son nuestras raíces. ¡¡Nuestras raíces!! ¡Mira aquí! ¿Qué ves? – dijo acercando la luz.

La pintura parecía una enorme extensión de color verde o azul, con cientos y cientos de pequeñas formas de flecha agrupadas aquí y allá. En el centro de todo se elevaba una montaña donde había varias figuras humanas negras de rodillas y los brazos en alto. Waliokimbia no terminaba de entender su significado. La bruja lo clarificó. - Es el mar muchacho. Un mar enorme, y extenso. Y esto… - apuntó con la antorcha – esto es Dzimba-Hwe  terminó por concluir.

Waliokimbia la miró con perplejidad. La vieja estaba loca. El mar no existía en la Gran Sabana. El mar estaba a millas y millas al norte y al oeste. No porque él lo supiera. Nunca había visto el mar. Pero otras tribus “intercambiaban dádivas” con pueblos cercanos al gran mar. En una ocasión incluso había visto un abalorio de conchas marinas.  Lo que trataba de decirle la vieja bruja estaba fuera de todo sentido.

- Sí, sí. Yo misma pensé así – dijo la bruja adivinando su escepticismo. – Pero esta pintura refleja el pasado. Un pasado muy lejano. Pero que existió sin duda. No tienes ni idea Bambú, no sabes nada. Lo que he encontrado en este lugar. Tablillas de piedra con dibujos y símbolos. Lanzas con puntas de piedra que parecían hechas para pescar, no para cazar depredadores de la Gran Sabana. Este lugar es nuestro origen. Ven, ven… - le dijo la vieja enseñándoles otras pinturas.

En esta los hombrecillos negros llevaban a otro hombrecillo o lo que parecían los huesos de uno, tumbados en un palo. Parecía que danzaban y se encaminaban a otras dos figuras, una con lo que parecía el pelo largo y falda, otra sin pelo y con un evidente pene. Ambos tenían en su mano un cetro o vara.

- Lo que ves es un rito funerario Bambú. Me llevó mucho tiempo interpretarlo. Pero hace mucho tiempo, nuestra muerte se festejaba. No como ahora, en estos tiempos. Se presentaba a los muertos ante sabios, hombre y una mujer ¿Entiendes? ¡¡La sabiduría era depositada en hombres y mujeres!! ¡¡¡Por igual!!! – elevó su voz resonando en la caverna.

- ¿Y eso qué quiere decir? Da igual, ¿no? Aunque fuese la verdad. El pasado, pasado está. No sirve de nada – indicó Waliokimbia.

La vieja lo miró como si contemplase una boñiga, con cara de repugnancia y conmiseración. – ¡Chacal descerebrado! – le brindó. – Nuestras tradiciones, nuestras leyes y tabús. Se apoyan en nuestro pasado. Si pudiese enseñar esto, si las tribus lo pudiesen ver y entender. Si lo aceptasen como la verdad. Nuestras tradiciones serían otras ¡¡¡Romperíamos el ciclo!!! – espetó al joven K´Hlata 

– Pero yo estoy vetada. ¡De por vida! – le dijo mirándole con intensidad.

Waliokimbia sufrió una epifanía. Entendió el razonamiento de la vieja. Quería romper con la tradición. Quería decir que no tenía sentido, que era una mera invención, una pose, un artificio de los patriarcas. Quería una voz propia ante los K´hlata. Lo quería a él.

Era una loca. Era una revolucionaria. Era su abuela.

- ¡¡¡Oh espíritus!!! Estúpido, estúpido, ¡¡estúpido!! -

 


II

Esa noche entera Waliokimbia trató de abordar el tema que lo había llevado allí la primera ocasión. Quería saber por qué Nkombe, nunca podría llamarle “Ugogo”, había sido expulsada del pueblo, qué relación tenía con su madre y por qué lo trataban así a él en la tribu de los Caimanes Negros.

Nkombe le explicó como había descubierto de joven que tenía el “regalo”. Así lo llamaba ella. La capacidad para ver, conversar y requerir a los espíritus. Waliokimbia dudaba de ello, pero tenía que reconocer después de algunas demostraciones prácticas que Nkombe tenía acceso a algún tipo de extraño poder. Eso preocupaba a Waliokimbia. Existen espíritus benignos y espíritus malignos. Le costaba poco hacerse una idea de cuales prestaban atención a la vieja.

La vieja relató como un poderoso espíritu ancestral le habló de las ruinas y su poderoso legado. Por aquel entonces la Tribu todavía no se había asentado cerca de Dzimba-Hwe. El espíritu la compelía a viajar al lugar. Pero sólo se trataba de una mujer en un mundo de hombres. Así que, con el tiempo, Nkombe empezó a influir en la opinión del abuelo de Waliokimbia, hombre cercano al patriarca de la Tribu en aquellos tiempos. La vieja no indicó nunca mediante qué medios. Waliokimbia no preguntó. 

En aquellos tiempos se había intensificado en gran medida la presión de otras tribus sobre los Caimanes Negros. Las palabras de Nkombe empezaron a calar en el Patriarca. Hasta que una razzia especialmente violenta de los Esclavistas de la Linde terminó por convencerlo. Muchos jóvenes Caimanes habían sido capturados ese día. Comenzó un éxodo. Nkombe consiguió su objetivo, se habían asentado cerca de Dzimba-Hwe. Pero su éxito se había convertido en la sospecha de otros. Especialmente del chamán de la tribu.

Nkombe dedicó varias estaciones a buscar la entrada a la necrópolis de Dzimba-Hwe. No podía ausentarse del poblado. Tenía obligaciones de mujer. Hijos que atender. Sin embargo, las enseñanzas del espíritu ancestral seguían su curso. El Gran Espíritu del Buitre le permitía adelantarse a los guerreros de la tribu y escabullirse en su búsqueda. Durante años visitó Dzimba-Hwe, desentrañó algunos de sus secretos y estudió la historia de los K´hlata allí registrada.

Nkombe asumía que los K´hlata, mejor dicho, sus ancestros lejanos, habían sido los primeros humanos que habían habitado el mundo. Que en su pasado eran un pueblo nómada que fue asentándose en sus idas y venidas. Con el tiempo, la cultura K´hlata mantuvo la tradición de realizar grandes peregrinaciones una vez en la vida para recordar y reforzar los vínculos con sus pueblos hermanos. Los años pasaron y esos pueblos cambiaron, se adaptaron físicamente a su entorno y ya se no parecían a los que habían partido de esas tierras ancestrales. Pero los pueblos recordaban. Los escritos ancestrales reflejaban la historia. Y así, las tradiciones, aunque cambiasen, eran ramas de un mismo tronco. Y en su base cultural una única raíz.

Waliokimbia asimilaba la locuacidad de Nkombe como podía. Le costaba seguir el hilo.  Pero aquella historia no podía ser inventada. Sencillamente era demasiado irreal y compleja para serlo. Nkombe lo atropellaba con más y más sin dejarle un respiro hasta que sus sienes palpitaron.

- Por favor, por favor – dijo Waliokimbia - Es demasiado. ¡Para! – El choque cultural, la contraposición de sus creencias más arraigadas contras las evidencias que se le presentaban. Waliokimbia siempre había mostrado curiosidad y eso lo hacía vulnerable, sugestionable. Waliokimbia lo sabía. Su madre zarandeaba su espíritu de la misma forma. La diferencia es que Nkombe lo apabullaba con su lógica rabiosa.

- Lo que pretendes es imposible. Nadie creerá una palabra. No soy más que un K´hlata recién destetado. Si mi padre oyese todo esto me haría azotar – declaró.

Tu padre haría mucho más Bambú – sentenció la bruja con oscuridad en su voz.

- ¿Qué quieres decir? – inquirió Waliokimbia.

- ¿A causa de quién crees que estoy aquí muchacho? Tu padre me entregó. Mi propio hijo. Sangre de mis entrañas. No lo sabías, ¿eh? ¿Tu madre nunca lo mencionó? Claaaro, déjale las historias al viejo buitre y vive tranquila. Envíalos ciegos para que ella les abra los ojos o la destrocen – se lamentaba la vieja.

A Waliokimbia le costaba admitir que su padre fuese capaz de algo así. Sabía que había algo en su interior que lo consumía por los comentarios a su madre. O el no querer pasar demasiado tiempo con su propio hijo menor. Pero de ahí a entregar a su propia madre…

Los K´hlata no dudaban en condenar la brujería y matar, torturar o en el mejor de los casos exiliar al responsable. La vieja tenía que haber provocado algo. No podía ser de otra forma.

- ¿Por qué? - preguntó Waliokimbia - ¿Por qué te denunció a la Tribu? –

La vieja le miró en silencio. – Tu padre sigue las tradiciones, igual que su padre. No sabe pensar de otra forma el pobre idiota. No pudieron soportar el peso de la responsabilidad por trasladar la tribu a las tierras de Dzimba-Hwe. En su interior siempre creyeron que fueron embrujados. No podían soportar ser responsables de sus propios actos y la vergüenza que les lastraba. No tenían pruebas para denunciarme. Pero las encontraron, vaya que sí – indicó la vieja.

- ¿Lo hiciste? – preguntó seriamente Waliokimbia mientras el sudor frío recorría su espalda.

- No fue necesario. Los espíritus lo dispusieron todo. Momento, necesidad y solución. Yo solo fui la voz a través de la que hablaron – explicó fríamente.

Waliokimbia no estaba convencido - ¿Pero lo habrías hecho? – insistió.

- Si el gran espíritu lo hubiese requerido, así habría sido - sentenció la bruja con cierta malicia en sus ojos – Entiéndelo Bambú, esto es más grande que tú, yo, o la tribu. Se trata de unir a los K´Hlata nuevamente bajo una misma raíz. Se trata de conocer nuestras verdaderas creencias, sacar a la luz el conocimiento ancestral oculto y volver a ser un nuevo y poderos pueblo. –

- ¿Cómo lo consiguieron? – preguntó el joven K´Hlata.

- ¡¡Agggh!! – se quejó amargamente la vieja – De la manera más absurda muchacho. Fui descuidada. Esa hiena infecta que tengo por hijo me siguió y vio como comulgaba con los espíritus – comentó la bruja.

- ¿Y eso significa? - quiso aclarar Waliokimbia.

- ¿En palabras que entiendas muchacho? Me vio hablar con mi espíritu animal. Eso fue suficiente para convencerlo. Le bastó tiempo para buscar a su padre y venderme a los hipócritas chamanes de la tribu. Me faltó poco para salir de allí de una pieza, pero me llevé una lanzada en la pierna de recuerdo – concluyó con aspereza Frontado la pierna y explicando el continuo arrastrar en su forma de caminar.

- ¿Y mi madre? ¿Qué tiene que ver en todo esto? – siguió tirando del hilo Waliokimbia.

- Oh espíritus, hay que decírtelo todo estúpido. Tu madre, muchacho, era mi aprendiz. Tu madre es como yo. Bueno, no exactamente. Pero tiene el “regalo”. Aunque supongo que si sigue allí es porque lo habrá ocultado durante años y se habrá marchitado. Ha sido inteligente, poco podría haber hecho salvo dejarse matar. – Comentó.

- Ella tomó su elección. Esta es la tuya. Tu madre ha reconocido el patrón y quiere que tú tengas libertad para elegir – concluyó la bruja.

La mente de Waliokimbia giraba y giraba. Pertenecía a una familia de brujas. Estaba maldito. Ahora entendía el porqué de todo.

- ¿Mi madre?, ¿Bruja? No puede ser. Ella es bondadosa, sigue las tradiciones. Respeta a los ancestros - argumentó Waliokimbia.

- ¿¡Oh!? ¿Así que yo soy el mal? Yo representó las pesadillas de los K´Hlata, ¿¡eh!? – una lluvia de palos cayó en las piernas de Waliokimbia pillándole desprevenido.

- Estúpido ignorante. ¿Cuándo te calará? No hay brujas. No hay chamanes. Esos son títulos autoimpuestos por los K´hlata. Hay mujeres, hombres y seres espirituales. Y algunos de nosotros, hombres o mujeres, podemos entrar en comunión con ellos. Ni más, ni menos – explicó mientras seguía con los varazos – Lo que tu atrofiado cerebro de babosa no entiende es que los hombres nos vilipendiaron en el pasado. Nos arrojaron de su lado, nos apartaron del conocimiento. ¿Mujer?, ¡Bruja! ¿Hombre?, ¡Santo! ¡¡¡Cómo no!!! El orgullo, el orgullo y el vicio por el poder tan propios del hombre. –

- ¡¡Yo he visto chamanes Vieja maldita!! ¡Ninguno es como lo pintas! – luchó Waliokimbia maldiciéndola harto de aquella situación.

- Oh sí, claro. Estoy segura. Son sacrosantos, verdaderos pilares de la comunidad K´Hlata. Han tenido tiempo para aprender modales – dijo dejando la vara momentáneamente. – Pero si una mujer se plantara delante de ellos y mostrase la mínima pizca de poder, cambiarían tanto de parecer como una roca. Se sentirían amenazados, lo querrían para sí y tarde o temprano arrojarían a la mujer a los leones – concluyó la vieja.

- Tú mejor que nadie debería saberlo. Tú estás marcado. Apestaste desde el primer momento que me acerqué a ti. Los espíritus se muestran interesados en ti. Están a tu alrededor tratando de mostrarse. La gente lo nota a tu alrededor. Pero estás ciego, sordo y mudo al mundo espiritual. Tienes la capacidad de un madero muerto – le recriminó.

Waliokimbia acusó el impacto de la revelación. – ¡Bah!, no se para que te envía a mí. Eres obtuso como una piedra y yo ya no buscó aprendices. Solo necesito ayuda para seguir con mis intereses. Pero para eso hay otros. No tengo tiempo para abrirte los ojos a este mundo, cuando es tan escaso el que me queda - sentenció.

- Vete, largo, vuelve para cuando abras tu corazón a la verdad. Aquí no me sirves ¡¡Fuera!! – le grito arrojándole una piedra.

El K´hlata se encamino furioso hacia la necrópolis camino del exterior. Nada se le perdía allí. Estaba furioso con la bruja, con su madre, pero sobre todo consigo mismo. Que pérdida de tiempo.

Y, sin embargo, en su corazón sabía que la furia se debía a que estaba dividido.

La semilla de la duda había germinado y su inocencia se había perdido.

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15/12/2020, 09:14
Infantería: Soldado Novato Preocupado.

CICLO DE LAS ESTACIONES.

HASTA LOS SABIOS PIERDEN LA CABEZA.

I

Diez años sin tener noticias de aquel lugar. Diez años. Y ahora todo se había precipitado. Todo por culpa de esos forasteros. Y allí estaba de nuevo. Ascendiendo como una lagartija quemada por la meseta, imaginando que aquella vieja cruel y amargada debía estar muerta hace ya.

Porque tenía estar muerta. Era demasiado tiempo para que una mujer de su edad sobreviviese a la soledad, el frío y el exilio. El hambre, un derrumbe o un animal salvaje bastaban. Demasiado tiempo.

Aunque ya la había conocido vieja. Y sola. Y desde luego lo suficientemente cruel como para importarle poco retenerlo a su lado.

Maldecía para sus adentros por preocuparse por ella y su destino. Maldecía por ser el único con el conocimiento y corazón suficiente para advertirla. Maldecía por haber sido convocado para llevar a cabo una incursión en aquellas oscuras e inquietantes ruinas.

Waliokimbia sabía lo que se encontrarían. Sabía lo que su Tribu, desesperada por escapar de las garras de otras, vería mezclados en los cientos de huesos allí sepultados. Les cegaría la codicia. La raza K´hlata era hipócrita, bien lo sabía. Pero el espíritu de Waliokimbia había crecido lo suficiente como para preocuparle lo que se avecinaba. Y no le gustaba. Lo odiaba. La vieja tenía razón. Maldita sea.

Waliokimbia subía la ladera sin demasiadas dificultades. El paso de las estaciones y el esfuerzo por convertirse en un macho K´hlata lo habían desarrollado formidablemente. Era un buen espécimen para la tribu. Ligeramente más alto de lo habitual. Fuerte, duro, ágil. Su crecimiento había sido equilibrado. No solo había conseguido formar parte de un Impi bastante reconocido. Si no destacar. Había ganado presencia. Donde antes las murmuraciones lo acompañaban por la mancha en su ascendencia, ahora los murmuradores se preguntaban si no había algo más que no eran capaces de ver. Eso les inquietaba y Waliokimbia había aprendido a sacarle partido.

El problema era que el miedo tenía dos caras. Waliokimbia lo sabía. Seguían desconfiando de él. Y su carácter no ayudaba. Waliokimbia comprendía los riesgos de las acciones antes que los beneficios. Su tribu quería dejar atrás el miedo. Así que no le escuchaban. Veían en él un agorero. Útil, pero no fiable. Mancillado en su sangre. Y Waliokimbia sabía que no podía hacer nada al respecto. Era frustrante. Mientras ascendía recordaba una frustración similar en la vieja bruja.

Alcanzó la cima de la meseta con su Assegai dispuesta en la mano para lo que fuera. Era una lanza de dos pasos con astil de madera, punta de asta de antílope y penachada con plumas para mejorar su vuelo. Había prescindido del Isihlangu. El formidable escudo era posesión de cacique de la tribu. Así lo mandaba la tradición. Solo los K´hlatas más distinguidos eran recompensados con su posesión. Se trataba de un gran honor que todavía no había merecido. Por suerte Waliokimbia vivía solo, no había mujeres en su vida. Nadie echaría en falta al K´hlata en el poblado. Lo que era un desprecio en el día a día resultaba útil por una vez.

Las murallas se mantenían más o menos como las recordaba. No tuvo grandes problemas en acceder al recinto interior. La Gran Sabana no favorecía el crecimiento de la vegetación. Al menos en aquella zona. Ese era un de los motivos de la actual situación de la tribu.

Waliokimbia había llegado al punto de no retorno. Se detuvo tratando de recordar el lugar que le había enseñado la vieja en su día. El estrecho hueco en el suelo donde uno de aquellos pasillos más cercanos a la superficie había colapsado y mostraba una entrada artificial a las catacumbas.

Estaba seguro de estar en el lugar correcto. Estaba sellado. Waliokimbia maldijo por lo bajo. No sabía de ningún acceso más. La vieja se había asegurado bien de ello. Se lo había dejado bien claro la primera vez. Una entrada, una salida. Sin más.

Empezó a caminar adelante y detrás por la zona, rumiando preocupadamente qué hacer. Si se había derrumbado lo más probable es que la vieja ya no estuviese por allí. O había quedado encerrada o no había vuelto. Pero Waliokimbia creía conocer a la vieja. Estaba obsesionada. Si estaba viva, estaría allí, a decenas de pasos bajo sus pies. Mal yuyu.

Espichó el astil de su Assegai en el suelo y encendió un ligero fuego. La estación húmeda había llegado hacía un par de lunas y Waliokimbia no estaba por la labor de soportar una tormenta en aquel lugar si la bruja no se dejaba ver. Pasó largo rato haciendo ruido de forma deliberada. Era la manera K´hlata de hacer entender a un depredador que no se le consideraba una amenaza. Waliokimbia seguía recordando la vara de la vieja.

Prácticamente se había quedado dormido agarrado a su Assegai cuando un sonido lo puso en alerta.

Sí, aquel sonido le era familiar. Aquel roce contra el suelo. Solo que lo recordaba más enérgico. La edad había hecho su trabajo. Pero allí seguía aquel viejo diablo.

Waliokimbia recordaba perfectamente la escena que se había producido en su primer encuentro. Ahora ya no sentía aquel terror cerval. Más bien mostraba un cierto temor irreverente. No es que Waliokimbia desechara la posibilidad de que la vieja bruja lo enloqueciese. Pero Waliokimbia había presenciado tres o cuatro embrujos de aquella mujer. Lo suficiente como para que un K´hlata supersticioso como él supiese a qué atenerse.

El truco se reprodujo. La fogata pareció emitir menos luz. O al menos las sombras se habían vuelto más densas en una dirección que Waliokimbia pudo reconocer. Estaba preparado. Le preocupaba que la mente de la bruja hubiese degenerado tanto como para actuar antes de hablar. Era de lo poco bueno que tenía. Prefería hablar. Algo normal si se tenía en cuenta las décadas que llevaba sola.

Por eso había traído el Assegai.

- Hola Vieja. – susurró en alto Waliokimbia.

El roce cesó. Silencio absoluto. Ni tan siquiera una leve respiración por encima de la suya. Jodida vieja. No lo iba a poner fácil.

- He vuelto. – le dijo dando por hecho que nadie más habría mantenido contacto en todos aquellos años.

Waliokimbia escuchó un leve crujido de huesos y articulaciones. Destacaban en el silencio de la noche. Una piedra le impactó en el pie. Iba sin demasiada fuerza, pero con tino. Una respuesta a la altura de la bruja. Eso respondía sus dudas. Sabía quien era y estaba más o menos cuerda.

- No me puedo ir vieja. Esta vez no. Tenemos que hablar. – comentó Waliokimbia encarando una mirada perdida en las sombras hacia el lugar del que surgió el proyectil.

Waliokimbia soltó la mano de su Assegai. Despacio, muy lentamente, se irguió con las manos bajas y las palmas vueltas al exterior. Esperó la reacción de la vieja.

- ¿Bambú? – masculló la zona de sombras. Waliokimbia asintió profundamente. Escuchó un resoplido.

- Has tardado. – comentó.  Una sonrisa recorrió la boca de Waliokimbia. La zona de sombras se alejó, Waliokimbia recogió su arma. Encendió una tea, pateó el resto de las llamas y siguió el rastro de la sombra.

II

Pasillos y más pasillos una vez más. Algunos se habían venido abajo. Waliokimbia suponía que las últimas estaciones húmedas exigían su tributo al terreno y este cedía a su orden. En cierta medida una parte de su espíritu se resentía. La vieja llevaba una vida dedicada a aquel lugar. Se había convertido en su custodio, su suma sacerdotisa. Pero lo único que le devolvían aquellas paredes eran silencio y más preguntas. Lo nichos seguían allí, guardando a los muertos. Repletos de recuerdos de plata, oro y otros metales cuyo valor Waliokimbia no podía entender. En su oficio este se reducía a lo rápido que mataban.

La vieja lo guio como aquella primera vez. Esta vez sin palos ni maldiciones. Ahora la podía observar perfectamente. Había abandonado su manto de sombras. Su cojera se había acrecentado. La espalda había empezado a formar una honda curvatura como si aquellos pasillos la hubieran moldeado. Su pelo era una sucia maraña blanca que caía hasta prácticamente la cintura. No parecía dedicarle mucho a su higiene. Apestaba.

Alcanzaron la caverna. Waliokimbia no recordaba haberla visto tan iluminada nunca. Varios soportes clavados a la roca prendían antorchas. Repartidos por varios lugares había cuencos repletos de grasa con pábilos encendidos. La luz no llegaba a cubrir toda la estancia, pero estaba con mucho, más iluminado de lo que recordaba. Podía verse un catre de pieles en una zona de la gruta, con una pequeña mesa y taburetes muy toscos dispuestos para el trabajo. Apiladas a su alrededor, docenas y docenas de estelas de piedra de diversos tamaños. Por lo que Waliokimbia pudo ver, escarbadas con marcas y pequeños símbolos.

- He estado muy ocupada para pensar en ti. – dijo la bruja como rescatando su parecer - Puedes verlo si quieres. – dijo señalando las tablillas que habían llamado la atención del K´hlata.

El K´hlata se acercó a la mesa. Las tablillas no le decían nada, pero la pared junto a la mesa estaba completamente tallada en símbolos. Eran recientes, se podía ver en la coloración de la roca partida en cada trazo. No se había fijado porque el juego de luces y sombras lo impedía, pero había una escalera de bambú en el suelo. Suponía que la vieja la usaba para escribir en la pared. El trabajo era enorme. Debía ocupar unas diez 10 varas a lo ancho por unas cuatro a lo alto. Y eso sin tener en cuenta que los símbolos eran pequeños. Del tamaño de una uña cada uno.

- ¿Qué es? – preguntó Waliokimbia.

La bruja lo miró – Nuestra historia. Tu historia. La que historia conocerías si te hubieses quedado – le dijo con rencor.

Waliokimbia admiraba la dedicación de la vieja. Aunque él no sabía leer, podía imaginarse el esfuerzo. Le parecía algo esotérico ¿En cuantas lenguas podían estar escritas aquellas tablillas? ¿Durante cuánto tiempo las habría estudiado?

Los K´hlata no sabían escribir. El K´hlata no se escribía. Su tradición era oral. Aunque Waliokimbia sabía que una lengua escrita ancestral al K´hlata era usada entre los chamanes de las tribus. Pero era un conocimiento vedado. Propio de los sabios. Sin embargo, aquella mujer había interpretado las imágenes y los símbolos durante años. Y los había transformado en una historia con vida propia.

- ¿Cuánto queda? –  le preguntó a la vieja.

- Tanto como quiera. Eras, eones. Nunca podré terminarlo. Es trabajo para muchas vidas. Por eso te necesitaba. – le dijo la vieja – Y ahora aquí estás. Convertido en un cazador. Y como cazador vienes a mí, ¿no es así Bambú? – le exigió una respuesta la bruja.

Waliokimbia no quería ocultarle nada. Había venido con un propósito. Podía salvar a la Vieja, pero no su trabajo. Los Impis habían sido convocados por el cacique para asaltar el lugar y buscar sus riquezas. El terror a lo desconocido había dejado de ser mayor a lo que ya se conocía. Los Caimanes Negros pronto tendrían suficiente riqueza para emprender una guerra. Pero no la harían por su cuenta. Los forasteros, esos seres oscuros que llevaban años forrajeando las grandes llanuras, serían su instrumento. Waliokimbia sentía asco. Violarían un lugar sagrado para sus ancestros.  Y ni tan siquiera tendrían la dignidad de luchar por sí mismos. Su cobardía sería recordada durante generaciones. Y él se encontraba atrapado en aquello. Tal vez debería haber tomado otra decisión en su momento, pero era tarde. Sería maldecido al igual que su tribu.

- Es cierto. El Caimán Negro vendrá. No lo puedo evitar. Saquearán todo lo que encuentren a su paso. El cacique lo llama “progreso”. Ni tan siquiera el chamán se ha opuesto. Nos maldecirán a todos por culpa de su miedo. Tienes dos noches Vieja. – sentenció el macho.

La vieja lo miró con una mezcla de conmiseración, rabia y hastío - Pudiste evitarlo. Habrías adquirido el conocimiento. El poder. Te habrías alzado con una nueva sabiduría. Habrías llevado a la tribu a lomos del conocimiento. Pero te negaste. -  le dijo la vieja.

Lo que la Vieja no podía saber es que el poder raramente no corrompe. Lo que la vieja no podía saber es que en las grandes llanuras ya se había alzado un poder que por sí solo había esclavizado la mente de una raza.

Waliokimbia temía esa clase de poder.  Pensaba que el poder siempre era prestado. Y el que presta, siempre exige un tributo al deudor. Era la lacra del comercio. La vieja era un ejemplo. No era consciente de su propia degeneración. Era imposible que pudiera ver lo mismo en otros.

Waliokimbia no quiso discutir - ¿Qué dice? – le preguntó señalando la pared.  La vieja se acercó con una tristeza resignada. El trabajo de una vida.

Con una antorcha empezó a recorrerla poco a poco con la luz. Por lo visto los símbolos se leían de abajo a arriba y de derecha a izquierda.

- 'Ej tugh 'e' wInab. Batlh choraQ "yuQ choraQ toraQ je, pa' tInDaq QamtaH chaH – El sonido era áspero a los sentidos, como golpes de piedra contra piedra en la oscuridad de una fría cueva. Los pelos de Waliokimbia reaccionaron al tono y cadencia de las palabras.

La vieja comenzó a traducirle.

III

Habían pasado dos noches desde su visita a la meseta. Al tercer día, los Impis partieron a las ruinas. La vieja había rechazado su ayuda. No se movería del lugar. Era su hogar y el sueño de su vida. No la culpaba. Ella tampoco lo culpaba. Estaba en paz con su decisión.

Pero el K´hlata no podía decir lo mismo. Tenía esperanzas de que los pasillos fuesen tan confusos para sus compañeros como para él la primera vez. La bruja no se iría de la cueva. Pero si los K´hlatas no la encontraban; una vez saqueadas, las ruinas ya no les serían de interés. La bruja podría seguir allí hasta el fin de sus días. Trayendo a la vida un conocimiento muerto que jamás podría dar a luz.

Forzó la marcha de su Impi para ser los primeros en llegar en el despliegue. Aunque sabía que no encontrarían nada, Waliokimbia siguió las órdenes de asalto con desconocimiento fingido. En lo alto de la meseta Waliokimbia pudo distinguir un gran buitre moteado volando en círculos.

- Vieja – murmuró con aprensión.

La partida asaltó la muralla por varios puntos y confluyeron en el espacio central del lugar. La búsqueda les llevó un buen tiempo, pero uno de los Impis terminó por dar con el hueco de entrada. Waliokimbia se había propuesto no poner absolutamente nada de su parte. Aunque sus compañeros nunca lo podrían sospechar.

Penetraron la roca y alcanzaron el reino de pasillos y muerte que ya había conocido. Los K´hlatas habían actuado hasta el momento con la naturalidad de las partidas de caza. Pero la visión de las tumbas y los huesos de los ancestros empezaron a mellar su convicción. El K´hlata es un ser supersticioso por naturaleza. Aquellos huesos estaban ligados a los espíritus de sus antepasados. Y aunque los respetasen, despojarlos de sus pertenencias perturbaría su paz en las Grandes Llanuras de caza.

Algunas voces ya se habían alzado en contra, pero los líderes de los Impis impartieron disciplina y pronto comenzó el expolio.

Abalorios de plata y oro. Intrincados torques de un metal brillante y muy pulido. Sortijas, tocados y algunas monedas con símbolos irreconocibles. Algunos nichos contenían armas ya corroídas por el tiempo. Pero en otros se podían encontrar cuchillos de un metal oscuro que se mantenía incólume. Aquellas armas tenían siglos de existencia y seguían impolutas. Su filo era inapreciable. Atravesarían un escudo como grasa de antílope. Era extraño. Nunca se había detenido a observar aquellos restos. Pero algunos presentaban a su lado extrañas corazas de metal oscuro. Un metal al que la luz no parecía interesada en arrancarle destellos. Nadie las tocó. Los K´hlatas no cubrían su piel con protecciones de metal. Era deshonroso y cobarde.

El saqueo prosiguió durante medio día. Waliokimbia empezaba a respirar aliviado considerando en serio la posibilidad de que la bruja pasase desapercibida, cuando un grito en K´hlata desato una persecución. Waliokimbia se lanzó a la carrera tratando de alcanzar primero a la bruja para ayudarle a perderse entre los pasillos y alcanzar la caverna. La ventaja de la experiencia en el terreno le permitió adelantarse al grupo, pero su presa era más rápida de lo que había valorado.

O la vieja disimulaba bien o allí había alguien más. Dobló un recodo y algunos Assegais volaron en la dirección del huido. Eran armas poco eficaces en aquel lugar. No había espacio para maniobrar con semejante tamaño. Al poco los K´hlata renegaron de los Assegai y se lanzaron en persecución con sus garrotes de madera. Nunca alcanzaron su presa. Respiré aliviado. Aunque la duda atenazó mi conciencia. Había visto algunos muebles rudimentarios en la caverna. Herramientas vastas y mucha más iluminación de lo que recordaba. Todo no podía ser obra de la vieja ¿O sí?

Waliokimbia recordó entonces un comentario de la vieja. En cierta ocasión había dicho que para ayudarla había “otros” ¿Le había ocultado la vieja a alguien más durante aquellos años? Tal vez había encontrado un espíritu ingenuo que arrastró hasta sus dominios. La bruja bien era capaz de subyugar a algún estúpido. A Waliokimbia le había salvado la providencia y la sangre. Se preguntó en ese momento que podría haberle sucedido en otras circunstancias. No le gustó su propia respuesta.

Un nuevo grito resonó en los pasillos. Era imposible distinguir de dónde procedía. Pero esta vez era un grito de dolor iracundo.  Sin expresar palabras. El grito le había transmitido una familiaridad preocupante. Waliokimbia corrió y corrió. Hacía ya un largo rato que había perdido al resto de su Impi. Distinguió el pasillo que accedía al recinto de la caverna. Era el único que no estaba completamente enlosado. Y carecía de nichos.

Escuchó risas y sonidos de golpes de algo hueco contra la roca. Un espantoso crujido de piedra cayendo y un sonido de rebote. Cuando emergió a la roca, Waliokimbia vislumbró tres sombras lanzándose una piedra unos a otros. Se acercó con la cautela del que sabe lo que va a encontrar. Cerró momentáneamente los ojos para adaptarse a las sombras del lugar. La cabeza saltaba de unas manos a otras. Algunas veces cayendo y otras rebotando impulsadas por las patadas de los K´hlata que se la habían cobrado. Distinguió a sus tres hermanos.

No se quedó a compartir su triunfo. Se marchó, asqueado de su tribu. Asqueado de su sangre y su linaje. Estaba harto. Todavía no lo sabía, pero en su interior ya había roto con los Caimanes Negros.

Justo antes de salir notó una sombra en movimiento. La sombra estaba contemplando la escena que Waliokimbia había dejado. La sombra le vio momentáneamente y desapareció por un recodo de la pared de la caverna. Waliokimbia se alegraba.

La vieja no había estado completamente sola al fin de sus días.

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25/12/2020, 22:21
Infantería (P): Soldado Nuevo Keropis.

 

Sekani

Un sol radiante caldea el patio. Al atravesar las copas de los árboles que bordean el campo de entrenamiento, sus brillantes rayos de luz dibujan bailarinas sombras en el suelo de tierra prensada. El aire seco transporta un suave y dulce aroma desde una centenaria higuera. A los pies del nudoso árbol, entre sus raíces retorcidas, yacen varios de sus frutos con la rojiza pulpa desparramada tras caer desde las ramas más altas.

Un ave de exótico y colorido plumaje trina alegre, encerrada en una gran jaula junto a la orilla de un estanque ornamental. Junto a su prisión de alambre dorado, la escultura de una joven arrodillada sostiene un ánfora de la que mana un delgado chorro de agua que se vierte en un ciclo eterno, sin apenas perturbar la calma superficie de la charca. Peces irisados juguetean entre los nenúfares y las flores de loto que descansan sobre las aguas. El canto feliz del pájaro se entrevera con el cristalino rumor de la fuente en una melodía que habla de serenidad y paz.

Pero en el centro del patio ajardinado, en el arenoso terreno que sirve de campo de adiestramiento, Shuba no siente otra cosa que dolor y frustración. Tumbado cuán largo es, tendido de bruces con la cara en el polvo, el muchacho jadea entrecortadamente intentando recuperar el aliento. Las costillas le arden allí donde su padre le ha asestado el último golpe, pero no mucho más de lo que le escuece la rodilla, la sien y el orgullo. Ha sido una combinación demoledora de sablazos con el kopesh de entrenamiento, un arma de filo embotado pero no por eso menos peligrosa cuando el que la blande es Aton Ren Shalar, General del Ejército Meridional de las huestes del Emperador Nassor.

—Levántate, hijo. Prueba otra vez.

Las sosegadas palabras de su padre suenan apenas como un susurro, pero hieren como brasas ardientes el pundonor del lastimado muchacho. Shuba se reincorpora con esfuerzo, resollando y con la mitad del rostro tiznado por el polvo que se mezcla con su sudor. Sus ojos se posan por un instante en el kopesh que todavía empuña, para pasar después a la hierática e imponente figura de su progenitor y maestro. El ceño se frunce. Los nudillos palidecen. La furia le embarga. Y con un gruñido de rabia, se lanza al ataque.

Todo termina tan rápido que hasta el dolor llega con retraso. Shuba lucha por recuperar el aliento, pero el aire no entra en sus colapsados pulmones. La visión se le nubla y todo se desdibuja: derribado otra vez, tan solo es capaz de enfocar una de sus manos, que se engarfia dejando cuatro profundos surcos en la arena; a un par de pasos, puede distinguir a duras penas la silueta de su espada, que relumbra indolente bajo los rayos del sol de la mañana.

—No estás preparado.

Unas palabras sencillas, pronunciadas con un tono hermético e imperturbable y acompañadas por el quedo rumor de unos pasos que se alejan. Lágrimas de decepción resbalan desde los ojos de Shuba, pintando una estela de tristeza en sus mejillas cubiertas de suciedad antes de convertirse en tenues manchas oscuras sobre la arena. Tras recuperar la respiración, el muchacho, poco más que un niño, se arrastra vencido hasta la sombra de un datilero que hunde unas raíces como garras en el cercano estanque. Con pulso tembloroso, forma un cuenco con las manos y toma algo de agua. Se limpia el rostro y bebe un poco, pero el llanto no le permite tragar. Un año más. Cuatro estaciones encerrado tras los muros de la ciudad, estudiando, adiestrándose y perdiendo el tiempo hasta que el General Aton vuelva a su hogar para comprobar si su hijo está capacitado para emprender sus primeros pasos como soldado del ejército del Sagrado Emperador. Con un alarido de rabia y frustración, el chico lanza un puño contra su propio reflejo en la superficie del estanque y el agua le salpica rostro y pecho. La charca tarda unos minutos en convertirse otra vez en un fluctuante espejo verdoso y allí, junto a la imagen de la escultura de la joven arrodillada, Shuba distingue otra desdibujada figura.

—¿Por qué lloras…?

El muchacho alza la mirada y descubre a una niña apoyada en la escultura. Es tal vez algo más joven que él y viste las rudimentarias prendas de la servidumbre, mas no hay en ella rastro de la timidez o la sumisión que los siervos suelen mostrar ante un miembro de la nobleza. La chiquilla muerde inocente un higo, mirando con auténtica curiosidad al lloroso Shuba. Hay algo en sus ojos, una especie de ingenua calidez, de auténtica preocupación, que aleja la vergüenza del corazón del muchacho.

—He vuelto a fallar… —susurra para su sorpresa el niño—. Todavía no estoy preparado...

El año anterior, tras fracasar en la prueba, se encerró en sus aposentos durante una semana, negándose a hablar con nadie. Tras ese periodo de retraimiento, volvió a sus entrenamientos y sus clases sin hacer mención alguna a la decepción de su derrota, pero pronunciar en voz alta su desgracia ante esa desconocida parece aligerar su alma de una losa que creía ser incapaz de soportar un año más. De manera incomprensible, mostrarse vulnerable frente a los francos y candorosos ojos de la niña le libera del dolor.

—Ya estoy mejor. No es nada —prosigue Shuba, mientras una tenue sonrisa se dibuja en su rostro.

—¿Quieres que vayamos a jugar? Hay montones de paja nueva tras el granero. ¡Podemos construir nuestro propio palacio!

La emoción que desprende la chiquilla es contagiosa y el muchacho no puede —ni quiere— resistirse a asentir. Shuba Ren Aton, hijo y heredero del General Aton Ren Shalar, olvida sus preocupaciones, sus deberes y sus nobles orígenes y corre tras su nueva amiga.

—¿Quién eres? —le grita mientras cruzan a la carrera los jardines, atravesando los frondosos arbustos.

La cristalina risa de la niña le llega desde algún lugar más adelante, tras la muralla verde de la exótica vegetación que convierte los alrededores de la gran mansión en una jungla domesticada. Y también una respuesta a su pregunta.

—¡Sekani!

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28/01/2021, 19:59
Infantería (P): Soldado Nuevo Keropis.

 

La llamada del deber

Los relatos de los bardos siempre describen la guerra como la lucha entre dos conceptos contrapuestos: la luz contra la oscuridad, el héroe contra el villano, el bien contra el mal... En sus cantares no hay lugar para el fracaso, a no ser que la derrota sea solo momentánea y sirva para dar más valor a la subsiguiente victoria. Son canciones edulcoradas con gestas épicas, astutas hazañas, intrépidas cargas y muestras de coraje sin parangón. Esos poetas de la mentira nunca cuentan a qué huele una herida abierta y agusanada, ni que siente un soldado al descubrir el rostro de un amigo entre la maraña de cuerpos que yacen al fondo de una fosa común.

 

En algún lugar de la Cordillera de Ragesh, los restos del Cuarta Compañía se lamían las heridas escondidos en una antigua cantera de arcilla. El lugar era un amplio socavón en una ladera cubierta de arbustos mortecinos y rocas parcheadas de verdín, como si un titán hubiera dado un tremendo mordisco a la montaña dejando al descubierto sus rocosas vísceras. Mientras Shuba cruzaba el improvisado campamento, el barro blando y rojizo acentuaba su sensación de estar andando sobre las entrañas de un gigantesco animal. Un manto de nubes bajas cubría el cielo como un sudario de un azul pálido y enfermizo. Había amanecido hacía ya varias horas, pero el sol permanecía oculto tras esa cerúlea capa de nubes y tan solo conseguía alumbrar la cantera con una claridad crepuscular, más sombra que luz. No había resultado ser un buen sitio donde acampar —húmedo, desprotegido…, demasiado parecido a una tumba abierta a la espera de un cadáver al que abrazar—, pero tras la derrota en el Paso de las Cien Cataratas, era mejor sobrevivir en este paraje deprimente que ser enterrado poco a poco en el lodo bajo las botas del ejército enemigo que avanzaba atravesando el desfiladero.

El joven se detuvo un instante junto a la improvisada enfermería: una pequeña parcela de tierra cubierta de esteras raídas y atestada de hombres yacientes que agonizaban rodeados de fango cobrizo. El aire allí estaba viciado por el ferroso aroma de la sangre y la peste dulzona de la podredumbre, haciendo que fuera casi imposible estar cerca sin fruncir el semblante. ¿Cómo pudo caer tan rápido la fortaleza? La guarnición no superaba los cien hombres, pero esos pocos deberían haber sido capaces de defender el paso contra una fuerza mucho mayor, ya que el Candado, aún siendo un bastión antiguo, se encuentra bien encajado en la cañada, con altos farallones en sus flancos como defensa natural y cuenta con la ventaja de la altura sobre los posibles atacantes. El gemido de uno de los heridos le dio a Shuba la respuesta: el soldado moribundo mostraba medio cuerpo calcinado, los ropajes desgarrados y empapados en sangre y el rostro irreconocible. Sus facciones parecían haberse derretido como cera caliente. Uno de los Puños de Margrash lideraba el ataque… Shuba negó con la cabeza mientras apartaba la mirada y prosiguió su camino.

En la entrada de la cantera se alzaba una sencilla y decrépita construcción de madera. Las paredes erigidas con tablas desiguales dejaban pasar el frío cortante del exterior; una fina capa de cieno de la que brotaba una hierba rala de aspecto malsano descansaba sobre el techo combado. Kaleb Ren Thayd, el shagrad al mando de la compañía, había hecho de tan triste barraca su puesto de mando y allí, alrededor de una vieja mesa coja cubierta de mapas, se hallaba reunido con los escasos oficiales que sobrevivieron a la caída del Candado. Shuba dio un último vistazo a su uniforme antes de entrar, pero poco podía hacerse para adecentar los raídos harapos embarrados en que se habían convertido sus ropajes. Con un suspiro de resignación, apartó la lona que hacía las veces de puerta y se adentró en el oscuro interior de la cabaña. Media docena de rostros sucios y ojerosos le dieron una triste y muda bienvenida.

¿Alguna novedad? —le preguntó su comandante.

Finas hebras de desesperación se entretejían en una voz otrora firme y autoritaria. El shagrad estaba ansioso por recibir buenas nuevas que hablaran del avance de las fuerzas del Emperador. Cabía esperar que la incursión margrish en las provincias sureñas del Imperio fuera rápidamente detenida, y más teniendo en cuenta que los Puños habían participado en la batalla y tal estallido de energía habría sido detectado al momento por los Halcones de Nassor. El cuadro de videntes de Su Magnificencia se encargaba de percibir a todo aquel que poseyera el Poder, incluso de manera residual, y captarles para su formación y consiguiente reclutamiento —o eliminación, en el peor de los casos—, así que la perturbación arcana del ataque no podía haber pasado desapercibida. A esas horas, el Ejército Meridional ya debía estar aproximándose a buen paso. Sin embargo, todavía no habían llegado.

Lo siento, syd, no hay cambios... —respondió Shuba, circunspecto—. Opnash ha vuelto hace unos minutos. Ha conseguido llegar a un pequeño villorrio al norte de aquí, al borde de los llanos. Informa que las fuerzas de Margrash están extendiéndose como la sangre desde una herida abierta. Posiblemente estén asediando Sertisia, para convertirla en base principal de la invasión. Le ha sido imposible indagar con más profundidad, puesto que el enemigo tiene numerosas unidades de forrajeo patrullando la zona en busca de provisiones y de focos de resistencia. Matan a todo aquel que les parece sospechoso de ser o haber sido soldado...

—¿Y el resto de exploradores? Mandamos a cuatro hombres.

El joven soldado bajó apesadumbrado la cabeza. No fueron necesarias las palabras, puesto que todos los presentes habían deducido ya la respuesta. A su mudo gesto le siguió el estruendo del puño del shagrad al estamparse contra la vetusta mesa.

¡Tenemos que movernos! —exclamó angustiado Jarkos.

Cuando la muerte acecha, los hombres sacan a relucir la esencia de su personalidad y el canoso langrad, segundo al mando tras el propio Ren Thayd, había dejado claro durante los días que llevaban huyendo que la valentía no se contaba entre sus escasas cualidades.

¡Silencio, Jarkos! —ladró el comandante, exasperado por el constante fatalismo de su segundo—. ¿¡Dónde quieres que vayamos!? Al sur tenemos las cimas nevadas de Ragesh —prosiguió, plantando airado el dedo en el mapa para enfatizar sus palabras—; no hay pasos que las crucen y no tenemos ropa de abrigo para sobrevivir allí arriba. Al oeste está el desfiladero del que acabamos de huir, preñado de enemigos, y al norte los llanos, donde cualquier patrulla margrish nos rastrearía en un santiamén. ¿Y al este? Solo hay lomas y más lomas como esta: peladas, frías, yermas, sin más vegetación que hierba rala y matojos esqueléticos. Aquí por lo menos tenemos un lugar donde resguardarnos.

¡Pero esto ya no es seguro, syd! ¡Los hombres que no han vuelto han sido cazados! ¡Habrán revelado nuestra posición! —insistió el langrad, buscando apoyo con la mirada entre sus compañeros oficiales.

Hay ciertos hombres que lucen el honor como un adorno resplandeciente pero superficial; Jarkos Ren Grinash era uno de ellos. Y cuando la lluvia del miedo te cala hasta los huesos, irremediablemente ese maquillaje se diluye y deja al descubierto el auténtico rostro de los cobardes.   

¡Basta! —rugió Ren Thayd—. Parte de nuestros hombres están heridos. ¿Qué sugieres, Jarkos? ¿Dejarles aquí? 

El langrad dió un involuntario paso atrás ante la reprimenda de su superior y balbuceó una avergonzada negación, mientras el resto de oficiales se alejaban de él como de un apestado.

Por el momento, seguiremos aquí —concluyó el shagrad, zanjando definitivamente la cuestión.

Uno a uno fue señalando a sus subalternos mientras les asignaba diversas tareas en el campamento. Jarkos se despidió con una torva expresión cuando se le hizo responsable del inventariado de las provisiones y de su racionamiento. El resto, uno a uno, fueron partiendo hasta que solo quedaron el shagrad y el joven jigrad Shuba Ren Aton. El muchacho permaneció en una rígida posición de firmes a la espera de sus órdenes, pero estas no llegaron. Ren Thayd le contemplaba taciturno desde el otro lado de la mesa, sentado en un sencillo taburete de tres patas mientras se mesaba la descuidada barba plateada con gesto meditabundo.

Tu padre debe estar en camino, hijo —dijo al fin. Un ligero rubor asomó a las mejillas de Shuba cuando asintió en silencio; la larga sombra de su linaje le perseguía desde el inicio de su carrera militar y resultaba una losa difícil de acarrear—. Un buen soldado, tu padre... Un excelente táctico y mejor luchador. Debería ahogar esta invasión antes de que empiece a desbordarse. Aunque eso de poco nos va a servir a nosotros...

La mirada del shagrad se perdió entre los tablones enmohecidos que servían de techumbre. Aquí y allá, delgadas raíces asomaban entre la madera, colgando hacia el interior de la cabaña como esqueléticas y oscilantes garras.

Ven, acércate —le ordenó.

Shuba obedeció, aproximándose al borde de la mesa donde Ren Tahyd ya había apoyado los codos para contemplar pensativo el mapa de la provincia de Krunah. La región se encontraba en el punto más meridional del Imperio K'hlata, conformada por ricas tierras de cultivo, pastos de eterno verdor salpicados de rústicas aldeas y separada de los territorios de Margrash por la cordillera de Ragesh, de la que descendían infinidad de riachuelos que regaban la comarca. Su capital, Sertisia, era la única gran ciudad de la zona. Allí se concentraban los mercados donde se comerciaba con el abundante fruto de esas tierras. Era una ciudad llena de vida a la que algunos llamaban el granero del Imperio, puesto que una importante porción del avituallamiento del ejército imperial provenía de sus innumerables silos. Y un imperio en expansión como el Imperio K'hlata, necesitaba de un aprovisionamiento cuantioso y constante. Si finalmente caía Sertisia, se perderían unos recursos insustituibles.

Estamos aislados tras las líneas del enemigo, sin capacidad de comunicar nuestra posición a posibles aliados —comentó el viejo shagrad, sin dejar de estudiar el mapa—. Tu padre movilizará tantos efectivos como pueda permitirse, pero no puede dejar desprotegido el resto de la frontera... No ahora que el Imperio acaba de tomar control sobre Lygdalia y Frijdav.

Ren Thayd rebuscó entre el legajo de papeles hasta encontrar un pergamino que mostraba la extensión completa de los dominios del Emperador Nassor, el Victorioso. En la última década, el Imperio K'hlata había crecido desproporcionadamente, devorando uno a uno a los reinos vecinos como un depredador insaciable. Los ejércitos k'hlatas, apoyados por el inmenso talento en el Poder que Su Magnificencia manejaba, habían reducido a muchos de esos reinos a tierras baldías; otros se habían arrodillado acobardados, escogiendo la servidumbre antes que la destrucción.

Nuestras fuerzas están demasiado extendidas... —murmuró Shuba para sí.

Y nuestros enemigos lo saben. Ven caer a sus vecinos y saben que tarde o temprano les tocará luchar o hincar la rodilla. Esto no es una simple incursión, muchacho. Se trata de un ataque calculado, buscando hacer el mayor daño en el momento más crítico. Y estoy seguro que está no va a ser la única frontera que va a ser violada.

Las implicaciones de las palabras del shagrad golpearon a Shuba como un puñetazo en el estómago. Una cosa era mantenerse escondidos en las montañas un par de semanas mientras los saqueadores margrish saciaban su hambre de rapiña, pero si el ataque formaba parte de una maniobra coordinada entre varios reinos, estallaría una guerra que prometía ser cruenta. Cruenta y larga.  

Si ocurre lo que usted insinúa, syd, de nada nos servirá escondernos aquí —se atrevió a decir Shuba, consciente de estar poniendo en duda las decisiones de su superior.

Lo sé... Por eso tú no vas a quedarte.

El joven jigrad alzó las cejas confundido.

Disculpe, syd, no... no le entiendo... —consiguió balbucir.

Va a iniciarse una guerra, hijo. Una como no se ha visto nunca. Si caemos, el Imperio será despedazado; si vencemos..., ya nada podrá detener al Emperador Nassor. Tal vez sea poco lo que nuestra compañía puede hacer: estamos solos, somos pocos y nos encontramos tras las líneas enemigas... Pero seguimos teniendo un papel en esta contienda, Shuba.

Ren Thayd inspiró una profunda bocanada de aire por la nariz, la mantuvo en sus pulmones unos instantes y la dejó escapar al fin en una larga exhalación, como siempre hacía cuando estaba a punto de dictar una castigo. Shuba volvió a anudar las manos a su espalda, más para evitar que le temblaran que para mantener la actitud marcial. Ciertamente no había tenido un gran papel en la defensa del Candado, ¿pero quién lo había hecho? Los invasores llegaron al abrigo de la noche y destrozaron las defensas del baluarte con ayuda de los Puños de Margrash y su Poder desatado. ¿Iba a culparle su comandante por la derrota?

Voy a mandar a unidades de hostigamiento a territorio ocupado. Tú comandarás la primera.

Las nuevas órdenes cayeron como un jarro de agua gélida sobre las entrañas del jigrad, que consiguió a duras penas no gemir ante lo que parecía a todas luces una sentencia de muerte. El rostro de Shuba palideció a ojos vista y sus hombros se derrumbaron como un acantilado al que el océano ha roído las raíces con el paso de las eras.

Pero..., syd... —logró murmurar.

Sé que estoy mandando a mis hombres a una más que posible misión sin retorno, muchacho —susurró el shagrad, con sincero pesar—, pero no nos queda más opción. Tarde o temprano los forrajeadores margrish van a encontrar nuestro rastro. Si permanecemos aquí, acabaremos muertos por inanición o bajo el acero de esos perros. A medida que nuestros hombres se recuperen, mandaré más escuadras, pero por ahora eso no es posible. Llévate a Opnash contigo y escoge a diez hombres más. Infiltraos en los llanos y encontrad la manera de convertiros en un estorbo para el invasor. Cortad sus vías de suministros, prendedles fuego si es necesario; acuchillad a esos bastardos mientras duermen y haced que no se sientan seguros ni cuando vayan a mear. Demuéstrame que eres hijo de tu padre, jigrad Shuba. Conviértete en su peor pesadilla.

Shuba alzó un puño a la altura del pecho en el tradicional saludo militar k'hlata, logrando a duras penas aparentar una seguridad y determinación que estaba muy lejos de sentir.

Tu voluntad es mi senda, syd... —recitó con voz temblorosa.

Dio media vuelta, apartó a un lado la lona de la entrada y abandonó la cabaña de Kaleb Ren Thayd hacia un destino incierto y aterrador.

 

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07/02/2021, 15:28
Infantería: Soldado Nuevo Lombriz.

 

DÍA DE LA RUPTURA DE LA ROCA.

AÑO: 202 DE KHATOVAR.

MES: DEL LEÓN (MITAD DE LA PRIMAVERA, MES CINCO).

DÍA: QUINCE DEL MES.

MEDIODÍA.

 

El Capitán Matagatos golpea una enorme roca con la Lanza de la Pasión, el mítico Estandarte de la Última de las Doce Compañías Libres de Khatovar. Se produce un fenómeno que después llamaréis la Ruptura de la Roca.

El vórtice de magia resultante absorbe en su interior a los treinta y tres supervivientes, treinta y cuatro, pues en algún momento mientras la Compañía escapaba de las garras y tentáculos de sus antiguos Hermanos, Lagrimita ha logrado salvar a su hermana Palomita.

También van con vosotros varios caballos (Hechizado, Dante, Beltza, Orgullo, Jerifalte, y los dos mulas de tiro de Khadesa), y el carro de Khadesa.

En un primer momento, tras una vertiginosa sensación como de caída, emergéis en un lago de agua fría cubierto de nieblas, en el que el agua os llega casi por la cintura.

Algo pasa allí, algo confuso y horroroso, que pasa a la vez en un instante, y en una eternidad de tormento.

Sois tentados, amenazados, chantajeados. Una influencia, una fuerza, incluso más poderosa que la que representaba el Señor del Dolor, pero de similar naturaleza, llena de sufrimiento, de malevolencia y de ansias de causar daño y dolor, os atormenta, tratando de moldearos a su antojo.

Eso frustra a los demonios, o seres equivalentes del Plano de las Sombras, tratan de torturaros, tratan de someteros, de convertiros en esclavos y marionetas.

No lo consiguen.

Su señor, el Dios del Dolor, cuyo nombre ahora sabéis que es Zon-Kuthon, un hermano traicionero, y un hijo cruel y vengativo que torturó y corrompió a su propio padre, el Espíritu de las Tormentas; trata de haceros su juguete, su instrumento.

No lo consigue.

Furioso y frustrado, el Dios del Sufrimiento y la Tortura, Zon-Kuthon, trata de arrancaros el alma, de separar vuestras almas de vuestros cuerpos, para destruirlas, convirtiéndoos así en no muertos sin voluntad.

Aquel nuevo Dios del Dolor quiso meterse en la cabeza de Lombriz viendo un gran vacío en su interior, debido al acaparador de mentes, aquello le hizo alejarse un poco para después intentar tentarlo con lo poco que tenía, con los pocos amigos que había hecho, con su fiel animal que había perdido, pero no pudo ver en Lombriz ningún sentimiento enraizado en su ser, era como una carcasa vacía que intentaba sobrevivir en un mundo hostil pero sin ningún apego por nada ni por nadie. Quizás este nuevo Dios del Dolor vio que Lombriz estaba casi a las puertas de convertirse en un cuerpo sin mente, pero algo lo sostenía un hilo fino que quiso romper, pero que debido a los hados del destino se mantenía inquebrantable, inflexible al no estar conectado a nada de este mundo, pero sin embargo lo mantenía vivo en este, era algo nuevo que asombró al nuevo Dios del Dolor, y lo hizo cobijarse en su propio odio al no poder someter a aquel ser casi vacío que era Lombriz.

Su primera emersión al nuevo mundo comenzó viendo a Palomita ahogándose... Allí iba el Capitán a su rescate, mientras la voz inconfundible del Cabo Barril barría los alrededores dando órdenes. Lombriz seguía allí quieto viendo aquella continuación de movimientos e insertándose luego en aquella situación en la que estaba en un principio como espectador, como si fuera un fantasma, un ente invisible que viera todo aquello, pero que los demás no se podían percatar de él. Se incorporó entonces a la formación llevado por una mano que lo salvó de ser engullido por el agua debido a que aunque movía los brazos no reaccionaba casi mentalmente. Fue Desastre quien lo sacó empapado de agua y de frío haciendo que andara por la tierra y que intentara calentarse para después dirigirlo hasta la Compañía... Veía a algunos cortar leña y otros caminar en formación hacia un camino sin nombre.

El capitán mandaba seguir y no quedarse quieto, Lombriz parecía un ente sin mente, siguiendo el paso de la compañía con una tez de un ser que aunque andaba su mente parecía no estar ahí, aunque él estaba y miraba, pero su capacidad mental era tan lenta que parecía casi inexistente. Piojillo le increpó para que se secara en la hoguera, y que dejara de hacer el imbécil, aquel cuerpo fornido y enclenque que representaba Lombriz se movió con agilidad, pero su tez seguía casi extinta mirando sin mirar, como un ser sin ser.

Ballestero daba ahora órdenes y Lombriz obedecía trayendo mantas, leña, lo que hiciera falta por un momento su capacidad mental casi extinta empezó a subir hacia lo mínimo. Y se veía ir de un sitio a otro ayudando a la compañía aunque con la misma cara de asombro mirando a los demás de una forma rara, como esperando algo de los demás, y que los demás no correspondían a saber por qué Lombriz los miraba así esperando que le dijeran algo. De repente saliendo como si estuviera en un sueño inmersivo, pero estando despierto, empezó a alertar del tiempo a los demás. Aquella reacción parecía no congeniar con una lógica de su comportamiento, o cuando alertaba de Zombus a los demás, y los demás parecían no ver nada cuando allí donde señalaba desaparecía aquello que por un instante había visto.

Ballestero le dio órdenes de ordenar el equipo de campamento, y Lombriz obedeció intentando poner todo lo que era igual en un sitio, con una sonrisa que salía de aquel raro rostro, como un perro que le habían dado un hueso. ¿Qué había visto Ballestero en él para hacerle partícipe de la organización? Por un instante Lombriz se sentía normal, un miembro más, incluso con responsabilidad olvidándose de fantasmas del pasado, y de su inusual reacción ante aquello que le rodeaba. Algunos hablaban mientras otros gritaban dando órdenes. Lombriz escuchaba aquellos sonidos distantes cuando se aislaba concentrándose en la tarea mandada, sin reaccionar a órdenes ajenas, a no ser que le gritaran su nombre varias veces o lo zarandearan, y eso le gustaba a Lombriz pues le hacía salir de su ensimismamiento.

Una Iglesia Abandonada.

Lombriz ahora obedecía a Piojillo que había salido de su inconsciencia por orden de Ballestero, Frontera le enseñaba a enrollar las telas, después Piojillo le seguía dando órdenes. Aquello confortaba a Lombriz le hacía salir de su ensimismamiento, le hacía tener la mente al mínimo de capacidad y así le ayudaba a salir de su casi extinción. Después se acercaron hacia aquella iglesia vacía con cautela, aquellos muros le recordaban algo a Lombriz, le hacían sentirse bien, pues le provocaban algún grado de fe en algo, y le hacía querer adorar a los espíritus de la naturaleza. Le hacía sentirse en sintonía con su ser, con su ser más profundo que estaba extinto, pero que por alguna casualidad parecía llenar ese interior vacío que pesaba sobre el K’Hlata. El cabo Ponzoña lo designó como uno de los miembros a hacer guardia, mientras Frontera le enseñaba a hacer bien su tienda. La gran familia que era la Compañía nunca dejaba aislado a Lombriz, y aquello lo engrandecía, engrandecía a la Compañía y hacía que Lombriz se sintiera bien en ella, al estar inmerso en sus quehaceres.

Serpiente tuvo que hacer un ritual por la noche pidiendo voluntarios, y al final dando de su propia sangre, que reactivaron las defensas e hicieron que no perecieran ante las sombras que existían en el exterior. El Capitán dormía con Dedos, mal visto por algunos, pero cuando le llegaban aquellos chismes a Lombriz solo le importó el ritual llevado a cabo, y que hacía que las sombras no les consumieran. Lombriz escuchaba una y otra vez en su interior aquellas plegarias que dijo Serpiente:

Destructor de almas,

Constructor de sombras

Encadenador de voluntades

Alabado sea nuestro amo

Oh poderoso Zon-Kuthon

Señor de los abismos infinitos

Señor del justo tormento

Aniquila a los viles infieles

Y vuelca sobre nosotros

Tu justo castigo a los pecadores.

Capitán contó con Lombriz para un grupo de exploración saliendo de la iglesia abandonada. Elección que le gustaba a Lombriz, pues como guerrero quería que se contara con él para los grupos de expedición, y cuando estaba en la iglesia le encantaba ayudar en las diversas tareas, así aprendía e intentaba retener lo aprendido en aquella mente dañada. En el grupo de expedición Lombriz se sintió muy bien yendo con el Jefe Guepardo a su lado encabezando la marcha. Eran cuestiones que engrandecían a la Compañía, a pesar de su desdén mental parecía ser un miembro muy apreciado por todos. Y Lombriz quería actuar con la misma contundencia y efectividad, igual que lo elegían a él para aquellas actividades tan importantes para el bien de toda la Compañía. La vida de los demás estaba en sus manos, y Lombriz a pesar de ser un enclenque se sentía cargado de fuerza que le transmitían los demás con su aliento, moral y compañerismo.

La dirección escogida fue hacia el Oeste... en su caminar aprendió de Caracabra que la magia de las mujeres era más fuerte que la de los hombres, y salvaba del enloquecimiento. Pensaba en las sombras que había visto la noche anterior y en lo que transmitían como los vampiros que le persiguieron y por el cual la Compañía restante huyó. Parecían estar en otro plano durante el sol, pero por la noche... se hacían fuertes y estaban unidas a la iglesia. Aquello lo llenaba de sueños inquietos, pero también se sentía atraído por saber más de ese plano astral y saber cómo combatirlas, aunque el miedo y su débil salud hacía que quisiera mantenerse a salvo. Lombriz entonces empezó a pensar que si podía adquirir más conocimiento sobre el plano de las sombras aprendería a sentirse seguro. Por ahora lo único que tenía conocimiento es que debían de salir de aquel lugar, guarecerse en otro sitio lejos de la iglesia.

La partida de exploración hizo que pudiera combatir y vencer a algunos caminantes que encontraron, pero el verdadero símbolo de honor y heroicidad fue de Grito que logró salvar a Guepardo de la muerte. En su estancia como Campamentero dejó patente su distanciamiento, incredulidad e incluso algo de odio hacia los Chamanes, que pensaba que eran meros embaucadores, teniendo esas discrepancias cuando Piojillo les habló sobre las nuevas funciones de los campamenteros y su segundo al mando el Chamán Rojo.

Del segundo grupo de exploración vino Desastre dando noticias, y a la orden del Capitán abandonaron la iglesia abandonada y se encaminaron hacia un poblado cuyos habitantes habían hablado con ellos. Lombriz mientras se recuperaba de un mordisco que un caminante le había dado en su miembro. Los cuidados y descansos fueron continuos, la atención de los miembros de la Compañía fue tanta que Lombriz se sintió ofendido ante tanta atención.

SEGUNDO DÍA DE LA RUPTURA DE LA ROCA.

AÑO: 202 DE KHATOVAR.

MES: DEL LEÓN (MITAD DE LA PRIMAVERA, MES CINCO).

DÍA: DIECISÉIS DEL MES.

MEDIA HORA PARA EL OCASO.  - CIELO OSCURO.

Le penosa comitiva compuesta por una Compañía Negra mayormente herida, enferma, hambrienta y debilitada dejó atrás la macabra señal del cadáver reseco colgado de unos postes y continuó avanzando por el camino en dirección Noroeste, mientras el Sol seguía su inexorable camino hacia el Ocaso.

Un tiempo después, comenzaba a atisbarse un llano cultivado, con un poblado rodeado de una baja empalizada en su centro.

Hacia el Norte, el Oeste, y parte del Sur tan sólo se veía un horizonte verde oscuro. Sin duda un enorme bosque.

No se veían personas por ninguna parte, aunque sí granjas que parecían habitadas y con animales. Sin duda la gente debía de estar en sus casas, preparando la cena.

En total, contando granjas y la aldea central rodeada por la empalizada baja, parecía improbable que hubiera siquiera doscientas personas, repartidas en un total de veinte casas, la mitad de las cuales eran granjas situadas fuera del nucleo de la aldea.

 

Verdín: La Granja Maldita.

 

-¡Soldados! - dijo, con una voz cascada que imploraba descanso, pero que aún tardaría en conocerlo - ya habéis sido informados todos de vuestro lugar de descanso esta noche, pero es mi deber comunicaros nuestra situación actual. Nos encontramos en el pueblo de Verdín, perteneciente a una región o reino llamado Nidal. Estas gentes tienen un problema, en la forma de unos bandidos, llamados Capas Rojas. Tras negociar con su Alcalde, Analista nos ha conseguido un contrato: proteger a los aldeanos y eliminar esta amenaza. Así es como se ha conseguido nuestro nuevo refugio, y la ayuda por parte de la aldea. En este lugar estaremos a salvo del frío, y hasta donde sabemos, las sombras no nos seguirán hasta aquí. Así que descansad tranquilos esta noche, reponed fuerzas, porque pronto daremos caza a los Capas Rojas.

Lombriz seguía haciendo preguntas algunas de menor importancia, mientras se sentía mejor de estar en un lugar alejado de las sombras. En una aldea cuyas gentes habían podido sobrevivir adorando a aquel Dios, y cuyo alcalde se mostraba clemente, debido a que la Compañía iba con buenas intenciones, y seguro que vieron en ellos unos aliados con los cuales proteger sus tierras.

Notas de juego

Continuará...

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23/02/2021, 22:50
Infantería (P): Soldado Nuevo Keropis.

Eufrasio

Cuando un hombre-carnero carga contra ti con un hacha de desproporcionadas dimensiones entre sus garras, babeando su furia mientras sus patas hendidas hacen saltar por los aires gruesos terruños y pedazos de hierba machacada, se hace difícil empatizar con él.

Por eso Dios hizo a Eufrasio.

Supongo que muchos os estaréis preguntando de qué coño va esto. Lleváis demasiado tiempo con la mirada fija en la Compañía Negra y sus aguerridos soldados y creo que necesitáis un descanso. Dejad que os tome de la mano y os aleje por unos instantes de la Duodécima. Solo será un momento, os lo prometo. En un santiamén podréis regresar y vaticino que vuestros mercenarios favoritos seguirán pelando cañas, congelándose el culo en el barro y paseando por ese merendero abandonado al que llaman campamento.

Venid, pues. Acompañadme y daremos un paseo hasta la lechería de Brasili. Cuidado con ese charco. Muy bien. ¿Estamos todos? Bien. Veamos... Sí, allí está. ¿Le veis? Es ese muchacho que está al fondo del corral. Sí, el que está hablando con la vaca. Acerquémonos silenciosamente y contemplemos ese capricho de la naturaleza que es Eufrasio.

Como podéis observar, el chico parece un campesino corriente y moliente: pantalones y camisa de lana basta, boina calada hasta la ceja —sí, solo tiene una y le cruza la frente de una sien a la otra como una oruga peluda— y pies descalzos hundidos en el lodo. Bueno, el izquierdo está enterrado en una inmensa boñiga de vaca, ciertamente, pero no nos desviemos. Lo que hace especial a nuestro recién descubierto amigo es que, ahí donde le veis, Eufrasio... es un hombre-carnero.

¿¡Cómo!? ¿¡Quién ha sido!? ¿¡Quién ha dicho que no se lo cree!? Sí, ya veo que le está chupando la oreja a la vaca, ¿pero qué tiene eso que ver? Campaña no es capaz de atarse solo los cordones de las botas y es el más fiero guerrero de la Compañía, ¿o no es así? ¿Y el Segundo Mago? El tipo necesita frambuesas para poder demostrar que tiene algún poder, así que no vayamos tan subiditos… Sí, Eufrasio no es el hombre-carnero mas listo, cierto. De hecho, en su forma humana tiene el dudoso honor de interpretar el desagradecido pero imprescindible papel de Tonto del Pueblo de Carnonegro, el pobrecico… En las últimas fiestas del pueblo, le cubrieron de sebo y le persiguieron por toda la plaza mayor. Julián, el hijo de la Sole, la de la mercería que hace chaflán, lo atrapó y se ganó un costillar de cordero y una moneda de cobre. Se la entregó el mismísimo Jacques de Malar, nuestro Señor Feudal. Pero estoy divagando. Vamos a lo que vamos.

Eufrasio es un hombre-carnero, de los hombres-carnero de toda la vida, pero si creíais que en su forma animal recibiría de sus iguales un trato mejor que el que le brindan sus vecinos humanos, vais muy equivocados. Esta triste y patética criatura es vilipendiada también por sus bestiales congéneres. Ellos os dirán que tienen razones más que de sobra para repudiarlo. Os contarán que no sabe tocar la flauta mágica sin desafinar en cada nota y que deja la boquilla siempre babeada. Algunos le llaman hombre-cabra porque aseguran que se come todo lo que pilla: una vez le mandaron llevar un mensaje a las brujas del Bosque de Uskwood y cuando le preguntaron si lo había entendido, se zampó el pergamino sin dejar de sonreír y asentir. Con lacre y todo…

Pero miradle. Contemplad la delicadeza con que acaricia a esa vaca. Es conmovedor...¿No merece nuestra piedad este muchacho tan tierno y desvalido? ¡Eufrasio, no! ¡No, mal! ¡No mordemos los cuellos de las vacas! Así, muy bien… Caricias, sí; mordiscos, no. Eufrasio bueno, sí. Venga, majete, ve al establo a echarte. Cuando me haya despedido de estos señores, te traeré algo de comer. Es un encanto, ¿verdad? Mira como se cimbrea con esas piernas zambas tan graciosas que tiene. Es un amor.

Bueno, hasta aquí el paseo de hoy. Otro día os llevo a conocer a Marcelino y nos echamos unas risas. Es el loco del pueblo. Creo que fue soldado, pero le dieron demasiado fuerte en la cabeza y ahora cree que es un faisán. Se esconde en los sembrados y no veas como corre cuando nos ve llegar. Lo dejamos para otro día, ya si eso.

Con Dios y por la sombra.